Trasversales
Imanol Zubero
Euskadi y la España plurinacional

revista Iniciativa Socialista 77, otoño 2005. Imanol Zubero es profesor de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Ha sido portavoz de Gesto por la Paz y es secretario del movimiento ciudadano Aldaketa-Ciudadanos por Euskadi.

[1] En el transcurso de su último debate sobre el estado de la nación, el por entonces presidente Aznar sostuvo que no existe nada parecido a un “conflicto vasco”, más allá de la interesada y artificiosa conflictividad política provocada por el nacionalismo vasco. Es comprensible el hartazgo que produce todo este asunto desde el momento en que, por diversas razones, hemos desembocado en una situación tal en la que hablar del conflicto (o del contencioso) es inequívoca seña de identidad nacionalista. Sin embargo, considero un intento de wishful thinking esta negación de la realidad: creer que por no ver, no escuchar, no decir, el problema se va a disolver. En Euskadi existe un conflicto distinto de los conflictos políticos propios de las sociedades complejas (por cierto, también presentes en la sociedad vasca). Y distinto del terrorismo. Otra cosa es que dicho conflicto coincida con la definición que del mismo hacen los nacionalistas vascos. Que no coincide. ¿En qué consiste, entonces, el conflicto vasco? Se trata de un doble problema, un problema con dos dimensiones interrelacionadas, de forma que no siendo posible abordar cada una de ellas por separado resulta muy difícil abordarlas en conjunto.
[2] Primer problema. En Euskadi y en Navarra existe, con muy distinta presencia, un sentimiento nacionalista que se expresa políticamente y que choca, también con mayor o menor radicalidad, con la construcción estatonacional de España (dejaremos Francia a un lado, pues su inclusión en la reflexión no hace sino complicar las cosas... sobre todo para los nacionalistas). Juan José Linz publicó en 1986 un libro titulado precisamente Conflicto en Euskadi en el que señalaba que las reservas del PNV para con la Constitución de 1978 van a provocar que la democracia española nazca “contestada en Euskadi”. En esta contestación originaria descubre Linz un preocupante potencial de quiebra de la legitimidad institucional derivada de la Constitución, catalogando al PNV como un partido que, claramente diferenciado del radicalismo abertzale en su valoración del régimen autonómico, mantiene sin embargo una actitud de “semilealtad” hacia el Estado.
Aquí estriba el primer problema, o la primera dimensión del problema político vasco: el nacionalismo vasco no acepta que España sea el marco jurídico político para la construcción del autogobierno, salvo por necesidad. Pero no siendo este todo el problema, sino sólo una de sus dimensiones, su solución no sólo no supondría la solución del problema vasco, sino que crearía un problema mayor.
Porque, ¿cómo se resuelve un problema político planteado por una población concentrada territorialmente que no reconoce la soberanía del Estado al que en principio pertenece, que se organiza y se moviliza políticamente para reivindicar la constitución de un poder político independiente? La teoría dice que mediante su secesión y constitución en Estado independiente en virtud del ejercicio del derecho de autodeterminación. Pero hemos dicho que el conflicto vasco presenta una segunda dimensión: la enorme diversidad cultural y política que caracteriza a las sociedades vasca y navarra.
[3] Recurriendo a la medida convencional de la identidad nacional subjetiva empleada en los estudios sociológicos y politológicos, el llamado Euskobarómetro (mayo 2005) ofrecía los siguientes resultados, referidos sólo a la C.A. de Euskadi: sólo vasco: 34%; más vasco que español: 20%; tan vasco como español: 34%; más español que vasco: 6%; sólo español: 4%. Frente a la obsesión característica de la visión nacionalista del mundo, empeñada en construir escalas de identidad nominales, que dan lugar a categorías enfrentadas, radicalmente irreductibles entre sí -o vasco o español-, lo cierto es que la mayoría de la sociedad de Euskadi mantiene una identidad mestiza, en la que las pertenencias vasca y española se mezclan en proporciones distintas, siendo en cualquier caso mayoritaria aquella que no siente contradicción entre ambas, sino que las vive con armonía. Y aún habría que matizar mucho ese “sólo vasco” elegido por un 34% de mis conciudadanos (y que sería también mi opción), en absoluto con un significado igual en todos ellos. La sociedad vasca actual muestra en su seno diversas formas de sentirse y de ser vasco, siendo minoritaria, aunque abundante, aquella que se expresa mediante su contraposición radical con lo español.
La cuestión del acomodamiento de los vascos en España ha sido siempre motivo de discusión entre los propios vascos. No tenemos más que leer al Unamuno de Paz en la guerra, publicada en 1897, en la que narra las luchas entre carlistas y liberales en Bilbao; o recordar a los batallones de requetés navarros que se enfrentaron a los gudaris y a los muchos vascos que se identificaron desde un principio con los rebeldes franquistas y contribuyeron a la persecución y captura de oficiales fieles a la República. ¿Y qué decir de la violencia de ETA? Vascos que asesinan a otros vascos...
Por eso, mantener la tesis del enfrentamiento Euskadi-España da lugar a absurdos como el que señalaba Félix Ovejero en una atinada carta al director, refiriéndose a la exigencia de disculpas que el alcalde de Gernika dirigía al pueblo español por el bombardeo del 26 de abril de 1937: “Según él, el presidente del Gobierno español, cuyo abuelo fue fusilado por los militares sublevados y cuya organización política fue represaliada por la dictadura, debe realizar un acto de reconciliación en nombre de un pueblo que fue masacrado por bombas de la misma procedencia y por las mismas razones que fue masacrado el pueblo de Guernica” (El País, 8-9-04). Aún peor esta tesis: alimenta la ruptura social al obligarnos a seleccionar algunas de nuestras pertenencias en contra de otras (sólo vasco, sólo español), en una obsesión enfermiza de pureza.
En esta situación la aparente solución al problema que el nacionalismo vasco tiene con España no supondría la solución del problema vasco, sino su continuación, aunque en otros parámetros. Porque no es cierto que el derecho de autodeterminación sea, sin más, un instrumento neutral, sin contenido, poco más que un procedimiento democrático de decisión. No. El derecho de autodeterminación es, antes que nada y por encima de todo, la definición de un demos, de un sujeto político soberano, que posteriormente decidirá sobre su estatuto político. De ahí que el derecho de autodefinición, es decir, el derecho a definir “quiénes son los miembros que integran en realidad ese pueblo” (y quiénes no), sea fundamental. A nadie se le escapan los riesgos y las incertidumbres que tal definición comporta.
[4] Sin embargo, una concepción exclusivista de la identidad vasca, que identifica ésta con la identidad nacionalista, mantiene como reivindicación del Pueblo Vasco lo que, en todo caso, es la reivindicación partidaria del nacionalismo vasco (y aún así, sin un programa común para el conjunto del nacionalismo).
El nacionalismo vasco es incapaz de articular su propia reflexión ideológica sin arrastrar consigo al conjunto de la ciudadanía vasca y navarra. En realidad, éste ha sido siempre el problema de todas sus propuestas políticas: que surgiendo de una parte de la sociedad vasca, se conciben y se presentan como si fueran emanación de las aspiraciones y proyectos de todos los vascos. Se hurta a la ciudadanía la primera y más fundamental decisión, aquella que consiste en decidir si constituyen o no un sujeto político. Y esto no se soluciona diciendo: pues convóquese una consulta en dichos territorios. Es ésta la falacia del decidir para ser. En puridad democrática, habrían de ser los ciudadanos y las ciudadanas de cada uno de esos cinco territorios (Euskadi, Navarra, Zuberoa, Lapurdi y Benabarra) quienes habrían de tomar decisiones que, una tras otra, podrían en su caso desembocar en una decisión conjunta sobre su organización política. Decisiones que conforman una compleja cadena: 1) expresión de la ciudadanía de Zuberoa, Lapurdi y Benabarra de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con Francia para lograrlo; 2) expresión de la ciudadanía de Euskadi de su voluntad de conformar una institución política soberana y negociación con España para lograrlo; 3) expresión de la ciudadanía de Navarra de su voluntad de conformar una institución soberana común y negociación con España para lograrlo; 4) expresión de la ciudadanía de Euskadi y Navarra de su voluntad de conformar una institución política común y negociación con España para lograrlo; 5) expresión de la ciudadanía de Euskadi-Navarra y de Iparralde de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con España y Francia para lograrlo; 6) y algo tendrá que decir Europa.
Que la secuencia y hasta la concreción de cada uno de los pasos sea correcta es lo de menos. Lo que quiero decir es que la propuesta nacionalista quiebra por donde quiebra desde siempre el soberanismo estatonacionalista: por la inexistencia de un sujeto político “natural” o “histórico” (conceptos ambos análogos para el nacionalismo). Que existe un sujeto cultural llamado Euskal Herria es un hecho, y ya existen importantes instituciones que lo reúnen, como Euskaltzaindia. Pero este sujeto cultural no es condición ni necesaria ni suficiente para la conformación de un sujeto político.
Pero la contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la auténtica columna vertebral del soberanismo vasco. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), hoy recuperada con más fuerza que nunca, nos aproxima a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción. Al final todo se va a reducir, si no lo remediamos, a un desnudo problema de poder, al enfrentamiento artificial e irresponsable de dos demos, el español y el vasco, complejos y plurales ambos, distorsionados hasta la caricatura por exigencias del combate.
[5] Si el nacionalismo vasco quiere construir una Euskadi separada de España debería plantearlo con toda claridad. A este objetivo le correspondería una estrategia dirigida a lograr una hegemonía política suficiente para que una amplia mayoría de ciudadanas y ciudadanos expresara su voluntad de separarse. Y debería, pues es la única manera de democratizar en la práctica un proyecto sólo teóricamente legítimo, orientar toda su capacidad institucional a combatir a ETA y a conformar un espacio de auténtica libertad, cuyo mejor indicador sería la capacidad de quienes se oponen a ese proyecto de actuar sin verse amenazados o asesinados. Si así ocurriera, habría que recordar lo expuesto por Stéphane Dion, ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, en su conferencia en Bilbao del pasado noviembre: “Creo que la secesión de Quebec de Canadá sería un error terrible, pero estaría dispuesto a aceptarla en la medida en que se llevara a cabo de conformidad con la democracia y las normas del Estado de derecho... Hay medios que un Estado democrático no debería emplear para retener contra su voluntad, claramente expresada, a una población concentrada en una parte de su territorio”.
Si, por el contrario, el nacionalismo aspira a construir el Nosotros vasco en el marco de un Nosotros español incluyente, debe igualmente afirmarlo con claridad. El análisis de las consecuencias de esta decisión supera las capacidades de quien esto firma, pero sí quiero señalar una de ellas. Es evidente que la cuestión del autogobierno tiene que ver con la discusión sobre cuánta capacidad de decisión corresponde a un determinado espacio sub-estatal, pero esta discusión no se plantearía ya como un pulso entre Euskadi y “el Estado”, sino que el nacionalismo vasco superaría definitivamente su querencia por una Euskadi que actúa como free rider, una Euskadi que va a lo suyo, para involucrarse junto con otras fuerzas políticas y comunidades autónomas en la transformación democrática del Estado.
En una larga entrevista realizada al lehendakari Ibarretxe por el periodista Javier Ortiz, publicada como libro, Ibarretxe señala dos bases sobre las que ve posible establecer “un nuevo pacto de convivencia, un nuevo pacto de Estado, si se quiere: la primera, que hay que cumplir lo que en su día acordamos; la segunda, que hay que abrir las puertas al desarrollo de las potencialidades del Estatuto sobre la base del reconocimiento que la propia Constitución hace de nuestros derechos históricos”. Para ser coherente, falta una tercera base que debe añadirse a las señaladas por el lehendakari: reconocer expresamente que España, una España que, sin duda, debe también desestatonacionalizarse en la dirección de un auténtico Estado plurinacional  con todas las consecuencias, es el marco de desarrollo del autogobierno vasco. Un marco con el que el nacionalismo vasco ha de comprometerse, eliminando de una vez por todas los miedos (al menos los miedos razonados, aunque no todos razonables) de quienes temen las consecuencias de la reivindicación autodeterminista. Pero no olvidemos que cuestionar el proyecto soberanista del nacionalismo vasco enarbolando la enseña de la unidad nacional de España o apelando a la Europa de los Estados es, sencillamente, quedarse sin argumentos.
[6] En una interesante entrevista, Juan J. Linz señalaba que el indudable problema derivado en nuestros tiempos de conciliar la libertad de las colectividades (nacionalidades, autonomías o regiones) y de los individuos puede resolverse mediante fórmulas diversas, pero con la condición de que todas esas fórmulas partan de un requisito: una voluntad de convivencia, y no de hostilidad. Y refiriéndose al caso vasco y español señalaba: “Frente a ese modelo que ya no podemos aplicar en España, el del Estado-nación, hay otro que llamaré de nación-Estado. Este último implica un sentimiento de identidad en lo propio y de respeto a los intereses comunes; en una palabra, de lealtad hacia la federación”.
España es hoy una nación en estado. Si durante los últimos meses de 1998 España parecía una frutería (se hablaba entonces de la posibilidad o no y, en cada caso, de las consecuencias de abrir el “melón” constitucional) hoy España es un paritorio. Habrá quienes, seguramente con argumentos sólidos, teman lo que de verdad pueda traer consigo un debate nacido menos de la virtud que de la necesidad, menos de la decisión de todos que de la urgencia de parte. Habrá quienes hagan notar su incomodidad ante una situación que, hoy por hoy, no es (no puede ser) otra cosa que un monumental follón. Sea como sea, haciendo buena aquella afirmación de Marx según la cual los seres humanos construimos nuestra historia, sí, pero no elegimos las condiciones en las que tal construcción debe afrontarse, sería una irresponsabilidad histórica negar la realidad de una España que, como ha señalado Maragall, “ha cambiado más su cuerpo que su mentalidad”. El PP no puede quedarse fuera de este proceso.
Hasta hoy el único debate posible era aquel que se entablaba entre quienes conciben a España como demasiado una y quienes la piensan como demasiado otra. Era éste un debate sin salida alguna, un demencial juego de suma cero en el que una grosera aritmética política de pérdidas y ganancias no hacía otra cosa que espesar una indigesta olla podrida rebosante de agravios, sospechas, miedos, deslealtades, amenazas y egoísmos. Hoy, por el contrario, se abre la posibilidad de pensar una España como la que viene delineando Rodríguez Zapatero, orientada a resolver su problema histórico de identidad pensándose a sí misma como espacio imprescindible de derechos y libertades, de paz y de solidaridad. No es más que un esbozo, apenas un par de trazos, tal vez más voluntad que proyecto: pero es más de lo que hemos tenido en los últimos diez años; y es infinitamente mejor que el choque de trenes al que nos abocaban Aznar y los nacionalismos autoproclamados históricos.
El destino del autogobierno de vascos y catalanes está inexorablemente ligado al proyecto de desestatonacionalización de España que ha empezado a impulsar el Gobierno socialista y que llegará a buen puerto sólo si los nacionalistas se comprometen lealmente en la gobernabilidad del hoy por hoy (Europa es futuro muy lejano) único marco incluyente que permite la protección de los derechos y las libertades de todos sin por ello sacrificar la pluralidad de pertenencias que nos caracterizan como sociedades.
En un Estado plurinacional caben varias naciones, pero no varios nacionalismos. El problema de la transformación plurinacional de España no es el de la existencia de varias naciones, sino de varios nacionalismos. No se trata de abonar discursos rancios sobre unidades o esencias nacionales, sino de apostar por un proyecto moderno de ciudadanía definida por los derechos y las libertades de todas y cada una de las personas, en un marco de estabilidad jurídica garantizado por las distintas instituciones del Estado. Como ha dicho Claudio Magris, “nadie se enamora de un estado pero hace falta el Estado para que podamos exaltarnos tranquilamente por lo que nos dé la gana y para que nuestra libertad, según la vieja definición liberal, sólo termine donde comienza la libertad del otro”.

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