Trasversales
Raoul Vaneigem

Liberar la tierra
de las ilusiones celestes y de su tiranía


Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006. Prólogo del libro Le mouvement du libre-esprit, obra de Raoul Vaneigem (1934, Lessines, Bélgica) y editado por L’or des fous éditeur, 2005.  Traducido y publicado con autorización del autor y de la casa editorial. Raoul Vaneigem © L’or des fous éditeur, 2005.


“A aquellas y aquellos que, esforzándose en instaurar una sociedad humana en la que la felicidad de cada uno sea solidaria de la felicidad de todos, han luchado y siguen batiéndose para desembarazar a la Tierra del pensamiento religioso”
A la memoria de la poeta persa Thairih, denominada también Qurratu l’Ayn, que en 1848 se despojó públicamente de su velo, declaró que no lo llevaría nunca más y llamó a las mujeres de su país y del mundo entero a liberarse de la tiranía masculina.


Inaugurando, hace unos diez mil años, un sistema de explotación de la naturaleza terrestre y humana, la revolución agraria dio nacimiento a una civilización mercantil cuya evolución y formas están marcadas, a pesar de su gran diversidad, por la persistencia de algunos rasgos en todas partes dominantes: la desigualdad social, la apropiación privativa, el culto del poder y del beneficio, el trabajo y la separación que éste introduce en el cuerpo entre las pulsiones de vida y el espíritu, que las pretende domar y reprimir, actuando de la misma forma que lo hace ante los elementos naturales.
La relación que, en la economía recolectora anterior a la aparición de la agricultura intensiva, se estableció por ósmosis entre el espacio humano y los reinos mineral, vegetal y animal, cedió su lugar a su forma alienada, a la religión, sometiendo la tierra a un imperio celeste, a una etérea putrescencia hormigueante de criaturas fantasmales llamadas Dioses, Diosas, Espíritus.
Los vínculos que cierto modo de comprensión afectiva había trenzado entre los elementos de lo vivo, se convirtieron en las cadenas de una tiranía tutelar, reinante, en su ententórea vacuidad, desde las pasmosas alturas del más allá.

Las religiones institucionales nacieron del miedo y del odio profesados a la naturaleza. Reflejan unánimemente la hostilidad engendrada, hace unos diez mil años, por el pillaje, con fines lucrativos, de los bienes prodigados por la tierra. Allá donde los elementos naturales se celebran en nombre de la fecundidad, su culto da testimonio de rituales bárbaros, holocaustos, sacrificios sanguinarios, crueldades que sólo pueden imaginar los miserables que rechazan sus pulsiones de vida y que avalan, por los mandamientos del espíritu, este bestial instinto predador al que la humanidad no tiene que trascender, sino que dejar atrás.
El sentido humano consiste en controlar la proliferación caótica de la vida, en intervenir de tal forma que la exhuberancia creadora se propague sin destruirse por superabundancia, en impedir que la irradación vital no se convierta en radiación mortal, como una necesidad de amor no satisfecha se transforma en animosidad.
Se trata, asimismo, de mantener entre los animales salvajes un equilibrio entre presas y predadores; de prevenir el deterioro excesivo de los árboles y la quema del monte bajo que está despejando los bosques; de dar nacimiento a niños deseados, amados, mimados, educados en el amor por la vida, sin alentar la proliferación natalista y condenarlos así a la miseria, a la enfermedad, a la fatiga, al trabajo, al sufrimiento, a la violencia.

Todas las religiones, sin excepción alguna, oprimen el cuerpo en nombre del espíritu, desprecian la tierra en nombre del cielo, propagan el odio y la crueldad en nombre del amor. Las ideologías actuan de la misma forma, bajo el pretexto de asegurar el orden social y el bien público. Limitarse a oponer la laicidad del poder al poder de las religiones, es combatir la mentira sagrada con la mentira profana.
Los sacerdotes extraen su hegemonía del caos social y de la miseria. Necesitan este hormigueo, en el que pulula la supervivencia a costa de la verdadera vida, para arrogarse el privilegio, según pretendidos mandatos divinos, de talar brutalmente la superabundancia de los pueblos. Ellos imponen suplicios, inmolan, eliminan todo aquello que les excede, legalizan las hecatombes en nombre del Todopoderoso. Predican la salvación del clan, de la tribu, de la comunidad, de la especie a través de la igualación por la muerte soberana. Abren la invisible puerta de sus certezas dogmáticas, una puerta que viene a dar sobre una vida mítica, cuya riqueza palia las carencias de aquí abajo.
El individuo es sacrificado a lo gregario. En el lagar de los rituales de adoctrinamiento, la alegría de vivir se comprime, se aplasta, se machaca, se lamina, muere y de su cadáver rezuma la fe. Una creencia que predica la salvación al precio de una vida mutilada y sacrificada. ¿Cómo extrañarse de ello?

El principio de fatalidad, según el cual a cada instante la muerte se apodera de lo vivo, ilustra el mecanismo de autorregulación al que el proliferante caos recurre espontáneamente. De ahí el oscurantismo, la inteligencia obtusa, el credo quia absurdum, que, ocultando la potencia creadora del ser humano, anula desde hace milenios nuestra única oportunidad de acceder a la vida y de propagarla.
El pretendido retorno de las religiones sólo traduce una de las regresiones en las que el pasado se manifiesta por un resurgimiento artificial y pasajero. Vuelve a agruparse una jauría de arcaísmos espectaculares y paródicos. Al arrasar nuestras creencias e ideas tradicionales en beneficio del cálculo a corto plazo, el mercantilismo planetario ha convertido a las religiones y a las ideologías políticas en simples elementos coyunturales en el tablero de sus necesidades; las rehabilita o se libra de ellas según que el mercado las juzgue necesarias o superfluas.
El repugnante principio de “Todo está permitido con tal de que dé beneficios”, ha herido hasta la náusea a las diversas sociedades y ha convertido al nihilismo en la filosofía de los negocios.

El consumismo ha devorado al cristianismo. Después de Jesús, Jehová, Moon y el Dalai Lama, también Mahoma entrará en un Mac Donald como una especie de pin ofrecido de obsequio. Cómo nos alegraríamos de ello si no fuese porque el culto al dinero hace de vertedero para todos los demás cultos.
El espíritu religioso ama chapotear en el agua estancada de un pasado pantanoso; las instituciones eclesiales no son más que el embalaje de un producto mercantil. El ecumenismo especulador mezcla en la misma cubeta el catolicismo vaticanista con el calvinismo de Wall Street o con las mafias que operan bajo las banderas del sunismo, del chiísmo, del wahabismo, del sionismo, del hinduismo o del sijismo. El Dios del estraperlo y de la fe en no importa qué sirve de cuarto trastero a creencias obsoletas y a fantasmagorías similadores a las de El Bosco, de las que muy deprisa se ha olvidado que no hace tanto tiempo contribuyeron al extraordinario surgimiento de las sectas. Es propio de la lógica mercantil beneficiarse de la pérdida de alma que ella provoca. En tal materia, tanto da una moda que otra.
El capital, bajo todos los climas que degrada, lleva a cabo una verdadera guerra fría contra el conjunto de las poblaciones del globo. Esta guerra es una parodia del antiguo enfrentamiento que oponía al Este contra el Oeste, al imperio de Moscú contra el imperio americano. Se trata, hoy, de una guerra a escala planetaria, una guerra de delincuentes y de tribus, comandada por los mercados de armamentos, del petróleo, de la narcofarmacia, de la industria agroalimentaria, de las biotecnologías, de la informática, de los grupos financieros, de los servicios parasitarios, de la pesca intensiva, del comercio de los seres humanos, del tráfico de animales, del pillaje de los bosques.

Lamentablemente, la única Internacional efectiva y eficaz es la de los muertos vivientes que necesitan hacer de la Tierra un cementerio. Es cierto que el movimiento obrero había abandonado ya el internacionalismo a los estalinistas del antiguo imperio soviético y a sus satélites, los Mao, los Pol Pot, los Ceausescu, los Castro y otros caudillos. ¿Cómo el reflejo de servidumbre voluntaria, logrado con tanto celo mediante un machacón aporreamiento transmitido a través de la información y la educación, podría no suministrar una creciente tasa de audiencia a las formas promocionales del fatalismo, ya sean laicas o religiosas? Aquellos que se burlen de la resignación del musulmán harían bien en interrogarse sobre la suya.
Resultantes en su origen del sistema económico que las regurgita, y habiendo alcanzado hoy su apogeo y el punto en que comienza su desmoronamiento, las religiones, tan irrisorias como amenazantes, son como la imagen del dinero virtual que, desde lo alejado de absurdas y abstractas cotizaciones bursátiles, arrasa la metalurgia, los textiles, la agricultura natural, la salud, la educación, los servicios públicos, la existencia de millones de personas.
De esta burbuja especulativa financiera, inflada sin cesar y de la que los economistas prevén su estallido, procede un espíritu apocalíptico, menos marcado por el miedo que por el cinismo.

Reproduciendo el viejo esquema del fin del mundo –tan frecuentemente asociado, antaño, a reivindicaciones igualitarias– el programa de destrucción del planeta y de la vida terrestre se identifica hoy, sin pudor, con la salud del mundo de los negocios. ¿Cómo esta visión, eminentemente religiosa, no se adjudicaría un lugar preponderante en el espectáculo? Nada suscita más fascinaciones triviales y mórbidas que la puesta en escena, guiada por un voluble y funcional maniqueísmo, de buenos y de malos ángeles exterminadores, cuyas milicias intercambiables reúnen indiferentemente a corruptores de climas, envenenadores de alimentos, contaminadores de todo tipo, promotores de guerras y de miseria, asesinos, masacradores, terroristas blandiendo o no la bandera de una Causa.
Lo único que no aparece en el espectáculo universal y en  sus escenografías de la muerte en directo o entre bastidores es la simple evidencia para millones de seres humanos de que la vida existe y merece ser vivida.
Las sociedades patriarcales siempre han despreciado la búsqueda de una felicidad terrestre. Ahora que los valores fundadores de la sociedad gregaria se disuelven en las aguas del cálculo egoísta, cada cual se encuentra solo para jalonar su camino, para equivocarse en ausencia de referencias y con la angustia de perderse, solo para contar consigo mismo, descubrir sus recursos personales, su facultad de crear, sus verdaderos deseos y la resolución de llevarlos a cabo.

Es aquí, en el mismo lugar en que a través de la crisis planetaria se esboza una mutación, donde el plausible nacimiento de un mundo nuevo hace resaltar figuras del pasado que resistieron al oscurantismo, que se levantaron contra la opresión, defendiendo la emancipación del hombre y de la mujer, dando testimonio, con insolente modernidad, de una radicalidad que aún hoy apenas comienza a emerger: Aleydis de Cambrai, Marguerite Porète de Valencienne, Willem Cornelisz d’Anvers, Heilwige Bloemardinne de Bruselas, Dolcino y Margarita de Novare, Tomas Scoto de Lisboa, Francisca Hernández de Salamanca, Herman de Rijswijk, Eloi Pruystinck d’Anvers.
Como se ve, desde la Edad Media hasta el Renacimiento, numerosas mujeres han combatido, pertinentemente, la opresión religiosa en nombre del amor, de la libertad del deseo, de la generosidad de la vida. La emancipación de la mujer va a la par con el declive del patriarcado, cuya suerte está ligada al sistema de explotación de la naturaleza. Por ello, constituye hoy un elemento motor de la consciencia humana.
¿Es necesario recordar que las mujeres sicilianas fueron las primeras en combatir victoriosamente a la mafia, que el coraje de las mujeres árabes, iraníes, afganas vencerá sobre el despotismo que el hombre ejerce sobre ellas para olvidar que también él se encuentra pisoteado por una opresión similar?

Al igual que profesa el miedo y el desprecio de la naturaleza, no existe religión que no profese el miedo y el desprecio a la mujer. Pero, tras haberla convencido durante tanto tiempo para que reivindicara esta servidumbre, en la que prevaleció la obsesión del macho a ser un cornudo, la tradición patriarcal vacila y se encuentra sometida a asedio. El miedo del macho a ser destronado no es ajeno a los accesos de rabia de estos movimientos populistas laicos, de los que los integrismos no son sino la versión religiosa aún más arcaica.
El que el machismo amenazado encuentre secreto consuelo en las ciudadelas del fundamentalismo, del nacionalismo, del tribalismo étnico, explica también por qué la voluntad viril y democrática de erradicar los totalitarismos religiosos e ideológicos se encenaga tan fácilmente en la blanda indignación, las resoluciones inoperantes y las homilías de un humanismo ovejuno.
Toda religión es fundamentalista desde el momento en que tiene el poder. Si, como lo remarca Holbach, “curas, predicadores, rabinos, etc., gozan de infalibilidad siempre que existe el riesgo de que se les contradiga”, cuidémonos de olvidar su capacidad para mostrarse dulces, zalameros y conciliadores cuando se les quita la posibilidad de oprimir cómodamente.
Abandonad el Estado al islam y tendremos a los talibanes y la charía, tolerad el totalitarismo papista y la Inquisición renacerá, así como el crimen de blasfemia o la propaganda natalista, portadora de masacres. Dejad hacer a los rabinos y no os extrañéis de que resurja el viejo anatema de la religión hebraica contra los goyim: “¡Que se pudran sus huesos!”

Es el momento de volver a repetirlo con vigor: que a nadie se le impida practicar una religión, seguir una creencia, defender una ideología, pero que tampoco se le ocurra imponérselo a los demás y –más inaceptable aún– adoctrinar a los niños. Que todas las convicciones se expresen libremente, incluso las más aberrantes, las más estúpidas, las más odiosas, las más innobles, con la condición expresa de que, manteniéndose como opiniones singulares, no obliguen a nadie a aceptarlas contra su voluntad.
Nada es sagrado. Todo el mundo tiene derecho a criticar, a burlarse, a ridiculizar todas las religiones, todas las ideologías, todos los sistemas conceptuales, todos los pensamientos. Tenemos derecho a “poner a parir” a todos los dioses, mesías, profetas, papas, popes, rabinos, imanes, bonzos, pastores, gurús, así como a los jefes de Estado, los reyes, los caudillos de todo tipo.
Pero se reniega de una libertad desde el momento en que no emana de una voluntad de vivirla plenamente. El espíritu religioso resucita allá donde se perpetúan el sacrificio, la resignación, la culpabilidad, el odio a sí mismo, el miedo a la felicidad, el pecado, la redención, la desnaturalización y la impotencia del ser humano para devenir humano.
Aquellos que intentaron destruir la religión reprimiéndola, sólo consiguieron reanimarla ya que ella es, por excelencia, el espíritu de la opresión que renace de sus cenizas. Se nutre de cadáveres y poco le importa que, entremezclados en sus osarios los vivos y los muertos, sean indiferentemente mártires de su fe o víctimas de su intolerancia. El virus religioso reaparecerá mientras que haya gente quejumbrosa haciendo alarde, como título de nobleza, de su pobreza, de su estado enfermizo, de su debilidad, de su dependencia, incluso de una rebelión que condenan al fracaso.
Dios y sus avatares son los fantasmas de un cuerpo mutilado. La única garantía de poner fin al imperio celeste y a la tiranía de las ideas muertas, es renovar los lazos entre las pulsiones del cuerpo y la inteligencia sensible que las afina. Se trata de restablecer la comunicación entre la consciencia y la única radicalidad existente: la aspiración del mayor número de personas a la felicidad, al goce, a la creatividad.
Sólo la invención de una vida terrestre, destinada a la riqueza de nuestros deseos, podrá conseguir dejar atrás la religión y su sirviente amante, la filosofía.

1 de enero de 2005

Nota del autor: La mayor parte de las ideas aquí evocadas han sido desarrolladas en De l’inhumanité de la religión. Mientras que una mezcla de alabanzas y execraciones acompaña frecuentemente la aparición de mis textos, el libro se ha distinguido por el silencio absoluto (excepto dos artículos en revistas belgas no comerciales) que lo ha acogido de forma reveladora.




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