Trasversales
Ignacio Castro

Santiago Mayo:
la impertinencia del sigilo


Revista Trasversales número 3,  verano 2006


Ignacio Castro Rey
es profesor de filosofía, crítico de arte y autor de numerosos libros y ensayos. Este artículo hace referencia a la exposición Sin título, de Santiago Mayo, en la Galería Magda Bellotti, Madrid, instalada hasta el 10 de junio de 2006.



Se ha “desminimizado”, pensé al poco de entrar en la galería y ver los nuevos cuadros de Mayo. En vez de bandas cromáticas más o menos simples, cielo contra tierra, ahora aparecía en los pequeños lienzos una región intermedia, una estación turbia. La lujuria de la selva, la mezcla vegetal, lo impuro. Ondas -no precisamente hertzianas-, ascuas que rayan el aire. El invierno nos mantuvo unidos, recordé, pero abril es un mes más cruel, engendra lilas de la tierra muerta, mezcla memorias y anhelos, remueve raíces dormidas. Así esta exposición, exponiéndonos a algo que es y no es sabido, que es y no es querido.
Sobre todo, en esas pequeñas construcciones lábiles, al borde mismo de la desaparición, en la cuneta de nuestras pistas imperiales. No sé si Santiago Mayo entiende todo este trabajo como parte de la pintura, de la pintura que antes tiene que ser vista por dentro. O lo contrario, los cuadros como vidrieras que brotan de ese imposible habitar la tierra que se insinúa en las pequeñas esculturas.
De cualquier modo, el tiempo pasa y no hay respuestas. Nos encontramos así, de nuevo, ante la perplejidad, ante la ternura de la misma casita abandonada. Misteriosa, débil luz pálida que se enciende al atardecer en la celda de cada prisionero, del exiliado que somos cada uno de nosotros en nuestras vidas modernas. ¿Sentimos casi envidia de esa vida desconocida, larvada ahí? Sí, pero solamente porque no es la nuestra, como decía Pessoa en “Ao volante do Chevrolet”.
Y todo esto sin estridencias, de un modo comedido, sobrio, en pequeño formato, a medias entre la ironía y el guiño. Como reviviendo aquel viejo emblema: Menos es más. Con Mayo recordamos que el arte es una escalinata intelectual y técnica que debe saber ser arrojada en el momento justo para que algo nuevo nazca. Algo un poco distinto a la nada, pero que tiene en la nada su cómplice.
Creo que el trabajo de Santiago Mayo sigue pivotando sobre esas pequeñas y deliciosas esculturas, hechas con una infinita delicadeza que aprovecha materiales de desecho. Como un canto al exiliado, el homeless que somos cada uno de nosotros. Aquí, sin embargo, esta marginalidad estadística tiene sus dioses. Tiene el perfume de la pobreza, según un poeta ahora desaparecido. Estas cosas, estas casas resplandecen de inutilidad, diría el celebrado Handke.
Estamos, pues, ante un trabajo anti-espectacular, sin referencias a la chillona actualidad, sin “propuesta” crítica alguna. Más bien un trabajo cargado de silencio, del encanto de lo frágil, de lo que tartamudea y tiembla en sus límites. Es posible que Mayo intente darle forma, discretamente, a ese sigilo que ahora está casi prohibido, pues el arte radical, siguiendo a los medios, tiene que escandalizar. En dirección contraria, no extraña que el precioso texto del artista que acompaña al catálogo hable de los haiku, de taoísmo, que cite a Shitao.
Fiel a esta filosofía, que tiene una tradición occidental más amplia de lo que parece, hasta los nombres con los que Santiago Mayo bautiza sus cosas tienen la música de esa simplicidad que nos invita a pararnos: “Nube”, “Luna”, “Rama”, “Creciente”, “Cacto”, “Reflejo”. Según ciertos lógicos indios, efectivamente, entre el nirvana y el mundo no existe la más mínima diferencia. Todo consiste en cómo se percibe, en cómo asistimos al comunismo de los sentidos. Pues la perfección es algo así como un estremecerse de lo que es imperfecto, apenas un irisarse sus límites, el individualizarse de una bienaventuranza.
 Un escritor actual, oculto bajo el halo de la moda y lo maldito, explica muy bien el poder del dispositivo mundial del reemplazo constante y, por contra, la importancia política de la parada:
La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos”.
Michel Houellebecq, El mundo como supermercado
Anagrama, Barcelona, 2005 (2ª ed.), p. 72.

En resumen, no vayan a esta exposición. Podrían sufrir un accidente, el que aletea en esa inmovilidad. O en esta revelación, cercana a ella: “Haz de tu maldición un viñedo” (Auden).
Mayo ensaya un canto al vagabundeo, a cierto registro de errancia. Todo el material pululante del universo que se resiste al reciclaje toma ahí una forma, un halo. Lechos diminutos de alambre, madera, tela, papel, latón. Palacios de intemperie coronados por débiles luces. Creemos compartir con el artista la experiencia de que hoy, tal como está el mundo, todo lo clave se juega en las paradas, en ese momento de fascinación que nos detiene. Como si lo grande yaciera, larvado, en lo pequeño. Así recordaba esta leyenda Godard, citando (en vano) al Evangelio de San Juan: “Gracias, Señor, por haber revelado a los pequeños lo que has ocultado a los grandes y poderosos”. Pero nadie estaba escuchando, ¿verdad? O sencillamente, este tipo de verdades están destinadas a permanecer enterradas en lo corazones. Así que nuestro mundo sigue, arrollando cualquier reposo. No hay que detenerse, no vaya a ser que nos atrape el tiempo muerto del tiempo, esa temblorosa temporalidad interior a la historia.
En connivencia con ese interior, Mayo nos invita a construir desde el habitar la tierra, no contra él, como manda el canon de la época. Facilita vacuolas de indeterminación, interruptores de la comunicación, zonas de indiferencia donde lo animal, lo vegetal, lo mineral y lo humano podrían aún volver a encontrarse. Una inyección, en suma, de optimismo para todos los que sufren esta época exultante, esta era eufórica en su deprimente fe tecno-social y profundamente pesimista en cuanto a la existencia.
En “Sin título” encontramos un constante cambio de escala -ante el imperativo: “Caballo grande, ande o no ande”- que ayuda a arrancarnos de la normalidad, de la normalización, de esta aburridísima realidad subtitulada en la que morimos a plazos. En estas tres salas recordaremos, finalmente, una experiencia “Donde la riqueza es la pobreza, el poder es la entrega y el goce es posible”. Con franqueza, no se me ocurre mejor manera de decirlo.

12 de mayo de 2006


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