Trasversales
Ignacio Castro

Adolfo Schlosser:
recuerdos de un brujo


Revista Trasversales número 2,  primavera 2006

Ignacio Castro Rey es profesor de filosofía, crítico de arte y autor de numerosos ensayos. Este artículo toma como “pretexto” la oportuna exposición Adolfo Schlosser (1939-2004) instalada en el Centro Nacional de Arte Moderno Reina Sofía hasta el 16 de mayo de 2006.

Supongo que ha sido una feliz coincidencia que, a sólo dos años de la muerte de Schlosser, Austria sea el país invitado a Arco 06. Pero es sólo una disculpa para realizar una panorámica general sobre un artista que hace mucho tiempo merecía una antológica como ésta, ya reproducida anteriormente en el CGAC y el IVAM. Junto con Alcolea, Eva Lootz, Campano, Miura y Manolo Quejido, Schlosser es miembro de una generación que, desde comienzos de los setenta, continuó en España la pasión vanguardista. Aunque tal vez, a diferencia de otros de sus compañeros, el vanguardismo de Schlosser nunca abandonó el suelo más primario, la tarea ética y estética de ser solidarios con el atraso de la tierra. Así, vuelve una y otra vez a ese punto cero de sentido que es el simple yacer mudo de las cosas. Si Schlosser trabaja infatigablemente a partir de lo encontrado -raíces, ramas, piedras- es porque cree, a la manera de los surrealistas, que en el azar objetivo del mundo reside una forma extrema de orden. Por eso toda la perfección técnica de las instalaciones de Schlosser -cables, tensores, pantallas, grabadoras- se subordinan a la complejidad de lo natural, a la perfección técnica de lo no construido por el hombre.
Si digo ahora que Adolfo Schlosser -premio nacional de artes plásticas en 1991- es un artista imprescindible de nuestro panorama artístico, estaría rellenando dos líneas con una obviedad. Pero si recuerdo, como penúltimo homenaje, que esto ocurre a pesar de que Adolfo era, en su modo de ser, la antítesis del artista interactivo que “sabe estar” en la escena internacional y que cuida sus relaciones. Si digo además que su obra no es en absoluto fácil, entonces aquél simple dato tiene ya otro valor. Schlosser despreciaba la cultura en aras de la aventura. Despreciaba la cháchara de los críticos, la misa diaria de la pasarela artística, el metalenguaje del gremio. Esto supuso, lo digo en su favor, que no se facilitase mucho que esta exposición imprescindible haya tenido que esperar a la oportunidad -¿el oportunismo?- de Arco 06 para poder ser realizada.
Él poseía ese don de una zona ártica interior que le permitía, en la más ruidosa de las reuniones, sin que nadie apenas lo notara, evadirse y volver de otra manera, con esa mezcla de ironía y timidez que le era característica. Digamos que poseía la percepción extrasensorial de un mudo, de un sordomudo. Bienaventurados sean los que saben callar, los que saben encontrar un rumor en este silencio que a veces, a pesar de todo, nos rodea. Pues en esta exposición vibra un silencio que permite abrazar la dulzura de vida natural, su escondida humanidad. Se manifiesta, en primer término, una vivencia de la naturaleza como el mayor artificio, plano de inmanencia dotado de una tecnología punta que no necesita conexiones externas. Porque cada cosa lo tiene todo dentro, el vuelo brota en ella de su propio fondo sombrío, como diría Leibniz. De ahí esa proliferación de alas, espirales, velas y múltiples metáforas del viaje. En Schlosser todo transita, como si tuviera su propia meta. Según esta lógica difusa, fundida con el mismo desorden de la tierra, nuestro impactante dispositivo digital solamente sería algo torpemente analógico de esa tecnología punta que late en la vida desnuda. Esperando nuestro reconocimiento, sin duda, pero esperándolo no para su beneficio, sino para nuestra salvación.
Se diga lo que se diga, Schlosser es de los artistas que mantiene su obra en una relación directa con lo real, con lo imposible de lo real, a despecho de toda nuestra ideología del discurso secundario, con su imperio del texto y de la propuesta, con su fatigoso realismo sociológico.
La reiteración de las metáforas del vuelo, del ala, vela y singladura, surge al asumir en la pesadez de las cosas un principio de armonía, un halo de esa imperfección. Lo rizomático, lo aéreo, la proliferación, incluso en sus preciosos dibujos. Igual que en el haiku, la perfección brota aquí del espíritu de lo más pequeño, de ese halo que nimba a lo que se sostiene en sus límites, en el enigma de su condición mortal. El holandés errante, Rosa de los vientos, Pequod, Moby Dick. La pasión del viaje, con aquella temporada en un pesquero en Islandia, rodeado por hombres elementales, se prolonga en todas estas formas que sueñan con la lejanía, que tienen la lejanía en su simple estar-ahí. Junto con ese pathos de distancia, una simbiosis entre los seres que no hablan, una isomorfía donde lo vegetal repite las formas de lo mineral, donde la arena del desierto repite las volutas de la nieve bajo el viento, las circunvoluciones cerebrales, las ondas del agua en invierno.
No es extraño incluso que Schlosser haya realizado múltiples experimentos musicales tocando piezas naturales retocadas, o instrumentos reconstruidos que imitan la técnica indígena, porque la certeza de una música en la tierra, una coreografía en la vida misma de las cosas -como en John Cage, la consideración de que en el ruido del mundo está la primera partitura- es parte intrínseca de su modo de sentir y de vivir. En este aspecto, Adolfo forma parte de un giro taoísta del arte occidental que ya tiene una pequeña historia, desde la pasión de Gauguin y los expresionistas por lo primitivo.
Y no existe ingenuidad en este proceder. Para Schlosser es preciso someter la naturaleza a la prueba del tormento y la partición. Ver qué es lo que queda del árbol -Primera nieve- después de pasar por la sierra mecánica de la modernidad. Al mismo tiempo encontrar, al modo de la Cábala, la cifra secreta de todas las cosas, su geometría interna, su cristal, como en El cielo sobre la tierra. Por eso Schlosser puede combinar las curvas naturales con la composición geométrica, mantener el diálogo entre la recta tensa de nuestra industria cultural y la curvatura de lo físico. La ecuación resultante siempre resalta el misterio fractal de una naturaleza no naturalista. En suma, una matemática que se funde con la irregularidad de lo físico.
Siento mucho las reminiscencias teológicas, pero podríamos hallar incluso una suerte de misticismo, puesto que Schlosser mantiene hasta el final una pasión por vincular los extremos. Lo sólido y lo líquido, lo pesado y lo volátil, la roca y el ala, la tierra y el cielo. Cuando con espejos o con la multiplicación fotográfica -Fata morgana, O Pindo- muestra las cien caras de una sola cosa, tal vez solamente está intentando mostrar la infinitud que, en acto, ya estaba en la discreción de lo finito. Se dan así, en esta piedad por lo pequeño, reminiscencias del Tao: “El que posee la virtud se asemeja a un recién nacido... las cosas cuando se hacen fuertes envejecen, se apartan del dao”.
Partiendo de este registro, me permito decirlo ahora, el tipo de “occidental” que representa Adolfo Schlosser tal vez nos ahorraría la guerra que nosotros, los blancos occidentales, estamos librando con el resto de los pueblos de la tierra, con el resto de las culturas que llamamos atrasadas, comunitarias, no democráticas. Hay algo más que un relativismo cultural en Schlosser. Sin duda, él es deudor de los hallazgos de la antropología cultural de los sesenta, pero realiza incluso una apuesta por todo lo que de afirmativo hay en la pobreza que bordea nuestra cultura. Atender a esos fenómenos de borde, parece decirnos él, a todo lo que ocurre cuando nuestras prohibiciones se ponen por un momento en suspenso, alude a otro modo de solución. A una solución sin “general”, que sólo consistiría en tragarse de una vez el problema de la existencia mortal, esa hermandad secreta, donde todo conspira, entre hombres y bestias, entre vegetales y animales. El hombre es un animal intermedio entre los dioses y las bestias, decía Aristóteles. Pues bien, Schlosser parece querer poner en primer plano ese “entre” intermedio, posiblemente anterior a nuestra división de los reinos. La bestialidad del dios, lo deidad de las cosas mudas. No debería preocuparnos mucho esta posibilidad que parece plantear Schlosser. Dado que en España la celebración es la cara externa de la indiferencia, no va a ser escuchada por nadie.
Finalmente, queda la cuestión engorrosa de un posible manierismo, de esa aparente repetición, por parte de Schlosser, de una misma fórmula encontrada allá por los años ochenta. Pero es que aquí estamos en una discusión irresoluble, que atañe a todos los clásicos. No hay por qué atravesar distintos “ismos”, como han hecho algunos artistas, por cierto, no siempre con fortuna. Se puede uno instalar en un estilo propio, que rellena los logos que necesita la crítica, y seguir creando al amparo de esa costra. También en Antonio Saura, o en Bacon, las obras parecen brotar de un mismo modelo. Y esto es y no es así. Se da en ellos una espiral de creación, un registro propio de la creación que, si no se accede a ella, todo cae en una apariencia de tedio. Si, por el contrario, subimos ese primer escalón de la espiral, Schlosser consigue todo lo que se puede proponer el arte: arrancar otra vez la sensación de la molicie de la opinión, lograr un impacto directo en el sistema nervioso, sin el tedio de una historia que contar.
Permítaseme terminar diciendo que hay dos rasgos que definen al “genio”, si es que la palabra ya no ofende. Por un lado, una relación directa con la sombra que precede a los cuerpos, con el envés de las cosas mudas, ese plano donde todo conspira y habla un lenguaje secreto que algunos pueden oír -a las brujas, en la Edad Media, se las quemaba por mantener un pacto con el diablo. Por otro lado, en la misma medida, un principio de variación constante, puesto que la relación con lo uno -Schlosser es, en el buen sentido, hombre de una sola idea, obsesiva- incluye el abrazo con lo múltiple, con lo que es en cada caso único. Creo que los dos rasgos los manifiesta Adolfo Schlosser en esta desconcertante exposición.



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