José M. Roca

Iglesia y regulación del matrimonio:
la defensa de un monopolio

Publicado en Iniciativa Socialista 76, verano 2005

La reforma del Código Civil recientemente aprobada por el Congreso para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo ha suscitado una nueva y virulenta reacción de los obispos, que se suma a la ofensiva desatada por la jerarquía católica para interferir en los planes modernizadores del Gobierno de Zapatero. Pues de eso se trata: de la descarada intención de la Conferencia Episcopal española de intervenir en un proceso legislativo siguiendo directrices que llegan de Roma (Vaticano) para detener el proyecto en el Senado, aprovechando la mayoría, casi absoluta -126 escaños-, que tiene el Partido Popular en la segunda cámara. En este aspecto, habría que preguntar a algunos obispos por las razones de su comportamiento y para quién guardan su lealtad: si para la Roma que les ordena o para el Estado que les mantiene; o dicho de otro modo, si actúan como ciudadanos españoles o como funcionarios de un Estado extranjero.
Esta continua intromisión de un Estado en los asuntos internos de otro, con el que, para más INRI (la frase popular viene bien), mantiene un acuerdo, sería impensable si no fuera porque uno de los estados es el Vaticano, y en este año cervantino nos vemos obligados a recordar la vigencia del dictamen del hidalgo manchego sobre la santa madre, pues con la Iglesia hemos topado.

La Iglesia parece la misma, sin embargo los tiempos han cambiado bastante. No estamos ya en la España del Antiguo Régimen, sino en una sociedad en la que formalmente la Iglesia y el Estado están separados (aunque realmente deberían estarlo del todo), poblada por personas que disfrutan del derecho de creer en la religión que más les agrade o de no creer en ninguna, pero, sobre todo, en la que el régimen político no está legitimado por un credo religioso, sino por la voluntad de los ciudadanos. Pero la Iglesia ha soportado mal esta separación de política y religión. Alentó una guerra civil para evitarla y legitimó una dictadura de 40 años para recobrar parte del poder político (y económico) que tuvo antaño. Durante el mandato de Aznar ha visto aumentadas de manera notable sus prebendas y ha albergado unas ambiciosas expectativas que ahora corren el peligro de quedar frustradas. Por ello, a pesar del trato deferente que el gobierno socialista dispensa a la Iglesia, la jerarquía católica ha reaccionado airadamente a la previsible frustración de sus pretensiones presentando las reformas a sus fieles como un ataque directo a la religión católica. Pero no hay tal.

En primer lugar, porque se trata de modificar la legislación civil. De ampliar la institución del matrimonio civil, que es un contrato voluntario entre personas adultas, no un sacramento. En segundo lugar, porque no se trata de establecer una medida obligatoria: ninguna persona estará obligada a casarse con otra del mismo sexo, pero podrán hacerlo aquellas que lo deseen. Es una ampliación de derechos, no de deberes. Justo el supuesto contrario de lo que la Iglesia pretende: que nadie pueda hacerlo aunque lo desee. En tercer lugar, no es una reforma contra los católicos, pues no los discrimina: las personas de religión católica que deseen contraer matrimonio con otras de su mismo sexo tendrán la posibilidad legal de hacerlo civilmente. Otra cosa es que para contentar a sus pastores renuncien a ese derecho.
No se trata, pues, de atacar a la Iglesia católica, sino de ampliar los derechos civiles sin mermar los derechos de los creyentes. Pero, dadas las tendencias totalitarias que tiene la Iglesia española, para la cual todo lo que escapa a su control debería de estar prohibido, la extensión, aun democrática, del ámbito legal de lo laico se entiende como enajenación de unos derechos históricos.

La pretendida norma moral


La Iglesia católica, que a tantas y tan diversas cosas se ha opuesto (desde a admitir la existencia de otros planetas, lo que le costó la vida a Giordano Bruno, hasta el pararrayos, la anestesia o los derechos del hombre y del ciudadano), ya se opuso en el siglo XIX al matrimonio civil -un inmoral concubinato o un escandaloso incesto, según la opinión de los obispos en 1870- y se ha opuesto al divorcio en el siglo XX, de nuevo ha reaccionado mal ante esta reforma del matrimonio civil. El arzobispo de Pamplona advertía hace pocos días sobre una verdadera epidemia de homosexualidad, frase que está en la línea argumental de otra, imaginamos que documentada, opinión episcopal que afirma que en España se peca masivamente. Monseñor Carles, llamando a la desobediencia civil de los funcionarios, advierte que obedecer la ley antes que la conciencia lleva a Auschwitz, como si no hubiera más conciencia que la suya y cuando el sentido del argumento es el contrario: Auschwitz fue el resultado de una exclusión social que acabó en una masiva depuración racial. Y la Iglesia, al oponerse al matrimonio civil de personas del mismo sexo, pretende mantener a un numeroso grupo de ciudadanos en situación de exclusión y restricción de derechos; de anormalidad en sus vidas.
 El cardenal de Madrid, Rouco Varela, ha señalado: “¿Hay forma de mayor arrogancia que la que pretende desde el poder regular el derecho a la vida, el trabajo, el matrimonio, la familia, la sociedad, la patria, como si Dios no existiese?” Al cual se le podría formular otra pregunta similar: ¿Hay mayor arrogancia que la de pretender regular el derecho a la vida, el trabajo, el matrimonio, la familia, etc., desde un poder no democrático, no sometido a límites ni a crítica, como si Dios no existiese? O mejor aún: ¿No hay mayor arrogancia que la de pretender hablar en nombre de Dios, como si se poseyese en exclusiva la capacidad de recibir sus instrucciones y el don de interpretar sus deseos? O quizá habría que preguntarle: ¿Hay mayor muestra de cinismo al dictar conductas en nombre de Dios sobre temas como el matrimonio y la sexualidad, que la de aquellos que voluntariamente han renunciado a seguir el mandato divino de crecer y multiplicarse?

 La Iglesia católica sostiene que el matrimonio es una institución de origen divino y que como tal no es un contrato entre humanos sino un vínculo sagrado que necesita el auxilio de un sacerdote para convertirse en sacramento. Con este argumento la Iglesia se ha reservado el monopolio de administrar en la sociedad los cambios de estado, cuyas características, además, ella establece.
Cualquier modificación, por muy legal y democrática que sea, que desplace a la Iglesia del lugar preeminente que hasta ahora ha tenido en la configuración de la sociedad, será rechazada y tomada como un ataque no sólo a la Iglesia como institución humana, sino a la religión, y como un desafío al mismo Dios. Y la nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal (diario ABC, 7 de mayo) refleja este temor cuando acusa al Gobierno de regular civilmente el matrimonio de una manera desconocida hasta ahora para la Humanidad. Y de modo artero añade que en la legislación española el matrimonio dejaría de ser la indisoluble unión de vida y de amor de un hombre y de una mujer, abierta a la procreación, para convertirse en un contrato sin referencia alguna a la diferencia de sexos. Pero el matrimonio no es una unión indisoluble según la legislación española, pues existe el divorcio, sino según la legislación canónica, que lo rechaza, aunque la Iglesia admite un divorcio selectivo y para ricos con la administración de dudosas anulaciones matrimoniales conseguidas a costa de satisfacer altísimas tarifas.

La nota de los obispos pretende dotarse de argumentos científicos cuando señala que la nueva definición legal del matrimonio supondría una flagrante negación de datos antropológicos fundamentales y una auténtica subversión de los principios morales más básicos del orden social. El orden católico, claro está, que es el que la Iglesia propugna, y después de calificar la reforma del Gobierno -y ahora del Congreso- de falsificación legal del matrimonio, dañina para el bien común (no explica por qué), la nota indica que, de aprobarse, la nueva ley carecería del carácter de una verdadera ley. La función de la ley civil es ciertamente más limitada que la ley moral, pero no puede entrar en contradicción con la recta razón sin perder la fuerza de obligar en conciencia. Que es a donde la Conferencia Episcopal quería llegar, pues recuerda que los católicos y las personas de recta formación moral no pueden mostrarse indecisos ni complacientes con esta normativa, sino que han de oponerse a ella de forma clara e incisiva. En concreto, no podrán votar a favor de esta norma y, en la aplicación de una ley que no tiene fuerza de obligar moralmente a nadie, cada cual podrá reivindicar el derecho a la objeción de conciencia. Es decir, primero se descalifica moral y racionalmente la ley porque no coincide con la moral que propugna la Iglesia ni con su concepción de lo que es la razón, que está para servir a la fe. Después, al carecer de fundamento racional y moral, se priva a la ley de capacidad coactiva y, finalmente, se llama a los fieles a boicotearla: a unos a no cumplirla y a otros a votar en contra, en el Senado, colocando los intereses de un Estado extranjero -el Vaticano- por encima del mandato democrático que los senadores han recibido de los electores. Y para esta intolerable injerencia los obispos piden respeto, cuando indican en la nota: El ordenamiento democrático deberá respetar este derecho fundamental de la libertad de conciencia y garantizar su ejercicio.

La jerarquía católica española, que se declara en rebeldía respecto al orden vigente, tiene aún el atrevimiento de animar a sus fieles a no acatar una norma legal surgida de un parlamento legítimamente constituido y de solicitar respeto para esta abominable decisión amparándose en un principio democrático. Y todo ello para defender un privilegio: el de tener el monopolio de dar validez legal, no sólo moral, al matrimonio.
Vivir para ver, porque hace mucho tiempo que dejamos de creer. Y en vista de cómo está la Iglesia, fue una decisión acertada.



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