Trasversales
Luis M. Sáenz

K. Wojtyla: el totalitarismo del Bien


Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 75, primavera 2005.




Si el hombre puede decidir por sí mismo, sin Dios, lo que es bueno y lo que es malo, puede también decidir que un grupo de personas sea aniquilado
Juan Pablo II
Entonces Yahveh hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de parte de Yahveh. Y arrasó aquellas ciudades, y toda la redonda con todos los habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo.
La “Sagrada Biblia”. Génesis 19


Ha muerto Karol Wojtyla. Su último libro [Memoria e identidad, Juan Pablo II, La esfera de los libros, 2005, Madrid] es una especie de testamento político.

1. El pensamiento de Wojtyla, medievalizante, tiene como eje una “moralidad” normativa, externa a la humanidad y de supuesto origen divino, que lleva, de forma explícita, a la proclamación del autodesprecio de cada ser humano:
Precisamente el amor sui fue lo que llevó a los primeros padres a la rebelión inicial y determinó la propagación en lo sucesivo del pecado a toda la historia del hombre. A eso se refieren las palabras del libro del Génesis: ‘seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal’ (Gn 3,5), es decir, decidiréis por vosotros mismos lo que está bien y lo que está mal. Y esta dimensión original del pecado no podía tener un contrapeso adecuado más que en la actitud opuesta: Amor Dei usque ad contemptum sui, amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo” [p. 19].
Primera “idea fuerza” de este libro: el ser humano no puede decidir qué es bueno y qué es malo. Su ruina  deriva de tratar de poseer “el conocimiento del bien y del mal”.
Pero, en realidad, proclamar como norma del bien y del mal la doctrina católica también es una decisión personal, aunque vaya acompañada de la patológica idea de transmitir, en cierta forma, la voz de un dios: “Vivo constantemente convencido de que en todo lo que digo y hago en cumplimiento de mi vocación y misión, de mi ministerio, hay algo que no sólo es iniciativa mía” [p. 205].
O aceptamos sin cuestionamiento normas externas que nos vienen dadas o bien optamos por evaluar libremente esas normas. O decidimos obedecer, sintiéndonos culpables cuando nos desviamos, o intentamos ser libres y autónomos, responsables de lo que hacemos e intentado crear espacios éticos compartidos y espacios legales comunes.

2. Su creencia era agresiva y quería imponerse también a los no-creyentes:
La ley divina del Decálogo tiene valor vinculante como ley natural también para los que no aceptan la Revelación: no matar, no fornicar, no robar, no dar falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre...”[p.164].
Quieren que pasemos por el aro de una doctrina que mete en el mismo paquete “no matar” y “no fornicar”, con mucho más empeño en lo segundo que en lo primero. También piden acatamiento a “la verdad revelada”. En su libro [p.59], Wojtyla hace reivindicación expresa de las Encíclicas de León XIII contra el liberalismo, en las que León XIII desautoriza a los teócratas moderados que afirmaban que la libertad debía someterse “al derecho natural y la ley eterna de Dios”, pero no ante las “verdades reveladas”:
 “(Dios) ha ordenado a todos los hombres que obedezcan a la Iglesia igual que a Él mismo, amenazando con la ruina eterna a todos los que desobedezcan este mandato” [León XIII; Encíclica Libertas Praestantissimum].

3. Para Wojtyla, si la decisión sobre lo bueno y lo malo es humana, no habría límites y podríamos decidir “que un grupo de personas sea aniquilado”[p. 24]. Sí, un humano puede torturar, violar, matar y exterminar... al igual que puede decidir no hacerlo. Eso depende de la decisión que tomé, no del hecho de decidir. Deciden los genocidas y deciden quienes les hacen frente. Numerosos jerarcas de la Iglesia Católica han estado  implicados en muchas ocasiones en masacres y alabado y protegido a los verdugos, como lo han estado también increyentes empeñados en instaurar “dioses” terrenales.
El mal no es asunto teológico, sino antropológico. Frente a él, se puede tejer sin fin una ética humana que asume la responsabilidad de las consecuencias de nuestros actos y que valora aquello que reduce el sufrimiento humano y amplía la libertad propia y ajena. Una ética no exenta de contradicciones cuando todas las soluciones son “malas”.
¿De dónde surge esa ética de libertad, responsabilidad y cooperación, opuesta a las morales de sumisión, culpabilidad y jerarquización?: de un “yo quiero / nosotros queremos” en el que se interrelacionan lo singular y lo social, a través de las decisiones y dilemas que jalonan nuestra vidas. Esta ética de la libertad es ética de la decisión, creación individual y colectiva, y las decisiones en ella basadas pueden ser mucho más mesuradas que las fundadas en creencias religiosas. ¿No dice la Iglesia católica que su dios exterminó sin piedad a la población -hombres, mujeres, niñas y niños- de Sodoma, y que  convirtió en sal a una Idit por ser testigo de este mítico genocidio?

4. La tenacidad y persistencia de las religiones no puede ser explicada sólo a partir de “intereses” económico-políticos. Más que un engaño manipulador son un monumental autoengaño con raíces antropológicas. En definitiva, estas religiones facilitan respuestas (falsas) a dos profundos requerimientos humanos:
a) El requerimiento de sentido y fundamento para nuestras vidas. La respuesta dada por Juan Pablo II es un sentido y un fundamento externos y absolutos. Esa es su advertencia: “Al margen de los Evangelios, el hombre se queda en un dramático interrogante sin respuesta” [p. 143]. La Iglesia da una respuesta incomprensible, pero definitiva.
b) El requerimiento de inmortalidad. La respuesta de la Iglesia Católica o del Islám es la salvación, o una variante de ella, la perdición sin extinción, los infiernos: La humanidad está llamada a traspasar el confín de la muerte, e incluso de la sucesión misma de los siglos, para encontrar el refugio definitivo en la eternidad, al lado de Cristo y en la comunión trinitaria. ‘Esperaban seguros la inmortalidad (Sb, 3,4)’ [p. 193].

Moral de obediencia a cambio de una promesa de salvación. Sin embargo, en la constitución antropológica de lo humano hay raíces para una ética de la libertad, del gozo y de la compasión, sin fondo definitivo en que posarse ni sustento trascendente:
a) La libertad creadora. Lo específicamente humano no es “tener sentido” sino “poner sentido”, sentido que la humanidad teje, provisional, delicado, efímero, pero humano. Sin fundamento último sobre el que afirmarnos, podemos ser libres junto a otros humanos también libres, autogobernando nuestra vida en el respeto del mismo derecho ajeno
b) El amor y la com-pasión entre criaturas que se saben derrotadas de antemano en el trágico destino común de una extinción definitiva... Asumir que estamos perdidos puede ser una fuente prodigiosa de compasión, de piedad, de amor, de solidaridad... De ética.

5. El mal existe, pero no es un “Mal” metafísico. El mal es el sufrimiento y aquello que lo causa. En parte, es “naturaleza”, acompaña a la vida humana que debe hacer frente a la enfermedad, a la muerte, a las catástrofes, al dolor... Pero hay otro mal, un Mal social, de causa humana, un Mal que pone sufrimiento. No es Mal por transgredir normas, sino por hacer sufrir a seres humanos males que podrían evitarse o les impide el acceso a goces -el de la libertad, entre ellos- a los que podrían tener acceso.
El “Bien” sería lo que se opone a ese Mal y contribuye a reducir el sufrimiento y el dolor humano. Para Wojtyla, por el contrario, el Bien era concepto primero, modelo, plenitud, y el Mal sólo las carencias respecto a ese bien. Esa es la segunda gran “idea fuerza” del libro: el Mal es la transgresión de un Bien absoluto, exterior al ser humano. “Porque el mal, en su sentido realista, sólo puede existir en relación al bien y, en particular, a Dios, sumo bien” [p. 23]. Esa visión teista del “Bien primero” es compartida, por otra parte, por todas las ideologías de la sumisión, incluso cuando se proclamen ateas.
Exteriorizado “el Bien”, se acabó la libertad, e incluso el sufrimiento humano pasa a ocupar un lugar secundario, aceptable o incluso loable como ‘inescrutable camino del señor’. “Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación (...)”, “Todo este sufrimiento existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor (...)” [p. 208]. No, en las cámaras de gas del nazismo no había promesa de liberación. No, el sufrimiento de los judíos no ha existido “para” nada, salvo para satisfacer a sus verdugos. Sí, la resistencia a ese mal genera promesas de libertad, pera esa es propiedad de la resistencia, no del “mal”.
La “lógica del Bien” es extremadamente cruel e irresponsable ante sus consecuencias. Para el Vaticano la prohibición de anticonceptivos forma parte de la “doctrina del Bien”. El Mal es usarlos. Poco importan las consecuencias. Si una mujer se queda embarazada sin quererlo, asunto suyo, ¡no haber follado! Y si ha sido causa de una violación, ¡jódete y sufre, que eres mujer! Si cualquier persona se infecta por VIH por no haber utilizado preservativos, poco importa, ¡no haber follado!
La “lógica de resistencia al Mal” es muy diferente. Las relaciones sexuales no son éticamente buenas o malas, aunque sin duda pueden contribuir al bienestar psíquico y físico; el uso de anticonceptivos tampoco tiene calificativo ético en sí mismo. Ahora bien, una relación sexual impuesta -dentro o fuera de “matrimonio”- es “mala”, porque pisotea la libertad de una persona y la hace sufrir. Y facilitar el uso de preservativos puede convertirse en algo éticamente bueno, en la medida de que evita contagios del virus o embarazos no deseados, origen de sufrimiento.

6. Memoria e identidad va de la teología a la política. Aparentemente, el libro se ceba en el nacionalsocialismo y el “comunismo marxista”, pero su objetivo es otro: otorgar prioridad a la lucha contra una vieja  “ideología del mal”, el liberalismo, retomando la bandera reaccionaria alzada por León XIII: “Una vez desaparecidos estos dos sistemas en Europa, se ha planteado en las sociedades, especialmente en las del antiguo bloque soviético, el problema del liberalismo (...) vuelven a plantearse las eternas cuestiones que a finales del siglo XIX había tratado León XIII (...)” [pag. 59].
León XIII, en encíclicas como Libertas Praestantissimum acusa a los liberales de ser imitadores de Lucifer; reivindica que el Estado “debe profesar la única religión verdadera”; rechaza la libertad de conciencia, la libertad de cultos y “la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad”; condena la libertad de expresión y afirma que “Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles”. Y embiste contra los que niegan a la Iglesia “la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo, y que sólo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan”.
Esa es la tradición hoy reactivada. León XIII apuntaba los cañones contra el Estado aconfesional, la libertad de conciencia, la libertad de expresión, etc. Wojtyla también, pero propone lanzar las primeras descargas contra la libertad de vivir a la manera que cada cual prefiera: derechos de gays y lesbianas o derecho al aborto, etc.
Tras citar la caída de los “sistemas construidos sobre las ideologías del mal”, pasa a decir que “se mantiene aún la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento” y a condenar las “fuertes presiones del Parlamento Europeo para que se reconozcan las uniones homesexuales como si fueran otra forma de familia (...)”. Inmediatamente, escribe: “Se puede, más aún, se debe, plantear la cuestión sobre la presencia en este caso de otra ideología del mal, tal vez más insidiosa y celada (...)”[p. 25].
Es decir: la defensa de la igualdad de lesbianas y gays ante la ley y la defensa de los derechos reproductivos de las mujeres son una “ideología del mal” que, “tal vez”, sería más insidiosa que el fascismo y el estalinismo, a los que, por cierto, considera merar “reacciones” ante los excesos del liberalismo: “el abuso de la libertad provoca una reacción que toma la forma de uno u otro sistema totalitario” [p. 59].
La propuesta de Juan Pablo II es una declaración de guerra a la libertad.

7. Lo que rechazaba Wojtyla era toda creación libre de los seres humanos. Alaba lo que, impropiamente, llama “sociedades naturales” -familia, nación-, y teme lo que califica “simple convención” (comunidad política consciente): “Una sociedad democrática es más cercana al estado que a la nación. No obstante, la nación es el suelo sobre el que nace un Estado, la cuestión del sistema democrático, en cierto sentido, es una cuestión sucesiva, que pertenece al campo de la política interna” [p. 90]. A los antidemócratas les gustan las identidades heredadas. La democracia, que cuestiona sus propias leyes y obliga a reflexionar y optar, es una menudencia, “campo de la política interna”.
Por tanto, le inquieta el proceso de construcción europea, comunidad política sin identidad nacional, religiosa, idiomática única y prefijadas: “Europa, al filo de dos milenios, podría definirse, lamentablemente, como un continente asolado” [p. 151]. Desde luego Europa no es un paraíso. Pero caracterizarla, en el mundo actualmente existente, como un “continente asolado”, es expresión de un abierto repudio a su sistema de libertades, heterogéneo aún e insuficiente, pero el más avanzado del mundo.
Muchos atribuyen a Wojtyla un extraordinario papel en el derrumbe del totalitarismo “soviético”. Creo que en ese acontecimiento es personaje de quinta fila, pero si algo aportó a tirar el “telón de acero” le aplaudo por ello. Pero uno de sus propósitos en la última parte de su vida era alzar un “telón de incienso” entre las “dos Europas”. Abiertamente, declaraba que los riesgos para Europa Oriental residen hoy “En ceder sin espíritu crítico a las influencias de los modelos culturales negativos esparcidos por el Occidente” [p. 177]. No faltará quien pretenda dar a esta frase un sentido “socializante” y anticapitalista. cada cual puede engañarse como quiera.

8. Wojtyla escribió que no todo lo que decide una mayoría es admisible. Es cierto. Si una mayoría decide un genocidio, la rebelión y la ingerencia, incluyendo el uso de las armas, es obligación. Son situaciones extremas en las que “mancharse” se hace inevitable. Pero ese derecho de resistencia ante las mayorías y ante los Estados no se basa en programas políticos ni convicciones religiosas, sino en la legítima defensa, propia o ajena, y en una evaluación mesurada de las consecuencias de hacer o no-hacer, bajo nuestra propia responsabilidad como humanos, sin resguardarnos bajo mandatos divinos y conscientes de que la guerra ahoga la democracia y de que la ausencia de democracia degenera siempre en nuevas formas de terror.
Un integrista católico puede decir entonces: “claro, así que ante un gobierno que legaliza el aborto vale dar un golpe de Estado o imponer un régimen autoritario, en defensa de los embriones asesinados”. Puede decirlo, pero no defiende un derecho humano sino una violación del derecho de las mujeres a decidir. Entonces, ¿dónde está la “norma” que establece la frontera entre cuáles son los derechos humanos superiores a la decisión de las mayorías y que justifican la rebelión contra ellas? Pues está en nosotros, y no es “norma” sino decisión, opción, compromiso con una democracia en la que la libertad es valor primero y la regla de mayoría la forma más razonable de decidir aquello que nos afecta a todas y a todos. La contienda entre libertarios y autoritarios no es filosófica ni teológica,  sino política, y sólo puede resolverla el conflicto, aunque es deseable que éste sea pacífico y dé lugar a leyes y procedimientos comunes, revisables sin duda, y no a una guerra abierta y permanente. En definitiva, ganan quienes son más fuertes... pero la verdadera fuerza no reside en la punta del fusil, sino, ante todo, en nuestra conciencia y en la cooperación en multitud para crear una sociedad capaz de educar(se) en la libertad y la responsabilidad. Aunque a veces, en legítima defensa y circunstancias excepcionales, la libertad deba ser, ocasionalmente, defendida de otra manera.
Wojtyla ha muerto. Respeto el dolor de quienes le querían. Pero él combatía por sus ideas y sus ideas deben ser combatidas. Pasado el luto de sus próximos, no hay excusa para el silencio. Porque su sucesor no será mucho mejor que él.


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