Trasversales
Juan Luis Jaén

Soy feminista


Revista Trasversales número 2,  primavera 2006. 
Juan Luis Jaén es fotógrafo. Mantiene un blog en el que puede leerse la versión completa de este texto.


Ser feminista es ser mujer como persona, con sus aspiraciones de autonomía, libertad, fuerza y valor propios, además de su sensibilidad, su empatía, capacidad generosa de sacrificio y voluntad más allá del propio sexo, de si eres hombre o mujer, sin miedo al ridículo que atenaza a cada varón cuando se pone frente a una mujer y que sólo puede contrarrestar con su esencialidad de macho: la dominación por el sometimiento “voluntario” o la violencia. Porque para él rendirse a las hembras es hacer el ridículo y está penado con su equiparación a ellas: “eres una nenita” o “un maricón”, “un blandengue, te mojas los pantalones, un rarito, un frescales, que te den...”. Toda clase de insultos que impliquen vulnerabilidad, estar debajo, depender de la protección del más fuerte, dejarse joder y callar, como en el pasado no tan lejano. Por eso “los hombres no lloran” y “se saben defender como machotes” y “antes muerto que cornudo” y el insulto más gordo es “hijo de puta” que se dirige no a quien se le dice sino a su mamá. Ser cornudo es lo peor que puede pasar a un hombre, tampoco es moco de pavo ser impotente, o sea, no poder hacer lo que hace un hombre de verdad. Es peor incluso que ser derrotado, es quedar en ridículo ante todos, perder el Honor, concepto retrógrado que alimenta la violencia. Y el ridículo es aquello que avergüenza socialmente, que saca a la persona que lo sufre de la sociedad por el método de machacarlo moralmente ante los demás.
Ser feminista siendo hombre es no tener miedo al ridículo. Y siendo mujer, supongo que será enfrentarse a sus propios miedos: el primero a sufrir y morir en manos de un varón y, a partir de ahí, luchar por ser persona sin discriminación, desembarazarse de los tabúes sexuales que la someten y tratar de organizar la sociedad, desde su ámbito propio, en un orden que no limite el desarrollo personal por motivos de sexo, estatus social o cualquier otra causa falsa.
Ser machista no es sólo hacer el bestia y decir barbaridades acerca de las mujeres y los comportamientos no varoniles, también escuchar los chistes machistas sin protestar, reírse de aquello que nos han enseñado como cosas de mujeres o humillar a alguien por que no es lo bastante hombre para lo que sea. Es obedecer el principio de autoridad imprimido casi desde el nacimiento en cada bebé hombre o mujer de manera diferente, tratar a los niños con distinta suavidad según sean de uno u otro sexo: decir, como oí la semana pasada en el metro a una mujer joven a su hijo: “te voy a llevar a cortar el pelo bien cortito, como los hombres”. Lo que produjo que instantáneamente mi callada respuesta fuera soltarme la coleta para que el niño comprobara que también hay hombres de pelo largo y no pasa nada... (...)

El análisis del carácter autoritario (jefe/sometido) indica que es bidireccional y es preciso establecerlo por medio del Miedo lo antes posible, dejando resquicios entre la amenaza y la violencia misma para un afecto de adhesión que libere algo de atracción hacia quien ejerce la coerción, en busca de compasión. Eso produce un síndrome de afección/rechazo en el que, siempre que el sometedor (amo) muestre una cierta humanidad compasiva o alguna debilidad, el sometido (esclavo, rehén, niño) se identifica con el otro y lo justifica o defiende como si de sí mismo se tratara. Para ello, la personalidad sumisa crea un vínculo autoprotectivo en el que cree que sus muestras de indefensión y su obediencia al amo semejan una pantalla formada por la misma imagen falsa y deformada de una relación deseada, en la que los afectos se construyen, en lugar de con amor, con miedo. Se genera Indefensión Aprendida (learned helpless) que busca un premio en el sometimiento, en un demostrar al amo por parte del siervo que no ha de temer respuesta acorde a la violencia ejercida y que la voluntad del sometido se pone en manos del sometedor, como los lobos menores de la manada entregan su cuello al jefe alfa con la esperanza de que éste los permita vivir en ella y gozar de los restos de cacería o de las hembras. Este carácter es esencialmente sado-masoquista, porque luego hará lo mismo con quienes queden por debajo. Tal mecanismo de adecuación autoprotectiva al sometimiento tiene que establecerse tempranamente y requiere distancia afectiva, pero no nulidad, porque ha de proporcionarse una esperanza, aunque sea escasa, de recibir premio afectivo, disciplina intimidatoria y un cierto igualitarismo entre los cachorros (humanos o no) a quienes se ha de dejar claro tanto su posición inferior como la posibilidad de ascender peldaños en la escala jerárquica. Por eso es bidireccional, dejando claro su papel dentro del sistema autoritario de transmisión de órdenes en la cadena de mando desde los superiores hasta los niveles inferiores, haciendo sentir en las carnes de los subordinados el miedo ya interiorizado sin discutir al mando.
Se monta una estructura típicamente militar y la brutalidad se expande al liberar su terror por la base del escalafón y los alrededores de la pirámide jerárquica. Se sustenta toda la jerarquía con el miedo de arriba abajo y se ancla en la violencia del entorno de cada nivel (que una vez engrasada no hace falta ejercerla, salvo caso extremo o castigo por desobediencia) que en el inferior (tropa, creyentes, sumisos) hinca las raíces en la familia, las víctimas de sus correrías, los no adictos a la fe que somete el cuerpo autoritario, los enemigos o la población civil en general en caso de dictaduras.

Ese tipo de educación, basada en la violencia estructural, ha venido muy bien históricamente a los poderes absolutos, que estructuraban sus sociedades en jerarquías de cadena de mando con obediencia total y sumisión de los estados inferiores hacia los superiores, sin posibilidad de discutir órdenes, ni siquiera dudar de ellas. La voluntad se acostumbra a la aceptación de lo que venga desde arriba. No se pregunta ni se responde más que con obediencia, esperando evitar la violencia del represor, ni tan siquiera un premio, como no sea para más adelante, cuando se llegue a humanizar. Así funcionan la mayoría de las religiones, los ejércitos, las familias y el estado. (…)
La mujer ha desarrollado en los últimos siglos una enorme y terrible batalla contra los varones (con víctimas a diario como consecuencia de que sus intentos por liberarse de yugos establecidos durante el amor se hacen insoportables cuando este flaquea, pero los machos nunca permiten que se los pueda poner en ridículo), pero debería también empezar por luchar contra sí misma, contra la inercia de creer que todo da igual en su comportamiento hasta el día que su marido-novio-amante se cabrea y comienza la tortura. Tiene que acabar con la imagen de “la mujer” construida para impedirla emanciparse de su posición social. Eso conlleva ascensos y descensos, triunfos y fracasos, conquistas y retrocesos que en el siglo 20 han ocasionado una tremenda contienda relacional con vuelcos asentados, que van desde el voto, trabajo independiente, divorcio y aborto (como control de sus cuerpos y de su libertad sexual frente a la sumisión impuesta) que, lejos de suponer restricción de derechos a los hombres, han ampliado sus posibilidades: haciéndolos ganar en sensibilidad y empatía, disfrutar de la parte vedada del secreto del parto y de la educación de sus hijos, compartir el placer aumentando su disfrute dentro y fuera de la tradicional pareja H-M, no sólo con la promiscuidad, sino con la apertura real y pública a la posibilidad homo o bisexual, etc. Pero también la sangría de los crímenes domésticos.

Es decir, que los pasos dados ya para liberar a la mujer (del otro y de la imagen en sí misma que el otro proyectó) no sólo no han restringido la propia libertad del varón, sino que, una vez que se quita las gafas de machote, puede llegar más lejos, más alto y más fuerte a su placer y satisfacción plena. Y aumentan mucho más si no se detiene en lo formal, porque le servirá para construir un modelo universal lleno de variables de libertad, sin coerción por límites sexuales ni prejuicios mentales. Pero ésa es una dura batalla en la que muchas mujeres están aún en contra de sí mismas debido a la educación socio-religiosa, o sea mítico-lógica recibida. Ellas deben saberlo mirándose al espejo para saber lo que representan, como cuando las feministas recomendaban a las que desconocían su propio cuerpo y lo temían, que pusieran un espejo frente a su sexo y vieran lo bello que es, lo tocaran y disfrutaran por sí mismas sin necesitar un hombre para penetrarlas.
Y, precisamente por eso, los varones conscientes del horroroso papel que hemos jugado históricamente, debemos no sólo corregir nuestra actitud cada día ante ellas y en los corros masculinos, tenemos que ser capaces de ser mujeres también (como cuando firmamos como abortistas para evitar los juicios) y, sin avergonzarnos, afirmar nuestro feminismo.
Marcar diferencias con el machismo reinante en todo momento: no ejercer de machos, no aceptar la violencia social de los papeles activo-pasivo que habita en los chistes, la moda, ni las guerras como solución de conflictos, no querer tener razón siempre “por que sí , porque lo digo yo, que soy el padre o el que trae la pasta a casa”, no tragarse las órdenes porque vienen de arriba sin discutir (como en el esquema de Bourdieu: duro, seco, fuera, sagrado derecho, calor del día, lógico y realista frente a blando, húmedo, dentro, sagrado izquierdo, dominado, frío de la noche, mágico y misterioso y debajo), que implican los escalones de la desigualdad del poder: los que mandan y controlan la sociedad con sus tecnologías, empresas y países y quienes deben someterse, ser imprevisibles y dominables por las buenas o las malas, en casa y en el mundo.
Ser feminista es levantar los límites del mundo, los tabúes y determinismos ancestrales inventados por los mitos patriarcales, las prohibiciones sociales para ambos sexos: ser madre y padre, ser ingeniero y poeta, entender las relaciones sociales no como lucha sino como cooperación para construir Humanidad, ese estado superior que quizás alguna vez alcanzará nuestra especie, transformándose colectivamente consciente en algo así como la Mente del Planeta en lugar de ser los parásitos destructivos que somos en la actualidad. Pero no valen recetas programáticas, cada uno tiene que hacer su propia revolución en casa, en su cerebro, ante los suyos. Sin miedo. (…)


Trasversales