Trasversales
José Manuel Roca

Sotanas al viento


Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006


Cristianos pero crispados

Según el discurso agustino de las dos ciudades, todo gobierno humano es impío, pero la intervención de la Iglesia como instrumento de la Ciudad de Dios puede reducir los excesos y suplir las carencias de la humana res publica. Por tanto, la Iglesia se convierte en un componente esencial del orden político para lograr un gobierno más justo; no justo del todo, porque todo lo humano es imperfecto, pero sí más justo que si falta el concurso eclesiástico. De acuerdo con ello, para la Iglesia el mejor súbdito es el creyente (y el mejor creyente el súbdito), el mejor gobierno es el católico y el mejor Estado es el confesional.
En el pasado, la Iglesia católica persiguió dichas metas sin recato ni desmayo. En la España contemporánea encontró el modelo político que más se acercaba a la agustiniana Ciudad de Dios en la dictadura franquista, que le devolvió los viejos privilegios que perdió con el régimen aconfesional de la II República, cuya Constitución, en su artículo 3, decía “El Estado español no tiene religión oficial”, y en su artículo 25 decía “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas”. El artículo 26 consideraba las confesiones religiosas como asociaciones sometidas a las leyes tributarias ordinarias y señalaba los límites de las actividades de las órdenes religiosas (p.e., se les prohibía ejercer la industria, el comercio y la enseñanza).

Con la transición, merced a los acuerdos negociados secretamente entre el Vaticano y el Gobierno de UCD (provisional en tanto que constituyente) mientras se elaboraba y se sometía a refrendo la Constitución de 1978, la Iglesia católica se las arregló muy bien para vivir en el régimen parlamentario sin comprometerse con él (su silencio ante el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981 fue evidente) y devino en un carísimo poder fáctico incapaz de ser saciado en sus demandas.
La llegada, en 1996, de la derecha católica al poder central del Estado (en los poderes periféricos ya gobernaba) permitió a la Iglesia aumentar sus privilegios y acercarse un poco más al orden agustiniano que siempre ha deseado.
El cambio político surgido de las elecciones del 14 de marzo sorprendió tanto a la Iglesia como al PP, reforzó su vieja alianza y les unió contra un Gobierno considerado ilegítimo. Si en el PP opinaban que el PSOE, mediante una conspiración, les había arrebatado una gobernación suya por derecho, para la Conferencia episcopal el Gobierno socialista era doblemente ilegítimo: políticamente, porque había desalojado del poder a la derecha, y moralmente porque sus acciones se apartarían del modelo cristiano.

Desde entonces, la jerarquía católica se ha sumado a la campaña emprendida por el Partido Popular para erosionar al Gobierno de Zapatero opinando sobre todo lo opinable, desde la investigación con células embrionarias al proyecto de Estatuto de Cataluña y el Plan Hidrológico, pasando, naturalmente, por el tema de la sexualidad, verdadera obsesión de los reprimidos varones que componen la Conferencia episcopal. Asuntos todos en los que la jerarquía católica, con los argumentos más peregrinos y faltando, por supuesto, a la verdad (¡qué duro es seguir el Evangelio!), ha pretendido presentar a la Iglesia como víctima de una persecución ¡nunca igualada en dos mil años!, según la exagerada apreciación del secretario de la Conferencia, que anda tan escaso de prudencia como de conocimientos de historia y de contabilidad, porque 3.000 millones de euros al año (3.692 para ser más exactos), percibidos por la Iglesia del Estado central y de los gobiernos autonómicos, no es poca cosa.
A pesar de esa suma y de que el Gobierno de Zapatero ha mantenido hasta ahora un compromiso financiero que la propia Iglesia no ha cumplido (sigue sin autofinanciarse con las aportaciones voluntarias del IRPF), la jerarquía católica ha acompañado gustosa al PP en su campaña de crispación, poniendo al servicio del desprestigio del Gobierno, del Estado y aún del propio país sus púlpitos y publicaciones, especialmente ese esperpento informativo que es la emisora de los obispos, tan alejada del “espíritu evangélico” como cercana a la ideología de Franco. Desde la COPE, cadena de emisoras mantenidas en parte con dinero público, un grupo de fanáticos partidarios de la España más negra insulta cada día y difama, miente e incita al odio, al racismo, al machismo, a la xenofobia y a la homofobia, en nombre del patrioterismo más estrecho, de una concepción intransigente y autoritaria de la actividad política y de una interpretación medieval del dogma católico, bajo la mirada complaciente de los obispos, convertidos, ante la reforma de la Ley de Educación, en parte interesada en elevar hasta el máximo grado el clima de crispación.

El proyecto de Ley de Educación del Gobierno afecta directamente a uno de los pilares de la Iglesia, pero no es una ley elaborada contra la Iglesia. Bien al contrario, es francamente moderada, pues, a estas alturas, cabría esperar algo más de valentía en un gobierno socialista para enfrentarse con una Iglesia tan recalcitrante como la española y financieramente tan bien tratada.
El secretario de Organización del PSOE, José Blanco, ha indicado que con el Gobierno socialista nada ha cambiado respecto a la enseñanza de la religión católica, y lamentablemente tiene razón, pues la ley respeta privilegios de la Iglesia aunque señala ciertas exigencias que modifican el modelo anterior, que permitía a la Iglesia actuar con gran discrecionalidad. Por lo cual, la jerarquía eclesiástica no se ha conformado con arropar moralmente al Partido Popular, sino que, como antaño, se ha puesto al frente de las fuerzas reaccionarias movilizando todos los recursos disponibles en una demagógica campaña de agitación, en el sentido más leninista del término, para influir sobre la opinión pública. Por algo la Iglesia es la inventora del vocablo propaganda y de un instrumento para difundir sus dogmas (Instituto para la Propagación de la Fe).
Falaces argumentos, que no obstante su interés para la ciencia política (y la siquiatría) sería oneroso analizar aquí, se han utilizado y todo tipo de presiones se han ejercido sobre profesores, alumnos y progenitores en colegios privados y, lo que es peor, en colegios subvencionados con dinero público, con tal de sembrar la confusión y promover un ánimo de agravio y beligerancia contra los presuntos culpables de una serie de inimaginables tropelías concebidas con el exclusivo objeto de perjudicar a la Santa Madre. Una vez alcanzado el clima de opinión adecuado y propalada una gran mentira –la nueva ley atenta contra la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos y amenaza la unidad de España–, la jerarquía católica, a través de sus múltiples plataformas, convoca una gran manifestación en Madrid, a la cual se suma encantado el PP.

La plana mayor del PP, seis obispos, miles de miembros de congregaciones religiosas, alrededor de un millón de personas de toda España, según los organizadores, 400.000 según la delegación del Gobierno, muchas en todo caso, se concentraron el 12 de noviembre en el centro de Madrid, tras la consigna exhibida en una pancarta –Por el prestigio de la enseñanza, una educación en libertad- y con el estribillo de una rumba de Peret, Borriquito como tú, que parecía dedicado a Aznar o a alguno sus ministros concernidos por el tema, que han sido los que menos dinero han destinado a la educación, colocando a España a la cola de Europa como se desprende del Informe PISA de 2003 y de un estudio de la Unión Europea sobre resultados escolares del año 2004, publicado en vísperas de la manifestación.
Pero esta derecha tiene mala memoria y la Iglesia también. Y por el clima imperante entre los congregados parecía que el único causante del deterioro de la enseñanza fuera el Gobierno socialista, o mejor dicho el presidente del Gobierno, convertido por el PP en el culpable de casi todo, repitiendo la misma táctica empleada con Felipe González (son incapaces de renovarse hasta en eso). Pero esta derecha es así y salió a la calle para reclamar libertad y más calidad en la enseñanza, aunque cueste creer que la Iglesia pueda demandar libertad alguna, cuando lleva siglos persiguiéndola. Los motivos aducidos y las consignas coreadas en la manifestación ratifican esa impresión.
Los congregados recordaron al Gobierno el derecho constitucional (eso muy recalcado) de los padres a elegir la educación para sus hijos, reclamaron una educación de calidad y la asignatura de religión (católica, claro) como materia evaluable, acompañada de otra sobre el hecho religioso, igualmente evaluable y obligatoria para los alumnos que no cursen religión. Pero la Constitución no reconoce el derecho de los padres católicos a imponer a los hijos de los no católicos el estudio de los dogmas de la Iglesia o de otras religiones. Y el proyecto de la nueva Ley de Educación establece que colegios públicos y concertados deben de ofrecer de manera obligatoria la asignatura de religión, aunque deja a los alumnos la libertad de cursarla. Es decir, la asignatura de religión es obligatoria para los colegios pero no para los alumnos. Pero esta postura que contempla la libertad de todos no satisface a la Conferencia episcopal ni a las asociaciones católicas ni al Partido Popular, partidarios todos ellos de que la sociedad entera trague sin rechistar con sus criterios.
Las organizaciones convocantes pretendían representar a todas las familias de España –la ley está hecha sin consenso y sin escuchar a las familias–, como si todas las familias españolas fueran católicas y votantes del PP, y como si éste, en sus años de gobierno, hubiera buscado algún tipo de consenso en materia de educación.

La Ley Orgánica Universitaria (LOU) y la Ley de Calidad de la Educación fueron leyes elaboradas a toda prisa y decididas por la mayoría absoluta del Partido Popular. Un pacto de Estado sobre la educación (necesario para no cambiar de ley cada vez que cambie el Gobierno), como ahora solicita Rajoy, no fue lo que él impulsó cuando era ministro del ramo, cuyo mandato, tras el de Esperanza Aguirre (otro desastre, con su idea de unificar las humanidades), fue bastante anodino.

La función de la escuela católica

Hoy, la Iglesia sabe que el mejor camino para conseguir ciudadanos creyentes y gobiernos católicos es influir de manera persistente sobre la sociedad, en particular, sobre quienes disponen de menos criterios para criticar su doctrina, los niños y los jóvenes, a través del aparato escolar.
Durante mucho tiempo la escuela ha sido uno de los medios fundamentales de  la Iglesia para renovar la feligresía. El control de la escuela ha permitido a la Iglesia contar con un público cautivo, que, adecuadamente adoctrinado desde la infancia, ha producido a lo largo del tiempo millones de creyentes adultos. La enseñanza ha permitido a curas y monjas catequizar cómodamente sin tener que salir a la calle a disputar la captura de almas con funcionarios de otros credos o ideologías. Con la excusa de instruir, la escuela bajo el control eclesiástico ha conseguido capturar voluntades, en muchísimos casos de por vida, y contar con una numerosa grey para ser utilizada como masa de maniobra cuando la jerarquía lo ha precisado.

Pero el ambicioso proyecto de catequizar a toda la sociedad, además de autoritario es caro, por eso la Iglesia pretende costearlo con fondos públicos. No de la propia Iglesia y de las aportaciones de congregaciones y asociaciones religiosas y de la feligresía católica, sino con fondos del erario público, pero además sin condiciones. Con ello hemos llegado a la actual situación, en la que el Estado financia escuelas religiosas y privadas y paga los salarios de los 18.000 profesores de religión, que la conferencia episcopal contrata o despide a voluntad. Porque ésta es la segunda parte del asunto. Con tal procedimiento la Iglesia aúna dos actividades: catequizar y hacer negocio.

El proyecto de ley de Educación no elimina las subvenciones del Estado a los colegios privados, pero establece controles para que exista competencia real, no imaginaria, entre la enseñanza pública y la privada, porque el sistema hoy vigente permite a los colegios concertados seleccionar a los alumnos a partir de un doble filtro. Por un lado, una discriminación de clase social al exigir a las familias aportaciones económicas, voluntarias en apariencia, destinadas a costear actividades no docentes (las docentes ya están financiadas por el Estado), lo cual hace desistir a las familias con menos recursos. Por otro lado, con la enseñanza de la religión católica como materia obligatoria y evaluable se realiza una discriminación religiosa, pues estos colegios se evitan la presencia de inmigrantes, que por sus creencias religiosas no acuden a estos centros concertados paraconfesionales, los cuales se evitan graves problemas (idioma, cultura, orden y convivencia en las aulas) que tanto pesan en los resultados de la escuela pública.
El dinero público, aportado para igualar a todos los alumnos, es utilizado como complemento del dinero privado para separarlos por su nivel económico, su credo y/o su raza. De este modo, colegios financiados con dinero público funcionan en la práctica como si fueran centros privados, reservados a una élite de alumnos católicos, con buena posición social y en su inmensa mayoría de “raza blanca”. Así, tenemos que, a través de mecanismos perversos, la Iglesia, tan habilidosa en aplicar la metáfora evangélica de separar el grano de la paja, ayuda a hacer realidad la vieja aspiración de la derecha: extender la desigualdad sobre la tierra. La libertad de los padres para elegir el colegio de sus hijos ha devenido en la libertad de los centros para seleccionar a sus alumnos. O quizá sea al revés, la libertad de los centros para escoger los alumnos adecuados a su selectivo ideario ha conducido a padres celosos de su nivel social a defender esa peculiar libertad de los centros, detrás de la cual, dado que son negocios, es imposible no ver la demanda de libertad del capital para moverse a su antojo.



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