Trasversales
Roger Sue

Un sistema político rezagado respecto a la sociedad civil

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 66, otoño 2002. Roger Sue es sociólogo, profesor en la Universidad de París V-Sorbonne. Autor de Renouer le lien social, Odile Jacob, 2001.


Tal y como se nos quiere hacer creer, ¿es cierto que vivimos en un periodo de regresión democrática? (1). Bastantes indicadores apuntan en ese sentido: abstención record, desprestigio de la clase política, falta de civismo, débil cohesión social, incremento de la violencia, ascenso de los extremismos (2)... Sin embargo, hay que desconfiar de las falsas evidencias y de los juicios apresurados. Pues podría ser que la crisis de lo político y el sentimiento de desazón en el seno de la democracia no fuesen tanto efectos de una regresión, sino más bien efectos de una progresión de la exigencia democrática en la sociedad civil, a la que las actuales instituciones políticas no saben ni pueden dar ya respuesta.
En lo esencial, esta carencia de perspectivas de la democracia representativa se explica por dos grandes evoluciones sociológicas. Por un lado, la política pierde su poder a causa de la mundialización, del economicismo triunfante y de la deserción de los grandes relatos e ideologías que daban todo su poder al discurso político. Por otra parte, la sociedad civil ha ganado en madurez política y en autonomía. Los valores de la democracia se han difundido progresivamente en ella, elevando considerablemente el nivel de exigencia ante lo político. Así, la denuncia de los escándalos políticos, de los privilegios, de los atropellos y del nepotismo en el entorno político no se debe a que ahora haya una clase política especialmente corrompida. Las costumbres en este entorno no se han hecho súbitamente nefastas (3), pero el nivel de conciencia alcanzado por la opinión pública prohibe a partir de ahora aquello que se ha practicado durante largo tiempo con total impunidad, sin que nadie se conmoviese por ello, ni el ciudadano ni tampoco el magistrado o el periodista.
Esta creciente distancia entre sociedad civil y representación política, que toma la forma de un divorcio entre ambas, nos invita a volver a plantearnos la cuestión democrática. Ha pasado el tiempo en el que para calificar como democrático a un régimen bastaba con la regular elección de representantes por sufragio universal. Nuestra percepción de la democracia es marcadamente más avanzada, exigente y compleja. Hay que recordar que el régimen democrático, a diferencia de otros regímenes, no es un estado (¡ni el Estado!) en el que se satisfacen normas institucionales y procedimientos jurídicos, por justos que sean, sino que es un proceso continuo e histórico de democratización, del que cada época se deba dar una versión más avanzada y más conforme a su imaginario inicial: el autogobierno de la sociedad por sí misma.
En una sociedad en movimiento, una democracia que no progresa, retrocede. El cuestionamiento de la política resulta de su creciente incapacidad para cumplir las funciones que eran tradicionalmente las suyas, de forma muy particular las del poder, el discurso, la representación y la legitimidad. Es indiscutible la pérdida de poder de lo político en razón de la relativización del lugar del Estado-nación. Mundialización (4) y localismo desafían por arriba y por abajo ese lugar esencial de la legitimidad política, en cuyo interior se ha forjado la identidad de los regímenes democráticos. Ciertamente, no estamos ante el fin de los Estados-nación, sino, más bien, ante su banalización en una especie de balcanización de los poderes, sin que emerja una verdadera gobernanza mundial a la altura de la globalización de las cuestiones políticas actuales (medio ambiente, salud, pobreza, regulaciones económicas, terrorismo, etc.) (5). Lo que el poder político ha perdido con el declive de la autonomía de las naciones no lo ha recuperado en otras instancias que puedan reivindicar para ellas una auténtica legitimidad democrática y un ejercicio efectivo del poder.

De la sociedad política a la sociedad de mercado

Este vacío relativo ha dejado campo libre al despliegue de un mercado sin fronteras, que usa y abusa de las ventajas comparativas entre las naciones, del dumping social y del chantaje de la deslocalización, un mercado que hoy trata de ocupar progresivamente los dominios “reservados” del Estado y de las políticas públicas, como es el caso de la salud, la educación, los servicios sociales, la información, etc. En este sentido, hemos pasado de una sociedad política a una sociedad de mercado, consagrando lo que cabe denominar como una derrota de la política.
Se puede medir la extensión de esta derrota por el crecimiento del paro y de la precariedad y por la fuerte progresión de las desigualdades. La exclusión social, es decir, en su sentido propio, la denegación de ciudadanía, así como la desinserción social o la desafiliación (6), ponen directamente en cuestión la responsabilidad política en lo que hace a su deber de integración. La recrudescencia de las desigualdades mina el suelo sobre el que se apoya el consenso democrático de la postguerra en torno a un progreso que debía beneficiar a todos, pero particularmente a las más desfavorecidos. Exclusión, pobreza y aumento de las desigualdades han sido los reveladores ante la opinión pública de una impotencia política que ya ha sido consumada en gran medida.
El poder no reside solamente en la acción gubernamental, sino también en el discurso y en la adhesión que suscita. La palabra política es ante todo un discurso social, una representación general en torno a la cual cada uno se reconoce y posiciona.
Hoy, las grandes ideologías mesiánicas han caducado, y la distinción entre derecha e izquierda provoca creciente perplejidad. Pero, además de este agotamiento de los contenidos ideológicos, lo que se manifiesta de forma más prosaica es la incapacidad para suscitar la adhesión por medio del discurso, para “hacer soñar”, como se suele decir acertadamente. Una sociedad de individuos (7) más instruidos y más autónomos es menos receptiva a un discurso global que llega desde arriba. Salvo caso de grave crisis, ningún discurso político puede provocar ya una adhesión tal que lo tome como “verdadero”.
La relajación de las relaciones, antes estrechas, entre los intelectuales y el medio político ha contribuido igualmente a la desideologización del discurso político, que cada vez se inspira menos en nuevas corrientes de pensamiento. Este discurso proviene, con mucha más frecuencia, de temas sociales puestos de relieve y orquestados por un puñado de periodistas que “crean opinión” (8). Así, el poder del discurso, donde residía la fuerza de la política, no es más que un simple discurso del poder. Con programas electorales poco o nada cumplidos (9), lo político ha perdido también algo de su credibilidad. Como se sabe, el discurso político tiende a convertirse en una especie de espectáculo de variedades, que se autocaricaturiza en las emisiones que le ofrecen refugio. Lo político se hace representación espectacular, cada vez más apartado de la verdadera representación de la sociedad civil.

Ya nadie puede representar a nadie de forma duradera
Con la modernidad y el nacimiento del Estado-nación, la cuestión democrática se enfrenta a una doble paradoja (10): ¿cómo conciliar lo numeroso con la razón?, ¿cómo justificar que el individuo soberano pueda desprenderse del pleno ejercicio de su libertad en beneficio de una asamblea de representantes?
Al comienzo de la Revolución francesa, democracia y régimen de representación son considerados incompatibles. Después, se instala un compromiso en torno a la noción híbrida de democracia representativa, régimen que, más tarde, pasará a ser considerado como una fase superior de la democracia, para ser finalmente asimilado y confundido totalmente con la democracia misma. La aceptación de tal régimen supone que se encuentren reunidas ciertas condiciones sociológicas. Muy en particular, la relajación de las dependencias comunitarias en beneficio de una identificación del individuo-ciudadano con la patria y la nación, así como una relación de reconocimiento entre elector y elegido que favorezca la proyección y la encarnación del cuerpo social en el cuerpo político. Evidentemente, estas condiciones, que han presidido la legitimidad de la democracia representativa y asegurado, con altibajos, su continuidad, no son ya las mismas.
El individualismo, en particular, ya no tiene el mismo sentido que antes. Del individualismo de “liberación” de las comunidades de pertenencia, del que el Estado-nación ha sido crisol y palanca, hemos pasado a un individualismo de “afirmación” cada vez más autorreferencial e indiferente (incluso opuesto) a toda identificación de orden institucional. Este individuo, que cada vez es más “él mismo”, no se reconoce ya en ninguna forma de representación. En este caso no se trata tanto de un repliegue sobre sí mismo como de un despliegue del sí mismo, que puede ser indiferente a los otros pero que también puede comprometerse en acciones colectivas. Estos compromisos son diversificados, limitados en el tiempo, y el individuo cada vez acepta menos el perder o alienar su libertad o transigir contra sus convicciones personales.
Ya nadie puede tener la pretensión de representar a cualquier otro, de manera duradera y sobre la mayor parte de los temas que le conciernen. Y la representación política, que sacaba de ello su legitimidad, no puede pretender que sigue siendo así, tanto menos que con ella compiten otras formas de representación, a las que se supone más próximas al individuo: asociaciones, foros de debate, coordinaciones o movimientos sociales, a los que se considera como representativos de la espontaneidad y de la verdad de los colectivos de individuos asociados agrupados por una situación, y no por una organización. Y eso sin tomar en cuenta los sondeos de opinión, que compiten directamente con la política en el ámbito de la representación de la opinión pública. Cara a esta profunda mutación de lo “representable” de la sociedad civil, la representación política, por su parte, apenas ha evolucionado en sus procedimientos: el mismo mandato discrecional, el mismo carrerismo, la misma pretensión de hablar en nombre de los demás, los mismos intereses de “clase”, etc. En resumen, la representación política genera cada vez menos ilusión... lo que plantea un gran problema a una democracia que se califica como “representativa”.
Una política plenamente legítima consistiría en cumplir estas grandes funciones -ejercicio del poder, enunciación de un discurso en el sentido fuerte, capacidad de representación de la sociedad civil- y en obtener reconocimiento por hacerlo. Pero como no es ese el caso, o lo es cada vez con menos frecuencia, la clase política tiende a justificar su legitimidad, en última instancia, por el sufragio universal (11). Como si la elección, por sí misma y con independencia de cualquier otra función, equivaliese a legitimación. En realidad, lo único que hace es dar los derechos para ejercer las funciones políticas que fundamentan la realidad de la legitimidad política. Dado que la elección se ha transformado en el primer y último argumento de la legitimidad de lo político, hace falta precisar todo aquello que encubre. Desde el punto de vista del elector, se plantea la triple pregunta por su calidad, su participación y su libertad de escoger. Los límites impuestos al sufragio “universal” han sido siempre un buen indicador de la evolución de nuestra concepción del régimen democrático. En la actualidad, se ha hecho imprescindible avanzar en tres aspectos.
- la edad electoral, en sociedades en las que se pide a los jóvenes una madurez cada vez más temprana;
- el voto de los extranjeros residentes regulares en las diversas elecciones;
- la organización de votaciones directas en los espacios territoriales políticamente pertinentes, tal como los “países”, Europa y otras áreas geográficas.

Se vota con más frecuencia “en contra” que “a favor”
El problema de la libertad de escoger por parte del elector debe llamar nuestra atención cuando sabemos el poco crédito concedido a los partidos que filtran, seleccionan y deciden las candidaturas presentadas. ¿Cómo otorgar credibilidad a las criaturas de organizaciones que carecen de ella? En consecuencia, la opción electoral escogida es con mucha frecuencia el resultado de un descarte: se vota con más frecuencia “en contra” que “a favor”... El resultado de las urnas, más que respuesta a una demanda social, es respuesta forzada a una oferta restringida de antemano.
En cuanto al candidato, ¿qué decir de su legitimidad cuando quizá sólo está inscrito en el censo el 90% del potencial cuerpo electoral, cuando la participación es del orden del 60% y los votos que recoge el ganador, en el mejor de los casos, está en torno al 30%, siendo finalmente elegido con el apoyo de un 16% de los potenciales electores? De hecho, el hacer del proceso electoral la única medida de la legitimidad representativa tiende en ocasiones a volverse contra aquellos, cada vez más numeroso, que han resultado electos con muy escaso apoyo real. El presidente de la República, en Francia, no escapa a la regla, ya que en la primera vuelta de las últimas presidenciales Chirac obtuvo 5.665.855 votos, un 12,5% del cuerpo electoral potencial. No se trata, claro está, de cuestionar el uso de las elecciones, sino de reconocer que no basta para garantizar la legitimidad del elegido ni para compensar el preocupante déficit de las funciones de lo político ante la sociedad civil.
Para muchos observadores, la crisis de la política es solamente una faceta de la desagregación del vínculo social en su conjunto. Esta apreciación es, no obstante, muy discutible. Por una parte, si bien algunos índices apuntan hacia una disolución de los vínculos sociales, otros indican la emergencia de nuevas formas de socialización. Por otra parte, no puede exonerarse a la política de la primera de sus responsabilidades: reforzar el vínculo, la cohesión y el contrato social, y darle una traducción pública. En todo caso, es cierto que el vínculo social están cambiando profundamente de naturaleza.
Al vínculo instituido, prisionero de las costumbres, de las condiciones y de los lugares, le sustituye hoy un vínculo más centrado sobre el individuo y sus deseos, un vínculo más construido que sufrido. El individuo, cuanto más se considera como tal, no semejante a ningún otro, y cuando más se considera igual a todos (12), libre y autónomo, apto para construir sus propias redes, más se aproxima también al modelo originario de la libre asociación. En ello reside una de las claves de la actual dinámica social. Por asociación entendemos casi siempre una organización regida por la ley de 1901, al modo de las grandes asociaciones caritativas, como el Socorro popular, la Cruz Roja, los Restaurantes del corazón, el Socorro católico...
El vínculo asociativo progresa allá donde el individuo se afirma como persona
Mas esos símbolos de la asociación como organismo han ocultado su realidad primera, la del vínculo social que surge “milagrosamente” según Castoriadis (13), sin la que no pueden ser pensados ni el individuo ni los valores de libertad e igualdad, ni el régimen democrático ni la autoinstitución de la sociedad por sí misma. Repensar la singularidad de la relación de asociación nos ayudaría a librarnos de la oposición estéril entre individuo y sociedad, superando sus respectivas filosofías políticas, por un lado el individualismo contractualista del liberalismo y, por otro, la clausura comunitarista de la que surgen los totalitarismos.
De hecho, el vínculo asociativo progresa primero en las relaciones interpersonales, en los vínculos informales, en redes que escapan a las instituciones, por los márgenes de la sociedad, donde el individuo puede afirmarse como persona. No obstante, cuando las relaciones entre individuos se transforman en la base, anticipan siempre desarrollos posteriores de los marcos sociales, económicos o políticos. En este sentido, a cierto tipo de vínculo social corresponde cierto régimen histórico. Así, cuando en la historia se opone el antiguo y el nuevo régimen, no se está designando solamente una mutación del régimen político e institucional, sino también una ruptura y una profunda recomposición del conjunto de las relaciones sociales, desde la base hasta la cumbre.
Sería aventurado decir que estamos abordando actualmente un nuevo régimen, en un sentido tan amplio. Pero parece claramente que la evolución hacia el individualismo relacional y la asociación comienza a manifestarse, tanto en lo económico como en lo político.
Esta potencial dinámica del vínculo asociativo no se traduce en una evolución institucional que se corresponda con ella ni en un discurso político que muestre cierta toma de conciencia. Respecto al vínculo social de base, la representación de la sociedad parece bloqueada, lo que provoca ese sentimiento de endurecimiento de las relaciones sociales, resultado de la incapacidad de reconocer y responder a este movimiento social (14) procedente de las profundidades de la sociedad. Así, esto explica la amplitud de la desautorización de la política. La clase política no es capaz de dar cuerpo -social, económica y políticamente- a la demanda de asociación; más aún, representa su antítesis. Nada hay más alejado de la asociación que esa política fundada sobre la separación entre gobernantes y gobernados, “civiles” y “políticos”. En este sentido, la fractura política y la fractura social marchan de la mano.
Entones, el riesgo reside en que, ante estas tensiones, la respuesta tienda hacia más orden, seguridad, control y penalización. Dicho de otra forma, la demanda de una democracia más acompasada con la evolución del vínculo social se volvería contra la democracia y provocaría su regresión institucional. No sería la primera vez que una mayor democracia en la base suscitase miedo y engendrase una nueva toma de las riendas en el marco de la realidad institucional e incluso una deriva totalitaria, que ya es algo más que una amenaza en Europa (15).
En ello hay un verdadero peligro. Inconscientemente o siguiendo intereses inmediatos, los poderes instituidos prefieren estigmatizar una sociedad pretendidamente delicuescente y minada por nuevas “clases peligrosas”, antes que admitir la demanda profunda de una democracia más conforme al estado de la sociedad. La explotación del discurso de la seguridad, por la derecha y por la izquierda, durante la última campaña electoral francesa es una buena ilustración.
El final de los grandes sistemas ideológicos favorece el retorno a la utopía democrática
Al mismo tiempo, la evolución del vínculo social crea las condiciones inéditas de un avance democrático y de una salida positiva de la crisis. El ascenso de los valores asociativos difunde, en efecto, un nuevo imaginario de la democracia del que podemos indicar algunas de sus grandes líneas.
La primera tiene algo de paradoja. El fin de los grandes sistemas ideológicos favorece el retorno de la utopía democrática. Cada vez son menos numerosos los que creen en las virtudes de un gran sistema ideológico, ya sea liberal o socialista, para realizar la felicidad en la tierra y la democracia ideal. La democracia es una exigencia del presente y no una lejana proyección en el porvenir. Por sí misma, conforme a sus orígenes, es su propio “sistema”, su propio principio, su propio régimen social, económico y político. Volvemos simplemente a las fuentes de la democracia, tan resplandecientes en el Siglo de las Luces y tan genialmente condensadas en el Contrato social (16). La gran diferencia es que hoy estamos mucho más cercanos a la relación de asociación entre individuos, de la que Rousseau hacía primera condición del régimen democrático (17).

El movimiento social y ciudadano reintroduce la economía en el debate político
En ausencia de un gran sistema, ya no hay sumo sacerdote o élite que trace el camino. La democracia, que cada vez depende más de la contribución de cada uno, echa raíces en lo cotidiano. Lo que explica el desafecto hacia la política y motiva otras formas de compromiso. Los partidos retroceden, las asociaciones progresan. No sólo los movimientos sociales y ciudadanos tipo ATTAC están en plena expansión a lo largo y ancho del mundo, sino que, además, cuentan con una opinión pública favorable, que percibe que se está jugando en gran medida el provenir de la democracia.
Actualmente, estos movimientos encarnan el nuevo imaginario democrático, no un partido político o tal o cual personalidad. Cada uno  tiene la sensación de que la reconstrucción de lo político, en el sentido de una gobernanza democrática de la ciudad, pasa por este tipo de movimientos e intervenciones. El aumento de la potencia de la sociedad civil transforma la sociedad en sociedad política, en cuerpo político, reconciliándose con el imaginario de una sociedad que se autogobierna.
Esta sociedad política emergente no busca prioritariamente ocupar el campo del poder. Sus acciones apuntan más bien hacia la economía, hacia el verdadero poder ante el que parece estar sometido el político en tanto que clase dirigente, sea cual sea su orientación. A diferencia de lo que quiere la tradición, lo que estimula el imaginario democrático no es tanto la conquista del poder político como el cuestionamiento de los efectos de la omnipotencia de la economía liberal a escala planetaria. La búsqueda de nuevas regulaciones del mercado están en el corazón de la cuestión de la democracia. El movimiento social y ciudadano reintroduce los asuntos económicos en el debate político.
Por último, el ascenso de la sociedad civil y el declive de la clase política plantean en términos novedosos el problema del espacio público. Con la modernidad, la esfera político-mediática, a la que se atribuye ser reflejo de la opinión pública, se ha impuesto ocupando el lugar del agora de los antiguos. Sin embargo, sea cual sea la calidad de los medios de comunicación y el grado de supuesta independencia de los periodistas, no tienen ninguna particular legitimidad para representar a la opinión pública. Por el contrario, contribuyen a formarla y ejercen un papel importante en la construcción del espacio público. Pero este espacio no puede ser reducido a la acción de los medios de comunicación ni a una vaga opinión pública, objeto de todas las manipulaciones (18). La sociedad civil debe encontrar sus propios modos de regulación y de expresión, haciendo del espacio público aquello que debe ser en una democracia: un espacio del público.
Pese a la dinámica actual del vínculo asociativo, aún estamos lejos de una participación masiva, regular y continua de las poblaciones (19), formando un espacio público digno de ese nombre. El gran desafío de los próximos decenios reside en el cambio de escala de esta participación y en los medios a utilizar para alcanzarla. ¿Cómo ayudar y favorecer la auto-organización de la sociedad civil cuando se sabe que, más allá de los interesados en ella, nadie la desea verdaderamente? Ninguno de los poderes constituidos -políticos, mediáticos o sindicales- tienen el menor deseo de que un nuevo agente, con la pretensión de dar una representación del cuerpo social, venga a inmiscuirse en un reparto de territorio y de poder ya muy disputado.

Las organizaciones asociativas deben “contaminar” a la clase política, no a la inversa
Se dará un gran paso el día en que se admita que la participación de cada uno en la vida democrática es una actividad integral que no puede ser sustituida de forma satisfactoria por la elección o la delegación. Las formas controladas de delegación y representación sólo son legitimadas por el sentimiento de contribuir directamente, por sí mismo, a una obra colectiva. En este sentido, es erróneo contraponer democracia participativa y democracia representativa: la democracia es necesariamente una participación de la que los procesos de elección son solamente una modalidad ente otras muchas.
Reforzadas, legitimadas, reconocidas, las asociaciones podrían jugar plenamente el papel de partenaires sociales que por ahora sólo se reconoce a los sindicatos (que no disponen sin embargo de la misma superficie de contacto, ni del mismo impacto o el mismo crédito en la opinión pública). Mejor aún, en tanto que animadores privilegiados del espacio público, las asociaciones pueden dar una representación sociopolítica a la sociedad civil. Precisemos las palabras: lo que las asociaciones pueden expresar, confrontar y, si es posible, conciliar, no es tanto una representatividad cuantitativa, sino una representación de la diversidad. Sobre la base de una agenda y de las deliberaciones propuestas por las asociaciones, corresponderá entonces a los políticos electos, yendo más allá de las infuencias partidistas, elaborar prioridades y programar unas orientaciones. En eso también nos encontramos con un retorno a los orígenes de la función política: el ejercicio de una magistratura suprema donde quienes ejecutan no son los mismos que los que proponen.
¿Pero este recentramiento sobre funciones de arbitraje no desposeerá a la clase política de todo su poder? Me parece que, por el contrario, esto daría un verdadero papel al personal político, del que hoy está privado en beneficio de los mercados y de los que los manipulan y dominan. Dando el poder a la sociedad civil por medio de nuevos mecanismos de representación, la política reencontrará una legitimidad de la que sólo quedan algunos símbolos. No tenemos otra alternativa: o la clase política sigue aferrándose a los escasos poderes que la quedan, especialmente los poderes de policía (en sentido amplio), y estigmatizando a una sociedad civil a la que se atribuye estar en disolución y ser infantil, violenta por naturaleza e incontrolable, con lo que no tardará en confirmarse el retorno de los totalitarismos en Europa, o bien la clase política acepta la superación de una visión estrechamente electoralista y corporativa, y favorece el “rearme” político de la sociedad civil haciendo lugar a sus representantes naturales -las asociaciones de interés general- y encontrando los mecanismos de participación, expresión y representación adecuados.
La centralidad política de las asociaciones de interés general les impone, recíprocamente, el estricto respecto a las reglas básicas de la democracia e incluso un deber de ejemplaridad. Así, los representantes asociativos deberían estar más vigilantes sobre la calidad, la frecuencia y la transparencia de los procedimientos democráticos. Por ejemplo, no se comprendería que a la hora de discutir sobre la acumulación de mandatos, la limitación de su duración y el carrerismo político, las asociaciones no estuviesen a la vanguardia de estas reformas. Las asociaciones de interés general, fieles a su tradición y dignas del imaginario que el público proyecta a través de ellas, deben ser verdaderos laboratorios de avanzadillas democráticas. En una palabra, las organizaciones asociativas deben “contaminar” a la clase política, no a la inversa.
Toda una serie de reformas que hoy parecen ser meras maniobras políticas o debates entre expertos constitucionales serían comprendidas y admitidas por estar acompasadas con la lógica social de participación de la sociedad civil. Una VI República que no sea simple lavado de cara institucional sólo tiene sentido si corresponde a un cambio de “régimen” en el sentido fuerte de transformación del vínculo social, aquello precisamente que la política debería encarnar.
Ciertamente, la democracia será siempre un régimen ideal, “un régimen de Dios”, como la calificaba Rousseau. Pero al medir mejor lo que hoy nos separa de ella, hacemos un retorno a sus fundamentos y aumentan las posibilidades de acercarnos a ella. La democracia es por naturaleza asociativa o no existe.

NOTAS

1. Alain-Gérard Slama, La Régression démocratique, París, Perrin, 2002
2. Francia, que se creía más o menos excluida del ascenso de la extrema derecha en Europa, acaba de conocer un terremoto con la presencia de Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
3. Mirando hacia atrás, y pese a las apariencias, esas costumbres han mejorado, antes incluso de las leyes sobre financiación de partidos políticos y campañas electorales.
4. La palabra induce a error, ya que no refleja ninguna realidad geopolítica, sociocultural ni económica, ya que numerosos países quedan al margen de los flujos comerciales. Traduce la aceleración de una vieja tendencia hacia la multiplicación de intercambios de todo tipo, pero que afecta de forma muy desigual a las diversas regiones del mundo.
5. Bertrand Badie, Un Monde sans souveraineté, Fayard 1999
6. Robert Castel, Les Métamorphoses de la question social, Fayard 1995
7. Norbert Elias, La Société des individus, Fayard 1991
8. Pierre Bourdieu, Sur la télévision, París, Raisons d’agir, Éditions Liber, 1976
9. Burla y cinismo se conjugan cuando una personalidad política declara en voz alta lo que otros hacen en silencio: “Las promesas electorales sólo comprometen a quienes se las creen”.
10. Pierre Ronsavallon, La Démocratie inachavée. Histoire de la souveraineté du peuple en France, Gallimard, 2000, y Dominique Schnapper con la colaboración de Christian Bachelier, Qu’est-ce que la citoyenneté?, Gallimard, 2000
11. Recordemos la exclamación de un diputado socialista en la Asamblea: “Estáis jurídicamente en el error porque sois políticamente minoritarios”
12. Sin darnos cuenta, hemos pasado de una igualdad por similitud y parecido a una igualdad por diferencia, de una identidad como comunidad a una identidad como singularidad. Paradójicamente, el ego genera igualdad.
13. Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société, Le Seuil, 1975
14. Es significativo que “movimiento social” designe de hecho a los diversos movimientos sociales, como si se percibiese la unidad profunda que sobrepasa las simples reinvidicaciones puntuales o corporativas.
15. Tras Suiza, Austria e Italia, la extrema derecha ha tenido acceso al poder en Dinamarca y Holanda.
16. Jean-JacquesRousseau, Du contrat social (1762), Le livre de poche, 1996
17. Para Rousseau, la relación asociativa en torno a los valores de libertad e igualdad es algo previo al contrato social, no un efecto suyo. Sin esta relación, todo contrato, dice, es “un contrato de engaños”.
18. Jürgen Habermas, L’Espace public, Payot, 1978
19. Aunque el 80% de los franceses dicen estar implicados, de una u otra manera, en la vida asociativa (Credoc, febrero 1999)


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