Trasversales
Pierre Dumesnil

Conflictos y solidaridades

Revista Trasversales número 2,  primavera 2006


Intervención del autor en la mesa redonda sobre Solidaridad Internacional en el tercer Encuentro internacional de jóvenes francófonos, celebrado en Limoges los días 17, 18, 19 y el 20 de septiembre de 2003. Traducido por Trasversales y publicado con autorización del autor. Más trabajos del autor en: http://perso.wanadoo.fr/pierre.dumesnil



Como siempre, conviene, al menos para uno mismo, precisar tanto como sea posible el sentido de las palabras empleadas. Aquí se trata, tal como se me ha pedido en el contexto particular de este Encuentro, de asociar lo que a priori parece contradictorio: conflicto y solidaridad.
En una primera aproximación, diría que, como el agua apaga el fuego, la solidaridad pretende poner vendas a las heridas del conflicto, aliviar las quemaduras o, mejor aún, eliminarlas. Por el contrario, el conflicto sería, según la etimología, el choque (confligere), la no-solidaridad por excelencia. Conflicto y solidaridad no harían buena pareja y se excluirían mutuamente. ¿Es esto cierto?

La solidaridad se alimenta del conflicto

Ya en un sentido banal la solidaridad encuentra su alimento en el seno del conflicto. Podríamos incluso hacer la hipótesis de que la solidaridad es a menudo, y quizá siempre, signo de un conflicto real o latente, de un conflicto que saldría a la luz si no actuase una solidaridad preventiva. Lejos de excluir la solidaridad, el conflicto la alimenta.
Con frecuencia, en el paroxismo del conflicto, de la negación hasta la muerte del punto de vista o de la existencia del otro, se manifiesta, también hasta el paroxismo, la atención al otro, la máxima y heroica solidaridad. Así, tras la guerra de Biafra nace en 1971 Médicos sin fronteras. Anteriormente, la Cruz roja ejerció su mejor solidaridad, indiferente a la nacionalidad de los beligerantes, en medio de la carnicería de la guerra de 1914-1918. Podemos encontrar otros mil ejemplos. Pero me gustaría ir más lejos.

De la solidaridad de hecho puede nacer el conflicto

Profundizando aún más en un posible sentido de la solidaridad, podemos decir que de cierto tipo de solidaridad puede nacer el conflicto. Este tipo de solidaridad es aquel que, de hecho o de naturaleza, permite decir, por ejemplo, que un sólido es “solidario” de todas sus partes o que las ruedas de un reloj son solidarias entre ellas, formando un engranaje y dando lugar a un movimiento.

Ahora bien, esta solidaridad necesaria la vivimos cotidianamente como habitantes del mismo planeta. El recalentamiento y el cambio climáticos, primero anunciados y ahora ya parcialmente comprobados, ilustran perfectamente este tipo de solidaridad. Si China, Estados Unidos, Europa, Brasil y muchos otros países todavía se “desarrollan” emitiendo a la atmósfera cada año centenares de millones de toneladas de CO2 u otros gases de efecto invernadero, eso afecta y afectará a las condiciones climáticas de todo el planeta, a países pobres y a ricos, a vecinos y a lejanos.
Lo queramos o no, las muy negativas consecuencias sobre el clima de nuestro tipo de desarrollo, centrado en el uso intensivo de la energía, nos afecta a todos: europeos, estadounidenses, asiáticos, africanos, esquimales o tupí-guaraníes. Sin embargo, de esta solidaridad de las cosas, en este caso la solidaridad-unidad de la atmósfera que ignora al irrisorio catastro de los seres humanos divididos en naciones o Estados, puede nacer la discordia, el conflicto. Creo que, en mayor o menor grado, este tipo de conflicto aún verbal o nominal entre solidaridad de hecho y solidaridad de derecho, como se puede comprobar en el (des)acuerdo de Kyoto, está cargado de conflictos plenamente reales, quizá armados.

Solidaridad de las cosas y desacuerdo o conflicto entre los seres humanos podría ser regla más bien que excepción. Precisamente porque hay solidaridad de hecho en las consecuencias negativas de ciertos usos, el derecho a un uso ilimitado sólo puede reservase a algunos, los más fuertes. Parece, sin embargo, que necesariamente tendremos que desembocar en el absurdo: ¿cómo el derecho, incluso el del más fuerte, podría negar duraderamente el hecho?
Como todos sabemos, cinco minutos antes de su muerte, el señor de la Palice estaba vivo. Negando su condición de mortal, quizá comía hasta ahogarse privando a otros de alimento. Pero cinco minutos después de su muerte, cualquiera que haya sido su poder, estará duraderamente muerto, para siempre.
Esperamos simplemente que la subestimación de los efectos duraderamente negativos de la utilización de los recursos fósiles en energía (petróleo, y, peor todavía a causa de los efectos y reservas disponibles, carbón), especuladora, oportunista, nacionalista, demagógica, camuflada bajo el discurso de la razón y de la necesidad económicas, sea finalmente percibida y combatida como insostenible por todos antes de que lo irreversible se produzca. Esperamos que la solidaridad de derecho, de cultura, se fusione sin grave conflicto con la solidaridad de hecho, de naturaleza, antes de que sea demasiado tarde.

El odio, fuente de conflicto


Este ejemplo, por muy contundente que sea, no agota el problema de la relación entre conflicto y solidaridad. Explorando la “pista semántica” del conflicto, es posible imaginar conflictos aparentemente sin causa, puros si se quiere, del tipo hay conflicto porque ya había conflicto. Esa es la situación de los inextricables odios tradicionales entre familias (Romeo y Julieta) o etnias (serbios y croatas, tutsis y hutus), tanto más violentos cuanto más míticas u olvidadas son las causas. En este caso, la solidaridad entre los protagonistas en conflicto, la fraternización entre “enemigos” se considera traición. A menudo, la “solidaridad orgánica”, bajo el nombre del pueblo, la raza, el suelo, la sangre, etc., se invoca para condenar la solidaridad con el otro. En tiempos de odio, es heroico ser pacifista. La solidaridad que procede del exterior corre el riesgo de ser rechazada por ambas partes en conflicto, por no tomar partido. En tiempos de odio, es heroico ser neutral.

Sin embargo, contribuir a desmitificar la historia devolviéndole su complejidad para quebrantar la transmisión del odio, es sin duda, a posteriori, la gran obra implícita de Charles de Gaulle y de Adenauer. ¿Quién podría leer ahora sin ironía amarga los penosos libros de historia de los alumnos franceses y alemanes de los años 1900? ¿Qué historiador, de cualquier nacionalidad, se atrevería a rubricar tales textos? No hablaré de inmundos escritos racistas y antisemitas del periodo nazi. OFAJ, ARTE, la brigada francoalemana y otras instituciones son herederas de tal desmitificación. Eran impensables para la generación de mis abuelos. Sin duda, Anwar el Sadat, Isaac Rabin y tanto otros han muerto asesinados por haber atacado desde el interior tal transmisión del odio, iniciando un diálogo con el “enemigo”.
Esta vía de la solidaridad es peligrosa, pero para la francofonía sería un indudable honor seguirla. ¿Cómo? Dejo la respuesta en suspenso, en espera del debate.

Conflicto y reparto

Sin embargo, el conflicto no sólo puede fundarse sobre bases míticas o sobre la solidaridad de hecho. Muy al contrario, con frecuencia el conflicto surge de la existencia de lo no-solidario por naturaleza, de lo apropiable, de aquello que hay que distribuir y de la potencial desigualdad que de ello deriva. Lo que tiene uno, otro no lo tiene. ¿Qué? Esencialmente, el tener y el poder. No es un misterio para nadie que existen desigualdades enormes en la distribución de las riquezas entre las diferentes naciones o estados del planeta, pero también en el interior de cada nación o Estado. Ahora bien, la mayoría de las veces la injusta distribución interna, que puede llegar a provocar la existencia del hambre, va unida a la ausencia de democracia o a su raquitismo. Ésta es la tesis sostenida por Amartya Sen y la creo correcta.

Mas, en ese caso, en el que la solidaridad externa da prueba de sus límites, ¿cómo ser solidario? Si el conflicto sobre el tener emana de un conflicto en cuanto al poder, muchos dicen: “¿Qué podemos hacer nosotros?" ¿La democracia y la igualdad pueden ser transmitidas desde el exterior? ¿Militarmente? Muchos lo dudamos.
¿Pero quién se atrevería a pretender que esta desigualdad distributiva es sólo una cuestión interna en los países dónde se manifiesta? La potencial desigualdad distributiva no es sólo intranacional, sino también internacional, lo que hace pertinente una pregunta: ¿y si la desigualdad internacional se apoyase, con o sin cinismo, sobre la desigualdad intranacional? ¿Será la segunda una condición de posibilidad de la primera? O, dicho al revés, ¿a veces, no será la evidente desigualdad internacional la excusa retórica, pseudoexplicativa, de las desigualdades internas?
Tengo mis respuestas, pero plantearían una segunda serie de preguntas que me gustaría dejar pendientes hasta nuestro debate.

El conflicto necesario

Finalmente, me gustaría rehabilitar el conflicto no en su monstruosa versión como conflicto armado, sino como síntoma positivo de la democracia. En el plano de las ideas y la discusión, la unanimidad es sospechosa; el conflicto, la disputa, son necesarios. Cuando todo es plano, cuando la palabra de uno es la palabra de todos, la democracia ha muerto. Algunos de los que estamos aquí podemos recordar los edificantes cuentos sobre los pueblos felices de la URSS, China u otros lugares, tragados a pies juntillas por algunos ingenuos que trataban de culpabilizarnos por no creérnoslos. Ahora ya sabemos todo al respecto, los que lo creían y los que no lo creíamos. En menor grado, corren ahora nuevos cuentos edificantes de beatos, en torno a las insuperables virtudes del “liberalismo” económico, del mercado como tal, confinando la política a un papel de mero acompañante paliativo.

Más que nunca, sin duda, lo que exige nuestra solidaridad es permitir la disidencia de las opiniones, la crítica, la posibilidad de expresarse sin temer la prisión, la descalificación ignominiosa o mentirosa, el estrangulamiento financiero. Porque, como ha escrito Claude Lefort, “la originalidad política de la democracia” reside en ser “un régimen fundado sobre la legitimidad de un debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo, debate que necesariamente carece de garantías y de finalización”. Necesitamos solidariamente este tipo de conflicto, prioritariamente allá donde evidentemente no hay democracia, pero también dónde a ojos vista ésta se desmorona. Para acabar, como ciudadano francés diría que la reactivación de la participación política, del conflicto de ideas y de valores, de la pasión por el “bien común” en nuestro país podría ser una manera poderosa de ejercer, por “inducción” o ejemplaridad, nuestra solidaridad con el conjunto de la francofonía y con el resto del mundo.



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