Trasversales
Enrique del Olmo, José M. Roca, Juan Manuel Vera, Luis M. Sáenz

La derecha furiosa

Revista Trasversales, número 1, invierno 20005-2006.  Este artículo se inspira en el libro La derecha furiosa, publicado en Madrid por editorial SEPHA, obra de los autores del artículo y prologado por Rosa Regás.

Peligrosa pendiente

La derecha está furiosa. El Partido Popular ha perdido todas las elecciones desde otoño de 2003 (catalanas, generales, europeas, vascas y gallegas). Sólo ganó las autonómicas de Madrid cuando se repitieron, en noviembre de 2003, tras la deserción de los tránsfugas Tamayo y Sáez, en un oscuro suceso donde los corruptos quedaron al descubierto pero no los corruptores. Pero el haber perdido esas elecciones, especialmente las generales de 2004, no supone haber asimilado plenamente sus resultados.
Las destempladas reacciones que siguieron al escrutinio de los votos del 14 de marzo ya anunciaban que en el PP la digestión del descalabro electoral iba a ser lenta y difícil, y anticipaban en qué iba a consistir lo que llamaron oposición patriótica.
Nunca sabremos qué habría pasado el 14-M sin el horror del 11-M. Los sondeos anunciaban una “llegada” muy ajustada entre el PP y el PSOE. Sin duda, los ciudadanos, al emitir su voto, tomaron en consideración, entre otras cosas, la muy cercana gestión hecha por el Gobierno Aznar de aquellos momentos críticos y dolorosos, en los que gobiernos y sociedades dan la medida de su talla. Pedir que los votantes borrasen de su memoria esas jornadas sería tan inaudito e imposible como haber pedido que no se tomase en cuenta el Prestige, la guerra de Irak o cualquiera de las desgraciadas o afortunadas, según el punto de vista de cada cual, actuaciones de Aznar y su tropa.
En realidad, una gestión medianamente decente de la respuesta a los atentados habría aumentado las posibilidades electorales del partido del Gobierno. Si Aznar y sus ministros hubiesen buscado el acuerdo con las demás fuerzas políticas, si no hubiesen aventurado como irrefutables hipótesis infundadas y no hubiesen calificado de “miserables” a quienes osasen ponerlas en duda, si no hubiesen insistido en mantenerla y no enmendarla, si no hubiesen enturbiado con la manipulación política el correcto trabajo policial que llevó a la rápida  detención de los primeros presuntos implicados en la masacre, las posibilidades electorales del PP no habrían disminuido, sino aumentado.

Sin embargo, para Aznar la exoneración de errores propios y la búsqueda de culpas ajenas que explicaran la derrota electoral era una necesidad imperiosa, coherente con su trayectoria política: su providencial Gobierno únicamente se había sentido responsable de los aciertos; los problemas y los errores siempre habían sido achacados a otros.
Aznar pretendía a toda costa evitar una crítica proveniente del propio partido, gobernado con mano de hierro pero conducido fatalmente a la derrota tras un mandato con mayoría absoluta. Debía negar, en primer lugar, que se tratara de una derrota personal, pues, como recalcaba siempre que tenía ocasión, él no se había presentado a las elecciones. Y en segundo lugar, debía negar que se tratara de una derrota debida a las consecuencias de su gestión. Debía transmitir al partido la idea de que no había perdido Aznar o el aznarismo sino que había perdido el PP; todos habían perdido algo, algunos mucho, otros menos. Así se evitarían las discrepancias, como las que aparecieron en los congresos provinciales aunque no prosperaron, si todos aceptaban que habían sido despojados de una victoria segura, merecida por una gestión ejemplar, a causa de una conspiración que tenía en ETA a sus autores intelectuales y en el PSOE a sus principales beneficiarios.
Aislados por la soberbia y por un inmoderado complejo de superioridad, que Aznar (¿quién se concede una medalla si no piensa que es el mejor?) trasladó a todo el partido, los dirigentes del PP habían creído a pies juntillas todo lo que difundía su aparato de propaganda (el marketing les pierde) y permanecieron sordos y ciegos ante la realidad del país. Todo iba bien; eran el mejor gobierno desde la transición, y desde la reunión de las Azores contaban con los mejores aliados según José MªAznar, que el 27/3/2003 declaraba en Onda Cero: “No tenemos intereses en Irak. Actuamos por pura responsabilidad y convicción (...) Estamos aliados con las mejores democracias del mundo”.
Así, pues, creyeron que partiendo con mayoría absoluta era imposible perder las elecciones generales. Y si las perdieron no fue por su causa, sino por el odio de ETA y la perfidia del PSOE, que, apoyado por algunos medios de información, aprovechó los atentados del 11 de marzo en su favor. Esa fue la interpretación oficial del resultado electoral, acompañada de descalificaciones al PSOE desde el mismo momento en que se puso a gobernar.

La llamada oposición patriótica ha seguido dócilmente la estrategia marcada por Aznar con la decisión de afrontar en solitario la crisis nacional provocada por los atentados del 11 de marzo. Y hasta ahora ha consistido en ridiculizar, dentro y fuera del país, el talante de Rodríguez Zapatero, desacreditar sus iniciativas y aplicar la montaraz estrategia de oponerse a todo y a todos, utilizando el discurso falaz, el gesto destemplado y la actitud chulesca, en una escalada que va desde el gamberrismo parlamentario hasta comportamientos que acercan el PP a los viejos métodos de la extrema derecha. El objetivo de esta solitaria y virulenta ofensiva ha sido erosionar pronto al PSOE para llegar cuanto antes a unas elecciones anticipadas que devuelvan al PP el gobierno que nunca debió perder.
Creemos que su “subida al monte” perjudica a las expectativas políticas de la derecha, más allá de los réditos coyuntuales que pueda haberle dado su demagógica campaña contra el proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña. Sin embargo, eso no nos satisface en estas condiciones. Aunque preferimos que la derecha pierda las elecciones y esté en la oposición, no es su desaparición lo que deseamos, sino la presencia viva de “otra derecha posible”, más democrática, a la que no votaremos pero cuya existencia queremos, pues sin ella una parte de la sociedad española se encuentra carente de una razonable mediación de “delegación política”.
En términos que pueden parecer algo sorprendentes, diremos que quizá lo más chirriante de este PP sea su incapacidad para la compasión y su desprecio hacia los que no son de los suyos. Socialmente, esto se está reflejando en la creación de una amplia franja social de derecha extrema que, pura y simplemente, odia al adversario político, sin comprender que una sociedad afortunadamente tan plural como la nuestra no puede mantener su funcionamiento básico si no somos capaces de convivir cotidianamente, en los trabajos, en los centros de estudio, en las viviendas o en todo lugar de encuentro social, los unos con los otros.

El PP está consiguiendo reducir el espacio social de la derecha pero ampliando la zona ocupada en él por las posiciones más extremistas y reaccionarias. La derecha extrema que hoy hegemoniza el discurso “conservador” es una derecha peligrosa, incluso aunque no gobierne.

Aznar y el aznarismo

Aznar es un hombre que imagina tener encomendada una misión providencial y que en su fuero interno está convencido de que los ciudadanos españoles deben dar gracias al cielo por la fortuna de haber sido gobernados por seres como él y como Rajoy, Acebes, Trillo o Zaplana.
El que un año y medio después de perder las elecciones aún siga preso de la estrategia con que diseñó su propia vida y la de sus partidarios, sin admitir, ni tampoco su partido, ni sus errores y carencias ni que el escenario ha cambiado, revela los rasgos de una personalidad poco preparada para asimilar con humildad el éxito rápidamente alcanzado y para afrontar con serenidad un fracaso sobrevenido.
Por otra parte, su concepción cesarista del poder, su escasa capacidad para el diálogo, su talante autoritario y la rigidez de posturas de que ha hecho gala tanto en la oposición como en el Gobierno, le convierten en una persona mal dotada para la actividad política en un sistema basado en la opinión de la mayoría, en la negociación y en la estancia limitada en el poder, carencias que no logra disimular su retórica defensa de la democracia, sin ser un demócrata convencido, ni su adhesión a los principios neoliberales, sin haber sido nunca verdaderamente liberal.

Contagiado quizá por algunas características psicológicas de Aznar, el PP actual vive en un mundo tan obsesivo, que se empeña en recordar aquello que le interesaría hacer olvidar. Si en Guadalajara hay un incendio, saca a relucir el Prestige. Si tiene lugar una investigación parlamentaria sobre el 11-M, se empeña en “demostrar” que sectores de la Policía, la Guardia Civil y los servicios secretos tuvieron comportamientos irresponsables o incluso cómplices, culpando de ello al PSOE y olvidando que todos esos cuerpos estaban bajo su mando y responsabilidad desde 1996. Si mueren militares españoles en Afganistán, sobre la mesa pone el Yavkolev 42 y la propia guerra de Irak. Equiparaciones y especulaciones todas ellas insostenibles y de las que el PP no sale en nada favorecido.
Estos malos modos se fundamentan sobre un sólido cuerpo de doctrina reaccionaria. En cierta forma, el actual PP se forja al calor de tradiciones propias de la derecha española y de las peculiaridades de su equipo dirigente, pero también y sobre todo como consecuencia de su convergencia con la “era Bush” en Estados Unidos y con el “proyecto Wojtyla”. No estamos sólo ante una derecha “con intereses”, como simplifican quienes creen que para ella sólo existe el dinero, sino también ante una derecha con “intereses” y con “ideología”, lo que, dado el cariz de ésta, la hace mucho más peligrosa.
De hecho, puede comprobarse una creciente aproximación, casi identificación, entre los temas esenciales en los que se centran de forma machacona el PP, la jerarquía católica, los grupos y medios de comunicación del integrismo católico y los tradicionales grupos de la extrema derecha. Si durante un tiempo pudo juzgarse positivo que el PP taponase el desarrollo de grupos de extrema derecha, a partir del año 2000 ese efecto “político-institucional” queda devaluado por una realidad en la que desde la dirección del PP se fomenta el desarrollo de un extremismo social derechista. Aunque aún no haya fuerzas políticas de extrema derecha influyentes, lo cierto es que todo parece indicar que en cinco años y medio se ha creado una derecha extrema “de masas” antes inexistente, alineada sobre valores cada vez más reaccionarios y en una cada vez más abierta reivindicación del propio franquismo, pese a no tratarse ya de una derecha heredada de ese régimen, como pudieron serlo Fuerza Nueva y movimientos similares, sino una nueva derecha con la vista puesta en el futuro y en gran medida creada de modo consciente por el PP.

Los extremistas son hoy los sectores más activos y dinámicos en el seno de la derecha y se han lanzado a una operación mediática de largo alcance, que cubre desde grandes medios de comunicación tradicionales hasta multitud de “recursos activistas” reaccionarios, pasando incluso por alguna revista de difusión callejera gratuita. Es cierto que no en todos los casos las posturas del PP coinciden con las de esos colectivos... pero incluso entonces las coincidencias son tales que cabe dudar si se trata de “discrepancias” o de “reparto del trabajo”. En algunos casos, mantienen las mismas posiciones con argumentos diferentes; así, en los temas ligados a la “moral católica”, las posturas políticas suelen ser idénticas, opuestas a todo progreso social, pero los argumentos del PP tienden a ser más edulcorados mientras que los del activismo extremista suelen ser más claros y salvajes. En otros, difieren posturas. Un creciente antieuropeísmo y una abierta inclinación hacia el eje Bush-Vaticano une a todo este entramado reaccionario, con la excepción, en todo caso, de algunos grupos de extrema derecha modelo “nazi” que mantienen un demagógico discurso “republicano”, “anti-imperialista”, “anti-yanki” y “anti-sistema”.
Cualquier investigación sobre la actual derecha española tiene que partir de que su tradición matricial fue la reacción católico-autoritaria de comienzos del siglo veinte y que el franquismo fue la etapa de esplendor de su dominio.
Este recorrido pone de manifiesto el salto ahistórico en que incurría Aznar a mediados de los años noventa, al reivindicar a Azaña como referente de la supuesta derecha centrista que representaría el PP. Para que esa referencia tuviera lógica sería imprescindible que el PP se hubiera separado de la herencia franquista y de su matriz católico-autoritaria. Eso no ha ocurrido. El intento de recuperación de Azaña se limitaba a reencontrar en él un proyecto de integración nacional (como ya había señalado Federico Jiménez Losantos), queriendo olvidar que la esencia del liberalismo de Azaña era el laicismo, precisamente el factor que convirtió a éste en la bestia negra de la derecha.
Aunque fracasado, el intento desde el PP de asumir el liberalismo de Azaña marcaba una línea posible de modernización de la derecha para separarse del tradicionalismo franquista. En cualquier caso, más lógica tenía el intento de recuperación del liberalismo elitista y poco demócrata de Ortega. Sin embargo, esos intentos de recuperación de Azaña o de Ortega tenían lugar al mismo tiempo que resurgía fuertemente el neoconservadurismo religioso en la derecha española a través de diversos grupos muy influyentes en el seno del PP como los Legionarios de Cristo y otros movimientos de signo integrista.

Volvemos a la cuestión central para entender la imposibilidad de encontrar raíces para una derecha democrática en España: el silencio permanente sobre la dictadura franquista. La imposibilidad de construir una tradición antifranquista de la derecha es evidente. La oposición conservadora-monárquica al franquismo sólo representó pequeñas y débiles posiciones de notables marginados y de intelectuales que fueron viendo la imposibilidad de mantener un franquismo después de Franco. Joaquín Satrústegui (y su Unión Española, creada en 1957), Julián Marías, José María Gil Robles, Joaquín Ruíz Jiménez, Rafael Calvo Serer, etc. Pero ninguno de ellos desempeñó un papel importante en la transición ni en la conformación de los nuevos partidos políticos posfranquistas.
La derecha no quiere reconocer sus orígenes franquistas y, al mismo tiempo, necesita raíces históricas. Así se entiende el paradójico despropósito que cometió Aznar al proponer a Azaña como símbolo recuperable de la derecha española. Precisamente Manuel Azaña había sido uno de los símbolos más destacados de lo que la derecha española odiaba del liberalismo propicio a colaborar con la izquierda. La doble referencia a Cánovas y a Azaña ilustra la imposibilidad de la derecha de reconocer su origen franquista y, al mismo tiempo, separarse de él. Tenía mucho de impostura porque quería hacerse sin renegar de ese origen y, sobre todo, manteniendo rasgos de identidad fundamentales de la derecha autoritaria y franquista: el unitarismo español, el catolicismo y la concepción elitista del poder.

Conclusión


Otra derecha es necesaria para España. ¿Es aún posible? Ése es un reto al que debe responder la gente moderada, “centrista”, democrática, de la derecha española. Desde luego, las gentes de izquierda no vamos a tomarnos la molestia de crear esa derecha necesaria. La responsabilidad es suya, aunque la contribución que desde la izquierda podemos hacer a ello es favorecer la creación de un imaginario social cada vez más respetuoso de la libertad individual y del papel primordial de la disidencia en un sistema democrático, más consciente de la responsabilidad social colectiva y de la fuerza de la cooperación, más consciente de constituir una comunidad política de convivencia humana y no un milenario cuerpo místico nacional de tal o cual signo. Eso sí podemos hacerlo.
Durante mucho tiempo habrá derecha e izquierda, y si en algún lejano momento eso no ocurriese, deseamos que no sea porque se haya forjado una sociedad totalitaria o monolítica, sino porque tal vez entonces ésos no sean conceptos adecuados para expresar la pluralidad y el conflicto político presentes en la sociedad; las palabras de la política siempre terminan gastándose. Preferimos gobiernos de izquierda, porque con ellos, o incluso contra ellos cuando sea necesario, es más fácil avanzar en libertad, en cooperación social, en solidaridad. Pero la verdadera medida del progreso social no es la larga duración de gobiernos de uno u otro signo, sino que tanto la derecha como la izquierda se encuentren en posiciones más avanzadas cultural y socialmente. Lo que, desde luego, no puede decirse de la actual derecha, en evidente involución respecto a la UCD e incluso respecto al PP gobernante entre 1996 y el año 2000.
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