Trasversales
Carlos Artola

Alrededor de la última película de Isabel Coixet

Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006


El cristianismo convirtió la mística del dolor en elemento omnipresente de su iconografía y su liturgia. Y, sin embargo, carece de empatía y del suficiente respeto hacia las manifestaciones reales del dolor. La proliferación de la imagen del crucificado no genera sensibilidad hacia los torturados, los humillados y los ofendidos. Al contrario, todo el simbolismo de la tortura de Cristo, la pasión, contribuye a ocultar que el principal deber de todo ser humano debiera ser limitar, reducir el sufrimiento existente, el evitable.
El poder religioso no se asienta, como pretende, en los sentimientos humanos más nobles sino en la sublimación del miedo a la muerte. Y de dicho miedo surge la soberbia creencia en un mensaje divino y el enmascaramiento de la suerte de los humanos.

La conciencia de ser mortales es un abismo. Y la religión, recordando a Castoriadis, es una respuesta falsa, es la opción de la ocultación del abismo. Todo deísmo aparenta acudir al misterio pero lo hace para convertir en puerilidad mágica nuestro destino trágico. Acompañando a toda la prepotencia sacerdotal aparece la indigna pretensión de que el dolor purifica y tiene poder salvífico.
Los seres conscientes, como mortales, sabemos que la existencia del dolor es inevitable, pero también que existen innumerables sufrimientos evitables. Lo demás son mixtificaciones. Los sacerdotes dedican su vida a difundir el infantilismo entre sus conciudadanos para que en vez de afrontar de frente su vida, su futura muerte y los sufrimientos que pueden evitarse, desvíen la mirada. No están comprometidos con la reducción del sufrimiento sino con su santificación. La inhumanidad anida en los corazones supuestamente caritativos de quienes creen en la capacidad del dolor como prueba divina. Teresa de Calcuta llegó a decir, en una de sus frases más infames, que la pobreza es bella. ¡Malditos sean quienes ven bella la pobreza y santifican el dolor!
Me vienen a la mente las imágenes de Dreyer, en las que se encuentran muestras muy depuradas del sentido de la alienación religiosa. El rostro de Juana de Arco durante su pasión, con su fe suicida frente a sus bestiales matadores, ¿revela lucidez, la sublimación del miedo o la fuerza de la superstición? En Ordet aparece con una fuerza sobrecogedora la necesidad de lo mágico como fundamento de la fe religiosa, su hermenéutica del milagro y la incapacidad de asumir la desaparición. En la magistral Dies Irae se revela el aliento de la intransigencia y del crimen colectivo detrás de la imagen del Cristo rey.

Este preámbulo me lleva a la última obra de Isabel Coixet, La vida secreta de las palabras, intensa y conmovedora película, la más notable aportación de dimensión política de un cineasta español en los últimos años. Construida a base de sentimientos, forjada en el respeto por el sufrimiento, Isabel Coixet ha elaborado un relato ejemplar de política de la vida, ilustrativo de muchas de las necesidades y carencias de nuestro mundo globalizado.
Una misma realidad produce Dogville y La vida secreta de las palabras. Ambas son obras mayores, pero donde Lars von Trier subraya el potencial destructivo de la comunidad cerrada, Coixet muestra el sentido de una individualidad creativa y eventualmente generadora de autonomía humana. Dos rostros posibles de nuestro devenir.
Para mostrar con tanta brillantez la posibilidad de solidaridad humana frente al sufrimiento evitable, Coixet construye su obra sobre una política de los sentimientos. Muy influida por el excelente cine de Wong Kar Wai, es posible encontrar ecos lejanos de la alegría de Chunking Express, pero también de la admirable y oscura Happy together. Película de sentimientos y de medios hostiles, como acertadamente ha señalado John Berger, Coixet ha conseguido dominar la dramaturgia de una verdad fílmica que trasciende cualquier academicismo.

Cierto que vivimos tiempos con sombras. Cierto que abundan las almas grises. Cierto que nos enfrentamos a la creciente pérdida del sentido individual y colectivo de la sociedad en que vivimos.
Sin embargo, ¿cómo viven los individuos su individualidad?, ¿de cuántas maneras es posible mirarla? Algunos ejemplos cinematográficos a mano: Allen, Coixet, Fassbinder. Sesgos distintos que complementan preguntas comunes.
Match point, la última película de Woody Allen, nos habla de la situación de la razón sentimental de los ganadores en la era del individualismo neoliberal. En la película de Coixet nos acercamos a los perdedores de ese mismo orden.
Y nos acordamos de Fassbinder, de cuya lamentable desaparición se cumplen ya treinta años. El DVD, como en el caso de Dreyer, nos permite descubrir su absoluta vigencia. Para Fassbinder el poder se sitúa en el centro más íntimo de las relaciones humanas; pensemos en la extraordinaria Las amargas lágrimas de Petra von Kant o en Effi Briest. Coixet muestra, sin embargo, que las relaciones humanas también pueden impulsar la fuerza de los débiles para enfrentar otros poderes siniestros y ajenos, para comprometerse con un mundo mejor desde la autonomía de los individuos. Algo que creo que Fassbinder hubiera compartido.

Decía Philip K. Dick que la realidad es lo que sigue existiendo aunque dejemos de creer en ello. Pese a la degradación a la que los agentes del capitalismo global someten a la condición humana, y a su intenso programa para convencernos de la imposibilidad de un mundo mejor, la apuesta subsiste. La posibilidad de una humanidad capaz de unirse para reducir el sufrimiento es algo que ni ha desaparecido ni va a desaparecer de nuestro imaginario colectivo. Mientras emerjan nuevas imágenes y voces, como aquellas que nos aporta Isabel Coixet, hay señales de esperanza de que esa posibilidad se haga un día realidad.


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