Trasversales
Ellen Willis

Tres elegías por Susan Sontag

Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006

Ellen Willis es autora de numerosos escritos sobre feminismo, cultura popular y política, como “Beginning to See the Light”, “No More Nice Girls: Countercultural Essays” y “Don’t Think, Smile! Notes on a Decade of Denial”. Artículo publicado originalmente en New Politics, nº 39 (http://www.newpol.org), verano 2005. Traducido y publicado con autorización de la autora.
© Elllen Willis


1. Arte

Cuando yo comenzaba a encontrar mi propia voz como escritora en los momentos más intensos de los años sesenta, Susan Sontag surgía con fuerza: se encontraba entre los relativamente pocos intelectuales que, en el mundo de la literatura, trataban de afrontar seriamente una situación cultural nueva, rica y, para muchos, desconcertante. El ensayo que daba nombre a su primera colección de escritos, Against Interpretation [1966], combinaba una erudición formidable sobre la vanguardia con un alegato en el que, casi al modo de un manifiesto, pedía a los críticos que pusiesen fin a su énfasis unilateral en el significado de arte y se abriesen al placer encontrado en él. “Lo importante ahora es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, escuchar más, sentir más... En lugar de una hermenéutica, necesitamos un erótica del arte”.
Según el punto de vista de Sontag, la influencia de los principales intérpretes del canon modernista, Marx y Freud, había ido más allá de su utilidad real. Para ella, el cine era “la más viva, apasionante e importante de todas las formas artísticas actuales”, pues su viva inmediatez desalentaba los intentos de interpretación. La razón, en parte, era “el feliz accidente por el cual los films, durante largo tiempo, fueron tan sólo películas; dicho en otras palabras, películas a las que se consideró parte de la cultura de masas, entendida ésta como opuesta a la alta cultura, y fueron dadas de lado por la mayoría de las mentes sesudas”. En otro ensayo publicado en el mismo volumen, “One Culture and the New Sensibility”, argumentó que la distinción entre alta y baja cultura estaba en decadencia y que el sello “de la nueva sensibilidad” era su orientación hacia formas no literarias. “Sensaciones, sentimientos, las formas abstractas y los estilos de sensibilidad” serían la sustancia del arte contemporáneo.
Sontag también alabó el radicalismo psicoanalítico de Norman O. Brown, quien, a diferencia de Freud o los blandos “revisionistas” freudianos del momento, insistió en la primacía del cuerpo y en la utopía como éxtasis dionisiaco. Y luego llegó el ensayo que la hizo famosa, “Notes on Camp”, en el que reúne todas estas tendencias de pensamiento, o de sensibilidad, haciéndolo de forma tal que, al abandonar la exégesis lineal y sustituirla por una serie “de apuntes” epigramáticos, encarnaba el propio tema tratado y lo hacía, además, de una manera divertida.
En el entorno de Sontag estos ensayos eran muy iconoclastas. Cuando fueron publicados, los intelectuales escritores tenían dos preocupaciones principales: por un lado, la defensa del arte superior contra el arte de masas, que, según la formulación inimitable de Dwight Macdonald, no era considerado arte sino mera mercancía, como podía serlo el chicle; por otro lado, el rescate de la civilización frente a los que ellos calificaban como los bárbaros y los nihilistas antinomianos [amorales] de la contracultura radical. Aquellos pocos que trataron de relacionarse de alguna manera con la música pop hicieron cosas tan penosas como ponerse a analizar en qué medida las canciones de los Beatles eran arte superior. Por nuestra parte, los escritores de mi generación que eran radicales cultural y sexualmente, apasionados por la cultura de masas, como el cine o aún más el rock and roll, veían en esos intelectuales literarios a unos dinosaurios perplejos. Nuestros modelos eran periodistas como Pauline Kael y Tom Wolfe.
No recuerdo cuando fijé por primera vez mi atención en Sontag. Quizá leyese algún artículo sobre ella, que, al fin y al cabo, era una celebridad. En aquel tiempo yo no leía publicaciones trimestrales de vanguardia, como Partisan Review, y no se me había pasado por la cabeza escribir para ellas. Al mirar hacia atrás, veo que fácilmente podría haber sido de otra manera, si no fuese por la política sexista de los años cincuenta que aún prevalecía cuando yo hacía un English major [curso de especialización en lengua y literatura inglesa] en el Barnard College, en una época en la que críticos en ciernes como Marshall Berman y Morris Dickstein se encontraban al otro lado de la calle estudiando con profesores como Lionel Trilling. Pero el departamento de inglés de la Universidad de Columbia no permitía la entrada en sus clases a las mujeres del Barnard College. En cambio, conseguí ganar el puesto de redactora invitada durante el verano en la revista Mademoiselle, al igual que Sylvia Plath algunos años antes. Como su equivalente masculino, Esquire, Mademoiselle era entonces un lugar importante para el periodismo literario; de hecho, en ella se publicó por primera vez el ensayo de Sontag “One Culture and the New Sensibility”.
Más tarde, el advenimiento del “nuevo periodismo” me convenció de que escribir para revistas populares podría ser algo más que una divertida travesura y de que tenía potentes recompensas estéticas e intelectuales. Además, esa vía también me resultaba atractiva a causa de mi interés por las formas culturales de masas. Pero Susan Sontag puso ante mí otra posibilidad, que debo haber asumido aunque no recuerdo haberlo hecho deliberadamente: se podía escribir con su tono serio y utilizando referencias procedentes de la alta cultura, y, sin embargo, engranar con la cultura pop contemporánea y con el radicalismo cultural.
Cuando la agitación cultural de los años sesenta cedió paso a la austeridad cultural de los setenta, Sontag se retiró hacia una postura más conservadora en temas estéticos. Su preocupación principal no estaba ya centrada en una erótica del arte, sino en la moralidad de arte. O, más bien, la erótica del arte –el placer que sacamos de él– se convirtió en algo que debía ser puesto en cuestión y revisado a causa de sus aspectos más turbios, a menudo sadomasoquistas. En “On Photography”, lo que cautivaba la imaginación de Sontag (como le había ocurrido a Walter Benjamín) era el potencial de la fotografía para la mala fe, la agresión y la manipulación: el fotógrafo, el espectador y el multifacético objeto situado entre ellos eran siempre culpables hasta que no probasen su inocencia. En “Fascinating Fascism”, atacó de forma elocuente la propensión de los críticos a abstraer la belleza de las películas y fotografías de Leni Riefenstahl de las implicaciones morales de una estética que validó y promovió la perspectiva mundial de los nazis, cuando “la fuerza de su trabajo residía precisamente en la continuidad entre sus ideas estéticas y sus ideas políticas”. Este ensayo implicó para Sontag algún replanteamiento de su propio punto de vista anterior: “El arte que evoca los temas de la estética fascista es ahora popular, y para la mayoría de la gente probablemente no sea más que una variante del estilo camp... El arte que hace diez años parecía merecer ser defendido, como un gusto minoritario o antagonista, ya no lo parece hoy, porque las consecuencias éticas y culturales que suscita son ahora graves, e incluso peligrosas... El gusto es el contexto, y el contexto ha cambiado”.
Ese contexto modificado era el rechazo agresivo del utopismo de los años sesenta por parte de la sociedad estadounidense. En 1996, en el prefacio a una nueva traducción en castellano de “Against Interpretation”, Sontag escribió que, aunque ella todavía estaba de acuerdo con la mayor parte de las posturas que había tomado, “el mundo en el que estos ensayos fueron escritos ya no existe... Los valores en ascenso del capitalismo consumista promueven –en verdad, imponen– las mezclas culturales y la insolencia y la defensa del placer que yo había defendido por motivos bastante diferentes”. Aquellos entusiasmos, entonces disidentes, se habían generalizado socialmente, pero a través de fuerzas que Sontag no había comprendido en su momento. “Fue imponiéndose lo que podríamos denominar como barbarismo. Utilizando términos de Nietzsche: habíamos entrado realmente en la edad del nihilismo”. Me imagino a Theodor Adorno sonriente, dando la bienvenida a Sontag, pues ese es el lenguaje profundamente pesimista de la Escuela de Francfort, un lenguaje que ya nunca sería abandonado por gran parte de los colegas de Sontag. Y sospecho que la naturaleza de Susan estaba más inclinada hacia él que a su momentánea apertura a una corriente efímera de esperanza.
La verdad es que el proceso de asimilación de la contracultura por lo que podríamos denominar la corriente principal del sistema -proceso en el que el consumo de masas tenía un papel central- ya estaba en marcha en 1966, año de la publicación de “Against Interpretation”, y mis amigos críticos de rock así como yo misma tratábamos de entender el significado de que los Beatles estuviesen vendiendo millones de discos y se anunciase que eran más populares que Jesús. La cultura era compleja entonces y es compleja ahora, aunque de forma mucho más alarmante. La pregunta sigue planteada: ¿qué pasa con la posibilidad humana? ¿Nos limitamos simplemente a abandonar su idea?
Hace unos años, escuchando a Sontag durante un debate organizado por el departamento de periodismo de la Universidad de New York, me sobresaltó su despectivo rechazo generalizado a toda la cultura popular estadounidense. Había una gran diferencia entre su crítica a los defensores de Riefenstahl, que representaba la mordaz y profundamente pensada indignación moral de una alta cultura, y esta especie de animosidad a la deriva. Parecía que Sontag se hubiese hecho una cascarrabias.
Pese a todo, sus primeras obras constituyen un testamento dirigido hacia fronteras que podrían ser cruzadas y mundos alcanzables por nuevos caminos. “El gusto camp es una especie de amor, amor por la naturaleza humana, al que los pequeños triunfos y las delicadas intensidades de carácter gustan más que los expertos. El camp es un tierno sentimiento”. Sí.

2. Política

Susan Sontag creyó que los intelectuales debían pronunciarse políticamente. Participó activamente en el movimiento contra la guerra de Vietnam. Intentó, con pasión y persistencia, despertar las conciencias de Estados Unidos y Europa contra la catástrofe genocida en Bosnia. Y, sin embargo, yo no diría que Sontag fuese una pensadora política. Para Sontag, la política era un territorio en el que había que actuar con un elevado estilo moral. O, en otro de sus aspectos, un territorio en el que el escritor debía defender valores literarios, valores de civilización, cuando se encontraban asediados, como lo estaban en Sarajevo. Era una cuestión de voluntad. Sin embargo, la política se refiere sobre todo a estructuras sociales, comportamientos colectivos –o psicología de masas– y a la relación entre ambas cosas. La política es un asunto de conocimiento y de poder.
Si Marx y Freud fueron sus enemigos en la búsqueda de una erótica de arte, aún resultaron más claros antagonistas de una política de la moralidad personal. Ellos consideraban que las moralidades eran producto de estructuras sociales y psíquicas, respectivamente, y por ello creían que los elevados valores de los moralistas no eran nunca alcanzados en la vida real. Para Marx, comprender la estructura social era clave para la revolución política; para los discípulos radicales de Freud, si no es que también para el propio Freud, entender la estructura libidinal hacía posible una revolución en la cultura.
La actitud de Sontag estaba más en línea con el liberalismo estadounidense que, en los años posteriores a 1945, consideraba que la moralidad era el antídoto frente a los totalitarismos de derecha y de izquierda. Esa postura la llevó a hacer declaraciones como la siguiente: “el comunismo es el fascismo con rostro humano”, aunque, de hecho, el fascismo y el comunismo, teniendo ciertos rasgos en común, son fundamentalmente diferentes en su estructura social y en la psicología de masas. Este enfoque ha sido también el rasgo distintivo de los intelectuales disidentes de Europa oriental, característico de la era postsoviética.
Mi propio acercamiento a la política debe mucho a Marx y Freud. En mi opinión, Europa Oriental ha sufrido gravemente las consecuencias del rechazo de sus intelectuales a pensar seriamente, de manera política, en términos de estructuras como la clase, el género, y la religión. Creo que en Bosnia pudo ocurrir lo que ocurrió, y la gente que mejor debería haberlo conocido fue capaz de ignorarlo, porque nunca hemos llegado a entender realmente la confluencia de fuerzas históricas, culturales, psicológicas y de poder político que dieron lugar al Holocausto. La condena moral por sí sola no impedirá que estas atrocidades vuelvan a ocurrir.
Los testimonios individuales no cambian la historia; sólo los movimientos que entienden su mundo social pueden hacerlo. Los movimientos animan la solidaridad; el individuo moral es probable que, sin ser consciente de ello, la desaliente con su solitario testimonio, que le genera sentimientos de superioridad y una cólera moralizadora contra los que no hacen lo mismo. Sontag sucumbía a esta tentación a menudo. Frustrada porque la causa de Bosnia no alzó a los intelectuales como la guerra civil española, los acusó de egoísmo de clase media y autocomplacencia. Parece que Sontag no entendió que si otros no compartieron su grito de urgencia, podría haber razones no reducibles a una personal depravación moral: una época despolitizada, la confusión y la desesperación de la izquierda, la carencia de un análisis social que situase los acontecimientos de los Balcanes en su contexto.
De todos modos, no desestimo el desafío moral de Sontag. Ya que junto al conocimiento tiene que marchar la voluntad. Aún no sabemos cómo se forma nuestra conciencia. Sin embargo, aunque no podemos desenredar el complejo y sinuoso trenzado de nuestra formación, la conciencia es aquello que siempre nos acompaña... si tenemos esa suerte. Sin duda, la conciencia puede ser un falso frente, pero su ausencia es mortal. Los testimonios individuales no pueden hacer el trabajo de los movimientos sociales, pero sí pueden romper un silencio corrosivo y desmoralizado. Por tanto, fue bueno e importante que Sontag fuese a Sarajevo, siguiese yendo, escribiese sobre ello y no se callase. Su voz era intimidatoria, irritante, quisquillosa, dicha en el tono de quien habla desde las alturas. Pero lo que decía era cierto.

3. Muerte

Aunque Sontag vivió muchos años con la enfermedad que finalmente la mató, nunca escribió sobre esa experiencia, salvo de forma indirecta. “La enfermedad”, declaró en una de sus más famosas polémicas, “no es una metáfora... el modo más adecuado de contemplar la enfermedad –y el modo más sano de estar enfermo– es aquel que más exento esté de todo pensamiento metafórico y que más resistencia le oponga”. La enfermedad, tal y como Sontag la entendía, era un hecho bruto y mudo. El bagaje cultural que produjo la imaginación del cáncer como “una invasión despiadada y secreta” o como expresión de un carácter sexualmente inhibido y emocionalmente resignado, no era más que un efectismo propio de una película de misterio. De la misma forma que con la llegada de los antibióticos la tuberculosis perdió todo el romanticismo que la había rodeado, así desaparecerán los mitos que definieron nuestro miedo al cáncer, una vez que “su etiología sea mejor comprendida y su tratamiento tan eficaz como ha llegado a serlo el tratamiento de la tuberculosis”. Mientras tanto, la metáfora solamente servirá para aterrorizar y estigmatizar a la víctima, sobre quien el público proyecta fantasías sustentadas sobre su ansiedad.
“Illness as Metaphor” tuvo como origen una conferencia, después se convirtió en un ensayo publicado en New York Review y terminó siendo un pequeño libo. Más tarde, fue acompañado por un segundo ensayo, “AIDS and its Metaphors”. “Illness as Metaphor” fue una obra valiente y problemática, como tantos otros trabajos de Sontag. También resultaba algo anacrónico. En 1978, año en que apareció, tanto la omnipresencia del cáncer, con la familiaridad que acarreaba, como las mejoras en su tratamiento habían privado a la enfermedad de la mayor parte de la aureola mitológica denostada por Sontag. Al mismo tiempo, la reacción contra el psicoanálisis había desterrado como tema de conversación la teoría, avanzada por el psicoanalista radical Wilhelm Reich, que más excitaba la indignación de Sontag: aquella según la cuál el cáncer tendría su génesis en la represión sexual y emocional. La actual opinión convencional sigue el rastro de las propias opiniones de Sontag, quizás, en cierta medida, debido a su influencia. No obstante, este documento de Sontag sigue siendo fascinante, en parte porque es su único comentario sobre este fatídico episodio de su vida, pero tal vez lo sea aún más por el rompecabezas que plantea: es el trabajo de una escritora cuya pasión era el lenguaje, rechazando la metáfora como medio para comprender. Una ensayista cuyo tema central era la estética, la moralidad y la relación entre ellas, declarando categóricamente que la enfermedad no tiene ningún significado estético o moral.
Tiene sentido oponerse a las metáforas que pretenden castigar o controlar, reducir o falsificar la experiencia, así como reconocer que hasta la metáfora más apropiada es un prisma defectuoso y que vemos a través de un cristal distorsionado. Pero de ahí no se deduce que el pensamiento metafórico pueda ser eliminado simplemente para favorecer una “saludable” transparencia. No pertenezco a la escuela de pensamiento que considera que toda experiencia humana puede ser reducible al lenguaje. El cuerpo, en mi opinión, no es simplemente un discurso. Pero la descripción del cuerpo y su relación con la mente y con el mundo es otro tema. Lo que Sontag no parecía comprender es que el modelo médico alopático de enfermedad, como entidad completamente externa a la persona, con una causa y una cura objetivas, es tan metafórico como cualquier otro, basado en las principales metáforas de la filosofía cartesiana y de la ciencia newtoniana. Y como descripción resulta muy incompleta. Flotamos en un mar de elementos patógenos, microbianos y químicos, naturales y artificiales, y sólo algunos, a veces, caemos gravemente enfermos. O, para decirlo con más precisión, nuestros cuerpos fallan y mueren a ritmos diferentes, en momentos diferentes, de formas diferentes, a pesar de los peligros compartidos propios de nuestra condición. Y lo mismo ocurre con nuestra capacidad de recuperación. Como una vía de reconocimiento de estos hechos, las metáforas psicoanalíticas de libido y represión, conflicto y defensa, pueden ser atinadas.
La enfermedad avanza cuando el sistema inmunológico falla, cuando el agente externo encuentra una vulnerabilidad interna. ¿Qué nos hace vulnerables? El sentido común actual dice que los genes, pero sabemos que los genes representan más lo potencial que lo real, y que la relación entre el potencial genético y su expresión es compleja y obscura, pues entre ambos media nuestro entorno ambiental, pero también nuestra experiencia. Sabemos que la emoción afecta al cuerpo, al corazón y al ritmo de respiración, al flujo hormonal, a las tensiones musculares. Parece concebible que aquellas decepciones que no podemos reconocer o expresar directamente puedan expresarse en forma física.
Esta idea ha sido a menudo traducida groseramente en el concepto de culpa, como si el enfermo escogiese deliberada y perversamente sus decepciones y sus negaciones, y al hacerlo escogiese también sus enfermedades. Esto es resultado de la tendencia de la gente a mezclar dicha idea con otro sistema metafórico, mucho más poderoso en nuestra cultura, un sistema dedicado a la idea de la voluntad abstracta e incorpórea: la moralidad judeocristiana. El Nuevo Testamento dice “el salario del pecado es la muerte”; la formulación judía es “mida k’neged mida” (medida por medida). Pero si el concepto de enfermedad psicosomática es frecuentemente mal empleado para añadir una nueva carga sobre el enfermo, ¿basta eso para desecharlo totalmente? ¿Qué podrían ganar o perder con ello quienes están sufriendo la enfermedad?
Poco después de que me pidieran escribir una nota necrológica sobre Sontag, una mujer cuya escritura y cuyas declaraciones públicas siempre me hacían sentir como si estuviésemos enzarzadas en una conversación –habitualmente, una discusión–, mis reflexiones sobre ella y “Illness is Metaphor” dieron un giro más personal, pues me diagnosticaron un cáncer. Aunque fue cogido a tiempo, receptivo a los últimos avances de la medicina alopática, la enfermedad no me afectó como un mero hecho bruto y mudo. Sentí que una enfermedad que amenaza la vida era una crisis espiritual por definición, en la que jugaban el menor papel las preguntas sin respuesta sobre la etiología de la enfermedad, aunque en verdad por un momento fui inundada –me imagino al fantasma de Susan sofocando una sonrisa– por una ola de terror supersticioso y culpable, producida por la fantasía de que cada uno de mis pensamientos o actos ruines habían convergido para provocar una improbable mancha en mi pulmón de no fumadora. Pero las verdaderas preguntas eran sobre el futuro.
Cuando los clichés (es decir, las metáforas añejas) sobre la precariedad de vida se presentan de repente como la verdad simple e irresistible, esto ocupa toda la mente. ¿Cómo fomentar de la mejor manera posible la propia recuperación y cómo vivir mientras tanto? ¿Dedicamos todas las energías a seguir adelante, para que no nos domine la enfermedad, o revisamos las prioridades, centrándonos en lo más importante y desechando lo demás? Te preguntas qué es lo más importante: ¿el amor, el trabajo, el prestar atención a las sensaciones preciosas de la vida? ¿Hay que hacer de la salud un proyecto central, o bien hay que negarse a la obsesión? ¿Qué música escuchar, The Clash o John Fahey, Mahler o Arvo Pert? Y, si no es posible vivir sin metáforas, ¿qué metáforas son las convenientes? Un amigo me escribió: “Estás en guerra”. La metáfora militar es la más común de todas las que Sontag consideraba inútiles. ¿Estaba en guerra, una guerra civil, quizás, contra mis propias células delincuentes? ¿Quién era el enemigo, exactamente? ¿O acaso las ordalías que estaba sufriendo se parecían más a una especie de maratón acuático nadado contra una corriente submarina?
Resulta interesante observar que Sontag comienza “Illness” con una metáfora:
“No quiero describir lo que realmente es inmigrar al reino de la enfermedad y vivir allí, sino las fantasías punitivas o sentimentales prefabricadas para esa situación; no una verdadera geografía, sino los estereotipos de carácter nacional”.
Se trata de un libro sin protagonista, colocado sobre un territorio sin habitantes; o, más bien, un territorio de habitantes opacos, cuya presencia sólo es revelada por los tropos que les rodean, como los agujeros negros que sólo son detectados por los efectos de su campo gravitatorio. Hay un silencio sombrío, apropiado para el entierro de la autora, ya que la muerte es realmente el reino donde las metáforas tienen un definitivo final.



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