José Manuel Roca
Revolución: política y mito
Revista Iniciativa Socialista
(primera época de la actual revista Trasversales), número 23,
invierno 1993.
1. Desorden en el microcosmos
Desde que la opción de instaurar un Estado
de derecho basado en la reforma del régimen franquista se afianzaba
a medida que transcurría la transición política, la
sombra de un presagio empezó a cernirse sobre los partidos más
radicales de aquellos que habían propugnado la alternativa rupturista.
Acontecimientos posteriores, nacionales e internacionales, vinieron a confirmar
el presagio de que la revolución se volvía un objetivo harto
difícil de alcanzar a corto y medio plazo.
Las organizaciones que a mediados de los años 60 surgieron a la izquierda
del PCE, lo hicieron reivindicando la bandera de la revolución y definiéndose
comunistas frente a un partido comunista que había abandonado ambas
cosas -la revolución y el comunismo-, y todo el período subsiguiente,
que abarca una docena de años, queda marcado por la explosión
de una radicalidad política en la que cada nuevo grupo o grupúsculo
afirma su esencia comunista y su posición revolucionaria contra todos
los demás. La revolución y el comunismo quedaron incorporados
a las señas de identidad de un amplio espectro de grupos, que, pese
a sus diferencias, ofrecen rasgos comunes, por lo cual podría decirse
que forman una extrema izquierda sociológica(1).
Estos dos rasgos -revolución y comunismo- quedaron marcados con carácter
indeleble sobre la conciencia de muchos militantes -dirigentes y dirigidos-
y condicionando, por tanto, el futuro de sus organizaciones, nacidas para
llegar al comunismo por medio de una revolución. Al desaparecer ésta
como posibilidad a corto o medio plazo, no acertaron a definir otro objetivo
y desaparecieron como viejos dinosaurios incapaces de adaptarse al nuevo
entorno. Su carácter esencialista, que les sirvió de acicate
durante los años de la militancia orientada hacia la revolución,
actuó como la vacuna que impidió revisar sus señas de
identidad y adaptarse. Eran organizaciones que habían nacido exclusivamente
para cambiar el mundo radicalmente, no podían, pues, adaptarse a él.
Poseían una concepción de su misión que les impedía
llegar a ningún tipo de transacción con lo que consideraban
sus principios.
Muchas organizaciones desaparecieron para no cuestionar su identidad; para
no renunciar, en definitiva, a ninguno de los rasgos esenciales de sus señas.
Pero la cuestión no está del todo resuelta. Si muchas, o la
mayoría, de las organizaciones revolucionarias desaparecieron, sin
embargo otras, como el Movimiento Comunista (MC) y la Liga Comunista Revolucionaria
(LCR), recientemente unificadas en Izquierda Alternativa (IA), siguen preguntándose
por el papel que deben jugar en esta sociedad las antiguas organizaciones
revolucionarias.
La recién creada organización Izquierda Alternativa está
atravesando por un interesante momento. El debate interno sobre su identidad
y sobre la posibilidad de cambiar algunas de las señas que tradicionalmente
han configurado el ideario de los partidos de la extrema izquierda, pone
de manifiesto el hilo que une el microcosmos del comunismo radical en este
rincón del planeta con los cambios habidos en el macrocosmos del comunismo
en el mundo. O, por decirlo de otra manera, parece como si las contradicciones
derivadas de la praxis del comunismo en el mundo hubieran encontrado, por
fin, la manera de manifestarse con toda su crudeza a escala local, obligando
a las formas organizativas, a los nombres de los partidos y a los símbolos
a adaptarse a las exigencias de la crisis.
Esta crisis afectó a las organizaciones radicales, más tarde
encontró su expresión en el imparable deterioro del comunismo
moderado y puede decirse que ha afectado a todas las corrientes políticas
vinculadas al pensamiento de Marx, dando lugar a eso que, desde muchas perspectivas
y con muy distintas intenciones, se ha llamado crisis del marxismo, que,
como es sabido, no es privativa de este país.
Acontecimientos posteriores de todos conocidos han mostrado que la crisis
ha alcanzado a todas las corrientes del pensamiento político -y no
sólo político-, incluyendo al liberalismo, pese a la buena
salud que sus devotos le atribuyen, pero ésto dista de ser un consuelo
y, en todo caso, no debe ocuparnos ahora.
MC y LCR, al dar lugar a IA, ya habían abordado el problema de mantener
o no sus tradicionales señas de identidad. Una prueba de ello es que
la organización resultante ha optado por nuevas formas para definirse
políticamente(2), puesto que no conserva en su nombre ninguna
alusión a los dos caracteres -revolución y comunismo- que definieron
a las organizaciones revolucionarias. Sin embargo la pregunta sigue en el
aire para todos aquellos que en un momento dado se adscribieron a tales posiciones.
2. Identidad y cambio
A lo largo del tiempo transcurrido desde que comienza la crisis de la extrema
izquierda hasta hoy, se puede percibir que junto al gran problema de la identidad
de los partidos, se encuentra el de como está formulada. Pero vayamos
por partes y abordemos por separado ambos problemas.
El primero, el de la identidad, el de la permanencia en el ser, es evitar
la disolución de nuestro ser en el conjunto de seres que conforman
el mundo. Y puesto que existimos -sobre todo un partido- en virtud de una
definición -nombre, programa, siglas, banderas, etc-, el acto de definirse
supone elegir unos rasgos y colocarse frente al resto del mundo (el resto
de las personas y el resto de los partidos). En la medida en que conservemos
tales rasgos sabremos al menos quienes somos y quienes son los otros.
Una de las consecuencias de asumir una identidad es que una vez adoptados
los rasgos que la definen y las pautas para situarnos en el mundo (ya sean
políticas, personales, laborales o comerciales, dependiendo del ente)-,
quedamos a expensas de ellas. El mundo nos ha admitido con tales señas,
y en virtud de esas señas tenemos sitio en el mundo; perder esas señas
supone perder el sitio, perder el reconocimiento, el lugar ganado -aunque
sea muy pequeño-. Pero eso nos obliga a ser enteramente nosotros mismos,
a ser fieles (¡qué palabra tan terrible a veces!) a la imagen
inicialmente dada, a nuestra primera formulación subjetiva; es decir,
a seguir viéndonos como los otros desean vernos. Así, nuestra
percepción de nosotros mismos ya no depende tanto de nosotros cómo
nos ven los otros. Pero el asunto se complica cuando son los otros los que
empiezan a no vernos porque la identidad, con la que en un momento dado nos
presentamos ante ellos, empieza a desdibujarse, bien porque los trazos pierdan
firmeza al haber variado nuestro referente o bien porque haya cambiado el
suyo. Así, nosotros también dejamos de vernos al no encontrar
en los otros el reflejo que esperábamos; en vez de una imagen nítida
hallamos una figura borrosa y nos cuesta reconocernos.
El asunto se complica enormemente cuando se advierte que la comunicación
entre nosotros -en este caso un partido político- y el resto del mundo
no sólo está mediada por el lenguaje y por un sistema conceptual,
sino por un sistema social que produce comunicación en el cual una
gran parte de los referentes cambia muy rápidamente debido a la acción
de los llamados medios de comunicación de masas(3).
3. Identidad y lenguaje
El otro gran problema reside en la ambigüedad de los elementos elegidos
para la formulación de las señas de identidad. En el caso de
un partido político sus señas de identidad vienen dadas sobre
todo por su programa político, el cual puede considerarse una interpretación
de la realidad, una toma de posición frente a ella y la orientación
a seguir para trasformarla en cierto sentido. Pero desde otro punto de vista
puede considerarse como un relato o una colección de palabras. Que
suscitan emociones, acción, tensión, evocación y todo
lo que conlleva la actividad política y militante, pero son palabras.
Palabras acuñadas en un momento dado, que, en el mejor de los casos,
tuvieron un significado preciso, un sentido socialmente aceptado, pero que
en otro momento subsisten sólo como significantes(4).
Palabras inscritas en una determinada tradición interpretativa, idénticas
a otras que en circunstancias distintas sirvieron para formular otros programas
y que se han utilizado por la aureola que llevan incorporada, por la connotación.
En el caso de los partidos de la izquierda revolucionaria del Estado español,
muchas de las palabras empledas para dotar de contenido a sus programas eran
palabras que se habían tomado prestadas de otras situaciones; palabras
con una (gloriosa) tradición, que en su día habían servido
para describir una determinada situación social, para interpretar
una correlación de fuerzas, para suscitar adhesiones colectivas, para
despertar entusiasmo, pero que en las condiciones concretas de la lucha de
clases de la España de los años 60 y 70 ya no poseían
socialmente el mismo significado, o no todo el que tuvieron antaño,
aunque pervivieran como significantes.
La izquierda revolucionaria, en tanto que "nueva" izquierda, heredó
un lenguaje y junto con él una interpretación del mundo plasmada
en los textos, pero no heredó el mundo que había sido interpretado.
Así, esa elaboración de los programas mediante el lenguaje,
si bien permitió la continuidad de los significantes -muy importante
para mantener la liturgia política-, no pudo impedir que los significados
ya no fueran los mismos, aunque en virtud de cierta tradición se esforzó
por mantenerlos, a pesar de las circunstancias y del tiempo transcurrido.
Ello, en realidad, supone que no se advierte que, mientras el tiempo ha
pasado y el mundo se ha movido, los conceptos han quedado petrificados, congelados.
Surge, entonces, el culto a la palabra, al signo, y quedamos, pues, prisioneros
de esa representación de la representación de la realidad(5)
que es el lenguaje.
Durante demasiado tiempo los marxistas hemos creído que gracias a
una teoría -las más de las veces simple doctrina- poseíamos
el secreto de interpretar la realidad objetiva (así, formando un par:
realidad objetiva), la cual se revelaba ante nosotros tal cual era. Teoría
del reflejo se llamaba esta formulación, por la cual se consideraba
que el conocimiento era un reflejo en nuestra mente de la realidad objetiva
(dispenso al lector de las oportunas citas porque le supongo enterado). Claro
que olvidábamos que entre nosotros y la realidad objetiva había
una distancia que llenábamos con materiales tan inconsistentes como
las palabras. El lenguaje, con toda su fascinación, se interponía
entre nosotros y el mundo real. Y así, en vez de un reflejo -idéntico,
mecánico-, obteníamos una representación basada en piezas
cuyo valor social cambiaba con el tiempo y las circunstancias.
El gran peligro de esta representación de la realidad es que permitía
en muchas ocasiones que pudiéramos referirnos a la representación
creyendo que nos referíamos a la realidad, dado el bosque de signos
y símbolos que se interpone entre ésta y nosotros.
Esa misma cualidad del lenguaje como representación permite conocer
la realidad social, pero también velarla o deformarla, ya que las
palabras pueden conservar largo tiempo un eco, un rastro de lo que significaron
en su momento. Es decir que las palabras pueden mantenerse y seguirse usando
a pesar de haberse roto o debilitado la relación entre éstas
y las cosas. A pesar de su inconsistencia, de ser una capa de aire agitada,
un sonido -como dice Marx(6)-, de reposar en algo tan inmaterial
como un acuerdo sobre la correspondencia entre un objeto con un signo y un
sonido o conjunto de ellos, la palabra, por su capacidad para representar
el mundo como un conjunto articulado de identidades, y a nosotros con respecto
a él, goza de un enorme poder autónomo que la permite huir
de ser el resultado de una convención entre humanos y colocarse sobre
ellos hasta tiranizarlos.
4. Lenguaje y mito
El poder de la palabra es la fuerza más conservadora que actúa
en nuestra vida, escriben C.K. Ogden y I.A. Richards(7), lo
cual es bastante evidente si echamos una mirada hacia atrás y observamos
su papel en la formulación de los grandes relatos míticos y
religiosos. No parece casual que en el antiguo Egipto se creyese que el mundo
había sido creado por Thoth siguiendo la interpretación de
la voluntad divina por medio de palabras. La palabra tiene su representación
en el dios Kern, con una personalidad semejante a la de un ser humano(8).
La épica babilónica de la creación afirma que la palabra
de Marduk -el dios supremo, creador de lo existente- es eterna e inalterable
y que ningún dios puede cambiar lo que salga de su boca.
En la religión judeo cristiana, San Juán, en el prólogo
de su Evangelio, interpreta así la creación del mundo: Al
principio ya existía la Palabra, y la Palabra se dirigía a
Dios y la Palabra era Dios. La Palabra al principio se dirigía a Dios.
Mediante la Palabra existió todo todo; sin ella no existió
cosa alguna de lo que existe.
Pero antes, una de las referencias escritas más antiguas y significativas
de la historia de la humanidad se refiere ya a la palabra; al poder de la
palabra.
El versículo tercero del primer capítulo del primero de los
libros del Pentateuco -el Génesis- indica: Dijo Dios: que exista
la luz. Y la luz existió. Unos renglones más adelante,
el proceso de la creación del mundo durante los seis días bíblicos
se describe repitiendo siempre la misma frase -Y dijo Dios- antes
de cada acto creador, con lo cual el acto de crear es precedido del acto
de invocar; del acto de pronunciar la palabra que designa lo que va a ser
creado a continuación.
Así lo interpretó San Juan cuando escribió el conocido
prólogo de su Evangelio. Antes que nada estaba la palabra de Dios:
el único capaz de hablar, el único capaz de crear. Quedaron,
así, unidas desde tiempos remotos creación y palabra.
Aunque, en realidad el proceso de creación del mundo no fue acompañado,
ni mucho menos precedido, por el de creación del lenguaje, el célebre
prólogo de San Juán es coherente con el descubrimiento del
mundo desde la subjetividad, porque ¿qué es el descubrimiento
del mundo para cada persona sino la sucesiva ceremonia de adjudicar un nombre
a cada objeto?.
Es imposible imaginar el mundo sin la ayuda de las palabras. Sencillamente,
sin ellas no existiría. Sería un nebuloso telón de fondo
poblado de objetos entrelazados y desconocidos; un continuum incoherente.
Sólo la palabra permite ir rescatando cada objeto de este fondo difuso
y darle una identidad: sólo mediante la palabra se relacionan y oponen
unos entes a otros.
Así, hablar es señalar, designar, dar un nombre, establecer
relaciones; es decir, descubrir y conocer, pero también de alguna
manera es crear, porque el mundo va creciendo en dimensión y complejidad
a medida que se encuentran palabras para designar nuevos aspectos. Este es
el sentido que puede atribuirse al primer Wittgenstein, cuando, en el Tractatus
Logico-Philosopicus, escribe: Los límites de mi lenguaje
significan los límites de mi mundo(9) y más
adelante añade: Que el mundo es mi mundo, se muestra en que los
límites del lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo) significan
los límites de mi mundo(10).
El ser humano, si se me permite el atrevimiento, mediante la palabra se
asemeja a Dios, porque si bien a éste se le adjudica, como ya hemos
visto, la creación del mundo, el ser humano le ha dado la forma; ha
convertido el caos en cosmos gracias al poder de la palabra.
De poco sirve separar la luz de las tinieblas, si a la luz no se le llama
luz o día, y a las tinieblas, tinieblas o noche. Tampoco podría
considerarse la obra de la creación plenamente concluída si
una vez separados los sólidos de los líquidos, que estaban
confundidos antes de las jornadas bíblicas, los primeros no recibieran
el nombre de tierra y los segundos el de agua.
El modesto ser humano, que no posee la instantánea y completa sabiduría
divina, mediante el lenguaje ha ido introduciendo jerarquías y órdenes
entre él y el mundo para poder irlo comprendiendo poco a poco. Esa
aparente armonía o ese desorden clasificado son ajenos al mundo real,
al mundo de los objetos, pero necesarios para los humildes logros del intelecto
humano; son consustanciales con las palabras y el pensamiento.
Así, merced al lenguaje -entendido como medio colectivo para pensar
individualmente(11)- se pudo crear una memoria común
que permitió legar la experiencia y el conocimiento desde unas generaciones
a otras y formalizar un acervo cultural que ha ido en aumento a medida que
crecía la cantidad de palabras y que el lenguaje ganaba en precisión.
Después de este rodeo podemos concluir que la representación
del mundo, de lo real, bien sea en forma de relato mítico o ya sea
en forma de pensamiento racional se hace con los mismos e inconsistentes
elementos: con palabras, pero no hay otros. Lo cual conduce a que en ocasiones
la frontera entre lo mítico y lo racional no esté claramente
delimitada. Se impone huir del simplismo que pretende marcar una cesura
entra la forma mítica y la forma lógica del pensamiento. A
lo que realmente se opone la forma lógica es al caos de la magia directa,
donde el deseo y la sensación inmediata son la fuente del juicio-
escribe A. Escohotado(12)-. Agnes Heller, refiriéndose
a los mitos de la izquierda, comparte esta idea cuando escribe: No cabe
duda de que la mayoría de los <principios básicos> de
los mitos -cuando no todos- tienen su primera formulación en teorías
sociales o en filosofía. Pero en estas últimas, tales principios
se encuentran, coherentemente y a través de una argumentación,
interconectados con todas las otras afirmaciones de hecho que la teoría
interpreta; sus pretensiones de verdad se sustancian mediante argumentos
racionales. Los mitos, en cambio, son por lo general creados en la recepción
parcial de teorías sociales y filosofías. De la teoría
como un todo, los mitos aíslan ciertos principios y los reúnen
en un 'collage' con principios tomados de otras teorías(13).
Después de todo lo dicho, no es difícil que surja la sospecha
de que, a pesar del esfuerzo racional hecho por la izquierda para representar
fielmente la realidad, su horizonte no se halle completamente despejado de
mitos.
Aunque los mitos no son siempre fáciles de localizar, Agnes Heller
ofrece un modo de hacerlo: Se trata de observar si ciertas palabras clave
se utilizan en singular o en plural. Si se alude a voces en singular de un
modo ceremonial (Proletariado, Socialismo, Revolución, Tercer Mundo),
entonces podemos estar seguros de estar ante un mito, mientras que el uso
del plural de tales voces es por lo menos un fuerte indicio de que nos enfrentamos
con auténticas categorías sociales(14).
Sin entrar a discutir ahora la función movilizadora que puede tener
un mito, estimo que es preciso, en la actual coyuntura, un serio esfuerzo
para revisar el ideario de lo que ha sido la extrema izquierda(15)
y despojarlo, en la medida de lo posible y a pesar de lo que sostiene Cassire(16)
-Destruir los mitos políticos rebasa el poder de la filosofía.
Un mito es en cierto modo invulnerable. Es impermeable a los argumentos racionales;
no puede refutarse mediante silogismos-, de sus mitos.
En primer lugar porque forman parte de una visión osificada de la
realidad, de una interpretación congelada que, por contener momentos
gloriosos del pasado, es objeto de culto y veneración impidiendo que
el pensamiento se renueve. En este sentido, es aplicable aquella sentencia
de Marx que dice que la tradición de todas las generaciones muertas
oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos(17), porque
también las generaciones de progreso (no sólo las reaccionarias)
pueden ser un peso muerto si impiden a las siguientes progresar (elaborar
sus propias representaciones).
En segundo lugar, porque sustituyen el debate racional por la pugna en torno
a la legitimidad o ilegitimidad, tal como señala Agnes Heller: Pero
aun cuando todos los principios de un mito provengan de la misma teoría,
quedan aislados de ciertas afirmaciones de hecho (interpretadas) con las que
hasta entonces habían estado en conexión recíproca en
la teoría. De tal suerte que los principios comienzan su vida independiente
como mitos y llegan a ser utilizados de un modo pragmático como medio
de legitimación o de deslegitimación(18).
5. Revolución: política y mito
Y después de este rodeo debería volver al tema inicial -al
de si es políticamente aconsejable definirse como revolucionario-,
pero previamente hay que formularse otra pregunta.
Antes de definirse revolucionario es preciso definir lo que es revolución.
¿Qué entendemos por revolución?. La respuesta no es
fácil.
Marx, como ya es sabido, no dejó una definición de lo que
es una revolución; utilizó el término en varios contextos
y con acepciones distintas, por ello discrepo de la opinión de que
el marxismo, como es notorio, no es únicamente teoría
de la sociedad; es, primariamente, teoría de la revolución(19).
Desde el punto de vista de la metodología a la que Marx nos tiene
acostumbrados, la vaguedad con que emplea el término revolución
choca con el minucioso detenimiento con que estudia otros temas. Es de suponer
que si hubiera deseado hacer una teoría de la revolución la
hubiera hecho.
Creo que Marx posee dos cualidades -tener la fría cabeza del sabio
y el ardiente corazón del revolucionario- que, si bien componen un
magnífico complemento para un singular ejemplar humano, representan
posturas muy distintas ante la vida.
Si el sabio desea comprender el mundo; el revolucionario desea cambiarlo
y pronto; si el sabio asume el adagio "De omnibus dubitandum" (dudar
de todo), el revolucionario considera "Nada humano me es ajeno"; si
el sabio tiene como héroe a Kepler, el revolucionario tiene como modelo
a Espartaco(20). Y esa doble
faceta de su naturaleza aparece, junto con otros rasgos de su carácter,
en sus escritos, sin que el sabio, aunque lo intente, pueda acallar del todo
las imperiosas demandas de acción del revolucionario.
Pero ahora no se trata de examinar lo que Marx entendía por revolución,
sino de lo que hemos entendido, según la tradición en la que
hemos estado inscritos, los revolucionarios de la segunda mitad del siglo
XX.
Al concepto revolución nos hemos acercado desde posturas tan distintas
(y tan mezcladas) como la tradición, el mito y la política.
La hemos considerado un medio y un fin; un objetivo y un proceso; un camino
y un destino. Veámoslo más despacio.
A) La revolución como una meta. Como el destino de las clases
revolucionarias; como la tarea del proletariado para liberarse a sí
mismo y a toda la humanidad. Esta acepción tiene mucho que ver con
su etimología latina: revolvere dar vueltas, que en su sentido
social sería una alteración absoluta de las estructuras de
una determinada sociedad para ser sustituídas por otras.
En este sentido, revolución es la gran transformación a través
de la cual se alcanza la emancipación humana; la sociedad del futuro.
Es la acepción en que la emplea, por ejemplo, Daniel Bensaid(21),
cuando escribe: La emancipación social, la solidaridad entre los
pueblos, la nueva ciudadanía, es decir, la revolución por llamar
a las cosas por su nombre, no es menos necesaria, sino todo lo contrario".
La revolución es la negación de la sociedad anterior y, en
consecuencia, obedece al proyecto de los agentes sociales que, en seno de
la vieja sociedad, son portadores de elementos nuevos y antagónicos
con ésta. Obedece, pues, a una lógica interna presidida por
la totalidad, la impaciencia y la pureza. La revolución se inscribe
en la lógica del todo o nada -a la que parecen aferrarse tanto los
revolucionarios como las clases dominantes en momentos de crisis-. Con ella
se opta por el cambio total para toda la sociedad y se opta por la pureza
porque los nuevos valores no pueden coexistir con los viejos -ni, a juicio
de las viejas clases dominantes, los viejos valores pueden coexistir con
los nuevos-. Si la revolución es una consecuencia de la cerrazón
de las clases dominantes ante las demandas de las clases subalternas, a las
que suelen recomendar paciencia y sumisión, también es producto
de la impaciencia de las clases oprimidas para dejar de serlo.
Desde esta acepción se le otorga a la palabra revolución un
contenido quiliástico que enlaza con la tradición milenarista
medieval y renacentista, producto de la vocación igualitaria de las
clases subalternas, suscitada por la pobreza material y la carencia de derechos(22).
La revolución tiene, de este manera, una gran semejanza con el reino
que habría de durar un milenio, en el cual las clases más desfavorecidas
habrían de encontrar compensación a sus dedichas y todas las
injusticias habrían de ser reparadas. La revolución es, así,
la versión laica del Día del Juicio; el dies irae, el
día de la ira de los pobres; un acto de refundación de la sociedad
sobre nuevas bases; la correción, brutal y justiciera, del rumbo de
la historia realizada por los más débiles.
Aquí, la revolución es un mito y cumple el papel de un mito
-suscita las emociones colectivas capaces de movilizar a miles de personas
en pos de un objetivo-. En este sentido, en tiempo de revoluciones, los revolucionarios
son seguidores de mitos. En tiempos donde no las hay, son sólo coleccionistas
de mitos.
B) La revolución como un medio para llegar a transformar la
sociedad a largo plazo. Así se entiende en ocasiones como insurreción,
como el momento del máximo antagonismo entre las clases; como el período
de máximo conflicto que conduce a la toma del poder político,
representado sobre todo por el desalojo del bloque social dominante de los
aparatos del Estado y el posterior control de éste por las clases
revolucionarias.
También se entiende por revolución la breve y convulsa etapa
de las primeras y drásticas reformas que supongan una ruptura brusca
con el régimen político y económico precedente. En este
sentido, los cambios efectuados en los centros decisorios del poder político
son muy perceptibles, en tanto que sus efectos sobre la estructura social
(en formas de vida y trabajo, en la organización de la llamada sociedad
civil, etc) son mucho más lentos y, por tanto, sólo observables
a largo plazo.
La revolución -también la contrarrevolución- supone
una forma de gobierno óptima, donde la lucha por el poder queda desvelada
plenamente y justificada por sus objetivos; una óptima forma de gobernar,
la única que permite cambios drásticos, profundos y rápidos
-totalidad, pureza, impaciencia- en la sociedad.
Con frecuencia la búsqueda de esta forma de gobierno óptima
ha obnubilado la mente de los revolucionarios y les ha llevado a despreciar
otras formas que no permitían aplicar su programa ni en su totalidad
ni con toda su pureza.
La revolución es, pues, una coyuntura en la lucha de clases, donde
las clases subalternas, tras conquistar el poder político se colocan
en una situación favorable para continuar luchando contra las antiguas
clases dominantes. Pero aún entendiéndola en este sentido,
todos los intentos de buscar explicaciones, ciclos, regularidades a la revolución,
han fracasado.
La revolución siempre escapa y se produce en los lugares más
insospechados; no llega cuando se la espera; es lo excepcional, aunque lo
extraordinario haya sido expresado con gran sencillez por Lenin -para
que tenga lugar una revolución no basta con que las masas explotadas
y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como
antes y exijan cambios; para que tenga lugar una revolución es indispensable
que los explotadores no puedan seguir viviendo y gobernando como antes. Sólo
cuando los "de abajo" no quieren vivir como antes y los "de arriba" no pueden
continuar como antes, puede triunfar la revolución(23).
Ahí reside lo extraordinario: en que los de abajo no quieran (y puedan)
y los de arriba no puedan (aunque quieran); en el cúmulo de circunstancias
que hacen eso posible.
Por ello ha habido tantas revoluciones contra los presupuestos del materialismo
histórico, contra El Capital, según la interpretación
gramsciana(24).
A la luz de la experiencia, debemos admitir que la revolución es
sólo una hipótesis, pero hemos querido convertirla en una certeza,
tanto por la fe, como por una determinada concepción de la ciencia
que, a través de lo cuantificable, ha tendido a la búsqueda
de la certidumbre en sus paradigmas. La revolución era un puerto al
que se llegaba conociendo el arte de marear ofrecido por los manuales de
marxismo-leninismo, que han insistido en que la revolución no sólo
es posible, sino en que es inevitable. Por ello se ha realizado una teorización
para justificarla buscando su lugar en el tránsito de unos modos de
producción a otros, entre los cuales la revolución aparecía
como un salto necesario en la evolución de la sociedad.
Frente a esta visión determinista, o a veces complementándola,
se halla la visión voluntarista, según la cual el papel de
los revolucionarios es facilitar el advenimiento de la revolución
creando los condiciones necesarias.
Durante los años 60 y 70, como ya se suponía que se sabía
lo que era la revolución, el problema era cómo hacerla(25).
Es decir, la revolución podía hacerse, pero había que
saber hacerla; era un problema técnico y se buscaron, por tanto, razones
técnicas para resolverlo. Gran parte de este "material técnico"
ya había sido elaborado por la III Internacional, especialmente en
sus cuatro primeros congresos, pero era adecuado para un momento en que la
revolución estaba "en la calle", cuando se creía que era posible
una oleada revolucionaria en Europa. Pasada dicha coyuntura, el material
perdió gran parte de su utilidad, pero nosotros, los que nos incorporamos
después, al filo de la oleada del 68, tardamos demasiado tiempo en
darnos cuenta.
6. Revolución y revolucionarismo
La revolución también puede entenderse como praxis. Es decir,
como actividad que prepara el advenimiento de la revolución en los
sentidos ya citados. Según esta acepción, revolucionaria es
la persona que desea que venga la revolución -como emancipación
o como acto político- y colabora habitualmente en tareas que facilitan
esa posibilidad. Ahora bien, cuando la revolución se "palpa", está
"en la calle" o al menos se vislumbra en el horizonte la posibilidad de que
se produzca ese acontecimiento excepcional, tiene sentido llamarse revolucionario,
si no es así, entonces el revolucionario es un revolucionarista; un
simple partidario de la revolución siempre, donde sea, tarde lo que
tarde y como la forma de cambio social por excelencia, por encima de otras
consideraciones. El revolucionario es, así, un habitual partidario
de lo excepcional. En este sentido, el término revolución
permanente puede interpretarse como el paroxismo de esta idea. Si la
revolución es un acontecimiento extraordinario, la revolución
"permanente" es una contradicción en los términos; si es permanente
ya no es revolución, es otra cosa; lo ordinario, lo cotidiano, lo
que puede ser regulado por esa permanencia, cuyas leyes son otras, porque
la revolución es lo fugaz, lo sobrevenido.
En otro sentido, ser revolucionario (revolucionarista) sería algo
así como ubicarse en una determinada corriente académica de
la sociología, que concibiese la evolución de la sociedad impulsada
por ciertos cambios radicales de tiempo en tiempo. Sería inscribirse
en una determinada forma de interpretar la realidad (como ser marxista, popperista,
ecologista).
Cabe otra interpretación del revolucionarismo más próxima
a la ética que a la política, que es la de sentirse revolucionario
en cualquier circunstancia y guiarse, en consecuencia, por una moral que
prescribe cuales son los actos "revolucionarios" y cuáles no, pero
en un partido político ésto no tiene demasiado sentido si se
produce al margen del programa, que, a mi juicio, es lo esencial.
Ahora bien, a la hora de definirse por la orientación del programa
¿cabe asumir como un rasgo fundamental de la identidad política
la posición ante un acontecimiento tan extraordinario como es una
revolución?.
Si ese rasgo marca profundamente el programa ¿es acertado poner la
política, la actividad, la praxis, en seguimiento de un acontecimiento
extraordinario?. ¿Es lógico -desde el punto de vista de los
fines de la política- tener como estrategia una excepcional hipótesis?.
¿Es útil y verosímil definirse ante la gente por lo
extraordinario y dejar para otros lo ordinario, lo cotidiano; lo que conforma
día a día la realidad de miles de personas?.
La derecha -valiéndose de la producción, de la tradición,
la religión, la moral, la política y el derecho- recaba para
sí la gestión, la administración, la interpretación,
la consolidación de lo ordinario, de lo cotidiano, ¿vamos a
dejarle el campo libre?. En realidad, la derecha, al luchar denodadamente
por la gestión del presente, es mucho más terrenal que la izquierda,
que ha puesto toda su praxis en función de algo casi celeste -la revolución-.
Por otro lado, ¿por qué definirse en torno a un objetivo -a
un sueño lejano y bello, como dice la canción de Yupanqui-
y no por la praxis?. Lo normal entre la gente corriente -que es la destinataria
de la política- es definirse por lo actual -por la identidad asumida,
o por alguno de sus rasgos (soy fontanero, soy ingeniero, soy cristiano,
estoy casado, soy gayo) y no por las metas por muy realizables que sean (seré
fontanero, seré conservador, seré ateo, seré marxista,
ama de casa, doctora, abogada o ingeniero). Si, de acuerdo con Marx, somos
lo que hacemos -somos una praxis- a pesar de lo que nos imaginemos, es mejor
que nos definamos por lo que hacemos, con todas sus limitaciones, que no
por lo que nos gustaría hacer o alcanzar (por el imaginario).
Pero, además, aún con todo el voluntarismo del mundo, ¿es
posible realizar hoy una praxis revolucionaria?. Creo que no.
Creo que lo que aquí (en otros sitios no lo sé) todavía
se llama acción revolucionaria, es sólo resistencia, defensa
o autodefensa ante las agresiones del capitalismo, y ese carácter
no depende de la voluntad o de la intención del que realiza esa actividad;
no es una cuestión de actividad individual, sino de praxis social.
El dilema del momento no está entre revolución o reforma,
o entre revolución y reacción, sino entre reforma y reacción,
y a nivel de praxis -de actividad- entre reforma o parálisis. Lo decisivo
en este momento es resistir: evitar ir a peor; frenar (el aumento de la pobreza,
la destrucción de la naturaleza, la pérdida de derechos civiles
y sindicales, la pasividad de la sociedad civil, el deterioro de valores
como la racionalidad, la solidaridad, la igualdad; el crecimiento de las
doctrinas irracionalistas y sus secuelas, etc, etc...). La posición
ante el presente es lo que debe dar sentido a nuestra actividad: hoy, o se
es resistente o se es pasivo y se acepta el orden social existente. Y como
una de las manifestaciones de esa resistencia incluyo la necesidad de bregar
por determinadas reformas.
Hoy no tiene sentido hablar despectivamente del reformismo, y llamar reformista
al PSOE es hacerle un favor, porque no lo es. Es más, creo que hoy
los únicos que pueden proponer o impulsar reformas son los que han
defendido programas revolucionarios.
La crítica al reformismo (tema antiguo y que por la magia de las
palabras llega deformado a nuestros días) tiene sentido cuando las
masas pueden ser apartadas de la revolución por el señuelo
de las reformas. Pero eso indica, en primer lugar, que la revolución
es una posibilidad, y en segundo, que la reforma es algo positivo para las
masas -son mejoras-, aunque no tanto como la revolución, que aparece
como un estadio superior. Sólo porque esas mejoras existen y son tentadoras
puede posponerse la revolución. En todo caso, es resultado de un proceso
de movilización y lucha de los trabajadores, ante el cual el capitalismo
cede una parte -sobre la que negocian los partidos y sindicatos reformistas-
para conservar el todo (que es lo que perdería de realizarse la revolución).
Pero hoy no existe esa situación. Las reformas del PSOE son reformas
a favor del capital y en especial a favor de su sector más parasitario
-el especulativo-, pero eso es lo habitual: el capitalismo siempre se está
reformando, cambiando, adaptándose para superar sus crisis y evitar
su declive. Y parece que hasta el momento lo hace bien, tanto da que esos
reajustes los hagan en su favor gobiernos socialistas o conservadores.
Procede, por lo tanto, adoptar una denominación adecuada a tal situación
social y a tal praxis: rebelde, resistente, insumiso, indócil, persistente,
mejor que revolucionario. Desde el punto de vista político es lo que
hay, lo que hacemos, lo que se nos ve y no engañamos a nadie ni nos
vemos obligados a desarrollar grandes teorías para explicar lo que
somos: reaccionamos y nos colocamos ante el mundo presente, la justificación
de nuestros actos (la ética y la política) está en el
mundo presente, que es en el que vivimos y en el que, seguramente, vamos
a morir.
Por otro lado, desde el punto de vista de la identidad política -y
personal (higiene mental)- es preferible adecuar nuestra definición
a lo que realmente somos, a cómo percibimos nuestro entorno y por
lo que real y modestamente luchamos.
7. El rey de la frontera
Los personajes de las viejas películas del Oeste me ofrecen un modelo
gráfico que ayuda a explicar la posición subjetiva de la izquierda
revolucionaria.
En tanto que el colono es un personaje sedentario, apegado a la tierra -al
rancho o a la granja-, a la administración y defensa de sus bienes
y al gobierno de las incipientes poblaciones, el explorador es un personaje
viajero, que necesita un espacio sin límites para poder cumplir con
su labor descubridora.
Yo creo que la izquierda, y especialmente la revolucionaria, puede estar
representada por el explorador; por el que siempre va más lejos, buscando
el horizonte; el confín, la frontera.
Si bien la izquierda, por su sentido crítico tiene que ir más
lejos que la derecha y con frecuencia ha sido empujada por la fuerza de los
hechos a ir más allá, también creo que en sus presupuestos
hay una buena dosis de desprecio por el más acá; por la colonización,
por la administración y la defensa del territorio descubierto, al
dejar demasiadas cosas abandonadas a la gestión de los colonos, que
sin duda van a imprimir un sello utilitario a su función roturadora
del presente.
En este sentido, al querer incesantemente ir más allá abriendo
camino, el revolucionario, anímicamente insatisfecho e incapaz de
gozar del territorio descubierto, es el rey de la frontera.
El Ché, paradigma del revolucionario puro, está emparentado,
en este caso, con Davy Crockett.
Por mi parte, he llegado también a la frontera -la que impone el
espacio de la revista y la paciencia del lector- y retorno al principio,
a las consideraciones en torno al lenguaje.
La palabra es una herramienta para comprender el mundo -paso necesario antes
de transformarlo- y para comprenderlo hay que dotarse de un aparto conceptual
que, en principio, llame a las cosas por su nombre -a las nuevas cosas con
nuevos nombres-, para que la comprensión de un mundo ensanchado no
quede presa de los límites de un lenguaje inadecuado. Con ello, el
lenguaje volverá a ser -al decir de Marx- la conciencia real, práctica,
existente también para otros hombres y, por tanto, existente también
sólo para mí mismo(26); dejará de ser
críptico, raro, esotérico, para ser exotérico y nuestra
identidad tendrá un sentido para los demás y para nosotros
mismos.
Después de lo dicho, a la pregunta, que desde hace tanto tiempo tiene
planteada todo aquel que en otro momento -y aún ahora- se adhirió
(o adhiere) a la idea de cambiar revolucionariamente la sociedad, sólo
puedo contestar diciendo que es preferible adoptar una identidad (y, en consecuencia,
una denominación) menos engañosa de cara a nosotros mismos
y más clara de cara a los demás.
Creo que debemos adecuar la ética y la política, nuestra mente
y nuestra praxis y reivindicar esa palabra que tanto molesta al gobierno
-resistente-, pues como resistentes somos acto; como revolucionarios, sólo
potencia.
Madrid, enero, 1993.
Notas
1. Por extrema izquierda sociológica entiendo un conjunto de organizaciones
de diferente entidad y tamaño, formadas por gente muy joven de medios
industriales y urbanos, que comparte un proyecto generacional -una forma
de inserción en la sociedad adulta- que propugna la transformación
radical de la sociedad (adulta, legada) por medio de una revolución,
entendida como un acto de refundación histórica. La teoría
sobre este cambio drástico, basada en una lectura mítica de
las luchas populares de los dos últimos siglos, está impregnada
de milenarismo.
2. Sobre esta idea véase J.M. Roca "Changes in the Ranks of Spanish
Communism, 1991-1992", The Journal of Communist Studies, vol. 8, number
3, september 1992, London, F. Cass,
pp. 140-144.
3. Una de las consecuencias añadidas a la dificultad de orientarse
individualmente, de dotarse y mantener una identidad a través de referentes
basados en el lenguaje, es que, en el sistema de producción (de comunicación)
capitalista y debido al papel de los medios de comunicación de masas,
son éstos los que manejan los signos y con ellos la imagen del mundo
resulta distorsionada. Es decir, que en la medida en que la información
se convierte en mercancía (preeminencia del valor de cambio), incorpora
las características del resto de las mercancías (novedad, uso
breve, obsolescencia planificada, vistosidad...)
4. Utilizo la separación que hace Saussure (Curso de lingüística
general, Buenos Aires, Losada, 1945, 17ª ed. 1978, p. 127 y ss)
en el signo lingüístico entre el significante y el significado.
"Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre,
sino un concepto y una imagen acústica (p. 128)". Al concepto le da
el nombre de significado y la imagen (acústica y gráfica) el
de significante. Entre ambos existe una relación arbitraria, una convención.
5. Fernández de Castro, I. y Elejabeitia, C. de, Crítica
de la modernidad, Barcelona, Fontamara, 1983, p. 13.
6. Marx, C., La ideología alemana, E. Cultura Popular, Méjico,
1978, p. 45.
7. Ogden, C.K. y Richards, I.A., El significado del significado,
Buenos Aires, Paidós, 1964, p. 44.
8. Ogden, ibíd, p. 46.
9. Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosopicus, Madrid, Alianza,
1973, 5ª ed. 1981, p. 163, parag. 5.6.
10. ibíd, parag. 5.62.
11. Gubern, R., El simio informatizado, Madrid, Fundesco, 1987, 3ª
ed. 1988, p. 13.
12. Escohotado, A., Filosofía y metodología de las ciencias,
Madrid, UNED, 1988, p. 40.
13. Heller, A., Anatomía de la izquierda occidental, Barcelona,
Península, 1985, p. 59.
14. Heller, A., ibíd, p. 60.
15. Con ésto no afirmo que sea sólo la izquierda revolucionaria
la que debe revisar su ideario y limpiarlo de mitos, pero los problemas ajenos
no deben ocuparnos por el momento y, en todo caso, toca a otros resolverlos.
16. Cassirer, E., El mito del Estado, Méjico, FCE, 1947, 5ª
reimp. 1985, p. 351.
17. Marx, C., El 18 brumario de Luis Bonaparte, Barcelona, Ariel,
1971, p. 11.
18. Heller, A., ibíd, p. 59.
19. Trías Vejarano, J. "La teoría marxista de la revolución",
Mientras tanto nº 51, septiembre-octubre, 1992, pp. 107-119.
20. Respuestas de Marx a sus hijas en un juego llamado "Confesiones" (Shanin,
T., El Marx tardío y la vía rusa, Madrid, Revolución,
1990, p. 180).
21. Bensaid, D. "Revolución: nuevo capítulo", Combate
nº 500, 27 sept, 1990, pp. 5-6.
22. Véase J.M. Roca, "De la vieja aspiración igualitaria",
I.S.nº 21, octubre, 1992, pp. 59-63.
23. Lenin, V.I., "El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo", Obras
Completas (XXXIII), Madrid, Akal, 1978, p. 191.
24. Gramsci, A., "La revolución contra <El Capital>" (1918),
Antología, Méjico, Siglo XXI, 1970, 11ª
ed. 1988, p. 34.
25. Alberola, O., "Etica y revolución", El viejo topo, nº
19, Barcelona, abril, 1978, p. 33 y ss.
26. Marx, C., La ideología alemana, Méjico, Cultura
Popular, 1978, p. 45.
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