Trasversales
Armando Montes

Urge Palestina

Revista Trasversales número 4,  otoño 2006




El conflicto israelo-palestino dura ya décadas. Décadas de sufrimiento palestino e israelí, pero sobre todo palestino.
Un conflicto asimétrico. Ury Avnery, pacifista israelí ha escrito que “ahora tenemos una ‘guerra unilateral’, en la que un bando (el más fuerte) goza de todos los derechos propios de una parte beligerante, mientras que el otro (más débil) no tiene derechos”. Ley del embudo que envenena lenguaje y actos de la diplomacia internacional. ¿Por qué los soldados israelíes son “secuestrados” mientras que los palestinos en cárceles israelíes son simplemente “presos”?

Ese doble lenguaje esconde, frecuentemente, una elección de bando precisa. Pero también refleja la adoración de la “forma Estado” que domina “la política”. Los israelíes tienen Estado, los palestinos no. Así que, para las cancillerías, unos merecen “señor don” y otros “oye tú”.
Ahí reside gran parte del problema: los palestinos no tienen Estado. Carecer de Estado no es mala cosa, si la alternativa es libertaria, pero se convierte en tragedia si conlleva ocupación y opresión, ser paria en tu tierra o perpetuo refugiado.

Los palestinos reclaman su derecho a disponer de un Estado propio. No piden que, dado que se les hizo pagar gran parte de la impagable deuda contraída por la comunidad internacional con el pueblo judío tras el Holocausto perpetrado por los nazis, se les entregue el territorio de un lander alemán. Sólo quieren un Estado palestino en Palestina.
En verdad, sería bella cosa la creación sobre la Palestina histórica de un común Estado ciudadano, democrático, laico y binacional. Pero hay demasiado odio acumulado; en realidad, un Estado único sólo podría nacer de la improbable “victoria total” de unos u otros, que podría dar paso a un brutal genocidio. El camino hacia la paz pasa por “dos pueblos, dos Estados”, sin que eso pueda avalar operaciones de limpieza étnica ni coartar la acción para que cada uno de esos estados sea laico y no racista.

“Dos pueblos, dos Estados”. En esa fórmula hay cierta simetría, pero mientras tanto la realidad es asimétrica, pues existe un Estado de Israel, pero no un Estado palestino. Palestinos e israelíes sufren el conflicto, pero no con la misma intensidad. Las condiciones en las que se obliga a vivir a toda la sociedad palestina son intolerables. Hay que tomar partido por la causa palestina, sin por ello dejar de condenar los crímenes que en su nombre o en el del Islam se cometan contra civiles israelíes o mujeres palestinas.
Viven bajo la ocupación. Hasta las Naciones Unidas, pese a su “prudencia” habitual, considera que los territorios en los que la Autoridad Palestina ejerce un limitadísimo autogobierno forman parte de Territorios Palestinos Ocupados, de los que el Consejo de Seguridad exigió a Israel su retirada ya en 1967 y que, por cierto, apenas representan la mitad del territorio previsto para un estado palestino árabe en el plan de partición de la ONU en 1947.
Siguen los asentamientos coloniales en los territorios ocupados y la construcción del muro que recorta y fragmenta los territorios. Demoliciones de casas, destrucción de infraestructuras y plantaciones, detenciones (diez mil palestinos en las cárceles, muchos sin acusación) y asesinatos indiscriminados o selectivos son pan de cada día

Así ni se defiende Israel ni se evitan atentados criminales contra su población civil. Como señala Mike Marqusee, de origen judío, “La realidad es que no hay nada que ponga tan en peligro a los judíos como la propia política israelí”.
La estrategia israelí hizo trizas las esperanzas abiertas con el diálogo Rabin-Arafat. No hubo “ofertas generosas”, como repiten los halcones israelíes. La OLP reconoció a Israel en 1988 y en 1993. El Estado israelí nunca ha admitido la creación de un Estado palestino territorialmente conexo, materialmente viable, políticamente soberano.
Es cierto que la terrible carta fundacional del movimiento islamista Hamás exige que todo el territorio de la Palestina histórica sea sometido a la ley islámica “hasta el día de la Resurreción”. En la práctica política, hoy por hoy Hamás no acepta reconocer explícitamente a Israel y sólo ofrece una tregua de diez años, lo que yo creo que no beneficia a los intereses de la sociedad palestina, aunque ésta tenga derecho a elegir los dirigentes que desee. Pero tomar eso como nuevo pretexto para seguir cerrando paso al diálogo es un acto de hipocresía. Si los palestinos eligen un determinado liderazgo, hay que admitirle como interlocutor, así como sería inútil que los palestinos reclamasen negociar con los pacifistas israelíes en vez de con Olmert.

Entre 1988 y 2005, la representación política mayoritaria de la sociedad palestina reconocía al Estado de Israel. ¿No tuvo tiempo éste para aceptar un verdadero estado palestino? Los gobernantes israelíes se subieron al carro de la “era Bush” y de su estrategia para Oriente Próximo. Vino, en dicembre de 2001, el arresto domiciliario de Arafat, seguido de la ofensiva israelí de 2002, la masacre de Jenín, el asedio al edificio de la presidencia palestina, la violencia continuada sobre la población palestina y las últimas ofensivas contra Gaza y Líbano.
Los dirigentes israelíes contribuyeron decisivamente a que el tradicional liderazgo laico de Fatah fuese sustuido por Hamás, así como han contribuido al fortalecimiento colosal de Hezbolá en Líbano. La victoria de Hamás, movimiento reaccionario y teocrático, es perjudicial para el pueblo palestino y para una región en la que escasean movimientos socialmente representativos, desvinculados de regímenes tiránicos o del islamismo político. Pero si los líderes israelíes cerraron las vías al diálogo, no puede extrañar que, en el lado palestino, se fortaleciesen quienes afirmaban que el diálogo no lleva a nada, aunque quienes más precio van a pagar por ello son las mujeres palestinas.
Los gobernantes israelíes sólo podrán recuperar credibilidad como interlocutores para un proceso de paz y para reclamar un nuevo reconocimiento explícito por parte palestina si aceptan inequívocamente la retirada total de los Territorios Ocupados y la creación de un estado palestino viable y soberano. Mientras no lo hagan, habrá conflicto.

Para ganar paz y seguridad, israelíes y palestinos necesitan entenderse, aunque queden pendientes asuntos contenciosos. Nada deben esperar de sus presuntos “aliados”.
La estrategia neocon para Oriente Medio extrema las amenazas para la existencia de Israel; deben recordar que los líderes estadounidenses tienen igual falta de escrúpulos a la hora de alentar belicismos que a la de abandonar a sus antiguos aliados. Vean, por ejemplo, el destino de Sadam.
Los estados árabes o los movimentos islamistas no tienen ni han tenido nunca entre sus aspiraciones reales la creación de un estado palestino plenamente autónomo. Mientras Gaza y Cisjordania estuvieron bajo control de Egipto y Jordania, ningún paso se dio hacia un estado palestino. Los movimientos islámicos no son nacionalistas palestinos, sino que tienen sus aspiraciones en “las tierras del Islam”; para Hamás, por ejemplo, Palestina no es más que el primer círculo, siendo el segundo el círculo árabe y el tercero el círculo islámico.

La resistencia palestina y la acción de los pacifistas israelíes mantiene la esperanza de cambios, pero la búsqueda de una solución también requiere que la presión social mundial y la que puedan hacer los gobiernos influidos por ella se concentre sobre el Estado de Israel.  En un conflicto asimétrico, la presión internacional no debe recaer sobre el lado más débil y oprimido. Las sanciones impuestas a la Autoridad Palestina envalentonaron e incitaron a los halcones israelíes y dañaron al pueblo palestino.
La sociedad civil global y la comunidad internacional deben intervenir a favor de una solución justa Debemos reclamarlo a nuestro Gobierno, aunque sea uno de los más sensibles ante la realidad palestina, y a la Unión Europea. Palestina urge y hay que tomarla en serio. El Estado de Israel no puede seguir teniendo carta blanca.

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