Trasversales
Edgar Morin

  • Reforma del pensamiento y reforma del ser
Artículo publicado en francés por Transversales Sciece Culture, noviembre 2001, y en castellano en Iniciativa Socialista 63, invierno 2001-2002. Edgar Morin es entrevistado por Laurence Baransk.
  • Romper con el desarrollo
Publicado en TSC, nueva serie, nº 2, segundo trimestre 2002, y en Iniciativa Socialista, 66, otoño 2002. Su más reciente obra publicada es Pour une politique de civilisation, Arléa, 2002



Reforma del pensamiento y reforma del ser

TSC.- Usted ha reaccionado con entusiasmo ante nuestro proyecto para trabajar sobre el tema de la articulación entre transformación personal y transformación colectiva. ¿Por qué?
EM.- Vengo proponiendo desde hace largo tiempo la idea de una reforma del conocimiento, de una reforma del pensamiento. Ese es el proyecto que se encuentra en La Méthode. Pero cada vez estoy más convencido de que, actualmente, hay que hablar de una reforma del espíritu (en el sentido de mind-mente-), de una reforma de “algo” más profundo, más personal, más subjetivo. En definitiva, una reforma del ser, de nosotros mismos. Para decirlo con más precisión, parto de lo que denomino la trinidad humana, que evidencia que cada uno de nosotros es a la vez “individuo”, “parte de una especie” y “parte de una sociedad” [La Méthode (V),  L’Humanité de l’humanité. Parte 1: L’identité humaine (Le Seuil, noviembre 2001). La parte 2 aparecerá próximamente].
Estamos dentro de la sociedad, pero la sociedad está dentro de nosotros a través de su lenguaje, sus normas, sus ideologías; gracias a nuestra capacidad de reproducción, permitimos que la especie perdure, siendo a la vez parte de ella. Cada término es recursivo, generando al otro y siendo generado por él, siendo “causa” y “producto” a la vez. Los tres términos citados son indisociables, complementarios y están imbricados unos en otros.
Dentro de esta perspectiva, ya no puede reducirse todo a la mera reforma social. Es una idea que debemos abandonar. Han fracasado todos los intentos de reformar la sociedad a partir de las estructuras. Hoy en día, todo espíritu maniqueo, dogmático o fanático contribuirá a algo peor que aquello que combate. Este tipo de enfoque revolucionario pervirtió no sólo a la revolución, sino también a la sociedad resultante de ella. Asi que, siendo necesario en nuestra sociedad el militante en tanto que animador social, dedicado al prójimo, el militante tal y como lo hemos conocido me parece mucho más nefasto que útil. Claro está que, dada la complejidad de la realidad, algunos militantes sectáreos pueden llevar a cabo acciones beneficiosas en tal o cual lugar. Sin embargo, si vamos a un nivel más fundamental, este modelo ya no resulta conveniente. Teniendo en cuenta los tres términos (“individuo”, “especie” y “sociedad”), la reforma debe pasar necesariamente por una reforma del individuo, convirtiéndose así en autorreforma.
Tomemos la educación como ejemplo. Solamente espíritus ya reformados pueden poner en marcha una reforma institucional capaz de formar más espíritus reformados. Si al comienzo no se cuenta ya con algunos espíritus reformados, las reformas fracasarán. Por esa razón, ya no creo en las reformas globales decididas por tal o cual ministro, pues las personas encargadas de llevarlas a cabo serán frecuentemente incapaces de hacerlo. Como adepto al pensamiento complejo, sé que no basta con agitar la palabra “complejidad” para reformar los espíritus. Adeptos poco formados e inconscientes de la complejidad que encierra la palabra “complejidad”, pueden cometer tantas o más tonterías que los otros. La reforma debe ser profunda.

TSC.- ¿Cómo vé usted esta reforma, o más bien esta autorreforma?
EM.- Debemos desarrollar nuestra autoconciencia. Mas, para que haya autoconciencia debe haber autoconocimiento, y éste supone un conocimiento pertinente. Me tomo muy en serio la frase de Pascal que ilustra el primer capítulo de mi próximo libre sobre la ética: “Travailler à bien penser, c’est le principe de la morale”. Eso no quiere decir que para ser moral sea suficiente con pensar correctamente. No. Hace falta también tener un pensamiento “correcto”, consciente de los efectos perversos de algunas buenas intenciones. Cada acción debe apreciarse teniendo en cuenta su “ecología”, es decir, el conjunto de transformaciones y desviaciones que va a experimentar en los medios -histórico, social, cultural...- en los que se produzca, medios que inevitablemente van a tener sobre ella efectos negativos y contrarios a los inicialmente buscados. La toma en consideración de la ecología de la acción nos lleva a una vigilancia sin la cual estamos condenados a quedar cegados. Lo que denomino pensamiento complejo podría resumirse en una frase: trabajar para lograr pensar bien.
Por otra parte, el conocimiento pertinente no puede pasar por alto la manera de esquivar las trampas del conocimiento: el error y la ilusión [Edgar Morin, Les Sept Savoirs nécessaires à l’éducation du futur, Le Seuil 2001]. El error y la ilusión están siempre presentes, pues son resultado de la relatividad de nuestras percepciones, del egocentrismo que trastorna nuestros recuerdos y nuestra manera de ver las cosas, del autoengaño... Todos estos fenómenos pueden ser sacados a la luz por medios psicoanalíticos, psicológicos, terapéuticos... Eso es de capital importancia. Pero aún más importante es enseñar desde la infancia a conocerse a sí mismo, para sacarlos a la luz lo más pronto posible [Revue de psychologie de la motivation, junio 2001].
Además, algunas fuentes de error y de ilusión no son individuales, sino culturales. Están vinculadas a normas, a las ideas aprendidas y a las ideas recibidas. El individuo debe estar preparado para identificarlas, debe evitar repetir como un papagayo aquello que oye.
En ciertas turbulencias históricas, hay riesgo de extravío. Citando a Chamfort, podemos decir que “el problema no es cumplir con su deber, sino saber cuál es ese deber en circunstancias perturbadas”. Algunos creyeron que su deber era seguir a Pétain, otros a De Gaulle, y los comunistas pensaron que su deber era defender el pacto germanosoviético. Resistir a la histeria colectiva es un problema difícil, de fondo. La expresión “todos somos americanos” podrá ser una ilustración de ello. Bastaría un poco más de pánico, más atentados, guerra bactereológica... y efectivamente podremos caer en la histeria.
Evidentemente, estos problemas no pueden solucionarse en un día. Su resolución pasa por un autoexamen, una autocrítica (que necesariamente precisa de otros); necesita un largo esfuerzo sobre sí mismo y debe apoyarse sobre un sistema educativo consciente de su existencia. Es un problema complejo, porque la reforma de sí mismo pasa también por un examen crítico de la sociedad en la que vivimos y por una reflexión sobre nuestro ser biológico. Este trabajo constituye un verdadero esfuerzo histórico y necesita una cultura adaptada. Hoy, la cuestión es saber si tendremos tiempo para ello, es decir, si las fuerzas de destrucción no van a adelantarse a ese trabajo y “hacer saltar todo por los aires”. Ese es nuestro desafío.

TSC.- ¿Cómo asume nuestra civilización esa cuestión?
EM.- Uno de los elementos de la crisis mental o moral de Occidente procede de que casi todas las personas han sentido este vacio en sí mismas, esta falta de relación entre su espíritu y su ser o, digamos, su cuerpo. La luz aportada por la tesis de Fréderic Lenoir sobre la introducción del budismo en Oriente es, en este aspecto, muy interesante. Mientras que el budismo significa en Oriente la voluntad de eliminar el propio ego, de aniquilarle para alcanzar ese estado denominado el nirvana, el enfoque budista de los occidentales apunta, por el contrario, hacia el desarrollo de ese mismo “yo”, no el “yo egoísta” sino el “yo sujeto”. Así, vemos cómo aparece una cuestión fundamental: la del concepto del sujeto. Este concepto falta en Occidente y yo he intentado, a través de mis reflexiones, fundamentarlo.
¿Qué significa “ser sujeto”? El sujeto se caracteriza simultáneamente por un principio de inclusión y un principio de exclusión. El principio de exclusión expresa el hecho de que nadie puede decir “yo” en mi lugar, ni siquiera mi hermano gemelo. Se trata de un principio egocéntrico, ya que me coloco en el centro de mi mundo para observarlo y considerarlo. No obstante, esto no aboca al egocentrismo porque, al mismo tiempo, el sujeto responde a un principio de inclusión, que nos permite incluir a los nuestros (pareja, familia, patria...) y estar en relación con ellos. Con comportamientos más o menos egoístas o altruistas, el sujeto es compartido por este doble principio de lo subjetivo. Una vez planteado esto, hay que decir que el problema no es negar el “yo”, sino darle un sentido, la fuerza, la potencia y la responsabilidad de poder abrirse y de considerar su inclusión en su plena integridad.
Hoy, la conciencia no es solamente familiar, nacional, cultural. Es planetaria. Lo fundamental es desarrollar esta concienca planetaria. Retornamos así a la necesidad de un conocimiento pertinente, que permita incluir el contexto y lo global, a diferencia del conocimiento que reina en nuestros espíritus formados por el actual sistema de enseñanza, que, en general, presta poca atención a estas dos dimensiones. Debemos resituarnos en el cosmos, del que sabemos que va hacia hacia la dispersión y la muerte, y que nos indica nuestro pequeño lugar marginal y periférico. Nuestros conocimientos en este dominio refuerzan la idea de que nuestro habitat es la Tierra. Esa es para mí la justificación de lo que  he denominado el evangelio de la perdición: estamos sobre esta tierra, perdidos en el cosmos, así que ayudémonos mutuamente en vez de hacernos la guerra. Es exactamente lo contrario del Evangelio que nos dice que nos salvaremos si somos “amables” con los otros. ¡Debemos ser “amables” porque estamos “perdidos”! Es indispensable una comprensión de nuestra época planetaria. No podemos abstenernos ante este deber de conocimiento.

TSC.- ¿Esto no se debe también a que esta “amabilidad”, esta circularidad entre amor propio y amor al prójimo, es lo que puede aportarnos más alegría a cada uno de nosotros? El resto, es un misterio...
EM.- Efectivamente, estaba incluido en lo que decía. Pero es correcto que lo resalte. De una forma directamente vinculada a eso, debemos desarrollar una ética de la comprensión. En el plano internacional, debemos comprender los ritos y las costumbres del prójimo. Sorprende constatar lo difícil que resulta comprenderse entre dos paradigmas, entre dos sistemas de explicación o entre dos sistemas religiosos. Sin embargo, debemos comprendernos, y cada uno de nosotros debe hacer un esfuerzo de simpatía hacia el otro, el “diferente de nosotros”. En el marco de una lógica ternaria, la ética de la comprensión es, también ella, ternaria y se caracteriza por tres dimensiones: la ética para sí, hacia sí, en función de sí mismo; la ética para la sociedad, sólo posible en una democracia, con un mínimo de derechos y deberes; y la ética para el género humano, que encuentra su origen en las condiciones de la comunidad de destino planetario. Es evidente que esta ética del género humano no consiste en multiplicar bombardeos como en Afganistán.
Lo que me parece grave y denota la carencia de nuestras sociedades es que la comprensión disminuye en provecho del individualismo, del egocentrismo, de todos los factorees que han degradado las solidaridades. Mientras que hace dos o tres generaciones, en un marco dado, era normal aceptar la autoridad del padre o los deseos de la made, hoy se multiplican las incomprensiones entre padres e hijos, hermanos y hermanas, esposos y esposas... No nos comprendemos en el seno de un mismo ambiente profesional (particularmente los grupos de intelectuales en cuyo seno se desencadenan los egocentrismos), de una misma universidad, lo que resulta más espantoso porque disponemos de todos los instrumentos y herramientas de descodificación psicológica precisas para comprender estos fenómenos, pero seguimos deformando el punto de vista del otro, sólo retenemos lo negativo, como en una riña entre camorristas. ¿Cómo podemos soñar en mejorar las relaciones humanas si somos incapaces de hacerlo en el ámbito interindividual? Se dirá que es normal, que las relaciones humanas son así, pero esta reducción del todo a los aspectos más mezquinos, más rastreros, más ínfimos, no es normal en absoluto. Nos falta ese mínimo de regulación psíquica, lo que envenena nuestra vida con las incompresiones mutuas y los odios. La ética de la comprensión debe jugar un gran papel. Naturalmente, necesita de herramietas, lo que supone aprendizajes en la familia y sobre todo en la escuela, lugar de paso obligado para todos, incluidos los futuros enseñantes.

TSC.- ¿Cómo favorecer precisamemte la emergencia y generalización de una ética de la comprensión?
EM.- Camus ha dicho que “la sociedad quizá sea salvada por pequeños grupos” y Gide que “el mundo sólo será salvado por algunos”. En aquella época, en 1945, yo pensaba que solamente las masas podían salvar a la humanidad. Hoy en día, considero evidente la idea de que todo comienza por quequeños grupos. Para reforzar la comprensión, debemos ayudar a la formación y vinculación de grupos que propongan una educación para la reforma personal. La pregunta se plantea ahora en estos términos: ¿cómo crear grupos, redes, conexiones en función de esta idea de la reforma personal, de reforma del espíritu y de las mentalidades? Una vez más, como ocurre frecuentemente en la historia, hay que empezar por las ramificaciones que se desvían de la norma y que se expanden e irradian a través de las organizaciones asociativas, sociales, políticas. De ahí deriva, por otro lado, el interés de plantear este tema de reflexión para el segundo Foro social mundial de Porto Alegre (finales de enero de 2002).
Esta reforma no puede quedar satisfecha solamente con iniciativas individuales, como entrar en un sistema filosófico zen al uso de los occidentales, practicar el yoga y la concentración meditativa. Además, tengamos en cuenta que si la meditación de tipo oriental, que consiste en “hacer el vacío”, es muy fecunda, también existe una meditación de tipo occidental que consiste en reflexionar sobre lo que se ha vivido a lo largo del día, lo que se ha hecho en una situación determinada...
La reforma del espíritu afecta a todo. Es un aspecto nuclear de algo que está vinculado al resto del contexto humano. Hay que abordarla desde todas las perspectivas, pero comenzando por el problema del autoexamen. Se trata in fine de desarrollar todas las potencialidades del espíritu.

TSC.- ¿No hay riesgos de desviaciones? la mayor parte de los totalitarismos se han construido sobre la idea de un hombre nuevo...
EM.- La reforma individual debe integrarse en una concepción de conjunto de la antropología humana con la idea, que vengo desarrollando desde hace largo tiempo, de que el homo sapiens es también homo demens, dos polos de una misma realidad. Las propuestas que se limitan al homo sapiens y al homo faber -olvidando al hombre mitológico, fantasmático, religioso- o incluso al homo economicus -que olvida todo lo que no está fundado sobre el interés, sino sobre la pasión o el amor- son peligrosamente reducidas. Debemos cambiar nuestra concepción de lo humano, dialectizarla y mostrar que nunca podremos eliminar una de sus componentes. Además, sería una catástrofe que fuésemos seres exclusivamente racionales, pues la racionalidad pura no existe, como precisan los trabajos de Damasio o de Jean-Didier Vincent. Siempre está presente la emoción, el afecto, que debemos reconocer en cuanto tales, aunque “conservando la razón”.
El verdadero problema en la comprensión de todo fenómeno vivo es dialectizar las relaciones. Al igual que para el amor, que es a la vez el colmo de lo razonable y lo irrazonable, la vida es siempre una aventura. No disponemos de parapetos a priori, sólo tenemos algunos principios que permiten provocar la autoregeneración y la autoregulación. La idea de un hombre nuevo podría nacer de la genética, ¿pero qué tipo de hombre nuevo se produciría así? Sólo utilizamos una pequeña parte de nuestras posibilidades psíquicas, algunas de ellas desconocidas. Estamos muy lejos de haber agotado las posibilidades de este cerebro con 100 millones de añso. Todo lo contrario.

TSC.- ¿No es la idea de “otro mundo” otro buen punto de partida, desde el que se puede reflexionar sobre lo que podemos desarrollar en un sentido de solidaridad?
EM.- Sí, pero a condición de que la idea de “otro mundo” no se pervierta como la idea, el ideal del “hombre nuevo”. Para alejar este riesgo, debemos aprender a sincronizar transformación personal y transformación colectiva. Dicho esto, es efectivamente esencial partir de la potencialidad, podría incluso decirse de la pulsión, de solidaridad. Cuando hay una catástrofe, siempre renace, por ejemplo ante el terremoto en México o ante las dos torres del WTC, acontecimientos que han suscitados impulsos solidarios muy fuertes. La solidaridad humana es una potencialidad que se encuentra inhibida, ya que, aunque puede ser solicitada las personas se sienten desbordadas ante Pakistán, Bangladesh y tantos otros casos loables. Pero ese potencial existe.

TSC.- La experiencia del primer Foro social mundial demuestra que estas iniciativas pueden estallar por sí mismas si no hacen frente al problema de la transformación personal...
EM.- Sin duda, lo que prueba que se pueden y se deben recuperar las buenas viejas técnicas, especialmente las de dinámica de grupo. En un momento dado, toda asamblea debe autoexaminarse: ¿dónde estamos? ¿por qué no llegamos a entendernos en tal o cual punto? Es indispensable y debe sistematizarse. Todo movimiento debe superar en cada instante el peligro de la desintegración por sectarismo. es la aventura de la vida, la autoregeneración del movimiento por sí mismo.



Romper con el desarrollo

¿Qué política haría falta para que una sociedad-mundo pudiera constituirse, no como la coronación planetaria de un imperio hegemónico, sino sobre la base de una confederación civilizadora?
Lo que proponemos aquí no es un programa ni un proyecto, sino los principios que permitirían abrir un camino. Son los principios de lo que he denominado antropolítica (política de la humanidad a escala planetaria) y política de civilización, principios que deben conducirnos, en primer lugar, a deshacernos del término desarrollo, incluso suavizado o mejorado como desarrollo duradero, sostenible o humano. La idea de desarrollo siempre ha implicado una base técnico-económica, medible por los indicadores de crecimiento y renta.

El desarrollo ignora el sufrimiento, la alegría, el amor
Esta idea da por supuesto implícitamente que el desarrollo tecnoeconómico es la locomotora que arrastra de manera natural y como su consecuencia un “desarrollo humano” cuyo modelo logrado y cabal es el de los países que se consideran desarrollados, es decir, los occidentales. Esta visión supone que el estado actual de las sociedades occidentales constituye el cumplimiento y la finalidad de la historia humana. El desarrollo “duradero” no hace más que atemperar el desarrollo tomando en consideración el contexto ecológico, pero sin poner en duda sus principios. En el desarrollo “humano”, la palabra humano está vacía de toda sustancia, salvo que nos refiramos al modelo humano occidental, que ciertamente comporta rasgos esencialmente positivos, pero también, repitámoslo, rasgos esencialmente negativos.
El desarrollo, noción aparentemente universalista, también constituye un mito típico del sociocentrismo occidental, un motor de occidentalización desatada, un instrumento de colonización de los “subdesarrollados” (el Sur) por el Norte. Como dice con justeza Serge Latouche, “estos valores occidentales (del desarrollo) son precisamente los que hay que poner en tela de juicio para encontrar solución a los problemas del mundo contemporáneo” [Le Monde diplomatique, mayo 2001].
El desarrollo ignora lo que no es calculable ni medible, es decir, la vida, el sufrimiento, la alegría, el amor, y su única medida de la satisfacción está en el crecimiento (de la producción, de la productividad, de la renta monetaria…). Concebido únicamente en términos cuantitativos, ignora las cualidades de la existencia, las cualidades de la solidaridad, del entorno, de la vida, las riquezas humanas no calculables ni monetarizables: ignora el don, la generosidad, el honor, la consciencia…
Su avance aniquila los tesoros culturales y los conocimientos de civilizaciones arcaicas y tradicionales; el concepto ciego y burdo de subdesarrollo desintegra las artes de la vida y las sabidurías de culturas milenarias. Su racionalidad cuantificadora es irracional, cuando el PIB (producto interior bruto) contabiliza como positivas todas las actividades generadoras de flujos monetarios, incluyendo entre ellas las catástrofes como el naufragio del Erika o el temporal de 1999, mientras ignora las actividades benéficas gratuitas.


Un retorno a las potencialidades humanas genéricas

El desarrollo ignora que el crecimiento tecnoeconómico produce también subdesarrollo moral y psíquico: la hiperespecialización generalizada, la compartimentación en todos los ámbitos, el hiperindividualismo y espíritu de lucro producen la pérdida de las solidaridades. La educación rígidamente estructurada del mundo desarrollado aporta muchos conocimientos, pero engendra un conocimiento especializado que es incapaz de captar los problemas multidimensionales y que determina una incapacidad intelectual para reconocer los problemas fundamentales y globales.
El desarrollo aporta progresos científicos, técnicos, médicos, sociales, pero también destrucción en la biosfera, destrucciones culturales, y nuevas desigualdades, nuevas servidumbres que sustituyen a las esclavitudes antiguas.
El desarrollo desenfrenado de la ciencia y la técnica lleva en sí mismo una amenaza de aniquilación (nuclear, ecológica) y poderes temibles para la manipulación. El término de desarrollo duradero o sostenible puede ralentizar o atenuar, pero no cambiar esta trayectoria destructora. Así pues no se trata tanto de ralentizar o atenuar como de ser capaz de concebir un punto nuevo de partida.
El desarrollo ignora que un verdadero progreso humano no puede partir del hoy, sino que necesita un retorno a las potencialidades humanas genéricas, o lo que es lo mismo, una regeneración. Lo mismo que un organismo lleva en sí las células madre omnipotentes que pueden regenerarlo, también la humanidad lleva en sí misma los principios de su propia regeneración, pero latentes, encerrados en las especializaciones y las esclerosis sociales. Estos principios son los que permitirían sustituir la noción de desarrollo por la de una política de la humanidad (antropolítica), como he sugerido durante mucho tiempo [Introduction à une politique de l’homme, primera edición 1965, reeditada y ampliada, Le Point Seuil, 1999], y por la de una política de civilización [Politique de civilisation, de Edgar Morin y Sami Naïr, Arlea, (1997)].


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