Trasversales
Claudio Albertani

Vladimir Kibaltchich:
entre la revolución y el Renacimiento


revista Iniciativa Socialista 77, otoño 2005. El 21 de julio de 2005 murió en Cuernavaca, Morelos, Vladimir Kibalchich Russakov, mejor conocido como Vlady. Hijo de Victor Serge, el gran escritor que nos narró las revoluciones del siglo XX, Vlady fue uno de los mayores pintores contemporáneos de México y, como su padre, un disidente crítico de todos lo poderes. Este texto fue leído por el autor el 17 de agosto de 2002 en ocasión de la inauguración de la exposición En el mar de líneas (dibujos y grabados de Vlady), que se presentó en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. Publicado con autorización expresa del autor. Foto de Vlady e imágenes de su dibujo “La nena” y de algunos de sus dibujos eróticos suyos proceden de http://www.vlady.org, lo que agradecemos a Jean-Guy Rens, Claudio Albertani, Science Tech e Isabel Díaz Fabela.


El arte es este movimiento que exalta y niega al mismo tiempo. “Ningún artista tolera lo real”, dice Nietzsche. Es cierto, pero ningún artista puede prescindir de lo real. La creación es exigencia de unidad y rechazo del mundo.
Albert Camus, El hombre rebelde


Vlady no necesita presentaciones y menos de parte de alguien como yo que no soy crítico de arte, ni me considero competente en los misterios de la creación plástica. La vieja amistad que nos une tiene origen en una pasión común: la vida y la obra de su padre, el gran revolucionario y novelista Víctor Serge. Actor, testigo y, a la vez, creador épico, Serge cruzó como meteoro la primera mitad del siglo XX. Su vida se confunde con la tragedia de la revolución triunfante que se devora a sí misma y queda como un monumento a la libertad. ¿Por qué, entonces, me atrevo a opinar sobre el arte de Vlady?

El pintor y sus obsesiones

En una ocasión, mientras platicábamos, Vlady sacó un cuaderno con dibujos a lápiz y notas escritas con letra menuda y compacta.
-Mira -me dijo-. Tal vez te interesen. Eran los retratos y apuntes que había hecho de Volin, el gran anarquista ruso, y uno de los primeros disidentes de la revolución.
-¿A poco lo conociste?
-¡Claro! Fue en París, a finales de los años treinta. Y empezó a contarme anécdotas sobre quien sigue siendo uno de mis héroes favoritos.
-Tengo más dibujos de esta época, añadió.
Se puso a hurgar en unos cajones (los hay muy numerosos en su taller y todos muy desordenados…) y, poco a poco, fue apareciendo un sinnúmero de viejos papeles maltratados, con retratos en forma de bocetos y apuntes. Eran, en gran parte, los amigos y compañeros de Serge, que Vlady había conocido en algún momento de su niñez y adolescencia.
-Tienes que publicar estos dibujos, le dije asombrado. Y tienes que sistematizar tus recuerdos. Esto no se puede perder.
Vlady no se convencía. Perfeccionista como es, no quería publicar materiales que, según él, no poseen la calidad de sus trabajos posteriores. En un primer momento no insistí, pero no dejé de abordar la cuestión cada vez que se presentaba la oportunidad. Al final tuve éxito.
-Vamos a publicar los dibujos, me dijo un día. Haremos un libro y tú te encargarás de sistematizar mis recuerdos.
Acepté gustoso, sin saber con claridad en qué aventura me estaba embarcando. Decidimos trabajar por medio de entrevistas que yo grabaría y pasaría a la computadora. Escogíamos, sin mucho orden, un retrato y Vlady hablaba a rienda suelta, apenas interrumpido por mis preguntas. Cada papel le traía a la mente un sinnúmero de recuerdos: además del personaje y sus relaciones con Serge, me hablaba de las circunstancias en que había hecho el dibujo, mismas que siempre tenía muy presentes.
Había retratos muy viejos, como el del escritor rumano Panaït Istrati, fechado en el año de 1928 en Leningrado, cuando Vlady apenas tenía ocho años. En la misma época, o poco después, dibujó también a los poetas disidentes Maximilián Volosin, y Nicolái Kliúiev. Otros apuntes se remontaban a la época de Orenburg, la puerta de la Siberia, en donde Serge y su familia estuvieron confinados hacia mediados de los años treinta. Otros más estaban fechados en Bruselas, París, Marsella, Santo Domingo, Cuba, México…
Aquellos retratos y las largas conversaciones que sostuve con Vlady en un lapso que ya se acerca a los diez años, no solamente me permitieron reconstruir trozos de la trayectoria de Serge y de sus camaradas, sino también acercarme al mundo espiritual del pintor, a sus pasiones, a sus inquietudes, y comprender así algunos aspectos de su peculiar colocación en la historia del arte contemporáneo.
La primera observación que se me ocurre es que la obra de Vlady es, como ha escrito su amigo Jean-Guy Rens (autor de un libro fundamental y todavía inédito sobre Vlady al que mucho deben mis propias observaciones), una declaración de guerra contra el arte moderno y, sobre todo, contra la vanguardia. Vlady rechaza gran parte de la pintura contemporánea después de Van Gogh. No le gustan el cubismo, el abstractismo, el expresionismo, el constructivismo, el conceptualismo… Tiene una vieja pelea incluso con dadá y los surrealistas con quienes comparte, sin embargo, dos pasiones: la libertad y la revolución.
En el inmenso mural de la biblioteca Lerdo de Tejada, en la ciudad de México, La revolución y los elementos –y también en su taller de Cuernavaca, donde se amontonan miles de cuadros, dibujos y grabados- se cuenta la epopeya de las grandes revoluciones de la humanidad, al estilo de Giorgione, Tiziano, Rembrandt, Rubens y El Greco. La razón, la voluntad, la libertad, la tiranía, la tragedia, el deseo, la esperanza, el desaliento, en fin aquellas pasiones que son la materia prima de la humanidad en movimiento encuentran una transposición plástica en la mejor tradición renacentista. Porque, en efecto, el tema de Vlady es la revolución. No una revolución en particular, sino todas las revoluciones. A diferencia de sus antecesores muralistas, sin embargo, Vlady no pretende ser panfletario, ni didáctico; tampoco declarativo. En La escuela de los verdugos -cuadro que pinta y vuelve a pintar desde los años cuarenta sin poder terminarlo- Vlady revela su ambivalencia y sus fantasmas. Él es un rebelde cuya exigencia de rebelión se transforma en pintura.
Las personas que frecuentó gracias a su padre y a la propia experiencia en la Unión Soviética, le dieron un carácter y una manera de ser: no aceptar que la vida esté hecha de una vez por todas. El revolucionario, dijo Camus, es al mismo tiempo un rebelde o ya no es revolucionario, sino policía. El arte de Vlady es rebelde porque cuestiona el poder, incluso el poder que emana de la revolución, aunque el propio Vlady -quien hace décadas rechazó las galerías y los circuitos comerciales- mantenga con este mismo poder una relación ambigua, y en ocasiones desconcertante.
Revolución social, revolución cultural, revolución de la vida cotidiana, revolución material, revolución de los colores; he aquí sus obsesiones. Como en Walter Benjamín, en Vlady el materialismo es aliado de la teología; pero su manantial no es el mesianismo judío, sino un cristianismo bárbaro y pujante, que se amalgama con el impulso revolucionario del mujik o con la liberación del indio mexicano. El ejemplo de rigor es aquí el retrato que Vlady hizo del obispo Samuel Ruiz.
Una fe herética y una mística terrenal animan los rostros que Vlady dibuja, graba o pinta, igual que los héroes anónimos de Los hombres en la prisión y de El nacimiento de nuestra fuerza, las novelas corales de Serge. Detrás está la herencia rusa: la potencia de la tierra, y aquella peculiar mezcla de sensualidad y espiritualidad telúrica que arranca del arcipreste Avvakum para llegar hasta Dostoyevski. Así como Serge fue un novelista ruso nacido en Bélgica que escribía en francés, Vlady es un artista mexicano nacido en Rusia que pinta con las fórmulas renacentistas.

En el ojo del huracán

-La vida empezó para mí como una gran aventura -cuenta el pintor-. La aventura de cambiar el mundo desde sus bases.
Recordar me lastima porque me hace revivir mis propios fracasos. Confieso que después de ver tanto sufrimiento quedé con una fuerte ambivalencia hacia la política: la detesto, pero es parte de mis demonios interiores. Y mi vida es un persistente diálogo con sus grandes temas. Sigo pensando que nuestra sociedad está enferma y que necesitamos un cambio radical. A pesar de su triunfo, el capitalismo no ha resuelto los grandes problemas de la humanidad; sólo ha hecho a un lado las preguntas incómodas. Mi padre perteneció a una corriente que desde un principio vio y denunció las fallas del modelo soviético, pagando esta osadía con la vida, la prisión, o el destierro, sin renunciar a creer en la posibilidad -incluso la necesidad- de una transformación en sentido socialista. Es por eso que la caída del régimen soviético no me hizo huérfano ni víctima. Haber visto lo que mi padre no vio, la caída de la gran mentira, no fue motivo de asombro. Él y sus camaradas la previeron hace ya 70 años.
Vlady nació en Petrogrado (después Leningrado, hoy San Petersburgo), el 15 de junio de 1920. Su nombre completo es Vladimir Kibalchich Russakov, hijo de Víctor Kibalchich, mejor conocido como Víctor Serge, y de Liuba Russakov, una mujer que pagaría con la locura el crimen de ser esposa de un disidente e hija de un anarquista. Cuando nació Vlady, Víctor y Liuba vivían en el Astoria, el famoso hotel convertido en residencia de revolucionarios. Muy cerca estaban el Palacio de Invierno, la Fortaleza Pedro y Pablo (donde cuarenta años antes habían colgado a Nicolái Kibalchich, un antepasado de Vlady, implicado en el asesinado del zar Alejandro II), la catedral San Isaac, el Instituto Smolny (alguna vez cuartel general de Lenin), y el monumento a Pedro el Grande (donde, cien años antes, se había fraguado el movimiento decembrista, primer intento -fracasado- de llevar a cabo una transformación democrática de Rusia).
-Era -dice Vlady sonriendo- el primer cuadro de la revolución.
En aquel año de 1920, la revolución acababa de romper el cerco militar y tropezaba contra el hambre y las primeras regresiones burocráticas. Rusia vivía los últimos destellos de una etapa muy fecunda de su historia, un momento de gran apertura y florecimiento cultural, que el historiador Pierre Pascal –tío político de Vlady- definió como el Renacimiento ruso del siglo XX. Los hombres que lo animaron no estaban especializados en una rama de la vida intelectual: los poetas eran también novelistas, los novelistas eruditos, y todos eran un poco filósofos, incluso los pintores y los músicos (1). Algo de aquella tradición le queda a Vlady si al empezar su libro, Abrir los ojos para soñar, nos dice: “ya no cabe pintar sin reflexión previa” (2).
-Mi infancia –sigue contando- transcurrió entre bolcheviques y casi no conocí niños. En la casa lo importante era este fuego sagrado que lo atraviesa todo: la revolución, el sacrificio, la represión, la muerte, los pogromos. Crecí en medio de una vasta constelación de países, idiomas y culturas: Rusia, Alemania, Austria, Bélgica, los Países Bajos, Francia, España, Italia, México.
Viví, sucesivamente, la consolidación, degeneración y derrumbe de la Unión Soviética. Comprendo los nacionalismos y, por esto, los detesto. Los padecí y fui testigo de sus crímenes. Sin haberlo escogido me tocó vivir la resistencia al totalitarismo en la antigua Unión Soviética, y la áspera lucha contra el fascismo en Europa. Estas peripecias me hicieron conocer a gente extraordinaria: disidentes, viajeros, poetas, artistas, escritores y, sobre todo, revolucionarios de todas partes. Ellos fueron mis maestros. Muchos eran obreros, orgullosos de su clase y conscientes de llevar un mundo nuevo dentro. Todos eran hombres cultos –incluso eruditos-, casi siempre autodidactas y diestros en mucho idiomas. Son tipos humanos que hoy están en vía de extinción. Grabadas en las caras de todos ellos, todavía leo las angustias y las esperanzas de una época.
Vlady habla y escribe en varios idiomas, aunque todos con faltas de ortografía, porque casi nunca fue a la escuela. Como su padre, como muchos vagabundos geniales de aquella generación, él también es un autodidacta que se formó con el rigor de los revolucionarios rusos y la libertad de los anarquistas franceses. Desde niño, con el dibujo, aprendió a cultivarse y a encontrarse a sí mismo. Gran lector, heredó de su padre la pasión por los libros: no sólo arte, sino literatura, política, filosofía, psicoanálisis, historia. En las estanterías de su biblioteca, a un lado de los autores soviéticos (en ruso), se amontonan de la manera más desordenada los clásicos de la modernidad: Hegel, Marx, Stirner, Bakunin, Dostoyevski, Nietzsche, Schopenhauer, Freud, Jung, Burckhardt, Huitzinga… los mismos con los que dialoga y polemiza continuamente.
-Muy chico -sigue contando- hice el descubrimiento que cambiaría el rumbo de mi vida: el museo Hermitage de Leningrado, uno de los mejores del mundo. Estaba a dos cuadras de la casa y ahí iba a buscar refugio. Pasaba mis días contemplando sus cuadros, en particular los del Renacimiento, que desde entonces me siguen apasionando. La pintura italiana de esta época es todavía la que me parece más convincente, no por ser italiana, sino por ser universal. De los italianos me llegó la inspiración y después de mucho trabajo me fui creando un estilo personal.
La pintura fue, a la vez, una fuga y un medio para afirmar mi personalidad en un mundo hostil. Brotó en mí como evasión o como terapia, posiblemente porque nuestra vida familiar nunca fue fácil. Creo que en la literatura no me hubiera desarrollado porque la figura de Serge es demasiado imponente. Dibujar implicó para mí esbozar un terreno propio, establecer con mi padre una comunicación privilegiada y, eventualmente, encontrar un camino en la vida. Desde que tengo memoria he dibujado de todo, sin cesar. Con el tiempo esto se convirtió en una identidad, en mi manera de relacionarme con el mundo. Toda la vida me he hecho preguntas: en la mañana, en la tarde, en la noche.
¡Cuántas veces me han obsesionado las sombras del pasado! Hoy puedo contemplar este pasado, entiendo lo que hicieron mi padre y sus compañeros, y hago el intento de darme algunas respuestas sin ser aplastado. Al mismo tiempo, me queda perfectamente claro que no quiero idealizarlos. Entre las flores y los frutos de esta especie, la de los revolucionarios, se da lo mejor y lo peor; todas las grandezas y todas las enfermedades. Mi padre y sus compañeros representan para mí una suerte de espiritualidad atea que expresa pasión, sufrimiento y, también, sabiduría. Yo creo en una espiritualidad revolucionaria, que no es aquella que apela a Dios o a Cristo. Con sus enroques y su pobreza, sus doctrinarismos arcaicos y sus inteligencias insuficientes, esta espiritualidad es lo que me sigue intrigando.

El arte como resistencia


Las palabras de Vlady me ponen a pensar. Ahora comienzo a entender su pelea con el arte moderno. En los albores del siglo XX, la vanguardia dadá y surrealista se pensó a sí misma como revolucionaria. En Nadja, este gran manifiesto del amor subversivo, André Breton escribió: “la luz que prefiero en los cuadros de Courbet es la de la plaza Vendôme en el momento del derrumbe de la Columna”. Combatiente, miembro de la Federación de Artistas y de la Comisión de Enseñanza de la Comuna de París, Gustave Courbet (autor, entre muchos otros, de un magnífico retrato de Proudhon) exigió la demolición de este símbolo del poder imperial de Francia. Para Breton, el acto simboliza el compromiso lúdico del arte con la construcción de un mundo nuevo.
Vlady tiene otra historia. Él nació en el ojo del huracán. No tuvo que imaginar la revolución, porque es hijo de la revolución. O, mejor dicho, es hijo de la derrota de la revolución. Cuando, niño travieso, Vlady buscó refugio en el Hermitage, en la URSS ya se estaba gestando el totalitarismo estaliniano. La policía política encarceló a Serge por el delito de pensar y Liuba se volvió loca. En el arte iba a instalarse una soporífera monotonía, a la par con un radical desprecio por el individuo.
No es un caso fortuito que Vlady haya descubierto el Renacimiento. Según el historiador Elie Faure (cuya obra Vlady estudió en París por sugerencia de Wilfredo Lam), el Renacimiento cuenta la epopeya del individuo, la insurrección espiritual contra siglos de dogmas, prohibiciones y represión. El concepto de perspectiva se inventó entonces, y se crearon los fundamentos de la pintura en tres dimensiones (una de las obsesiones de Vlady maduro), lo cual permitió mirar lejos, soñar, y, como diría Ernest Bloch, introducir en el arte una dimensión utópica. Los rostros encendidos de los cuadros de Giorgione y de Tiziano animaron a Vlady y le dieron una razón para vivir.
Dibujar fue también un acto de resistencia cuando, en compañía de su padre y de viejos bolcheviques, Vlady estuvo confinado tres años en Orenburg. Era la época de la gran carestía y casi se murió de escorbuto.
-Aquello fue terrible -cuenta-. Los niños se caían en las calles. Nosotros sobrevivimos en gran parte gracias a los francos que, de vez en cuando, Serge recibía de la venta de sus libros en Francia, o de las colectas organizadas en París por la revista La Révolution Proletarienne. Las temperaturas eran infernales: cuarenta grados arriba en el verano, cuarenta grados abajo en invierno. En las noches, la trémula luz de una lámpara de petróleo esclarecía la mesa redonda en donde mi padre y yo nos sentábamos, el uno frente al otro. Él me hablaba del mundo occidental, de la democracia, de los sindicatos... Me leía poemas en voz alta, a menudo en francés. Yo dibujaba y, aunque era muy difícil conseguir los útiles, hice muchísimas acuarelas, algunas de la cuales conservo hasta el día de hoy.
En abril de 1936, Víctor, Liuba, Vlady y Jeannine, su hermanita recién nacida, lograron salir de la URSS y llegar a Europa. En este momento la vanguardia artística europea había agotado el ciclo creativo. Sus negaciones se estaban convirtiendo en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en repetición. Marcel Duchamp, una de las inteligencias artísticas más agudas del siglo, ya había dejado la pintura por el ajedrez, un acto polémico sin duda, pero también estéril.
Vlady conoció a Breton y a los pintores surrealistas en los cafés de Montparnasse, hacia 1937-38. Él era entonces un adolescente tímido y retraído que adoraba a su padre y militaba en el POUM, el partido comunista disidente de España cuyos principales dirigentes habían sido masacrados por los esbirros de Stalin. Breton -a quien apodaban “el papa”- pontificaba y emitía juicios rudos sobre todo el mundo. Si alguien le resultaba antipático, disparaba la terrible frase: querido amigo, usted no tiene talento. El psicoanálisis, la sinceridad y la crueldad estaban al orden del día, sin embargo los surrealistas le parecieron a Vlady tigres de salón. Años después, suavizaría aquellos juicios apresurados, pero entonces el desencuentro fue inevitable.
-Yo hacía trabajo político, explica, y ellos, sofisticados y un tanto vacíos, no cabían en la cabeza de un joven con mentalidad ascética que venía de los medios bolcheviques exiliados.
Esto del trabajo político no es cuento. Mary Jane Gold -quien conoció a Vlady en la villa Air-Bel (Marsella) donde junto a Serge, al propio Breton, a Benjamín Peret, Víctor Brauner, Oscar Domínguez, Wilfredo Lam y otros antifascistas esperaban embarcarse hacia el Nuevo Mundo- cuenta que lo tuvo como maestro de marxismo. “Toda mi vida -escribe- voy a asociar el carácter ineluctable de la revolución con el secuestro de Perséfone porque es sobre el fondo de esta pintura que se recortaba el joven rostro apasionado de Vlady mientras me explicaba las complejidades del materialismo dialéctico”(3).

La dimensión estética

Huelga decir que Vlady nunca acató las directivas de Breton sobre la pintura. Siguió su propio camino e intentó transformar en fiesta el duelo proclamado por la muerte del arte. Cambió el Hermitage por el Louvre, se apasionó todavía más con el arte clásico, y estudió en el taller del escultor Aristide Maillol, otro gran enamorado del Renacimiento. Llegó a México en 1941, y es aquí donde, gracias a Rivera y a Orozco, descubrió el muralismo, que acabó renovando tanto en los temas, como en los materiales y en la técnica del color.
La plática regresa inevitablemente a los surrealistas y a los muralistas, que son los grandes interlocutores de Vlady. Me vuelve a la memoria la famosa polémica entre Breton y Artaud acerca del sentido político del arte. ¿Tiene que estar el arte al servicio de la revolución como sostenía Breton o bien, como creía Artaud, la revolución debe de ponerse al servicio del arte?
-No tenemos por qué comprar esta polémica -opina Vlady-. También se habló de literatura proletaria. Se dijeron muchas idioteces. Entre salvar del fuego a la Gioconda y a un camarada herido, ¿qué escogerías? Yo no se qué contestar. Lo que debería decir es la Gioconda, salvar la eternidad del espíritu. ¿Por qué me la ponen tan difícil? Las palabras servicio y servidumbre ya me molestan. Toda la vida es un deambular y buscar salida del laberinto con un hilo de Ariadna invisible, que es el itinerario hacia sí mismos. El talento no es más que sacrificarlo todo en beneficio de una obsesión. La dimensión estética -sigue Vlady- es revolucionaria per se, en cuanto es la constante transformación de los sentidos en otros. Es revolucionaria porque cada escritor, pintor, escultor o músico encuentra algo nuevo que añadir a las sensaciones del alma. Cuando te transformas a ti mismo transformas a los demás. He aquí el nexo con lo colectivo.
-Vivimos -contesto yo- una situación donde la realidad miserable puede cambiarse sólo por medio de la praxis política radical. En estas condiciones, la preocupación por la estética necesita una justificación. Herbert Marcuse escribió: “La verdad del arte se encuentra en su capacidad de romper el monopolio de la realidad establecida (es decir: de quienes la establecen) de definir lo que es real. En esta ruptura que es la realización de la forma estética, el mundo ficticio del arte aparece como la verdadera realidad”(4). Esto es lo que Walter Benjamín llamó aura, y expresa perfectamente las preocupaciones de Vlady. Nada más alejado de él que una concepción clasicista que limita la relación con la belleza a una petrificada contemplación. Ni le es propia la idea de un arte “puro”, que rechaza su función social. La estética de Vlady es, en primer lugar, un combate político.
-Después de haberlo rechazado toda la vida –reflexiona-, creo ser profundamente surrealista. Se podría decir que hay una convergencia temática: el discurso del inconsciente. Ahora, donde no soy surrealista es que soy de un gran rigor con los materiales. Un surrealista puede hacer un cuadro con botones o con cerillos. Esto no es pintura. Puede ser arte plástico; yo también lo hice, pero definitivamente no es pintura. Yo diría que no hay un clásico sin los rigores del oficio. Mi rigor es el retorno a la pintura absoluta. La pintura no es qué se pinta sino cómo se pinta. La pintura moderna y la clásica se diferencian en que la clásica es luminosa, cristalina, perenne; la pintura moderna sólo expresa el momento, es efímera y exalta lo efímero.
Aunque -añade corrigiéndose a sí mismo- hay obras efímeras que duran siglos; la de Picasso, por ejemplo.
¿Cuál es el lugar de Vlady en el arte contemporáneo? No sé responder, pero algo puedo intuir. Octavio Paz dice: “con su obra y aún más con su actitud negadora de la obra, Duchamp cierra un periodo del arte de Occidente (el de la pintura propiamente dicha) y abre otro que ya no es ‘artístico’: la disolución del arte en la vida, del lenguaje en el círculo sin salida del juego de palabras, de la razón en su antídoto filosófico –la risa. Duchamp disuelve la modernidad con el mismo gesto con que niega la tradición”(5). Ahora sabemos que el proyecto de Duchamp no se realizó. El arte moderno agotó sus virtudes críticas en una cadena interminable de vanguardias que se repiten sin superarse.
Hijo de la revolución, el muralismo fue la respuesta mexicana a la crisis del arte occidental. Cuando Vlady llegó a México, sin embargo, el muralismo también empezaba a entrar en crisis, igual que la revolución de que era expresión. El propio Diego le sugirió que fuera a Italia a buscar las raíces del arte. La pintura de Vlady es posiblemente una respuesta a la doble crisis de la vanguardia europea y del muralismo, así como la solución de aquella tensión entre revolución y Renacimiento que lo obsesiona desde la niñez. Solución y no síntesis, porque los dos polos conviven y persisten en Vlady.
-El muralismo mexicano, reflexiona, es lo que en el Renacimiento italiano fue el Quattrocento, o sea una pintura universal. Sin embargo, en México no hubo un Cinquecento, es decir, una pintura en tercera dimensión, con la profundidad e, incluso, en cuarta dimensión, con el movimiento. Ese Cinquecento no se dio porque para ello se debía conocer el uso de materiales como los maestros italianos y flamencos.
La apuesta de Vlady es crear una suerte de Cinquecento mexicano. Es una apuesta ambiciosa y sólo el tiempo dirá si la ganó.
El problema es que el arte, además de creación individual, es empresa colectiva. El propio Vlady opina que, para ser grande, el arte tiene que estar en simbiosis con el entorno en que se produce. Este entorno debe ser “cómplice” de los artistas.
-La Florencia renacentista -dice- jugó este papel. La burguesía parisina fue cómplice de sus pintores impresionistas. Y en México, el Estado post-revolucionario fue cómplice de los muralistas.
Hoy la situación es completamente diferente. Si bien el Estado actual puede que sea un poco menos ogro, ciertamente ya no es filantrópico. Y no hay ningún Lorenzo de Medici a la vista.
- Es lo que hace falta, concluye Vlady. Vivimos en el mundo equivocado.

 Tepoztlán, Morelos, agosto de 2002


Notas
1. Pierre Pascal, Las grandes corrientes del pensamiento ruso contemporáneo, Encuentro Ediciones, Madrid, 1978, pág. 26.
2. Vlady, Abrir los ojos para soñar, Siglo XXI, México, 1996, pág. 5.
3. Mary Jane Gold, Marseille Année 40, Phébus, París, 2001, pág. 366.
4. Herbert Marcuse, The Aesthetic Dimension, Beacon Press, Boston, 1979, pág. 9.
5. Octavio Paz, Estrella de tres puntas. André Breton y el surrealismo, Editorial Vuelta, 1996, pág. 73.
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