Trasversales
Armando Montes
Princesas


revista Iniciativa Socialista 77, otoño 2005


Princesas. Dirección y guión: por Fernando León de Aranoa. Intérpretes: Candela Peña, Micaela Nevárez. Fotografía: Ramiro Civita. Música: Alfonso Vilallonga, Manu Chao.  Web oficial

Princesas es la historia de un fragmento de la vida de dos mujeres, Caye y Zulema, cuyo primer contacto es un conflicto entre ellas a causa de la competencia por un cliente, pero que terminan siendo grandes amigas. Dos mujeres que sufren las consecuencias del estigma social, una por “puta”, la otra, doble ración, por “puta” y por “sin papeles”. Dos mujeres que no son “sólo víctimas”, sino dos mujeres que piensan, aman, sufren o disfrutan por cuenta propia.
Espléndidos contrastes: el ambiente limpio, amistoso y fraternal de la peluquería frente al sórdido y agresor clima de las “comidas familiares” en las que Caye sufre un evidente pero no explícito repudio por aquello que sus parientes fingen no saber; la hostilidad “abstracta” sentida por las españolas hacia las inmigrantes frente a la sintonía y cercanía que surge entre ellas cuando se conocen y tratan de forma singular. Candela Peña extraordinaria y muy bien la portorriqueña Micaela Nevárez. Como siempre, desde Familia, Fernando León borda la dirección de guiones muy sólidos, también suyos. Quizá algunos de los diálogos, o más bien ciertas frases, puedan resultar algo “literarias”, pero, al fin y al cabo, el derecho a la poesía es un derecho humano y una capacidad presente en toda persona “con corazón”. Acertadísima música.
Estupenda y emocionante película sobre dos mujeres y sobre su amistad. No es un documental novelado sobre la prostitución ni cabe pedirlo. Las escenas que parecen más documentales, como aquellas que podrían parecer rodadas en la casa de Campo de Madrid -no es así-, son precisamente las más elaboradas técnicamente. En la medida que forman parte de la vida de las protagonistas, encontraremos en la película el infierno familiar, la vulnerabilidad de las inmigrantes “sin papeles” que las convierte en objetivos del abuso de personajes despreciables, la práctica de las “camas calientes” (turnos de uso para dormir en una cama) y tantas y tantas cosas que forman parte de una sociedad en la que la “marginación” no es sólo ignorar y “dejar aparte” a quienes la sufren sino una nueva fuente de provecho para abusadores y explotadores. Pero esos no son “los temas” de la película.
Las “mujeres invisibles” se hacen ver, desde la singularidad de cada una. La historia de Caye y Zulema no es la de “todas ellas”, sino la suya propia, la de dos mujeres posibles durante una breve parte de unas vidas posibles. En las historias de Caye y Zulema está muy presente la violencia, el chantaje que llega hasta la violación y, quizá causa raíz de la impunidad de esos abusos, el desprecio social. Pero también están en ellas el amor, la amistad, los proyectos, las esperanzas, la resistencia, la cooperación… Sin duda, hay otras historias posibles, y muchas serán, son, aún más duras, historias, por ejemplo, de esclavismo y secuestro, que otros podrán contar.
Princesas no termina ni bien ni mal, aunque si he entendido bien algo sólo insinuado en la película a través de dos escenas “mudas”, Zulema tendrá que afrontar una nueva dificultad en su vida y volver a su país no la ayudará mucho a poder hacerlo en buenas condiciones, pero es su vida y a ella corresponde elegir. La película, simplemente, “no termina”, o, para ser más preciso, cuenta un trozo de dos vidas hasta cierto punto, un punto de encrucijada en ellas. Allá donde termina el relato, ya no queda otro “después” que el que quiera poner la imaginación del espectador, si es que le apetece esa fabulación.
Pero quizá sea más provechoso usar ese tiempo en una reflexión: “nosotras” y sobre todo “nosotros”, autosatisfechos por no ser proxenetas, por no ser “clientes”, por no abusar de una u otra forma de quienes residen aquí “sin papeles”, nosotras y sobre todo nosotros también somos culpables en la medida que sigamos contribuyendo al estigma que pesa sobre las cayes y las zulemas, azuzando el desprecio hacia ellas o una mirada “bienpensante” que sólo es capaz de verlas como objeto de pena o, como mucho, de “rehabilitación”, pero no en tanto que sujetos con voz propia. Por ejemplo, seremos culpables mientras sigamos usando “hijo de puta” como insulto, en vez de gritar, si así lo pensamos, “explotador”, “politicastro”, “corrupto”, “torturador”, “asesino”, “violador” o lo que realmente corresponda al caso.
Acabo de volver de una justísima manifestación en Vallecas contra la sectaria distribución de las licencias de televisión local hecha por la Comunidad de Madrid. Me pregunto: ¿por qué algunos insistían en llamar “hija de puta” a Esperanza Aguirre? ¿Cómo es posible que los poderosos sigan perturbando hasta tal punto nuestro sentido de la decencia?

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