Trasversales
La España plural

editorial revista Iniciativa Socialista 77, otoño 2005

El Gobierno encabezado por Rodríguez Zapatero tiene, en su segundo año de  legislatura, su mayor reto en las cuestiones territoriales. A ello contribuyen diversos factores. Después de más de 25 años desde la creación del Estado autonómico previsto en la Constitución de 1978, se han acumulado los problemas pendientes. Por otra parte, durante la etapa de gobierno de Aznar se produjo una fuerte radicalización de los conflictos con los nacionalismos periféricos de Euskadi y Cataluña, contribuyendo a desencadenar la apertura de las reformas estatutarias y del modelo de financiación autonómica.
El avance hacia un nuevo equilibrio presenta notables dificultades. En primer lugar, la derecha no es probable que coopere en el diseño de soluciones. El Partido Popular continúa ejerciendo una oposición irascible y sin escrúpulos. Aunque esa actuación no resulte muy eficaz (como dijo un político del pasado, “disparan antes de apuntar”) no debe minusvalorarse la capacidad obstruccionista del PP en este proceso. Cualquier evolución del marco autonómico se complicará si la derecha decide manipular la sensibilidad españolista de una parte de la población en el marco de la orientación neonacionalista del aznarismo. El esperpento protagonizado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, al pretender excitar un anticatalanismo madrileño con motivo de la OPA de Gas Natural sobre ENDESA, llegó al extremo (significativo, incluso más aún si fue un lapsus), de situar a Cataluña fuera del territorio nacional, lo cual resulta muy ilustrativo del concepto partidista de España de aquellos que tanto gustan de llenarse la boca hablando de ella.
En cualquier caso, una reflexión sobre la encrucijada en que se encuentra el proyecto de la España plural debe partir de una neta delimitación de las distintas cuestiones candentes en el momento actual. Comencemos con la posibilidad de la erradicación de la violencia terrorista de ETA. Y en otro orden de cosas situemos los problemas de identidad de España y de sus nacionalidades históricas, las reformas de los Estatutos de Autonomía, marcadas por el de Cataluña, y los cambios en la financiación autonómica. Son muchos frentes abiertos, todos ellos muy complejos y con el peligro muy real, en caso de fracaso, de que se produzcan graves fracturas sociales.
De todos los aspectos mencionados, el final de la violencia de ETA es el asunto crucial. El terrorismo ha sido, posiblemente, el principal problema al que se ha enfrentado la España democrática desde su nacimiento. Ahora, como en pocos momentos a lo largo de las últimas décadas, puede trazarse un horizonte de paz y libertad, respecto al cual todos los esfuerzos del Gobierno merecen nuestro completo apoyo, aunque seamos plenamente conscientes de que es un horizonte difícil y complicado.
El terrorismo ha causado una terrible cosecha de sufrimiento humano. Pero también  ha obstaculizado y enturbiado la reflexión sobre las comunidades territoriales del Estado, interfiriendo la búsqueda de soluciones pragmáticas a las reclamaciones de los sectores nacionalistas vascos respecto al reconocimiento del llamado derecho de autodeterminación (“La izquierda y el nacionalismo”, I.S. nº 51).
Rechazamos cualquier intento de asimilar violencia y proyecto nacionalista. Como no nacionalistas, insistiremos, una y mil veces, en que el primer valor común que debería ser asumido por todos es que el único límite infranqueable para la expresión de cualquier proyecto político es el intento de imponerlo por la fuerza. En este sentido, por ejemplo, no compartiendo el soberanismo del PNV, sostenemos su pleno derecho a plantearlo. También, en esa misma lógica, defendemos la búsqueda de alternativas pragmáticas y razonables frente a cualquier esencialismo ya sea vasco o español. Pero, al mismo tiempo, además de exigir a todas las fuerzas políticas el respeto a las reglas del juego, también consideramos que en el centro del debate político en Euskadi se encuentra la asimetría existente entre unos ciudadanos y otros, en tanto que persistan las agresiones, amenazas y presiones de los grupos violentos sobre quienes no son nacionalistas vascos.

Identidades, Estatutos de Autonomía y financiación autonómica


Nos parece que  las reformas territoriales que están en la actual agenda política también deben plantearse al margen de cualquier esencialismo.
La puesta en marcha de las reformas de diversos Estatutos de Autonomía, y el anuncio del proyecto de una limitada reforma constitucional, han dado lugar a una situación confusa, que ha hecho explícitos los conflictos y las distintas perspectivas existentes entre los nacionalismos periféricos, insatisfechos con la organización territorial derivada de la Constitución de 1978, los partidarios de su mantenimiento sin cambios del modelo autonómico existente y, finalmente, los defensores de cambios limitados con una perspectiva federalizante. Los aspectos más delicados de cualquier retoque de la conformación territorial y la relación entre Estado y comunidades autónomas es que reabre de alguna manera el debate sobre las identidades. En todo caso, hay que ser conscientes de que un cambio coherente y profundo del actual sistema autonómico español exigiría una reforma constitucional muy distinta de la hoy planteada. El camino emprendido por Zapatero y los sectores más federalistas del PSOE consiste básicamente en intentar apurar las posibilidades existentes dentro del sistema actual, a través de la modificación de los estatutos de autonomía, conscientes de la imposibilidad de una reforma constitucional más ambiciosa dadas las actuales posiciones del Partido Popular.
Todos los nacionalismos se asientan en la voluntad cultural de defensa de una determinada identidad, que conciben como histórico-natural, y a la que conceden naturaleza de valor primordial. Tanto los nacionalistas españoles, más o menos centralistas, como los nacionalistas periféricos, son fuerzas identitarias y aspiran a una fuerte uniformidad entre su idea de la sociedad y la forma política. Para quienes no somos nacionalistas esos sentimientos son meros datos de la realidad, y como tales hay que tenerlos en cuenta, pero sabiendo que lo fundamental es contribuir a un marco político que evite el choque de posturas identitarias extremas mediante propuestas que las relativicen y faciliten la circulación de planteamientos de ciudadanía que, respetando la particularidad, tengan un sentido universalista y eviten la clausura social a la que finalmente aspiran los discursos nacionalistas.
El entramado constitucional se basó en la configuración de un Estado con fuertes aspectos seudofederales, aunque alejándose de cualquier denominación federal. Se dio vida a la idea de generalización del autonomismo frente a la posibilidad de un reconocimiento de la singularidad de los nacionalismos históricos vasco, gallego y catalán (acompañado de una descentralización administrativa en el resto del Estado). Sin duda fueron las condiciones de precario equilibrio político en que se desarrolló la transición las que impidieron diseñar un modelo claro y definido. En su lugar se generó un marco autonómico expandido y con contenidos abiertos y continuamente renegociables. Todo ello ha ocasionado una permanente redefinición de los límites y competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y ha fomentado los sentimientos regionalistas y  nacionalistas en zonas del país donde históricamente eran muy limitados.
Existe, además, una asimetría constitutiva del Estado autonómico. Mientras la relación entre el Estado y las comunidades forales de Euskadi y Navarra se configuró de facto con características completamente federales, el resto de las autonomías se inscribieron en un modelo diferente. La excepcionalidad vasco-navarra consiste en que dichas Comunidades disponen de una Hacienda propia y se limitan a contribuir a los gastos generales del Estado mediante un cupo económico definido por acuerdo solemne entre el Estado y dichas Comunidades (bajo la forma de Concierto en el caso vasco y Convenio en el caso navarro). Es decir, mientras Euskadi y Navarra disponen de un sistema tributario propio (coordinado con el del Estado), la financiación del resto de Comunidades Autónomas se configura a partir de un sistema negociado periódicamente en el que confluyen impuestos propios, impuestos cedidos, participación en los del Estado y aportaciones estatales. No es sorprendente que esa solución constitucional haya sido conflictiva, especialmente en otras nacionalidades con sectores fuertemente identitarios, especialmente Cataluña, que consideran que la Constitución de 1978 les sitúo por debajo del umbral vasco y navarro.
¿Hacia donde debe evolucionar el Estado autonómico? Las actuales reformas de los estatutos de autonomía se mueven en una frontera difusa, la que separa la profundización en la autonomía y los límites constitucionales que, aunque conducen a un semi-federalismo, impiden el federalismo explícito. Nos parece positivo que nuestro sistema evolucione hacia un modelo más federalizante dentro de los límites constitucionales, aunque en el futuro nos parezca deseable una formulación federal explícita. Sólo si los gobiernos de las comunidades autónomas se convierten en plena representación del Estado en sus territorios podremos evitar muchos aspectos absurdos e inútiles (pensemos en la estrambótica figura del Delegado del Gobierno). Las cumbres de presidentes autonómicos permiten visualizar algunos aspectos de ese modelo potencial.
El actual momento político es muy importante. Es cierto que incorpora riesgos no despreciables pero también puede permitir un nuevo marco más estable de relación entre el Estado y las comunidades con mayor sentimiento nacionalista. Tal vez vivimos el último intento de una lectura federalizante de la Constitución de 1978.
Aunque el primer Estatuto cuya reforma se ha puesto en marcha es el valenciano, el actual proceso tendrá su punto de referencia en lo que ocurra con el Estatuto catalán (y mañana posiblemente con el vasco). La reforma catalana es tan conflictiva que incluso podría no prosperar tanto por la dificultad de conciliar los distintos objetivos de las fuerzas políticas que participan en su conformación como, sobre todo, por situarse en el límite de la constitucionalidad. Maragall es un defensor claro de un proyecto federal español y la declaración de plurinacionalidad del Estatuto se situaría, posiblemente, en la frontera misma de las posibilidades constitucionales. El peligro es que esa declaración, si finalmente se produce, pueda excitar todos los sentimientos identitarios sin conseguir lo que debe ser el objetivo principal, un marco de convivencia estable.
Las indefiniciones y ambigüedades del sistema autonómico español se manifiestan agudamente en la imposibilidad crónica de disponer de un sistema estable de financiación autonómica. Desde 1978 se han sucedido modelos financieros y proyectos de una mayor corresponsabilidad fiscal. Pero el sistema no consigue nunca el equilibrio, afectado tanto por las quejas de los Gobiernos de las comunidades autónomas más ricas como de las más pobres.
Suele decirse que el problema esencial de cualquier sistema federal o semifederal es el grado de solidaridad entre las zonas más pobres y las más ricas de un Estado. En nuestra opinión no es realmente así. Lo decisivo es la definición política de un marco único de derechos sociales de los ciudadanos que no dependa de los territorios en los que habiten. La sanidad, la educación, el sistema de pensiones o la asistencia social deben ser universales y  garantizados en todo el Estado por las Administraciones competentes. Si los derechos sociales se conciben como universales, y se limitan, por tanto, respecto a ellos las políticas diferenciadoras, queda sin embargo un conjunto muy importante de políticas autonómicas de diversidad, y de aplicación de distintas opciones políticas. Insistimos, nos parece esencial la garantía de una nómina de derechos sociales de ciudadanía al margen del lugar de nacimiento y de residencia.
Se ha dicho en muchas ocasiones que la izquierda es universalista ya que sus valores tienen que ver con la igualdad (generalización de los derechos sociales), la libertad (extensión de los derechos individuales) y la profundización en el principio democrático. Precisamente ese carácter universalista debe permitir a la izquierda distanciarse tanto de los planteamientos centralistas como de los instintos centrífugos. Es posible respetar los sentimientos identitarios que reflejan los diversos nacionalismos y, partiendo de ese respeto, ser capaces de buscar alternativas políticas pragmáticas y flexibles que tiendan a relativizarlos y a evitar cualquier conflicto de esencias e identidades, de cuyas consecuencias tanto nos enseña la trágica historia europea.
En la tradición histórica de la izquierda española predomina lo federalista respecto a lo centralista. Pero conviene tener presente la virtud de la prudencia. Hay que ser plenamente conscientes de que hay ciudadanos con distintos sentimientos de identidad y proyectos políticos muy diferentes, desde los nacionalistas españoles (aunque acepten las autonomías) hasta los soberanistas periféricos (aunque acepten un marco estatal), pasando por los autonomistas y federalistas. No será fácil encontrar un equilibrio entre todos ellos, pero al mismo tiempo es imprescindible un tablero donde no se impongan identidades. Y para conseguirlo el papel de la izquierda es decisivo.
Apoyamos los intentos de la izquierda gobernante para incorporar alternativas pragmáticas al modelo autonómico español. La construcción de una identidad compartida como una España plural, el avance hacia un marco más federal y su compatibilidad con el reconocimiento de derechos sociales universales, nos parecen unos objetivos formidables. Un éxito razonable sería decisivo para el desarrollo democrático durante las próximas décadas. Un fracaso, en cambio, abriría perspectivas sombrías que nos podrían acompañar durante un largo período.
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