Trasversales
Consejo editorial Trasversales

Diversidad... en libertad

Revista Trasversales número 2,  primavera 2006

El debate sobre diferencia y multiculturalismo que se desarrolla desde hace tiempo en Europa puede conducir a dos tipos de conclusiones equivocadas, unas por sus efectos perniciosos sobre los derechos individuales, las otras por facilitar el desarrollo de tendencias xenófobas.
La capacidad de integración y de facilitar la convivencia entre personas con diferentes religiones o ninguna, distintas costumbres y referencias culturales, es una virtud propia de un régimen de libertades públicas. Una democracia auténtica debe  permitir la diferencia y el ejercicio real de la diversidad individual, lo que históricamente ha exigido reducir el espacio público de las religiones. Sin embargo, hoy están presentes dos circunstancias que amenazan esa tendencia. Una, deriva de la creciente presencia, ayudada por el fenómeno migratorio,  de un islamismo en el que los espacios públicos y religiosos no están delimitados. La otra es la ofensiva del  fundamentalismo cristiano para reconquistar el terreno perdido y obtener más influencia social y política, dando lugar además a la emergencia de un extremismo integrista que en España tiene ya expresiones terroristas, como evidencia la colocación de  una bomba en el Teatro Alfil contra Leo Bassi y los espectadores de la obra “La revelación”.

Está en juego la relación entre grupos afectos a una visión particular totalizante (normalmente de origen religioso) y la sociedad en su conjunto. No se puede confundir el respeto a la diferencia con el derecho a legitimar reglas de origen divino  y, en virtud de ellas, prácticas que atenten a la dignidad del ser humano, que impliquen la subalternidad de la mujer, la segregación comunitaria, la homofobia o el racismo. La democracia implica la sociedad abierta y el derecho individual de elegir. Y eso es incompatible con la pretensión de ciertos grupos teledirigidos por mandarines religiosos de ser para los suyos unas comunidades cerradas. Todos deben ser respetados en su derecho a profesar las creencias que quieran, pero en una democracia no puede haber circuitos cerrados donde la intolerancia y el dogma estén por encima de la ley. La diferencia no puede legitimar las agresiones a los derechos individuales en nombre de prácticas consuetudinarias o de interpretaciones de libros “sagrados”. La ablación de clítoris, los matrimonios acordados, el castigo del adulterio y otras prácticas semejantes confirman que hay que negar cualquier excepción religioso-cultural a los plenos derechos individuales.

La reciente crisis de “las caricaturas de Mahoma” es reveladora. Está en juego un valor fundamental. La libertad de expresión es el cauce para todas las ideas, unas compartibles, otras discutibles, algunas execrables. Pero nadie debe imponer, bajo supuestas normas de respeto a la religión, la prohibición de la sátira o la burla de las creencias. Rechazamos cualquier tipo de leyes “contra la blasfemia” y la posibilidad de que obispos o ulemas nos digan lo que puede y lo que no puede decirse. Los mismos dirigentes religiosos que exigen respeto para sí, insultan permanentemente a los ateos y manifiestan su deseo de imponer sus creencias a quienes no piensan como ellos.

Tras todo esto está el objetivo de construir sociedades homogéneas en nombre de ciertas concepciones religioso-políticas. El justo respeto a las culturas se puede deformar bajo el manto de la falsa multiculturalidad y de una retórica bienpensante con barniz de izquierda solidaria, encubriendo una justificación de situaciones de opresión. Entendemos que nada puede legitimar la barbarie ni sus expresiones políticas (dictaduras como variedad cultural, incluyendo la “variedad ideológica” de China o Cuba), religiosas (derecho de  pontífices y sacerdotes de cualquier verdad revelada a dictar normas a la sociedad en nombre de dios),  o étnicas (derecho preferente de un grupo humano respecto a sus vecinos).

Los fundamentalismos religiosos de los tres monoteísmos aspiran a construir sociedades cerradas donde sus valores sean obligatorios para todos. En el cristianismo (católico y protestante), en el islamismo, en el judaísmo, crece la intolerancia y la aspiración pre-liberal a un Estado comprometido con la religión que obligue a creyentes y no creyentes a acatar sus preceptos. Según el medio en que actúan, unos lo hacen soterradamente, otros abiertamente, pero la sustancia es la misma, unas estructuras de poder y de pensamiento que han alimentado la barbarie y la intolerancia a lo largo de siglos, y que aspiran a volver a tener una influencia absoluta. Hay que impedir que sigan creciendo y extendiendo el odio a los diferentes a ellos.

Ni la losa religiosa sobre la sociedad, ni las dictaduras benefactoras, ni la opresión de la mujer, ni la homofobia, ni el racismo, son una diferencia cultural aceptable. La libertad y la democracia no son valores occidentales, sino universales. No deben confinarse, devaluados, a unos pocos países ricos y convertirse en meros valores locales en el seno del mundo globalizado. Los dirigentes de muchas naciones occidentales los han traicionado en el pasado y los pervierten en el presente, como en el caso de Bush para justificar Guantanamo, Abu Graib y la guerra de Irak. Sin embargo, son esos valores los que, en todos los lugares, permiten luchar contra todas las manifestaciones de la barbarie, cualquiera que sea el hemisferio en que se presenten y sean quienes sean sus responsables.

Los valores democráticos no son unos valores más, sino aquellos que unen a todos los ciudadanos y ciudadanas de cualquier lugar del mundo que aspiran a la autonomía humana. Son el más valioso de los instrumentos para combatir todas las manifestaciones del odio al diferente, de la intolerancia religiosa y de la hipocresía de los poderosos.



Trasversales