Trasversales
Toni Negri

El Imperio tras la invasión de Irak

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 69, verano 2003

Agradecemos a las amigas y amigos de la revista Rebeldía su autorización para reproducir este texto, publicado originalmente en Rebeldía número 9, julio 2003. La traducción fue realizada por Carmen Valle y Ángel Luis Lara.


El Imperio tras la invasión de Irak

Antes de nada, nos interesa aquí definir el cuadro geopolítico que se ha venido presentando en esta primera década del siglo XXI. Para proceder a esta definición, tómese como clave los eventos de Seattle, inténtese comprender cómo de aquellas luchas contra la mundialización neoliberal (puesta en acto por un capitalismo que había triunfado sobre la gestión soviética del capital y, consecuentemente, unificado el mundo bajo el propio mando) se llega hasta el 15 de febrero de 2003, cuando 110 millones de personas, una multitud por la paz, se oponen al diktat de las potencias occidentales imperiales contra Irak: el cuadro geopolítico no podrá ser definido aquí más que a partir de la crisis (es decir, del enfrentamiento) de las superpotencias que actúan en la globalidad, es decir, el imperio y las multitudes. Desde esta perspectiva, está claro que el sistema soberano del Imperio es dual, y que solamente podrá ser definido considerando la dialéctica que pone en una relación destructiva y/o constructiva a las multitudes y al soberano: comencemos entonces por definir al soberano y cómo acosa su acción.

El soberano ha declarado su estrategia. Su táctica es discutida todos los días por la denominada opinión pública, propagada y contrastada, pero aún así está bien atada. El primer objetivo estratégico ha consistido en hacer madurar la crisis de las instituciones del viejo orden internacional. Si el soberano imperial quiere gobernar la globalización, debe de hecho privar a la Organización de Naciones Unidas de toda capacidad política y jurídica efectiva. Cuando al final de la segunda guerra mundial se creó la ONU, confluían en ella la aspiracion iluminística a un gobierno cosmopolita y al diseño democrático de los Estados que habían liderado y ganado la guerra antifascista. Las Naciones Unidas parecieron poder constituir tanto el núcleo de un futuro Estado mundial como el dispositivo gubernativo que preparase su realización. Todo esto ha terminado en el último medio siglo aproximadamente. Implicadas en la Guerra Fría y neutralizadas por su incapacidad de romper con los mecanismos burocráticos que se habían afirmado en su interior, bloqueando toda exigencia de renovación, con la caída del orden bipolar las Naciones Unidas han caído a su vez bajo el dominio de la única superpotencia imperial residual. La hegemonía estadounidense en la ONU se ha hecho pesadísima. La ONU se ha convertido en el lugar donde la hegemonía unilateral de Estados Unidos ha podido jugar mejor su juego. Y es también, paradójicamente, el lugar donde menos se ha podido expresar una imaginación de poder adecuada a la globalización. Actualmente es clara y violentamente activa la voluntad estadounidense de liquidar a la ONU después de la imprevista derrota diplomática sufrida en el momento de la declaración de la segunda guerra iraquí. Ahora se trata de comprender cuáles serán las formas en que se organizará esta voluntad.

Pero para considerar el cuadro actual pos-guerra contra Irak es preciso, tras haber subrayado la crisis de la ONU, recordar en segundo lugar que, a partir del final de la Guerra Fría, el soberano capitalista estadounidense de todos modos comenzó a penetrar en las tierras del ex-enemigo, a desplazar y redefinir los límites, a organizar una gran red de control, única en el mundo. Las políticas de contención del mundo occidental respecto a la Unión Soviética han sido ahora releídas en términos de un roll back que no tenía nada de abstracto, sino que consistía más bien en la construcción de bases militares en territorios de la ex-Unión Soviética, un proceso de infiltración militar antes que ideológica y humanitaria. Por lo tanto, la misión civilizatoria se había agotado muy rápido… la penetración imperial de Estados Unidos se presentaba en términos precisos, no equívocos: ahora, en una década, es como una gran media luna del mando imperial la que se extiende de Medio Oriente a Corea del Norte atravesando los territorios ex-soviéticos de Asia central, con un ahondamiento austral de bases estratégicas (Filipinas y Australia).

De este modo, se ha configurado un horizonte político nuevo y global. El soberano ha asumido un papel imperial. Un enorme poder militar se despliega por el mundo. La operación está, sin embargo, todavía inconclusa. Existen zonas con relevancia estatal y aspiraciones globales que ni están ni podrán estar nunca incluidas en el régimen imperial. Por consiguiente se tratará, por parte del poder imperial, de volver frágiles estas potencias, de encerrarlas en su “disposición zonal” y/o “continental”, así como de integrarlas eventualmente en una estructura jerárquica con el fin de controlarlas de forma segura y eficaz. Se trata sobre todo de las tres grandes potencias que, en el flujo geopolítico imperial, no pueden ser anuladas y que, antes o después, podrían constituir un peligro: Europa, Rusia y China. Obviamente, la voluntad hegemónica y el proyecto estratégico del soberano imperial estadounidense preven bajo presión a estas tres potencias: así, la guerra iraquí ha atacado directamente la posibilidad de existencia de la potencia industrial europea, arrebatándole todavía más el control de las fuentes energéticas; la designación de Irán como “Estado canalla” expande la amenaza imperial en el bajo vientre asiático de Rusia; el aislamiento y la represión de una eventual amenaza nuclear proveniente de Corea del Norte debilita el flanco de toda política de la potencia china. Las perspectivas geopolíticas y los instrumentos del poder imperial se definen así de forma plena: el proyecto de guerra preventiva, cuya concepción precede al 11 de septiembre, se ve aquí acelerado; los procesos de jerarquización, segmentación y de aislamiento eventual de mundos continentales alternativos se ven aquí afirmados definitivamente. Tras la guerra iraquí ya no existe la posibilidad de considerar el programa imperial como un programa aleatorio en las formas y particularmente intenso en el tiempo. El poder mundial no se comparte con nadie y la América posterior al 11 de septiembre parece haber elegido definitivamente la vía de la organización unilateral del orden global, liquidando de esta forma a sus partners, subordinando y articulando la alianza con ellos siempre dentro de “cooperaciones voluntariosas” diversas y contingentes. La OTAN y las otras organizaciones/alianzas militares ya no resultan útiles al soberano imperial —pues podrían influir en la toma de decisiones, aportando así sus exigencias aleatorias a la perspectiva hegemónica en el choque contra los globalistas.

Tras el 11 de septiembre, con la preparación y el desarrollo de las guerras afgana e iraquí se afirmó el unilateralismo norteamericano. Como hemos visto, este nuevo dispositivo ha generado consecuencias geopolíticas y ha producido un reordenamiento geoestratégico fundamental. Este reordenamiento, confirmado con el final de la guerra iraquí, se ha diseñado en torno a tres elementos, que intentaremos describir a continuación. Se trata de dispositivos en sí mismos críticos: en el momento en que se configuran nuevas posibilidades de ruptura, al mismo tiempo éstas cubren y mistifican viejas fracturas no resueltas.

Un primer elemento del reordenamiento geoestratégico consiste en la reorganización regional y jerárquica de las potencias mundiales. El Grupo de los 8 (G8) ya no se configura como un encuentro entre pares, sino como una corte con un primus inter pares. El orden imperial apuesta a gobernar mediante unidades y filtros regionales. Su mando se despliega en una relación jerárquica. La situación sigue estando ciertamente abierta: así al menos resulta oportuno considerarla si, en nuestra aproximación, tenemos en cuenta el carácter intempestivo a menudo presente en las relaciones de fuerza geopolíticas y en la realización efectiva de las tensiones normativas de la política internacional. Las unidades regionales pueden constituir de hecho elementos de contradicción respecto a la unidad jerárquica del orden geopolítico y del mando soberano imperial. Que coincidan el nuevo orden geopolítico y el imperial es puesto en duda de hecho por algunos protagonistas políticos y económicos del proceso. Es en esta perspectiva en la que, por ejemplo, se valoran las oscilaciones de la voluntad política contradictoria de la Unión Europea, unas veces abierta a la alianza atlántica hacia los Estados Unidos y otras a la perspectiva de la unificación continental con Rusia. Es aquí donde el mundo ex-soviético en ocasiones se dispone al acuerdo con el vértice imperial mientras que en otras intenta compactaciones internas y alianzas europeas, siguiendo viejas líneas geopolíticas que parecen mantener su fuerza propulsiva. Y en este cuadro es donde se desarrollan, como se ha dicho, los extraños experimentos chinos de “democracia de las clases medias” y las curiosas experimentaciones de una “globalización autocentrada”. Pero este impulso regional en el marco del reordenamiento estratégico del orden imperial no se afirma solamente en las políticas y en la acción económica de los grandes centros continentales sino que encuentra también correspondencias en América Latina, allí donde se producen experimentos de autonomía regional, sobre todo en torno a Brasil. Y además, ¿se puede imaginar un reordenamiento estratégico de las zonas mediorientales fuera de la organización de un poder regional?

Un segundo elemento hace referencia a la crisis que ha golpeado y sigue golpeando a las aristocracias multinacionales del orden imperial. Cuando hablamos de aristocracias queremos decir las élites o bien las agencias capitalistas que gestionan empresas multinacionales o administraciones de Estados nacionales. No se trata por lo tanto de rupturas que impliquen sólo a figuras estatales, como en el primer caso considerado. Se trata de fracturas debidas a conflictos (de interés económico-político) entre fracciones de la clase capitalista mundial y que, tras ciertos estremecimientos cada vez más frecuentes, han surgido sobre todo en torno al conflicto iraquí. Vista desde esta perspectiva, la crisis aristocrática no se refiere por lo tanto sólo a las clases políticas, sino que atraviesa y afecta al cuadro global de las relaciones productivas en términos a veces muy pesados. Se va de un desamor genérico respecto al soberano norteamericano al conflicto en materia comercial, de la competencia financiera al intento de afirmar una alternativa monetaria respecto al dólar. Del 11 de septiembre a la segunda guerra del Golfo se ha puesto de manifiesto de forma dramática el relajarse, o bien el disolverse, de las relaciones políticas y económicas entre las aristocracias mundiales del capitalismo, de tal manera que la opinión pública ha podido reflexionar sobre la extensión y la intensidad de esta fractura. Pero la crisis aristocrática, que provoca mayores consecuencias en el horizonte geopolítico, es la que afecta a la convención monetaria. El pasaje del Euro débil al Euro fuerte, la primera agresión del Euro contra el Dólar en el terreno de su cualificación como moneda de reserva y de numerario del comercio internacional, representa una mina móvil y constituye un problema que debe ser resuelto de algún modo desde el punto de vista imperial.

El tercer elemento hace referencia al telos mismo, es decir, a los fines y las formas en las que el orden imperial podrá constituirse y legitimarse. Asistimos aquí a un juego tan extraño como feroz en torno al tema de la governanza global y de la seguridad mundial. El predominio norteamericano en el orden global se ha impuesto de hecho en términos militares, pero el predominio militar no basta para garantizar el orden mundial. El dinero es al menos igualmente importante: Estados Unidos no conseguirá nunca imponer su mando unilateral si no logra establecer un acuerdo con las otras potencias financieras del planeta. Pero este acuerdo resulta difícil —imposible mientras el unilateralismo norteamericano no sea atenuado o derrotado. Por otra parte, la seguridad mundial nunca será posible sin que se asegure el desarrollo económico de los países más pobres. También ésta constituye una condición fundamental, no menos esencial que las otras propuestas por las aristocracias para el mantenimiento de la paz social. Debemos recordar aquí que en la segunda mitad del siglo XX la globalización fue impuesta por las luchas obreras y las luchas anticoloniales: nadie está interesado ya en volver atrás. Pero más allá de este destino imposible, existen contradicciones que afectan al mismo tiempo a los puntos más altos y a los más bajos del reordenamiento geopolítico global en torno, como precisamente decíamos, a los temas de la seguridad y del desarrollo: Estados Unidos no puede continuar ejercitando la fuerza sin el dinero; los pueblos relegados al fondo de la escala mundial de la producción no pueden proporcionar seguridad al mundo sin desarrollo. Evidentemente, no son sólo los factores económicos los que importan aquí: son factores de equilibrio, son factores de desarrollo los únicos que pueden permitirnos evitar escenarios-catástrofe tanto en los niveles más elevados como en los más bajos del orden global. Y si queda fuera de toda duda que los norteamericanos detentan las claves de la industria del futuro (la electrónica y la biotecnología), no es menos cierto que su economía sufre un déficit inmenso. Y si bien es verdad que los países más pobres se han visto embestidos por procesos de mayor desigualdad todavía, no es menos cierto que todos esos sufrimientos podrían ser transformados en potencia productiva sólo con que les llegara un flujo adecuado de inversiones. Efectivamente los fines de la globalización y las formas de la geopolítica actual se ven sometidas a una discusión radical.

La segunda guerra del Golfo ha desplazado completa y definitivamente el terreno de la legitimación del Imperio: la legitimación se proyecta hacia la guerra. Tras la segunda guerra del Golfo el Imperio se ha legitimado mediante la guerra preventiva. La política se ha convertido en la continuación de la guerra bajo otras formas. De ser un producto y una continuación de la política, la guerra ha comenzado a ser base legitimadora de la política del Imperio. Consecuentemente, la forma de hacer la guerra que se ha impuesto definitivamente desde el 11 de septiembre ha homologado los instrumentos bélicos y los de policía. El “arte de la guerra” y la Polizeiwisseschaft (la “ciencia de policía”) se han convertido en flores de un mismo jardín. La reordenación de los ejércitos sobre la escala de la movilidad y de la flexibilidad de sus funciones represivas, la radicalidad de la intervención que no posee únicamente un carácter punitivo o destructivo sino que debe construir la paz o incluso “construir las naciones”, bueno, todo esto nos muestra que guerra, policía y política imperiales se despliegan en el terreno biopolítico.

Desde este punto de vista, la guerra de Irak resulta paradigmática. Allí no había armas de destrucción masiva que descubrir y neutralizar, allí no había simplemente un dictador al que castigar: se trataba de hacer nacer un nuevo orden regional en torno a una victoriosa empresa militar. Injerencia humanitaria y jurídica, ejércitos sofisticados y Organizaciones No Gubernamentales organizan una guerra ordenadora destinada a la construcción de una nueva zona de control imperial y a un nuevo ordenamiento jerárquico de Medio Oriente. Israel debería convertirse en el polo tecnológico, Irak en el ejemplo de una democracia árabe, Irak y los países del Golfo en los actores industriales más dinámicos en tanto que Egipto, Siria, Jordania y Palestina se situarían en el orden jerárquico de la producción de mercancías y servicios. Por lo que respecta a Arabia Saudita, ya se verá después cómo modernizarla (siempre que esto no resulte una misión imposible).

Sin embargo, es en este nivel biopolítico del ejercicio de la soberanía imperial donde podemos reconocer hasta ahora el fracaso de la iniciativa norteamericana. Como recordábamos más arriba, el predominio militar absoluto del ejército norteamericano no consigue eliminar los elementos de conflicto, de oposición política y, en este caso concreto, de renacimiento continuo de la guerrilla armada en la zona del Golfo. Nadie quiere aquí infravalorar la importancia y la peligrosidad del terrorismo islámico: se trata de un fanatismo reaccionario, mantenido por las fuerzas más conservadoras de la organización imperial y puesto a su propio servicio. Sin embargo, la invocación continua del terrorismo como base para legitimar la “guerra justa” no puede resultar suficiente, es más, resulta mistificador: el terrorismo de Medio Oriente no expresa de hecho un islamismo combatiente sino sobre todo lucha de clase de las poblaciones pobres, explotadas, a las que se han expropiado sus riquezas, a las que se ha desarraigado de su cultura. La resistencia aparece aquí en términos cada vez más radicales e irreductibles. Nadie piensa que la situación iraquí pueda convertirse en una guerra de Vietnam: sin embargo, da una idea de cuánto ha avanzado, como comenta el Subcomandante Marcos, la cuarta guerra (civil) mundial.

Tras la guerra iraquí, el Imperio se presenta por lo tanto como un territorio abierto a nuevos conflictos que, horizontalmente, a través de las élites mundiales aparecen en escena cada vez más y siempre de forma diversa; verticalmente, de arriba a abajo de la organización del poder imperial, emergen siempre de nuevo y siempre de forma inédita, nuevos conflictos como expresión de las necesidades y deseos de las multitudes de mujeres y hombres explotados. La oposición a la guerra imperial y la opción por la paz como momentos de construcción de una globalización cosmopolita verdadera y auténtica han extendido, por otro lado, la percepción de la unidad de las multitudes. En este momento, sobre todo tras haber medido la determinación imperial de mantener y reproducir el orden capitalista mediante la guerra, resulta evidente que la construcción de un proyecto común (y la afirmación misma “Otro mundo es posible”) de las multitudes requiere otros pasos adelante bastante más eficaces. La demanda de paz debe saber defenderse, resistir, contraatacar; el éxodo de la organización capitalista de la producción, de la explotación debe indicar pasajes realmente alternativos; la democracia de las multitudes debe tornarse participación de todos en la vida política y en la capacidad de decidir sobre lo común. A la percepción de estos problemas debe seguirle un proceso organizativo a la altura de las tareas de liberación. Tras la guerra iraquí, el Imperio, considerado desde el punto de vista de las multitudes, pone con urgencia sobre la mesa el problema de la organización subversiva, global, de las multitudes.

Para concluir, cabe decir que la geopolítica se parece más a la arqueología que a nuestra experiencia. El mundo actual es un mundo sin “afueras” que exige de una genealogía completamente abierta para ser comprendido. Si el Imperio constituye un orden que mira hacia sí mismo —si éste representa algo más que un orden internacional constitucional global (ha destruido la ONU y con ella el derecho internacional)— entonces el nuestro será un proyecto constituyente a nivel global. Las multitudes no quieren ser mandadas sino mandar: la autonomía del trabajo intelectual e inmaterial incluye un deseo absoluto de democracia. Por lo tanto, si el Imperio aparece como un orden de policía y de seguridad para lo privado, los movimientos representan la constituyente de lo común (subordinadamente, del Imperio).

Pero nos dicen que el Imperio está legitimado por la guerra, que la suya es una autoconciencia realista de la existencia. Sin embargo, nosotros somos el partido de la paz. La paz es realmente débil frente a la guerra, pero dejará de serlo en el momento en el que se confunda con lo común, con el general intellect, precisamente cuando éstos desobedezcan… de hecho, no hay orden, y mucho menos el de la guerra, si las multitudes se plantan frente a la violencia del poder, sin participar, sin obedecer, sin soportar un dominio horrendo.

Después de la segunda guerra del Golfo, si queremos volver a hablar de la multitud, o bien de la subjetivación del trabajo, no podemos hablar más que en términos biopolíticos. Es precisamente aquí donde nos encontramos con los movimientos que se fugan de la miseria y se acompañan en la rebelión: con las migraciones que abren espacios de mestizaje y nuevas dimensiones antropológicas y culturales. En esta nueva perspectiva las multitudes apoyan toda guerra de liberación, denuncian los elementos del desorden mundial y, tras haber considerado la complejidad del orden capitalista actual y de las ideologías que lo acompañan, comprometen a todos los militantes en la unión con los impetuosos movimientos de los pobres que marchan hacia las metrópolis. Es aquí donde la multilateralidad de los impulsos espontáneos se abre a los diversos niveles de la construcción de un orden que no posee ya la cara del mando capitalista, sino que se expresa a través del ritmo de los procesos de emancipación.

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