Trasversales
Luisa Cortezón

Mis recuerdos


Revista Trasversales número 4,  versión electrónica, otoño 2006

Texto de memorias de Luisa Cortezón, hija de Eusebio Cortezón, militante del POUM y concejal de Astillero (Santander)  ejecutado por los franquistas el 7 de diciembre de 1938 a pesar de que su condena a muerte había sido conmutada. Luisa Cortezón nos ofrece un testimonio desgarrador, valiente y necesario de su vida. Podemos publicar este texto por gentileza de la Fundación Andreu Nin.




Mis recuerdos los empecé a escribir en 2004 porque me lo pidieron mi sobrina y mi hija. No sé si no me estoy metiendo en una aventura que no es de mi edad….Veremos lo que sale, si algo sale…

Nosotros formábamos una gran familia, siete hermanos, padre, madre y abuela materna. Total, diez personas. A la hora de comer raramente estabámos solos. Cuando no era uno, eran dos o tres niños los que venían a comer a casa, los padres estaban en paro.

A mi madre, Matilde, la llamaban «el paño de lágrimas del barrio», en caso de necesidad o consejo todos acudían a ella.

A mi padre, Eusebio, todo el pueblo le admiraba y respetaba. Nosotros le adorábamos, a mi madre también pero yo creo que todos preferíamos a mi padre. Era un hombre de una gran personalidad. Además de su trabajo, por la mañana en la Campsa y por la tarde en su taller de ebanisteria y talla se ocupaba de muchas otras cosas, fue durante un cierto tiempo teniente alcalde y después concejal del pueblo. En su taller, enseñó a varios chicos el oficio y así pudieron encontrar trabajo. Su mayor preocupación era la defensa de los obreros.

Mi abuela era una buena mujer, le robaba a mi madre para socorrer a los vecinos. A mí no me quería mucho pero yo la quería a ella y eso me hacía sufrir. Murió unos meses antes de la guerra, fue el primer entierro civil en Astillero, al que acudió mucha gente.

Entre los hermanos, cuatro chicas, María, Felicidad, Elena y yo, Luisa, la más joven, después tres chicos más pequeños, Eusebio, Wolney y José Luis. Nos llevába mos muy bien aunque, de vez en cuando, estallara alguna pelea.

Eramos una familia feliz y apreciada.

El 18 de julio de 1936 estalló la guerra civil, con todas sus consecuencias. Unos meses más tarde empezaron a faltar los víveres y comenzó el racionamiento y con él el hambre. Empezaron también los bombardeos, la tranquilidad se acabó. Se instalaron el miedo y la angustia que nunca más desaparecieron. Al contrario, lo peor, lo inimaginable pronto iba a pasar.

Las tropas franquistas, ayudadas por los alemanes y los italianos, avanzan sembrando el pánico y la muerte. Mi padre, preocupado por nosotros, pide que nos hagan evacuar. A últimos de julio, no recuerdo la fecha exacta, evacuamos hacia Asturias. Venían con nosotros dos personas que mi padre hizo pasar por familiares : la señora Justa de 65 años, y su hija, los dos hijos estaban en en frente. Quedaron en Santander sólo mi padre y mi hermana mayor, María, "la Cuca". Tenía 20 años y se marchó al frente como enfermera de guerra.

Cuando salíamos en una camioneta cerrada, la carretera estaba cortada en Torrelavega, tres aviones ametrallaban sin cesar, otros tres tomaron su lugar cuando el combustible se les acabó. Nos refugiamos en un maízal hasta que pasó un hombre que le dijo al chófer que si queríamos pasar teníamos que hacerlo rápidamente, antes de que cortaran la carretera de Suances, que allí los aviones ametrallaban día y noche. Pasamos, según nos dijeron después sólo otro vehículo pudo hacerlo detrás de nosotros pues cortaron la carretera.

Llegamos a Gijón donde no nos recibieron bien : aquel día hubo un bombardeo y nos decían que era por nuestra culpa. Desde allí nos llevaron en camiones a un pueblo llamado Lieres, nos alojaron en el palacio de Cabanellas que estaba completaments vacío y que era conocido por « el Palacio de Horca y Cuchillo ». La gente nos decía que cuando la Revolución de Asturias, allí martirizaron y asesinaron a mucha gente. La verdad es que en el desván nosotras encontramos varios enseres de suplicio como una horca, una silla eléctrica, látigos con clavos en las puntas y también dos pares de esposas. Estivimos allí unas cincuenta personas, unos veinte días sin que nos dieran racionamiento. Dormíamos en el suelo. Mi hermana Felicidad estaba enferma, para que esuviese un poco más cómoda le hicimos un colchón con unas casullas (preciosas) que encontramos en una capilla que había en el palacio. La verdad es que era un palacio  muy tétrico y nadie se atrevía a ir solo de una habitación a otra. Para comer teníamos que ir por los pueblos de alrededor a ver si nos vendían algo ; salvo algunas alubias lo que encontrábamos eran manzanas, leche de vez en cuando. Salíamos por la mañana y regresábamos al atardecer, algunos días andábamos hasta 25 kilómetros. Los encargados de este trabajo éramos mi hermano Eusebio y yo, acompañados de Jandruca y Rueda, que pertenecían a otras familias. Mi madre y Elena se encargaban de la cocina. Como en la cocina, aunque  era muy grande había tanta gente pues siempre había líos  mi madre y mi hermana se bajaron al jardín y con unos ladrillos hicieron un hornillo y allí cocinaban ¡como los gitanos!

Estuvimos en ese palacio unos veinte días. Después, volvieron los camiones y nos llevaron al muelle del Musel donde embarcamos en el «Luis Adaro», un barco de carga. Nos metieron a 360 personas en la bodegas donde aùn quedaban restos de carbón. Eramos mujeres, niños y adolescentes, salvo un joven militar herido y dos viejos, esto en nuestra bodega, en las otras no puedo decir. Salimos del Musel bien caída la noche, hacia la una de la mañana, rumbo a Francia. Ya en aguas francesas el barco pirata de Franco, «El Almirante Cerbera», nos alcanzo y nos hizo presos sin que las autoridades francesas, gobernadas por el Frente Popular, intervinieran. De acuerdo con los Ingleses, que temían perder las minas de hierro que tenían en España, consintieron que la matanza de miles de hombres se realizara, que la República española fuera asesinada. Churchill, que todo lo dirigía, sabía perfectamente que el Mediterráneo y el Atlántico estaban llenos de barcos alemanes e italianos y dejaban que interceptasen todos los barcos pequeños o grandes que pertenecían a la República. ¿Pensaban así salvarse? ¿ No vieron, como lo vio y lo dijo mi padre que la guerra de España era el preludio de la guerra mundial? Yo creo que lo sabían pero debieron pensar que dejándoles hacer su voluntad a los fascistas, ellos se salvarían. Y, ¿qué les importaba la vida de todo un pueblo?

Como dije, «El Almirante Cerbera» nos hizo presos. Entraron en nuestro barco los falangistas y la Guardia Civil. Lo primero que hicieron fue matar al joven militar de un tiro en la sien y detener a todos los hombres. De la tripulación sólo quedó el segundo oficial que era un fascista camuflado, fingió que nuestro barco tenía una averia porque « El Cervera » estaba con retraso y, como estábamos en aguas francesas, no quiso ir más lejos. Al capitán y al primer oficial también los mataron. Al resto de la tripulación, los llevaron presos, a los muertos, los tiraron al agua.

A nosotros, nos llevaron al Ferrol. Allí estuvimos tres meses, presos en el barco. Un día, entró agua en nuestra bodega y entonces nos metieron en un almacen desafectado de los astilleros. A una parte de la gente, la enviaron a otro barco y la devolvieron a Santander que, el 26 de agosto, había caído en manos de los fascistas. Nosotros, como todos los que venían en nuestra bodega, fuimos a parar a un almacen donde no había nada salvo, en el suelo de cemento, unos montones de paja para dormir. Estaban llenos de piojos, nos dimos cuenta en seguida porque vimos que las pajas andaban solas. Mi hermano Eusebio y yo nos pusimos a hacer carreras de piojos, todos los otros chavales siguieron. En ese momento olvidamos todas las miserias, no pensábamos más que en jugar y nuestras madres se reían un poco al vernos. Allí, por lo menos, podíamos salir a la calle, habían hecho un cerco con una cuerda y unos picos de hierro delante de la puerta del almacen. En cada uno de estos picos estaba un soldado montando la guardia. Nos trataron bien, nos daban de comer normalmente. A mi madre, como a las otras mujeres, las llamaban todos los días para interrogarlas. Cuando veían que algunas tenían miedo, las llamaban más a menudo y las trataban mal verbalmente. ¿Cuánto tiempo estvimos allí? ¿Una semana? ¿Dos? No podría decirlo, es verdad que el tiempo borra la memoria…Un día, nos metieron en otro barco, de nombre «Arichachu», era algo mejor que el primero, y salimos rumbo a Santander. Tuvimos también mejor emplazamiento ya que la tripulación, eran todos presos, al ver que mi hermana estaba enferma, nos dejó para el « viaje » su comedor,mucho más agradable que la bodega. El «viaje» fue malísimo, ya en costas asturianas estalló una terrible tempestad, una « galerna», el barco se agitaba como si fuera de cartón. Era horrible, los cacharros y las cosas que tenían en los armarios se nos caían encima.

Años más tarde, por casualidad, nos encontramos en el tren Astillero- Santander al capitán del «Arichachu». Fue Elena la que le reconoció, ella le conocía bien puesto que durante el viaje, como no se mareaba, con otra chavala, Manolita, corrían por todo el barco y una o dos veces entraron en el camarote del capitán hasta que él las pescó, todo pasó bien, mi hermana era muy simpática y parlanchina y quedaron amigos. Cuando le vimos en el tren, Elena empezó  a hablar del «Arichachu», el capitán se volvió y nos empezó a hacer preguntas: ¿de qué conocíamos el barco? y nos contó cómo se realizó el viaje. En la tempestad, un pequeño buque de guerra, un bou, empezaba a hundirse sin remedio, fue nuestro barco el que le salvó. Nos dijo que si cuando salimos del Ferrol le hubieran dicho que tenía que hacer aquellas maniobra, hubiera dicho que era imposible.

Seguimos el viaje y el barco seguía tambaleándose. Por fin, todo se arregló y llegamos al puerto de Santander. En el muelle nos esperaban los falangistas. Nos llevaron a otro almacen, no muy lejos de allí, que era de la Tabacalera. Estaba completamente vacío. Al cabo de un rato, nos dimos cuenta de que un pobre hombre inválido que apenas se sostenía de pie estaba tumbado en una pequeña hamaca. En ese almacen estuvimos sólo los de Astillero, a los de Santander se los llevaron los Falangistas. Nos quedamos dos días, dormimos sobre el cemento. Al tercer día vinieron los de Falange a buscarnos con una camioneta abierta. Llovía a jarros. Llegamos a Astillero empapados. Nos llevaron a la Casa de Falange donde nos tuvieron en la entrada como una hora, con todas las puertas abiertas, estábamos morados de frío. Por fin, el jefe dignó recibirnos. Lo primero que nos dijo fue si no nos daba vergüenza manchar su despacho, después nos abrieron las mochilas y nos quitaron todo lo que era nuevo diciéndonos que fuéramos a buscarlo con facturas ya que seguramente eran cosas robadas. Más tarde, nos dejaron marchar para casa.

En casa encontramos solamente a mi hermana María, "Cuca", que nos dijo que nuestro padre estaba en la cárcel. Después, no se qué pasó, entre el traslado, la emoción de ver a mi hermana, el cansancio, la angustia de tantas emociones, dormí durante dos días. Al día siguiente, fuimos a la cárcel, en busca de noticias de nuestro padre. No pudimos enterarnos de nada, sólo de que aún no le habían juzgado.

A partir de ese día, fue la peregrinación diaria, doce km a pie para ir y otros doce para volver, por todos los tiempos. Mi madre se preocupaba también por su prima, que vivía en La Cavada, en el barrio ed arriba, y sus tres hijos. Por eso, un día, hacia mediados de noviembre, mi hermano Éusebio y yo tomamos camino, andando eran 18 km, hacia La Cavada. El paseo no fue desagradable, salvo la lluvia, intentamos robar unos higos que salían por encima de una pared pero la presencia de un hombre nos asustó. Más allá, encontramos un castañal y pudimos saciar el hambre y seguir camino. Al atardecer, llegamos. Nuestra tía y nuestras primas se pusieron muy contentas y nos prepararon de comer. Yo me quedé  hasta principios de enero. Fue como el paraíso, comíamos, subíamos a las higueras como no lo habíamos hecho nunca. Nadie se metía con nosotros, no nos insultaban. A finales de diciembre del 37, mi tía me dijo que debía volver a casa, que mi madre me necesitaba. Mi madre sabía que habían juzgado a mi padre y que le habían condenado a muerte.

Entonces, a principios de enero del 38, andando y esta vez sola, salí del barrio de arriba para caminar 18 km ¡pero con un buen bocadillo para comer! Llegué a casa y encontré a Felicidad sola, estaba en la cama, enferma. Mi madre estaba en Santander, en la puerta de la cárcel, esperando noticias ; a mi hermana Cuca la habían detenido.

Poco después, yo me fui a Santander a cuidar a dos niños, hijos de una pescadora de Laredo a la que mi madre le compraba pescado, me pagaba diez pesetas al mes, que mi madre cobraba en pescado, así le podía dar de comer a mi hermana enferma y a los dos hermanos pequeños. Esuve allí siete u ocho meses hasta que vimos que no era una solución pues mi madre se empeñaba ya que la pescadora le « daba » más que lo que yo ganaba así que me sentía prisionera y, al final, me marché. Nos pusimos a hacer alpargatas, que nos sacaban las vecinas pues los fabricantesno querían darnos ya que no teníamos derecho a trabajar. No teníamos derecho a nada, hasta nos negaban el pan y cuando íbamos a por agua, nos rompían los cacharros. Así seguían los días. Una vez, quisieron echarnos de casa pero el dueño, don Luis Rozas, médico, no quiso. Vino enseguida a ver a mi madre (que al verle tuvo miedo de que viniera a echarnos) y le dijo que estuviera tranquila, que mientras él viviera nadie nos echaría. « Sois los únicos inquilinos que me habéis demostrado respeto y siempre me habéis pagado, pasara lo que pasara ; ahora hay gente que me quiere pagar con dinero rojo, ahora lo tienen, cuando servía de algo, no lo tenían, no quisieron pagarme y yo, entonces, lo necesitaba ». Echaron a todos los vecinos y nos quedamos solos en la escalera. Nos quedamos más tranquilos pues pusimos una cerradure en el portal, así nadie podía entrar a molestarnos como ocurría tan a menudo. Hubo veces que a las dos de la mañana vinieron a registrar la casa, hicieron que se levantara Felicidad, que sabían que estaba enferma, para mirar si no había algo escondido en la cama a la que le dieron la vuelta. Nos decían que mi padre había robado una vaca. En diciembre del 37, detuvieron a mi hermana Cuca, acusándola de haber vendido los colchones de casa  después de que la Falange los hubiera encautado. La condenaron a seis años y un día.
Con mi padre, nos comunicábamos por medio de papel de fumar que metíamos en la cinta que cerraba la bolsa en la que iba la ropa. De esa manera no se podían tener sino noticias escasas. Yo era la encargada de escribir y ni que decir tiene que era para mí una gran satisfacción. Todos esperábamos con ansiedad el sábado, que era cuando nos entregaban la ropa sucia, para coger el papelito. Muchas veces, nos costaba mucho leerle pues había mucho que contar y muy poco papel y de muy mala calidad. Con mi hermana, utilizamos el mismo sistema. Por entonces, hacíamos el trayecto Astillero – Santander en tren. En efecto, un interventor, que era de izquierdas, y que nos veía todos los días pasar andando los doce km, se arregló para hablar con mi madre y decirle que tomáramos el tren de las nueve y diez, que el era el interventor y nos dejaría viajar sin pagar. Al poco tiempo, nos dijo que nos recogiéramos un billete usado de los que la gente tiraba para que él pudiera picarle y que nadie se diera cuenta de que no pagábamos. De ese modo pudimos viajar en tren.

Un día, fuimos Elena y yo solas a la cárcel, mi madre no pudo ir. Estaban de guardia los militares. Al rato quedaron en la puerta sólo dos soldados que nos preguntaron a quien teníamos allí. Les explcamos todo, uno de ellos, que era falangista, no nos creía, decía que no era posible que los falangistas hicieran eso. Dos días después, tenían libre y se vinieron a Astillero. Salimos a buscarlos a la estación y fuimos a pasear por la Planchada. Bajamos a la escollera y, cuando pasábamos cerca del puente que estaba por encima del paseo y por el que venían los trenes de Solía con el mineral de hierro para cargar los barcos ingleses, pues empezaron a tirarnos piedras y a insultarnos diciendo que éramos « putas rojas », que teníamos a nuestro padre con pena de muerte…Entonces, el falangista corrió detrás de aquellas gentes pero no las alcanzó. Luego nos dijo «  ahora os creo todo lo que me habéis contado y mucho más », el otro chico le respondió que en todos los sitios hacían igual. «A mí me llamáis rojo (era rubio) y no sabéis la ilusión que me hace, porque soy rojo desde la punta de los pelos hasta la punta de los pies. Si quieres, me puedes denunciar, hoy ya no tengo miedo porque sabrás que cuando los falangistas entraron en mi pueblo mataron a mis padres y a mi hermano. A mí no me mataron porque me escondí». Entonces, el falangista le abrazó y le dijo: «no te denunciaré. A partir de hoy, soy de los tuyos y serás verdaderamente mi amigo si es que tú me aceptas».  No volvimos a verlos ni al uno ni al otro.

Cuando marchábamos de la cárcel, íbamos al Colegio Cántabro donde estaba presa nuestra hermana mayor, la Cuca. Allí reinaba el mismo ambiente. En la puerta estaba siempre un miltar, alférez o tenient, no recuerdo. La gente le llamaba « el Domador », llevaba polainas y una fusta en la mano. Se le tenía miedo porque, cuando se enfadaba, empezaba a «fustadas» con todos. Un día, levantó la fusta para pegar a una mujer mayor y yo fui y se la agarré. Al verme, yo tenía quince años, no supo qué decir, se quedó un momento sin voz. Después me dijo : « una mocosa como tú ¿no me tiene miedo ? ¡No!». Se echó a reír y le dijo a mi madre «a esa niña bonita, un día la voy a meter allí dentro» y señaló el intrerior de la prisión. Lo curioso es que desde ese día, le podía pedir que nos sacara las cosas que hacía la Cuca (flores de miga de pan que coloreaba, muñecas…) e incluso lo que hacían otras presas, que sus madres me pedían puesto que ellas no se atrevían a preguntar. Una vez, el militar ese me dijo que a ver si mi hermana le hacía una muñeca para su mujer, que le gustaban mucho. Yo le contesté que no, que si a su mujer le gustaban tanto, que la metiera dentro y así las podía hacer ella. El me gritó : «¡niña bonita, tú eres la que vas a entrar!».

No sé el tiempo que estuvo presa allí la Cuca. Más tarde, las trasladaron a todas las mujeres al Convento de las Salesas. El ambiente era mucho peor ya que eran los falangistas los que montaban la guardia. Habían hecho una raya en el suelo, la teníamos que seguir cuando llevábamos algo o cuando veníamos a recoger la ropa sucia. Una tarde, sin darme cuenta, tenía la punta del pie fuera de la raya, enseguida un viejo falangista vino y me dio una patada en el pie, le dije que lo había hecho sin darme cuenta pero, por haber contestado, me detuvo. Me metió en una sala donde estaban ya cinco o séis personas esperando a que viniera el jefe. Llegó sobre las nueve de la noche. Cuando me tocó pasar a mí, preguntó : «¿qué ha hecho?». El viejo, con un gesto muy cómico, pero él muy serio y echando mano a su visera, le contestó «se ha burlado de mis galones». Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme y al jefe, afortunadamente, le pasó lo mismo. Después, me hizo saber que la pena que yo merecía era pasar la noche en una celda y al día siguiente ir a trabajar al jardín pero… que me podía marchar. El reloj marcaba las once de la noche. Me fui, aterrorizada de miedo, pensando en el camino, más de catorce kilómetros, que tenía que recorrer, sola, por la noche, en pleno invierno. Hacía poco que habían fusilado a mi padre. Llegué a cas sobre las tres de la mañana, más muerta que viva y encontré a mi madre llorando, loca de preocupación por mi ausencia.

Como digo, habían fusilado a mi padre. Le habían asesinado de la manera más injusta, más criminal ya que tenía la pena de muerta conmutada y estaba en revisión de causa.

Para conseguir eso, el director de la cárcel convocó a mi madre para decirle que él estaba seguro de la inocencia de mi padre y que tratáramos de recoger firmas que afirmasen lo mismo, que él se las mandaría directamente a Franco o se las daría de mano a mano. Pero todos los días iban tres hombres de Astillero, un cura, un médico y un amigo de juventud de mi padre a exigir que le fusilaran. Sin embargo, fuimos a recoger firmas mi madre y yo, ella por un lado, yo por el otro. Mi madre consiguió tres : la de un médico, don Luis Rozas, la de un juez, cuyo nombre no recuerdo (pero que le dijo : « Matilde, yo por Cortezón, hago todo lo que me pidas, políticamente somos enemigos pero tu marido es el hombre más honrado y sincero que conozco »), la tercer firma me parece que fue la del padre de su enemigo. Yo no conseguí ninguna. Fui a ver a Fernando Albear, ingeniero de CAMPSA, a quien mi padre salvó la vida en dos ocasiones. Lo primero que me dijo fue que le habían quitado el auto, le contesté que cómo comparaba un auto con la vida de un hombre, de un hombre que había salvado la suya. Estuvimos discutiendo un rato pero siempre me repetía lo mismo : «me quitaron el auto, no puedo hacer nada». Le constestaba yo : « no le digo que haga nada, sólo le pido que firme ». « ¡ No ! ». Me marché, más bien me echó. Fui a ver a su secretario que me preguntó : «¿firmó Albear?», «no, no quiso», «entonces, yo no puedo, si Albear firma, vienes enseguida y firmo yo también». Yo le pregunté si Albear le había telefoneado, le dije que no tenía amor propio, que era el perrito de Albear. Después fui a ver al contable y pasó lo mismo, Albear le había telefoneado «si Albear firma, yo también». «Sois unos cobardes» les dije y me fui para casa desesperada por no haber conseguido nada.

Unos días después, vino la guardia civil a casa y nos detuvieron a Elena y a mí. Cuando llegamos al cuartel, el que estaba de mesa le dijo a Elena que podía irse, que era yo la que les interesaba. Elena contestó que podía esperarme allí. «No, tú te vas», le dijeron. Elena tenía miedo por eso, cuando había que hacer algún trámite, siempre iba yo aunque era más joven. Lo que no significa que ella tenía el mejor papel. Durante varios meses, cada día la convocaba Falange para que fuera a fregar. Tenía que llevar el caldero, el estropajo, la arena. Fregó el cuartel, las dos casa de Falange, el ayuntamiento, la iglesia, las escuelas y alguna casa particular de Falangistas. Iba a las nueve de la mañana, a las doce la mandaban para casa a comer, tenía que volver por la tarde, se pasaba el día de rodillas, frotando el suelo, yo no hubiera podido hacerlo.

Aquel día, cuando Elena marchó, empezaron a interrogarme : donde había enviado las firmas, que había hecho con ellas, que era lo que me habían dicho. Yo lo negaba todo, entonces me dieron los nombres de las tres personas a las que había visto y la hora en que las había visto, yo seguí negando, les dije que me presentaran a aquellos señores, que a ver si delante de mí se atrevían a decir que estuve en sus casas. Entonces me metieron en una celda.

La celda tenía el suelo y las paredes negras, me encerraron allí y se marcharon, dejándome completamente a oscuras ; al cabo de un rato, volvió uno, abrió la puerta y encendió la luz que me dejó por un momento ciega. Me preguntó si estaba dispuesta a decirles la verdad. Yo grité que ya se la había dicho, entonces sacó la pistola y me la puso en la sien diciéndome que si no le contaba lo que había hecho con las firmas, me mataba. «Yo no he visto a nadie ni he recogido firmas». «Tú te lo has buscado» y disparó, al mismo tiempo apagó la luz y se marchó. La pistola no estaba cargada pero yo no lo sabía y me preguntaba si estaba viva o muerta, me pellizcaba y no sentía nada, me decía «estoy muerta» y enseguida pensé en mi madre, en el sufrimiento que mi muerte le causaría… No tardé en darme cuenta de que estaba viva pero volvieron y en ese momento deseé estar muerta. Uno de aquellos hombres se quedó conmigo y empezó a hacerme las mismas preguntas que el primero pero con más violencia. Que a quien, que adonde habíamos enviado las firmas, que sería mejor que se lo dijera, que así podría marcharme a casa, que de todas las maneras a mi padre le iban a fusilar. Entonces me puse furiosa, empecé a darle patadas y puñetazos. El me dio una bofetada y luego me violó. Esa vez salió y dejó la puerta entreabierta, les oí discutir pero no pude comprender nada. Al poco tiempo me llamaron y me dijeron que podía marcharme, me daban un vaso de agua pero le tiré. Uno de ellos me dijo : «Nunca hubiera creído que fueras tan rebelde», no le contesté.

Cuando llegué a casa, como siempre estaba Felicidad, sola, en la cama. Al verme comprendió lo que había pasado, lo que me habían hecho. Se levantó y me preparó una taza de agua caliente con azúcar, que otra cosa no teníamos. Después de contarselo todo a mi hermana, las dos nos prometimos de no decir nada para que nuestra madre no lo supiera pues ya sufría bastante. Felicidad murió unos años más tarde y se llevó el secreto a la tumba, yo le libro hoy.

Aproximadamente media hora después llegó Elena, llorando y nos dijo "han detenido a Mamá" . Había ido a la estación a esperar a nuestra madre que ese mismo día había entregado las firmas al director de la cárcel. Como siempre tomó el tren de las séis y media (el que no pagábamos) pero además de Elena la estaba esperando la Guardia Civil y la llevaron detenida al cuartel. No tardó mucho en regresar a casa, aunque a nosotras nos pareció que fue un siglo, nos dijo que la trataron bien, que le preguntaron lo que había hecho con las firmas recogidas. Ella les contrestó que las había quemado pues como ni la Guardia Civil ni la Falange se las iban a avalar, no le servían de nada. «Ha hecho usted muy bien porque eso no lo hubiera conseguido. Pero ¿porque sus hijas no dijeron nada?». «Mis hijas no dijeron nada porque no sabían nada, hay cosas que no se les dice a los hijos y de eso de las firmas me he ocupado yo sola». «Vemos que es usted muy razonable» y dejaron que se marchara. Es cierto que mi madre era una mujer muy inteligente que sabía salirse de todas las trampas que le tendían.

Al ver a nuestra madre, a Felicidad y a mí nos costó guardar nuestro secreto. Pero ella pensó que nuestra tristeza y nuestro desespero eran porque la habían detenido sobretodo cuando vio como nos alegrábamos al saber de qué manera había engañado a la Guardia Civil. « No tenéis que preocuparos, todo se arreglará », nos dijo. No sé si ella se lo creía realmente.

Al poco tiempo, no recuerdo exactamente cuando, llegó la noticia de que la pena de muerte de mi padre había sido conmutada y que estaba en revisión de causa. La alegría de todos nosotros fue inmensa. Todos creíamos que nuestro padre estaba salvado. Mi madre parecía otra, como si fuera más joven, más ligera, sonreía con frecuencia.

Mi padre dejó la celda en la que estaba, una celda para una persona donde metieron a doce. Tenían que quedarse los unos de pie para que los otros pudieran tumbarse, se relevaban varias veces durante el día y durante la noche pero todos se llevaban bien. Cuando le conmutaron la pena nos escribió, muy animado. Por primera vez salió al patio durante una hora. Nos escribía : « de momento, salir al aire, casi me ahogaba y me costaba andar pero enseguida respiré a fondo y me hizo bien, todo me parecía un sueño. Empecé a andar despacito, después de tanto tiempo las piernas las tenía entumecidas pero al cabo de un rato, ya pude caminar de prisa, a pasos grandes y me parece que vuelvo a vivir, espero que esta noche pueda dormir bien y soñar con vosotros».

Wolney y José Luis, los dos más pequeños, desde hacía unos meses iban a mediodía a comer al comedor popular. Una señorita, que le debía mucho a mi padre y que nos conocía desde siempre, logró que los admitieran. A ellos no les gustaba ir porque les hacían levantar la mano y cantar el «Cara al sol». Mi madre les decía que no tenía importancia, que lo principal era que comieran y conservaran la salud, que en casa no había nada. Por la tarde, los dos cogían un carretillo y una navaja e iban a un bosque de pinos que hacía poco habían cortado, sacaban las troncas de tierra para poder encender la lumbre en casa. Un día, Wolney vio un conejo en el prado, empezó a correr detrás de él hasta que le alcanzó. Vino a casa todo contento, diciéndole a mi madre : «¡mira, mama, lo que traigo! Así podrás llevarles a papa y a la Cuca para que coman, que en la cárcel deben darles muy poco». Mi madre lloraba de emoción al ver que su hijo de once años pensaba más en su padre y en su hermana que estaban presos que en su propia hambre, que no saciaba nunca.

Fue  por entonces cuando Felicidad dio a luz. Tuvo una niña, Leticia, « Leti » que nació el día 29 de agosto de 1938. Ni Elena ni yo estábamos en casa, las dos nos encontrábamos trabajando en Laredo, Elena en una pensión, yo en una casa particular, las dos éramos sirvientas. Al recibir la noticia, nos pusimos muy contentas y tristes a la vez cuando pensamos en como iba a alimentarse el bebé. Una semana después regresamos a casa para conocerla. Era una niña preciosa. 

Casi al mismo tiempo, el director de la cárcel nos concedió una visita para que viéramos a nuestro padre. Le dijo a mi madre que era mejor que fuéramos nosotras en vez de ella pues él pensaba que resultaría más discreto. La sorpresa y la emoción fueron inmensas, tanto para nosotras como para nuestro padre. Yo creo que sobretodo para él pues no le habían dicho nada así que cuando nos vio y pudo abrazarnos, se le saltaron las lágrimas. Fue un momento demasiado intenso para poderlo explicar. No nos habíamos dicho sino dos o tres palabras cuando ya vinieron a buscarle. Al volver a abrazarme sólo pudo decirme : « mirad en la manga de la camisa ». Miramos y hacia la mitad de la manga vimos que nos había escrito, así cuando desdoblaban no podían verlo ni por la bocamanga ni por el puño. A partir de ese día, nos comunicamos de esa manera, resultó más fácil que con el papel de fumar.

A los dos días Elena se marchó a Laredo, yo me quedé en casa para ayudar a Felicidad que seguía muy débil, mi madre iba cada día a la cárcel. Prepararle el biberón a la niña era un problema sin solución, no nos daban leche, Leti era una niña « del diablo » ya que su madre no estaba casada. Hacíamos biberones con agua azucarada, otras veces cogíamos hierbas del campo que hervíamos…Sólo una vez al día tomaba un biberón de leche : Wolney y José Luis traían en una pequeña botella la que les daban en el comedor popular para que la tomaran ellos. Por desgracia, no duró mucho pues el día 7 de diciembre de 1938, a los tres meses de nacer la niña, fusilaron a nuestro padre.

Le fusilaron, le asesinaron. Porque aquello fue un asesinato, de lo más vil y cobarde. Por lo visto, los « tres » se aprovecharon de que el director de la cárcel tuvo que ausentarse para conseguir que ejecutasen a mi padre. Cuando el director regresó y se enteró de lo que había pasado, pidió la dimisión diciendo que no podía soportar tales injusticias.

Mi madre, como todos los días, había ido a la cárcel. Había preguntado por los conocidos que estaban con pena de muerte y cuyas familias no se hallaban allí y le habían respondido que no habían « sacado » a ninguno de ellos. Mi madre ya se marchaba contenta, pero, como nos lo contó más tarde, dijo que no sabía por qué razón : «  me volví para atrás y pregunté por Eusebio, entonces fria y secamente, me dijeron que a él le habían «sacado» por la mañana. De momento no comprendí, me quedé como una idiota, después no vi a nadie, estaba sola en un desierto, quisiera no haber despertado nunca. Cuando abrí los ojos, estaba tumbada en el suelo, en la puerta de la cárcel, una señora, a la que conocía de allí, estaba a mi lado, me ayudó a levantarme y me acompañó a la estación».

Cuando llegó a casa, nuestra madre quiso hacerse más fuerte pero nosotras, al verla, al ver como venía, nos asustamos y le preguntamos : «¿qué te pasa?», entonces ella se desplomó. Nosotras pensamos que a lo mejor habían encontrado el papelito que le mandábamos a la Cuca pues ese día le había llevado la ropa y que la habían castigado. Después nos dijo lo ocurrido, no podíamos creerlo, nos negamos rotundamente a creer lo que decía. Le repetíamos que tenía que haber comprendido mal. Pero desgraciadamente era la pura verdad. Contar de qué manera recibimos la noticia resulta imposible.

La pena era demasiado grande, después de tanta esperanza el dolor era insoportable, tan insoportable que no iba a desaparecer nunca y que con ese dolor íbamos a envejecer todos nosotros. En la soledad o durante la noche, cuando regresan los recuerdos, regresa el dolor, tan punzante como el primer día, tan punzante que no te deja dormir, no te deja respirar y tienes que levantarte, es una pena que te ahoga a pesar de los años transcurridos. A mí siempre me viene el recuerdo de la predicción de aquel guardia civil « ¡ hagáis lo que hagáis, a vuestro padre le van a fusilar ! »

Al día siguiente, Wolney y José Luis, como cada día, fueron al comedor. En el momento de cantar, ellos callaron. Vino hacia ellos una señorita, que era muy católica además de falangista, y les dijo que cantaran. Wolney le respondió que no podían cantar, que habían matado a su padre. «¡Si han matado a tu padre como si han matado un perro, vosotros cantad!», así le habló la señorita a mi hermano de once años. Wolney cogió una silla y, si no se la hubieran agarrado por detrás, se la hubiera roto en la cabeza. Los echaron del comedor por rebeldes e indeseables.

Mi madre se puso malísima, estuvo muy mal, durante más de un mes  no pudo quedarse sola, le daban unos ataques terribles que hubieran podido matarla. Mariano, el hijo de la señora Justa, le sujetaba el busto, los brazos, yo me sentaba sobre sus rodillas pero ella las doblaba y me levantaba. Daba miedo verla, lo peor era que no podíamos llamar a ningun médico.

La última carta que nos escribió mi padre la tengo grabada en mí. Creo que no se me ha olvidado ni una palabra. «A mi querida esposa e hijos: me ha llegado la hora cuando menos lo esperábamos. Espero que tengáis la resignación suficiente para soportar tan terrible noticia como yo la tengo para morir. Muero inocente y te pido perdones a mis acusadores como yo lo hago, los creo unos equivocados. Mis últimos momentos son para ti y mis queridos hijos, dales muchos besos de mi parte. Adiós hasta siempre, Eusebio Cortezón, hoy 7 de diciembre de 1938».

Los compañeros de celda nos comunicaronque mi padre les había dejado otra carta para que se la dieran, cuando saliera libre a un tal Mata, de Astillero, que nos la entregaría. Nos avisaron de cuando salió Mata para que fuéramos a recogerla. Fuimos Felicidad y yo. Su mujer nos recibió muy mal : ¿miedo, maldad ? me parece que las dos cosas. Lo primero que nos dijo fue que su marido no había traido nada, que no podíamos verle, que estaba muy cansado y nos dio con la puerta en las narices diciéndonos que queríamos comprometerlos. Nos marchamos muy apenadas.

Otro día, subíamos hacia el centro de Astillero a buscar pan, cuando nos encontramos con un antiguo vecino que fue amigo de mi padre. No sabíamos que había salido de la cárcel y nos pusimos las dos contentas. Cuando fuimos a saludarle, volvió la cara, hizo como que no nos había visto. Pensamos que quizás nos habíamos equivocado pero enseguida Felicidad dijo : « no nos confundimos, es José Hazas ». Seguimos hasta la panadería donde el panadero nos dijo : «¡para vosotras no hay, pan comed hostias!». Felicidad le respondió que si no fuera por respeto hacia sus canas, la hostia se la daba ella.

Nos dejaron todos en la soledad más completa. No solamente los enmigos sino también los amigos. Es verdad que el miedo era inmenso. Un día se encontró Elena con un chaval de nuestra edad. Habíamos vivido en el mismo portal pero los falangistas los habían hechado de aquella casa. Pues bien, Elena y el chaval siguieron camino juntos. Poco después, la guardia civil le convocó y le dio una tremenda paliza, al pobre chico le costó volver a su casa y tardó una semana en rehacerse.

Volví a Laredo. Me pagaban muy poco, diez pesetas al mes, pero no había nada más y era una boca menos en casa. Además, como allí estaba Elena, por lo menos nos sosteníamos la una a la otra. Llevaba un mes allí cuando recibí una carta de mi madre. Me mandaba un papel oficial en el que daban orden de poner en libertad a mi padre. Fui corriendo a enseñarle el papel a Elena y terminamos las dos llorando.

El golpe fue muy duro, nos costó mucho volver a la realidad y hasta me parece que no lo hemos conseguido nunca. Hace 65 años pero muchos días, cuando salgo a la calle, pienso «quizás vaya a encontrarle hoy ; él debe saber donde estoy y voy a verle». Hoy en día sigo pensándolo y luego me digo : «eres tonta, no lo pienses más, ahora tendría 108 años, no son edades para correr las calles». Cuando hablaba con Elena, me decía que a ella le pasaba lo mismo y que muchas veces por la noche lloraba y no podía dormir. Me imagino el dolor, la pena tan grande de mi madre. Era un matrimonio que se llevaba muy bien, se querían, nunca les oímos reñir. Aquella noticia de libertad debió ser terrible para ella. Yo creo que de no haber tenido a la nieta no lo hubiera resistido. Le encantaban los bebés, aunque había tenido ocho, siempre se enternecía cuando veía a un niño pequeño. Se puede decir que Leti le salvó la vida.

Como ya he dicho, yo era la encargada de escribir. Mi padre decía que tenía la letra más clara y que le contaba mejor las cosas. Claro, mi madre me dictaba aunque yo escribiera quizás con menos palabras. Un día me dictó un sueño que había hecho. Había soñado con mi padre. Estaba en casa y nos preparábamos todos para ir de excursión, mi madre daba mil detalles de lo que hacíamos : la comida que habíamos preparado, lo contentos que estabámos, sobre todo los niños. En esos momentos, utilizábamos la manga de la camisa para escribir y así podíamos contar más cosas. Fuimos a Santander, entregamos la ropa limpia y recogimos la sucia, después fuimos a la cárcel de la Cuca  donde nos daban la ropa por la tarde. Al llegar a casa lo primero que hicimos fue sacar la camisa para leer lo que nos decía. Aquella lectura fue un choque emocional inmenso, en particular para mi madre, se la caían las lágrimas y a mí también. Felicidad que nos vio llorar se preocupó y preguntó qué nos pasaba. Yo entonces me reí y le dije que todo iba bien que lo que pasaba era que Papa, sin saber nada, había respondido casi palabra por palabra al sueño de Mama. En realidad, habían hecho el mismo sueño y mi padre lo contaba como si hubiese oído las palabras que mi madre me dictó. Era frecuente que tuviesen las mismas ideas, sin ponerse antes de acuerdo, solían pensar igual, es decir que casi formaban una persona. Nosotros estabámos tan acostumbrados a verles siempre de acuerdo y unidos que no nos dábamos ni cuenta.

Mi padre trabajaba mucho antes de la guerra. Por la mañana en la CAMPSA, por la tarde en su taller de ebanisteria y talla. Nunca regresaba a casa antes de las diez de la noche. Más tarde le dijeron que era necesario que trabajara todo el día en CAMPSA y, después de pensarlo mucho, lo hizo : trabajaba allí hasta las cinco y media, luego iba a su taller. Los martes, tenía reunión en el Ayuntamiento así que no regresaba a casa sino a las once de la noche. Una noche, como solían ir a tomar una copa después de la reunión al bar de Navarro, hubo allí un atentado. Dos falangistas entraron, cada uno por una puerta del bar y empezaron a disparar tiros, hubo dos heridos graves. No sé como mi madre se enteró, nosotros no habíamos oído nada, pareo salió corriendo. Afortunadamente, aquella noche, mi padre que se sentía cansado no había entrado en el café. Oyó los tiros cuando ya estaba cerca de casa y se volvió para atrás, por ver lo que estaba pasando. Poco después de él llegó mi madre que pudo atender a los heridos antes de que llegara la ambulancia. Cosas así ocurrieron repetidas veces antes de que estallara la guerra.  
Cuando la guerra estalló, mi padre estaba de viaje y no pudo llegar a su destino, Madrid. Estuvimos tres meses sin saber nada de él. Me parece que el tren en el que iba se detuvo por Burgos. Mi padre tuvo que arreglárselas para ir hasta Barcelona, de ahi a Francia para entrar de nuevo a España por Irún. Desde Irún viajó hasta Santander. Llegó a Astillero un día de principios de octubre. Empezaba a anochecer, yo estaba sentada al lado de la ventana y vi que se aproximaban unas cuarenta personas, me levanté y salí corriendo gritando : « ¡ viene Papa ! ». Todos corrieron detrás de mí. Al dar la vuelta a la casona en la que vivíamos vi a mi padre. Mi emoción fue tan grande que no pude acercarme, tuve que apartarme y apoyarme contra un muro del campo de la señora María. Dejé pasar todo el cortejo y los seguí. Cuando llegaron a la puerta, mi padre les dio las gracias a todos por haberla acompñado y les dijo : « os veré mañana, hoy estoy demasiado emocionado y no puedo deciros nada ». La gente le hizo una gran ovación y fue retirándose.

Al día siguiente, recibió a toda la gente en la Casa del Pueblo pero eran tan numerosos que tuvieron que reunirse en el cine. Les contó la odisea del viaje, habló más de una hora ya que muchos le hacían preguntas acerca de la situación y él trataba de responder y de explicar.

La vida seguía, algo más agitada, en particular para mi padre. Durante unos meses siguió trabajando tanto en la CAMPSA como en su taller, después el taller quedó algo abandonado. Eramos nosotros quienes le abriámos para que, como tenía varios encargos pendientes y que los clientes podían venir a recogerlos, pudiéramos explicar que de momento no era posible. En realidad, el taller dejó de funcionar ya que a mi padre le hicieron responsable de la CAMPSA y no le quedó tiempo para otras cosas, se entregó totalmente a la política y al pueblo. El ingeniero de CAMPSA se marchó a un pueblecito de por allí que era más tranquilo pues decía que tenía miedo de que bombardearan la empresa. Lo cierto es que temía que vinieran a detenerle de nuevo (le habían detenido ya dos veces) y que mi padre no pudiera evitárselo. Es verdad que aquel inganiero, Albear, no se metía en nada, en CAMPSA todos consideraban que era una buena persona, aunque católico y de derechas. Se le respetaba pero hoy yo no diría lo mismo pues se portó muy mal con mi padre cuando cambiaron los tiempos y él pudo tratar de salvarle con sólo firmar. « Es usted un cobarde y un desagradecido » le dije en aquella ocasión, como lo conté más arriba.

Anteriormente a la guerra mi padre fundó el POUM en Astillero. No puedo decir cuantos afiliados tenía, conocíamos personalmente a unos veinte, que venían por casa. De todas formas rea un partido pequeño. Me viene a la memoria otro anécdota que una señora de Astillero me recordó hace poco. Ocurrió antes de la guerra, yo tenía unos doce años, cuando la Revolución de Asturias, en el año 1934. La guardia civil vino a casa, lo revolvió todo al registrar, interrogó a mi madre. A gritos nos interrogaron a nosotros, nos preguntaron que donde estaba nuestro padre, todos dijimos que, como siempre, se había ido a trabajar. Como no encontraron nada que comprometiese a mi padre, se marcharon. Durante unos días, cuando íbamos a la escuela, nos registraron los cartapacios para ver si llevábamos algo relacionado con las actividades de nuestro padre. En efecto, él entonces no dejó de luchar por la libertad y por los presos de Asurias. Escribió en varios periódicos, organizó mítines. Cuando liberaron a los presos, mi padre estaba enfermo. Hacía dos o tres días que guardaba cama. Era ya de noche cuando oímos gritar al pie de la ventana : «¡Cortezón, Cortezón, hemos ganado, los han liberado, han liberado a los presos!». Contra la voluntad de mi madre, mi padre se levantó, se puso el abrigo y salió a la ventana. Casi no podía hablar pues tenía las anginas infectadas. El momento fue muy emocionante, le aplaudieron y le dijeron que volviera a acostarse, que ya hablaría cuando estuviera bien, que lo importante era su salud, le despidieron gritando : «¡Viva la República!» y se fueron marchando.
Por aquella época aún éramos felices, estábamos todos juntos, no teníamos preocupaciones. Los niños íbamos cada día a la escuela. Cuando salíamos por la tarde mi hermano Eusebio y yo hacíamos carreras para ver quien llegaba primero al taller y nos quedábamos allí con nuestro padre hasta que él se iba a una reunión o nos decía que nos fuéramos a casa, que él tenía más trabajo y cerraría tarde. Entonces, al salir del taller, corríamos carreras con la luna. La luna estaba allí encima, corríamos para llegar a casa antes que ella pero siempre llegamos un poco después, doblábamos la esquina y la veíamos enfrente del portal, nos parecía que se reía de nosotros. Los días pasaban, éramos felices.
 
Mi padre, Eusebio Cortezón Castrillo, era un hombre honrado y bueno. Su ideal era la libertad y la defensa de los trabajadores, la clase a la que él pertenecía. Todos le admiraban y le respetaban, nadie vacilaba en pedirle consejos o favores, él siempre hacía lo que podía. Cuando los fascistas entraron en Santander, todo cambió. El terror empezó a reinar y muchas veces hizo que los amigos se volvieran enemigos, que algunos compañeros de ayer se transformasen hoy en acusadores aunque los principales fueron, como es normal, los que siempre habían sido de derechas. En efecto, la gente más reaccionaria, los caciques del pueblo se ensañaron contra mi padre porque precisamente defendía a ese mismo pueblo. Pero lo que más nos dolió fue el comportamiento de los otros, en quienes confiabámos, que eran nuestros iguales, nuestros amigos. Por ejemplo  hubo el caso de José, un comunista a quien mi padre ayudó a encontrar trabajo. Cuando le juzgaron, el tal José, sin que nadie le hubiera preguntado nada acerca de esa cuestión, dijo que si alguna vez había hecho algo malo fue porque Cortezón, pistola en mano, le había obligado. Sin embargo, José era un vecino con él que siempre nos habíamos llevado bien. ¿Por qué acusó a mi padre de esa manera ? ¿Por miedo ? ¿Por amenazas ? No lo puedo decir. Pero puedo afirmar que mi padre nunca tuvo pistola, las armas le horrorizaban, quien afirmaba haberle visto con una pistola, mentía. José salió de la cárcel unos días antes de que fusilaran a mi padre, Felicidad y yo le encontramos por la calle. Al vernos, bajó la cabeza, no se atrevió a mirarnos a la cara. Cuando supo que a mi padre le habían matado, no volvió a salir de su casa y a los pocos mese murió. Su mujer dijo que había muerto de remordimiento. ¿Quién le obligó a decir aquello? ¿Qué amenazas le hicieron?

Yo tengo mi idea, no es más que una idea y puedo equivocarme pero pienso que fueron los « tres » que iban a diario a la cárcel a exigir que fusilaran a mi padre quienes amenazaban y asustaban a mucha gente que, por miedo, se dispuso a todo. Los mismos presionarían seguramente a muchos chavales y a sus familias para que nos persiguieran e insultaran en cuanto alguno de nuestra familia salía de casa. Empezaron para nosotros tiempos muy duros de soledad y sufrimiento  durante los cuales recibimos piedras, insultos y fuimos víctimas de vejaciones que jamás pudimos olvidar.

Nosotros no nos habíamos metido en nada ni con nadie. ¿Por qué tratarnos así ? Nos reprochaban ser hijos de nuestro padre, del que estabámos orgullosos : sus insultos no iban a hacernos cambiar de opinión, al contrario. A mucha honra hemos seguido llevando su apellido y nuestros hijos, que todavía estaban por nacer, lo mismo.

En Santander, cuando empezaron los bombardeos, se cerraron las escuelas. Para mí no tenía mucha importancia puesto que ya había cumplido los catorce años y terminaba la primaria. Para mis hermanos fue distinto pues el mayor tenía once años, Wolney nueve y José-Luis sólo siete.  Cuando regresamos a Santander, después de nuestra tentativa frustrada de evacuación, seguían cerradas. Pero cuando todo el Norte se encontró entre las manos de los fascistas, las abrieron. Mi madre, convencida de hacer bien, mandó a los dos pequeños a clase (Eusebio, el mayor, estaba en La Cavada, en casa de una tía). Los niños marcharon contentos, pensando que iban a estar bien allí, con los otros niños. Pero pronto se dieron cuenta de que era imposible, los demá los pegaban, los insultaban, les llamaban hijos de rojos y les decían que su padre estaba en la cárcel, que le iban a fusilar. Como Wolney y José-Luis se defendían, intervenían los maestros y los castigaban a ellos diciéndoles que ya no estaban con los rojos y que harían el favor de no armar líos y de dejar en paz a los otros. Así que la escuela duró poco. Ellos, en casa, no contaban lo que les hacían, sólo decían que no querían ir. Mi madre, preocupada, escribió sobre el asunto a mi padre, en uno de los papelitos. El le contestó que si los niños no querían ir que no insistiera, que los dejara hacer, que sus motivos tendrían. Fue entonces cuando nos contaron lo que les pasaba, si no lo habían dicho antes fue para no preocupar a nuestra madre.

José-Luis empezó a trabajar a los catorce años en los talleres de los astilleros. Le pagaban tres pesetas diarias. Trabajaba de remachador, lo cual fue dejándole medio sordo. El sábado, o sea el día de la paga, venían los de Falange y directamente le retiraban nueve pesetas de multa, o sea la mitad del salario, por no ir a hacer la instrucción con los « Flechas ». El no quiso nunca hacer esa instrucción, se negó rotundamente así que durante años le quitaron una parte de la paga. Cinco años después se casó y seguían quitándosela. Creo que dejaron de hacerlo cuando entró en quintas, a los 21 años. Se libró del servicio militar porque no veía de un ojo.

Los otros dos, Eusebio y Wolney, cuando los llamaron para el servicio militar, decidieron ir a la Legión. Allí, por lo menos, eran uno de tantos, no les hacían discriminaciones, les pagaban dos pesetas y les daban mejor de comer (sabían que de casa no se les podía mandar nada). Eusebio marchó el primero, supo arreglárselas mejor que Wolney y no lo pasó demasiado mal. Poco antes de terminar él, salió Wolney . Este último era temerario, no le asustaba nada y se daba a fondo. Una vez, tuvo que hacer una marcha forzada y se le reventó un pulmón. Siempre había estado bien de salud pero quizás los años de hambre de la infancia le habían debilitado sin que nadie se diese cuenta y no pudo soportar tantos esfuerzos. Enfín, terminó en un hospital militar de Marruecos donde estuvo ingresado más de un mes. Después, le mandaron para casa, todavía enfermo. No nos avisaron de lo que le pasaba, le metieron en un tren de mercancías con su equipaje y un bocadillo. Para llegar hasta Astillero desde Andalucía tardó casí séis días. Cuando le vimos llegar con la maleta al hombro tenía tal mal aspecto que casi no le conocimos. Había cambiado de una manera horrible, adelgazó de diez quilos por lo menos. Aquella noche tuvo un vómito de sangre que nos dejó a todos deshechos. Tales vómitos se reproducían todos los días y Wolney estuvo malísimo durante mucho tiempo. Durante meses, él que no estaba nunca quieto, no pudo moverse de la cama y estuvo en las puertas de la muerte. Cuando le daban vómitos, trataba de no devolver para no agotarse pues siempre sintió el deseo de seguir viviendo y tenía una voluntad de hierro. Por fin ingresó en el hospital de Valdecilla, en Santander, donde el cirujano García Alonso, uno de los mejores de entonces, le operó. Le quitó un pulmón y Wolney fue mejorando : al cabo de unos meses ya pudo levantarse y dar unos pasos. Según el cirujano si no hubiera tenido tanta voluntad, la operación no habría servido de nada. Es de notar que no recibió ninguna ayuda ni del ejército ni del Estado. Tuvo que esperar la muerte de Franco para que le otorgasen una pequeña pensión. Se recuperó y vivió trabajando duramente durante años. Se casó, tuvo dos hijos, una niña y un niño y trabajó hasta que se jubiló. Fue muy feliz después de tanto sufrimiento, tenía tres nietos, un niño y dos niñas. Pero la mala suerte volvió : el día 26 de diciembre de 2004 murió de repente con sólo 75 años. Para los que quedamos el golpe fue terrible, el único consuelo que tenemos es pensar que no sufrió. Pero no estábamos preparados para eso y nos cuesta mucho aceptarlo, en particular a su mujer y sus hijos.

Mi madre, Matilde, era una mujer extraordinaria, de una comprensión y una resignación sin par. Esto lo comprendes cuando tienes que marchar de casa y te das cuenta de lo mucho que te falta, de cuanto la hechas de menos.

Un día, volví a casa y no me esperaban. Abrí la puerta con cuidado para darles la sorpresa pero fui yo quien la tuvo. En efecto, oí que mi madre estaba cantando dulcemente y para mí fue como una puñalada pues hacía sólo unos meses que habían fusilado a mi padre. No me oyó entrar y pensé marharme, no podía soportar que mi madre cantara pero al mismo tiempo me dije que tenía que estar ocurriéndole algo. Entré. El espectáculo era aterrador, no pude decir una palabra y, sin darme cuenta, me puse a llorar. Mi madre estaba sentada en el comedor con su nieta en brazos, la pobre criatura estaba enferma, tenía eczema, estaba cubierta de granos desde los pies hasta la cabeza, no tenía sana sino la cara y lloraba sin cesar, lo que no era extraño si se piensa en cómo se alimentaba aquella niña. Para que se calmara y se durmiera, mi madre la arronaba y le cantaba una nana. El verlas era insoportable : la niña que se quejaba y mi madre que cantaba al mismo tiempo que se le caían las lágrimas. Felicidad, la madre de la niña, estaba en el hospital. Me quedé una semana en casa, no podía irme dejando a mi madre sola con dos enfermas y los dos pequeños, no podía hacer nada pero, por lo menos, les hacía compañia. Mi madre tenía 39 años cuando se quedó viuda, cuando la hicieron viuda, con siete hijos y una nieta de apenas cuatro meses. La hija mayor estaba en la cárcel, donde permaneció durante séis años, la segunda muy enferma y con una niña sin padre, los tres que seguíamos andabámos cada uno por un lado tratando de ganarnos la vida. Los dos pequeños se las arreglaban como podían para poder comer y traer algo de leña a casa para hacer fuego. Hasta fueron a pedir limosna, otro chaval del barrio, Chucho, que estaba acostumbrado como sus padres y sus hermanos a pedir por las puertas, los llevó con él. No creo que les gustara hacer eso pues pronto dejaron de hacerlo. Wolney, que era muy hábil, empezó a robar fruta y muchos del barrio comían gracias a él. Mi madre no quería que sus hijos robaran pero un día una vecina, María Pila, vino a casa y le dijo que era tonta, que por qué no aceptaba lo que su hijo traía ya que de lo contrario se lo comían otros, así que mi madre fue aceptando los hurtos de Wolney.

Wolney tenía entonces unos diez años, era ágil y muy hábil. Cuando nos cortaron la luz, salió por la ventana. Agarrándose donde podía con una mano, con la otra hizo como un puente y logró enchufar un cable así que tuvimos luz. Por la mañana sin embargo era necesario quitar el puente para que nadie viera lo que se había hecho. Teníamos que cocinar por la noche en un infiernillo eléctrico, ya que no teníamos leña, pero por lo menos, no vivíamos como los topos. Durante varios años Wolney tuvo que hacer y deshacer el dichoso puente cada noche y cada mañana. Cuando la fábrica de electricidad cambió de sociedad, vinieron a casa para ver si queríamos poner la luz. Naturalmente, mi madre dijo que sí. Le preguntaron desde cuando la tenía ilegal y ella les contestó que desde hacía dos o tres años, los inspectores se echaron a reír diciéndole que por lo menos era sincera. Les respondió que si no se la hubieran cortado no hubiera tenido que restablecerla de una manera ílicita, entonces no necesitaba mentir ni avergonzarse, así era mi madre.

Desde ese momento tuvimos luz, como todo el mundo. Pero, al poco tiempo, se planteó un problema : o pagábamos la luz o comíamos. El dilema era difícil de resolver pues los tres que trabajábamos, Elena, Eusebio y yo, no ganábamos lo suficiente para pagar ambas cosas. De nuevo y como siempre, Wolney nos salvó : hizo una « trampa » y volvimos a cocinar por la noche con nuestro infiernillo sin que el contador se moviera. ¡Comer y vivir con luz resultó más fácil! Al ver que el gasto de luz había bajado tanto, pues algo teníamos que utilizar de forma legal, los inspectores pasaron por casa varias veces para controlar la instalación pero por mucho que buscaran nunca encontraron nada extraño. Para que se convencieran de que todo era perfectamente legal, que no se convencieron, mi madre les explicó que, al principio, después de tanto tiempo sin luz, pues nos habíamos pasado, habíamos dejado la luz encendida por toda la casa pero que ya habíamos sentado cabeza… No sé si la creyeron pero el caso es que dejaron de pasar, no acudían a casa sino cada tres o cuatro meses como en el caso de todos los vecinos.
Para seguir con el mismo tema, en aquellos entonces los empleados de la Electra, para ganarse algún dinero, se dedicaban a instalar « trampas » a los clientes que reducían así sus gastos de luz. Vinieron varias veces a ver a Wolney para que les explicara la fórmula de la trampa que él se había inventado, le dijeron incluso que se la pagarían bien. Pero Wolney siempre contestó que él no había hecho nada, que en su casa no había ninguna trampa …Claro, no le creyeron pero no pudieron probar nada. Wolney tenía manos de oro y era muy ingenioso. Un día desprecintó un vagón de tren y entre cinco o séis chavales como él cogieron todo lo que les vino a la mano, que no fue mucho, pero se hicieron con algunos botes de leche condensada. Wolney tomó también un paquete de unos dos kilos de « harina » y llegó a casa todo contento diciendo que con eso se le podrían preparar buenas papillas para Leti, la niña. Pero no fue más que una ilusión : el paquete no era de harina sino de pintura en polvo…El pobre Wolney, que la quería mucho a la niña, se quedó muy triste pero le dijimos que, por lo menos, Leti iba a poder tomar biberones de leche y ¡ eso le consoló ! Es de notar que antes de salir de la estación con la « mercancia », Wolney dejó el vagón prescintado y nadie se dio cuenta de nada. Afortunadamente, como todos nosotros, había recibido una buena educación y no robó nunca sino por necesidad, robó sobre todo fruta porque tenía, teníamos todos, hambre. ¡ Qué años pasamos ! En cuanto se hizo mayor y empezó a trabajar, todos esos hurtos se acabaron. José Luis iba casi siempre con él, como otros muchos del barrio, pues solos no se atrevían a hacer nada : Wolney era el « jefe » y todos le querían mucho, conservó esa popularidad y ese cariño hasta el final, hasta su propia muerte.

En 1940, yo estaba trabajando en Laredo, cuidaba a un bebé que estaba enfermo. Su padre escribió una pieza de teatro y me prometió que, si la representaban en el de Laredo, me daría una invitación por ocuparme tan bien de su hijo. Unos meses más tarde ingresé en el hospital donde me operaron de una rodilla, después pasé bastante tiempo en convalescencia. Volví a  Laredo hacia abril o mayo de 1941 y empecé a trabajar en cas de una modista. El día 30 de diciembre del mismo año, estrenaron en el teatro « Cantabria » la pieza de mi anterior patrón que, como me lo prometió, me envió una invitación. Fui pues al teatro. Durante el descanso, cosa que yo no sabía que se hacía, toda la gente se puso de pie e hizo el saludo fascista cantando el « Cara al sol », acompañado por la música, en honor a los caídos. Yo me puse de pie y permanecí callada. Una muchacha que estaba a mi lado y que vestía el uniforme falangista me dijo, con tono imperioso, que levantara el brazo. Yo no me moví, no dije ni una palabra, seguí guardando silencio en honor a los caídos, a todos los caídos. La pieza reanudó, no pasó nada más. Regresé a casa contenta aunque algo defraudada por lo del saludo fascista. El día dos de enero 1942 recibí una convocatoria del jefe de la Falange en la que me daba cuarenta y ocho horas para pagar una multa de 25 pesetas por no haber levantado la mano y haber contestado groseramente y con gesto desagradable cuando se me llamaba la atención.  Ni que decir tiene que no hice caso ya que me acusaban de un delito que no había cometido, lo único cierto era que no levanté la mano. Unos días más tarde se presentó en la casa donde trabajaba un policía con orden de llevarme a comisaria, con una convocatoria del jefe de la policia (¡quien, antes de la invasión de Santander era pescador!). Lo primero que me dijo ese señor fue que tenía que pagar la multa inmediatamente, si no lo hacía el tenía orden de encarcelarme. Yo le contesté que no pagaba porque de lo que me acusaban no era cierto, le dije también que él hiciera lo que quisiera pero que le dijera a « su hermanita » que cuando acusaba a alguien no inventara pues yo no le había respondido, ni siquiera la había mirado, me había conformado con guardar silencio en honor a los caídos « los vuestros y los nuestros ». El jefe de policía precisó entonces que ignoraba que fue su hermana quien me denunció y que si no tenía las 25 pesetas, él mismo me las prestaba pues el señor Coz, el jefe de Falange era tan severo que me encarcelaría. Le contesté que sabía como era ese señor, que tenía un apellido predestinado por las muchas « coces » que daba a la gente del pueblo, que yo no tenía 25 pesetas (ganaba 15 al mes) pero que si las tuviera, las quemaría delante de él para que viera que el dinero no me interesaba sino la verdad y que su hermana había mentido de una manera muy vil. « No levanté la mano ni la levantaré nunca en nombre de los caídos. Mi padre también es un caído así como tantos otros a quienes mi gesto ofendería ». Me dijo : «  no sabía que tu padre había muerto en la guerra », « no, no murió en la guerra, murió fusilado porque en este mundo hay muchos señores Coz y muchas malas lenguas… ». Estuvimos hablando así como una hora, todo el tiempo fue amable y al final me dijo que podía irme pero que lo pensara bien. « Ya está todo pensado » le dije al salir. Cuando estuve en la calle vi a unos cuantos muchachos por todas las partes, salían de un portal o de detráa de alguna esquina, eran diez o doce si no recuerdo mal. Vineron hacia mí preguntándome por qué me habían detenido, qué me habían dicho, se preocupaban por lo que me iba a pasar. Fue una emoción tan grande la que sentí que no podía hablar, s lo les decía : « luego, luego, ahora voy donde mi hermana ». Corrí hasta el Hotel Continental en el que por entonces trabajaba Elena. Al verla, me abracé a ella y me puse a llorar, creí que mi pecho iba a estallar pues había perdido la costumbre de que alguién se interesara a mí, a no ser para insultarme.  La señora Paulina, la dueña del hotel, me dio algo de beber e hizo que me sentara para calmarme. Estuve allí un ratito y después salí. Algunos de los muchachos seguían esperándome y pude contarles lo que había pasado y por qué. Les dije también que el jefe  de la policía se mostró amable conmigo, cosa que les extrañó. En efecto, aquel hombre había sido un compañero de pesca suyo y ahora debían tratarle de usted porque se había transformado en una « autoridad ». Me precisaron que ellos iban a cotizarse para pagar mi multa, a lo que yo me opuse diciéndoles que pagar sería darle razón a la acusadora. Mis patronos también deseaban prestarme el dinero pero yo no acepté. No volvieron a molestarme nunca con aquella multa. La muchacha que me denunció, cuando nos encontrábamos por el paseo, por dos veces mostró la intención de hablarme pero la miré fijamente a los ojos y no se atrevió.

Al cabo de dos o tres mese, ya no recuerdo bien, uno de los policias me dijo que la multa la había pagado mi tío, el hermano de mi padre, y eso me dolió mucho. En efecto, cuando mi padre estaba en la cárcel se puso enfermo y nos pidieron que mandáramos «sólo 25 pesetas» para adquirir una medicina. Como no teníamos tal cantidad de dinero, mi madre me mandó a Laredo, donde residían mi tío y su familia, para ver vieran si podían darnos esa suma. No encontré sino a la esposa de mi tío que me dijo que no podía darme nada y que me hizo comprender que mi demanda la molestaba tanto que me acompaño a la puerta y me la cerró en las narices. Cuando regresé a casa, fue tan grande la desilusión y la pena de mi madre que se me partió el alma y nunca se lo perdoné a aquella mujer. Mi madre pensaba entonces que la única persona con la que podía contar era precisamente el hermano de mi padre. Y no solamente porque de su hermano se trataba sino también porque su hijo, nuestro primo, estuvo en nuestra casa mientra duró el Frente Popular en el norte. Aunque era un muchacho que nunca se metió en política, imitando así a su propio padre, tenía miedo de sufrir represalias por su posición económica : tenían un garaje que funcionaba bien, temía los rencores y las envidias tan frecuentes en tiempos de guerra. Enfín, cuando su hermano le expuso los temores de su hijo, mi padre no dudó un minuto y propuso que el chico se viniera a casa a pesar del hambre que ya empezaba a reinar. No sé lo que su mujer le contaría a mi tío (él estaba totalmente dominado por ella) pero lo cieto es que no le veíamos jamás. Tenía la costumbre de ir a una fonda, La Parra, donde encontraba a sus amigos y tomaba algún trago. Pero desde que Elena empezó a trabajar allí, no volvió más. ¿Le daba verguenza? No lo sabremos nunca sin embargo, a pesar de su comportamiento, era un buen hombre. Mientras viví en Laredo, y fueron varios años, no le vi sino una vez. No me acuerdo si fue antes o después de mi detención pero fue por entonces. Nos encontramos de frente, los dos nos quedamos parados y pude leer en sus ojos que él hubiera deseado abrazarme, leyó seguramente lo mismo en mis propios ojos. Pero nada ocurrió, seguimos ambos nuestro camino. ¿Por timidez ? ¿Por pudor ? No tengo ni idea pero hoy en día aun me pesa no haberlo hecho ¡se parecía tanto a mi padre! La modista para la que yo trabajaba era la que vestía a mi prima. Cuando venía con su madre para elegir algún modelo o para probarse algo, la modista me decía : « termina lo que estás haciendo y vete a dar un paseo o a ver a tu hermana que va a venir tu tía». Si mi prima venía sola, no me decía nada, con ella nos saludábamos. Pero con el único con el que seguimos relacionándonos normalmente fue con el hijo: él no olvidó nunca el tiempo que vivió en nuestra casa.   

Cuando estábamos  presos en el barco, el único utensilio que teníamos (salvo el cuchillo y el tenedor) para todos era una lata de escabeche vacía que nos habían dado llena al embarcar. Si no recuerdo mal era una lata de tres kilos de chicharrillos. Una vez que estuvimos presos, la lata esa nos servía para ir a buscar la comida. Bueno, nos servía para todo : por la mañana para el desayuno, después la limpiabámos y la llenábamos de agua y servía de lavabo, a mediodía volvíamos con ella a por la comida, luego a por la cena, durante la noche era nuestro orinal. Todos los días era lo mismo. Felicidad y Rosario no subieron nunca a cubierta, mi madre sólo cuando la llamaban para interrogarla ; la señora Justa subía también de vez en cuando a por comida. Pero la encargadas del suministro éramos  Elena y yo. Muchos días, cuando subíamos y que los soldados estaban limpiando la cubierta, nos poníamos al chorro de la manguera y nos lavábamos nosotras.

Un día, Elena se levanta y dice que le duele un pie y se pone a llorar como una madalena. Era muy llorona y al mismo tiempo muy alegre, lo siguió toda su vida. Mi madre la mira y ve que tiene en el talón un bultito. Va y le pregunta al oficial si no hay un médico pueda  verla. El oficial contesta que va a hacer lo que pueda para que un médico atienda a Elena y, efectivament un médico militar vino al día siguiente y la examinó. El bulto había doblado de volumen, el médico dijo que allí, en las condiciones en las que vivíamos, no podía hacer nada, que hab a que llevar a Elena al hospital. Mi madre no quería, tenía miedo a que nos llevaran a otro sitio y que la chiquilla se quedara por allí sola. El oficial aseguró que nos quedaríamos por lo menos hasta que Elena volviera, mi madre, aunque no muy convencida, cedió pues el médico dijo que era necesario operarla lo antes posible ya que en la condiciones en las que vivíamos, aquello podía ser grave. Así que aquel mismo día ingresó Elena en el hospital. Ella empezó a llorar diciendo que no quería ir pero como todos la animábamos, lo mismo que el médico y el oficial, empezó a reírse, sintiéndose la reina del día. ¡ Sin embargo, al despedirse no pudo disimular el miedo ni evitar algunas lagrimitas ! Permaneció en el hospital cuatro o cinco días. Cuando regresó, estaba muy contenta y risueña y fue otra vez la reina del día ¡ le gustaba tanto ! Nos dijo que en el hospital la habían tratado muy bien y que había comido mucho mejor que nosotros. Le dieron un gran paquete de algodón, gasas, vendas y un desinfectante para que se curara todos los días y todo fue bien. Una enfermera le dio también una tableta de chocolate. Seguimos en el barco por lo menos un mes más.

Mi memoria hoy retrocede, un recuerdo para mí muy doloroso me ha venido hoy.

Un día, el niño al que cuidaba y que estaba enfermo se puso peor y sus padres le llevaron a Santander para que le viera un especialista. Yo me quedé sola en casa y, como siempre, empecé a pensar en mi padre.

Pensaba tantoque hasta me parecía oír los tiros que le mataban, veía que le enterraban pero que aun estaba vivo ; por la noche llovió mucho y yo me decía : sus ropas eatarán empapadas, tendrá mucho frío con toda esa tierra encima y toda esa agua. Me hubiera gustado ir a taparle, a ponerle algo encima para que no pasara el agua, para que no se mojara. Pensé que me volvía loca, me marché a "La Parra", donde trabajaba Elena. Cuando la señora Pepita, la dueña, me vio entrar, me preguntó lo que me pasaba, no pude contestar y perdí el conocimiento. Después dije lo que me ocurría y lo interpretaron mal, pensaron que yo había visto a mi padre en une especie de espejismo y la señora Pepita me acompañó a casa para que le dijera donde le había visto. Recorrió toda la casa, el jardín y me iba diciendo, " tú ves, no hay nadie". Yo contestaba que ya lo sabía " si mi padre estuviera aquí, no me habría asustado ni marchado, mi padre está en el cementerio y nadie le puede ver pero está constantemente en mi pensamiento, esta vez, al quedarme sola, ha sido con más fuerza, ha sido insoportable". Ella siguió con su idea y yo volví a "La Parra" hasta que regresaron mis patronos.

Todos creyeron que aquel día tuve una visión. Sin embargo, el tiempo no ha borrado nada, hace 66 años que le mataron y no pasa un día sin que piense con mi padre, sobre todo durante las noches, noches blancas en que todo vuelve a la memoria con toda la crueldad. Días largos de soledad y angustia que me hacen salir de casa, huir, andar, andar hasta extenuarme para que no me queden fuerzas ni para pensar. No pensar como si fuera fácil, como si los recuerdos esperaran a que se les llamara. Esforzarse en olvidar cuando una palabra que oyes, una imagen anodina, una persona que te cruza en la calle te hacen recordar, emerger el dolor y la pena que luchas por superar. Elena, poco antes de ponerse enferma, me dijo : " muchas veces, por la noche, me despierto llorando, pensando en Papa y después ya no puedo dormir, al día siguiente la triteza me invade y empiezo a limpiar la casa como una loca, para olvidar, pero no puedo olvidar, sólo me esfuerzo en no pensar. A Eusebio, me parece que le pasa lo mismo aunque, directamente, no lo hemos comentado nunca pero hay palabras y gestos que no engañan. Wolney tampoco creo que hubiera olvidado nada a pesar de que estaba siempre atareado con sus invenciones y su bricolage. José Luís es más reservado, cuando habla no dice sino lo necesario, todo lo lleva dentro. Lo cierto es que los tres, que eran los más jóvenes, sufrieron mucho y eso nunca se supera. El sufrimiento se adormece a veces pero la chispa más pequeña le despierta y el dolor y la angustia vuelven con todo su furor.

Un día, ya habían fusilado a mi padre, vienen corriendo unos niños y le dicen a mi madre : " Matilde, Matilde, han echado a la señora Justa de casa, tiene todos los muebles en la calle". Mi madre salió corriendo para ver lo que pasaba y, en efecto, la señora Justa había salido para comprar algo, al regresar se encontró con todas sus cosas en la calle y con la puerta cerrada. Mi madre se la trajo para nuestra casa, lo suyo no sé donde lo dejarían pues en casa no cabía. Mi madre la cuidó como si hubiera sido su propia madre ya que, tras una larga enfermedad, murió en sus brazos. Unos meses después salió su hijo Mariano de la cárcel. Como no tenía donde ir, mi madre le dijo que se quedara con nosotros, que lo mismo que nuestra casa había sido la de su madre pues era la suya. Mariano salió de la cárcel muy desmejorado, muy cansado, poco a poco fue quedándose sin fuerzas. Entonces mi madre le dijo que fuera al hospital de Valdecilla, pues las consultas eran gratuitas, para que le viera un médico. El no quería pero como mi madre insistió, se decidió y una mañana salieron los dos para Santander pues él solo no podía ir. Le miraron dos médicos que diagnosticaron un cáncer de estómago. Le recetaron solamente morfina pues los médicos le dijeron a mi madre que Mariano iba a sufrir mucho pero que no se podía hacer nada sino calmarle el dolor. Efectivamente, sufrió muchísimo, fue algo horrible. Se le daba cada vez más morfina pero era inútil. Sin embargo tardó mucho en morir hasta que terminó haciéndolo en brazos de mi madre. Un día, cuando estaba ya muy mal, vino el cura del pueblo a verle y le dijo a mi madre : "Matilde, si todo lo que haces lo hicieras en el nombre de Dios, ya habrías ganado el cielo". Ella le contestó : " bien egoísta es ese señor si pretende que todo se haga en su nombre. Yo, cuando hago algo, no lo hago más que por quién lo necesita". "Ya lo sé", replicó el cura, " ¡ y si un día se cae la iglesia, no estarás tú debajo !". "¡ De eso puede estar usted seguro" dijo mi madre. El curete se marchó, a Mariano no le trajo nada, debía pensar que su presencia era suficiente para ayudar a los enfermos, aunque se encontraran en la mayor miseria. Otro día vinieron a verle la mujer de Alvear y su madre, que solían hacer visitas caritativas. Estaba con mi madre una vecina, María Pila, que venía con frecuencia. Se pusieron las de Alvear a hablar y empezaron a decir que había que tener resignación, que los que sufren mucho van al cielo y otras cosas del mismo percal pero, como el cura, vinieron con las manos vacías. Sabían que Mariano no tenía nada, que estaba en la miseria, que de no se por mi madre, que tampoco tenía nada, se hubiera muerto en la calle, como un perro y su madre lo mismo. Sabían que necesitaba medicinas pero ni el cura ni ellas fueron capaces de darle una peseta o un pedazo de pan. Después, la suegra de Alvear empezó a hablar de su yerno, de lo bueno que era, de todos le adoraban, de que cuando muriera muchos exigirían que se le canonizara...Yo no pude aguantar más, me puse furiosa y le dije que su yerno era un canalla y un criminal que se había negado a firmar en favor de mi padre. "Pero Luisa, te has vuelto loca, tú sabes que todos te queremos, sus hijos te esperan para darte flores", decía ella. "Ya lo sé, no estoy hablando de los hijos sino del padre y si es cierto que Dios existe, como lo dice usted, entonces el señor Alvear irá de cabeza al infierno". Les conté cómo fue la entreviste que tuve con él, les dije que yo sólo le pedía que firmara y que me negó la firma porque le habían quitado el coche : éste tenía más valor que la vida de un hombre  con una mujer y siete hijos y para colmo les prohibió a otros que firmaran. "Tú estás perdiendo la cabeza", fue lo único que respondieron. Cuando se hubieron marchado, mi madre me dijo que había estado demasiado directa con ellas, María Pila opinaba que no tenía que haberles dicho nada delante de ella, que eso fue seguramente lo que más las hirió. En cuanto a mí, si no hubieran empezado a alabar al Alvear,  me hubiera callado.

El tiempo iba pasando, los acontecimientos con él.

Un buen día, la Cuca salió de la cárcel. Hacía una semana que no estaba bien, no podía  ni levantarse pero cuando le dijeron que la ponían en libertad, nos contó que de un salto se puso de pie y empezó a vestirse. Las monjas no querían dejarla salir, decían que su estado físico no se lo permitía, que era mejor que esperara unos días y que fuéramos a buscarla. Ella replicó que no se quedaba allí ni un minuto más, que su estado iba a mejorar en cuanto se viera del otro lado de la puerta, que estaba dispuesta a hacer los catorce kilómetros andando si era necesario. En casa nadie sabía nada así que la madre de otra chica que salió con ella le dio dinero para tomar el tren. Elena y yo seguíamos en Laredo y no la vimos llegar pero ni que decir tiene que nuestra alegria fue inmensa. La Cuca tardó varios meses en restablecerse. Estaba completemente agotada y tenía el estómago deshecho. Cuando recuperó fuerzas, tomó el toro por los cuernos y se fue a Palencia. En la cárcel le habían dado una dirección donde podía comprar cereales que luego vendía de estraperlo y así empezó a ganarse la vida. En realidad, no ganaba mucho pues se lo vendía a estraperlistas de verdad que eran los que hacían buenos negocios. Solía también vender algo de mercancia  a las vecinas del barrio al mismo precio que los estraperlistas y esos protestaban diciendo que eran sus clientes. Siguió así varios meses, yendo cada semana a Palencia. Por entonces me preguntó si yo podía volver a casa para ayudarla, en particular para la contabilidad, ¡no esperé a que me lo dijera dos veces! Al día siguiente salimos las dos para Palencia, cada una con una maleta. Aquel mismo día, Deogracias, el novio de Elena, pasaba un concurso en Palencia para entrar en la Banda de Música de Santander, nos encontramos con él en la estación y entonces empezaron las complicaciones.  Ramón Chico, él que le proponía la mercancia a la Cuca, cogió una maleta y Deo la otra. Chico conocía a los policías, en cuanto los vio, dejó la maleta y siguió andando. Pero Deo, que no los conocía, no soltó la maleta y le detuvieron. Nosotras estábamos ya en el tren y lo vimos todo. Cuando se presentó la policía para detenernos, no nos sorprendió pero, evidentemente, protestamos con energía. Nos llevaron a su local, no vimos a Deo, sólo nos enseñaron un papel que él había firmado, y que no pudimos leer,  donde declaraba que la maleta era nuestra. Cuca y yo lo negamos, dijimos que nos pusieran ante "ese señor" para ver si decía lo mismo teniéndonos delante. No lo hicieron. Estuvieron rondándonos a Deo y a nosotras pues debían pensar que, entre los tres, alguno terminaría contradiciéndose, pero no lo lograron. Estuvimos allí unas dos horas, perdimos el tren y tuvimos que dormir en Palencia.  No sabíamos adonde ir, Deo nos dijo : " vamos a la pensión en la que suelo quedarme, quizás tengan sitio. Cómo era de noche, nos costó encontrarla, al fin dimos con ella. Le contamos a la dueña lo que nos había pasado y, muy amable, nos dejó pasar y no nos cobró nada. Nos acostamos los tres en traves de la cama, con los pies casi en el suelo. Deo nos contó que, cuando le detuvieron, dijo que la maleta era de una señora que llevaba a un niño en brazos y que le pidió si podía ayudarla pero que él no la conocía.  Al otro día, el billete del tren ya no valía, volvimos a ver a la policía para exigir que nos cambiaran el billete, lo que hicieron, aunque de mala gana. Fue la última vez que la Cuca viajó a Palencia, yo tampoco volví. Chico se las arregló para mandar la mercancía por ferrocarril.

A partir de ese momento, las mercancías llegaban a la estación de Boo, a unos dos kilómetros de nuestra casa. José Luís y yo éramos los encargados de ir a buscarlas. Ibamos con un carretillo en el que llevábamos hasta ochenta kilos. De vez en cuando nos relebábamos, yo subía las cuestas y él las bajaba. Cuando José Luís llevaba el carretillo, yo iba detrás y al verle las piernas tan delgadas que parecía que tenía las rodillas inchadas, me decía " se le van a doblar, es imposible que siga con ese carretillo". Quería ayudarle pero él no me dejaba. La verdad es que, a pesar de sus pocos año y de su delgadez, era fuerte como un toro, mucho más que yo. Chico solía mandarnos dos o tres cestos de un metro de altura, más o menos. Un día envió ocho cestos y nos sabíamos cómo arreglarnoslas asi que la Cuca le pidió  a un conocido que nos prestara el carro y el caballo y fuimos a la estación. Era un carro de plataforma, nos pusimos a cargarle pero le hicimos " tan bien" que cuando hubimos cargado cuatro cestas, el peso casi nos levantó todo, ¡hasta el caballo! José Luís, para contrarrestar el peso se sentó en un pescante pero como pesaba menos que una pluma, no adelantamos nada. Afortunadamente, estaban dos muchachos trabajando un poco más lejos y, al vernos, vinieron corriendo en nuestra ayuda. El uno se subió al carro por delante para hacer contra peso, mientras tanto el otro ponía el "tentemozo", nos arreglaron bien los cestos y dijeron que no podían hacer más pues estaba el capataz vigilándoles. Nos aconsejaron que no olvidáramos que lo primero era colocar el "tentemozo", nos dijeron también que se fijaron en nosotros al ver cómo manejábamos aquellos cestos tan grandes, que si hubiéramos sido personas mayores ni se habrían fijado y que el pobre caballo hubiera pagado las consecuencias de nuestra torpeza. Es verdad que José Luís tenía 11 o 12 años pero había pasado tantas necesidades que parecía más joven, yo tenía unos 18 años.  Después de todo eso, pudimos por fin regresar a casa . En cuanto a la contabilidad, tuve que hacer algunas pequeñas trampas ya que mi madre me pedía dinero para comprar carne o pescado para los chiquillos que, aunque ya no pasaran hambre, estaban muy mal alimentados y que la Cuca no quería darle ningún dinero de lo que ganaba. Yo le decía : " Mama, la Cuca gana poco, el dinero de la venta no es suyo, con eso debe pagar la mercancia. Chico se lo manda y cuando ella lo vende, tiene que pagarla. De todas formas, sin dinero, la Cuca no puede seguir con el comercio ". Mi madre no se quedaba muy convencida con esos argumentos.
 
El día 4 de diciembre de 1943 se casaron la Cuca y la Elena. La Cuca se fue a vivir a Reinosa y me dejó a mí la mercancia para que yo siguiera con aquel comercio pero el caso es que no tengo el alma comerciante. Así que los negocios no fueron muy prósperos. El primer envío no me fue mal pero el segundo fue una catástrofe. No pude pagarle pues mi madre, cuando yo salía, empezó a dar fiado a las vecinas y resultó que había vendido ella muchas más cosas que yo. ¡ Pero no cobró jamás ni siquiera una perra chica ! Tuve que escribirle a Chico para decirle que no mandara más ya que el último envío no se le podía pagar y le conté por qué razones. Le dije que no podía seguir con aquel "comercio" y que me iba a Madrid a trabajar : cada mes le mandaría dinero hasta apurar la deuda. Le envié dinero durante unos meses, un día se presentó él donde trabajaba y me dijo que con lo que había ganado con la Cuca y con lo que yo le había devuelto, era suficiente y que, en adelante, se lo diera a mi madre que lo necesitaba más que él. Así hice.

Poco después las cosas empezaron a tomar mejores rumbos ya que los chiquillos iban haciéndose mayores y empezaron a trabajar en los talleres de los astilleros. No ganaban mucho, José Luís, el más joven, ganaba 18 pesetas y la Falange le quitaba la mitad pues no quiso nunca ir con los "Flechas". Wolney y Eusebio ganaban algo más y no tenían el problema de la Falange porque eran mayores.

La gente del pueblo, al ver que Hitler perdía la guerra, empezó a hacernos sonrisitas. Después, cuando terminó la guerra mundial con la derrota alemana, algunos sintieron pánico pues pensaban que con Franco pasaría lo mismo que con Hitler y trataron de lanzarnos cables para preparan coartadas que les dieran la apariencia de personas tolerantes. ¡ Era insoportable ver aquello ! Un día, íbamos Felicidad y yo por la carretera, se nos arrimó un muchacho que antes nos había insultado muchas veces y empezó a hablarnos. Nosotras seguimos sin hacerle caso. Entonces nos dijo que había sido una injusticia que fusilaran a nuestro padre, que sus propios padres lo habían dicho siempre y que él así pensaba también. Felicidad iba a contestarle pero no la dejé, le dije que no éramos como ellos, que los insultos no manchan sino a los que los lanzan. Le dejamos allí plantado y cruzamos al otro lado de la carretera.

Para mí esos comportamientos eran peores que los insultos. Aquellos hipócritas halagos después de tanto ensañamiento me resultaban tan insoportables que decidí irme a Francia.

Estuve un año en Biarritz, en casa de una tía, una hermana de mi madre. No lo pasé muy bien. Allí me dieron permiso sólo para permanecer un año, la policía no aceptó renovarle. Entonces, una noche, contra la voluntad de mis tíos, tomé el tren para París. No sabía ni una palabra de Francés, estaba sin dinero y sin papeles. ¡ Y, lo que es la vida, aquí sigo, al cabo de 55 años ! Al poco tiempo de estar en París todas las naciones reconocieron a Franco : se me quitaron las esperanzas de regresar a España y, cuando volvió la democracia era ya demasiado tarde. Volver hubiera representado otro exilio, ni mi marido ni yo estábamos dispuestos a ello. Así que somos como extraños aquí en Francia pero también en nuestro propio país.

En estos días han celebrado el sesenta aniversario del desembarque aliado en Normandie. A la ceremonia acudió un nieto de Churchill que declaró : "No puedo decir que mi abuelo ganó la guerra pero sí que no dejó perderla". Yo tengo otra opinión, que creo más acertada. Su abuelo hubiera podido evitar esa guerra y los millones de muertos que acarreó si se hubiera movilizado o hubiera dejado que otros se movilizaran para defender España. Allí estrenaron los Alemanes sus famosos aviones, destruyendo Guernica y otros pueblos. Ahora celebran una victoria, cuentan los muertos pero los honores son para ellos, para los dirigentes de ayer y de hoy aunque sean los responsables de tantas muertes porque temían perder  unas minas. En fin, las guerras son así y como dice la gente del pueblo : "los muertos van al hoyo y los vivos al bollo".

Cuando salí rumbo a París, en el tren conocí a un vasco, profesor de Inglés, y gracias a él no dormí en la calle. Yo traía la dirección de unos amigos de mi padre, madrileños, que también eran del POUM. Me la dio mi tío. Pero el número estaba confundido : en el 15 de la rue Puteaux estaba una Logia de masones. Entonces el vasco me dijo que fuera a su casa pues ya era muy tarde y que al día siguiente él me acompañaría a otra dirección de unos amigos de mi tío que tomé sin que nadie lo supiera. Ese hombre, al que conocí en Biarritz, se llamaba Munis, era mejicano y había sido guardaespaldas de Trotski. Al otro día pues, el vasco tenía clase y no pudo acompañarme, lo hizo su mujer que fue muy atenta conmigo y me recibió muy bien cuando llegué a su casa.

Munis vivía en la rue Gambetta y, afortunadamente, le encontré en su casa. Entonces me despedí de la Vasca y le prometí que iría a visitarla, lo que hice varias veces. Munis me acompañó al local del POUM. Tomamos el metro, él me pagó el billete y me explicó cómo funcionaba. ¡Sus explicaciones fueron tan claras que jamás me extravié, iba por el metro como por mi casa! Los militantes del POUM me recibieron muy bien. Encontré al amigo de mi padre, Juan Andradre, cuya dirección era érronea: vivía en el número 17 ¡ y no en el 15 ! de la rue de Puteaux. Además de Andrade estaban allí diez o doce personas más. Empezaron a preguntarse sobre quien podría alojarme pues todos vivían en espacios muy reducidos. Por fin uno, que llegó un poco más tarde, Zayuelas, me propuso que fuera a su casa ya que disponía de un piso espacioso. Su mujer y el eran muy buenas personas pero muy raros y con predisposiciones para el misterio. Se habían conocido en un campo de concentración alemán, esta circuntancia era quizás la explicación de sus a veces extraños comportamientos. Me prohibieron que comunicara su dirección a nadie, incluso a mi madre. Los vascos se enfadaron ya que pensaron que no confiaba en ellos. Mi madre tenía que escribirme donde Bonet, uno de los dirigentes del POUM. A las ocho de la mañana, yo debía abandonar el piso para que no me viera la mujer de la limpieza. Era el mes de noviembre de 1950 y puedo decir que no era agradable pasearse por las calles de París a aquellas horas, el frío a veces me paralizaba. Cuando veía una aeración del metro, me calentaba un poco pero tenía que marcharme enseguida por miedo a que me viera la policía, al seguir andando, pasaba más desapercibida. A la una, iba a comer a casa de los Andrade, tenía que cruzar todo París ya que ellos vivían en la parte norte. Junto a ellos encontraba algo de calor humano. Algunas noches los Zayuela tenían visitas entonces me preguntaban si no podía yo ir a dormir a otro sitio pues seguían teniendo miedo de que me vieran. Evidentemente, me marchaba. Entonces me ponía a andar por las calles hasta las once o las doce de la noche, después entraba en algún portal, con cuidado para que la portera no me oyera y trataba de dormir en la escalera. Sobre las cinco de la mañana, me iba pues oía a la gente que empezaba a levantarse para ir a trabajar. Seguía deambulando por las calles hasta la una, cuando acudía a casa de los Andrade para comer. Cuando hacía mucho frío iba a la estación de "Saint Lazare", allí estaba al resguardo y me podía sentar. Lo malo era que a veces me dormía : tenía miedo de que me viera la policía que siempre hacía rondas por allí, así que iba lo menos posible.

Por entonces encontré trabajo pero no estaba "declarada", era trabajo "al negro" como dicen ahora. En efecto, un peletero de Biarritz, con quien había trabajado allí, me recomendó a un amigo suyo ; Bonet le escribió solicitando un empleo para mí. Ese hombre contestó enseguida y me citó para una entrevista, cerca del local del POUM, en la "cité Trévise". Nos pusimos de acuerdo y, al día siguiente, empecé a trabajar. Iba cada día a partir de las dos de la tarde. Estaba sola en el taller, me había dado la llave y en cuanto llegaba lo encontraba ya todo preparado y no tenía más que ponerme a coser a máquina. Entonces alquilé una "chambre de bonne" (una habitación, de servicio) en la calle de Orléans, cerca del metro "Sablons". Era una habitación minúscula, para cocinar tenía que sentarme encima de la cama y poner un infiernillo que alguien, no recuerdo quien, me dio en el suelo. El agua y el vater estaban en la escalera. Pagaba por esa habitación bastante caro pero, por fin, me sentía libre y allí no molestaba a nadie. Seguía comiendo con los Andrade pues me dijeron que con lo que ganaba no podía vivir, que ellos no permitían que pasara necesidades, que cuando me arreglaran los papeles y ganara un sueldo normal  pues, entonces, si yo así lo deseaba, podría dejar  de ir a su casa. Además decían que lo hacían por el cariño que le habían tenido a mi padre, al que tanto apreciaron. Yo no sabía qué contestarles, tan grande fue mi emoción que se me saltaron las lágrimas. Al día siguiente fui una hora antes pues tenía la costumbre de hacerles cada día algo de limpieza o de ayudar a María Teresa a coser o a cualquier cosa que necesitara.

Empecé a desplazarme en metro y, la verdad sea dicha, entre pagar la habitación y el metro, no me quedaba apenas nada. Para ahorrar un poco, solía ir andando hasta la estación de metro "Etoile", entonces se pagaba el metro según las estaciones. Después de comer en casa de los Andrade, en el metro "Rome", me iba andanso hasta "Opéra", allí tomaba el metro hasta "Bonne Nouvelle" donde trabajaba. Un domingo, fui a visitar al los Vascos. Iba algo temerosa, estuvieron contentos al verme y pude explicarles por qué no les había podido dar mi dirección hasta entonces, lo comprendieron muy bien. Seguimos hablando y me dijeron algo que solucionó todos mis problemas : "si fueras Vasca, te darían enseguida los papeles". "Pues se puede decir que soy Vasca, nací en Ortuella". Me dieron la dirección del Gobierno vasco en exilio y el lunes me presenté allí con Bonet que siempre me acompañaba. Me pidieron el certificado  de refugiada política (que tenía desde 1951) y un certificado de domicilio que me hizo una señora, Françoise Baby. A los pocos días me convocaron y me dieron los documentos necesarios para que consiguiera la "carte de séjour" (la carta de residente).

Al llegar a la "Préfecture" se me cayó el cielo a los pies. ¡ La sala estaba de gente hasta los topes ! Era imposible pasar hasta el sitio donde tenía yo que entregar todos los papeles, me pasé allí la mañana para nada. Volví a casa de los Vascos, al día siguiente uno de ellos me acompañó y todo salió bien, en dos horas más o menos me arreglaron la "carte de séjour" por una temporada de tres años. No me quedaba más que ir al Ministerio de Trabajo para que me dieran la "carte de travail" es decir el permiso de trabajar. Conseguí esa carta enseguida pero sólo podía hacer de criada. Françoise Baby me dijo entonces que fuera a casa de unos amigos suyos que eran pianistas y sobretodo de izquierdas y buena gente, que con ellos estaría bien. Y así fue. Esas personas tenían dos hijas de siete y nueve años, durante la semana estaban interna en un colegio, no venían a casa sino los fines de semana. Me trataron muy bien, al cabo de cuatro meses invitaron a mi madre a que viniera a pasar un mes conmigo, lo que me causó una gran alegría. Hacía ya un año y medio que no la veía, la soledad se me hacía difícil de soportar. Aquel año, el primero de febrero, día de mi cumpleaños, me escribieron para comunicarme que había muerto mi hermana Felicidad. Fue un golpe terrible. Estaba en el local de las Brigadas Yugoslavas, tenía que recoger el certificado de domicilio que Françoise Baby me hacía cuando Bonet me dio la carta. Todos se dieron cuenta de que me pasaba algo, Françoise se preocupó y les dije que mi hermana acababa de morir, que no me lo esperaba ya que cuando me vine se encontraba bien al contrario de Wolney, cuyo estado era tan grave que yo no pensaba volver a verle con vida. Françoise abrió una suscripción para que se le pudiera mandar streptomicina, que en España no se encontraba. Recuerdo que el primero que dio fue el escritor Albert Camus, dio diez mil francos de los de entonces, es decir lo que ganaba yo al mes.

Mi madre llegó en julio, no me acuerdo del día. Las niñas estaban en casa pues era época de vacaciones. Todas las tardes íbamos al Bois de Boulogne que a mi madre le gustaba mucho y a mí también. Las niñas nos decían que parecíamos cotorras, que siempre estábamos hablando y que ellas no comprendían nada. El mes pasó rápidamente, me pareció el más corto de toda mi vida. Cuando marchó, la soledad fue más aguda, más dura de soportar, menos mal que las niñas me la apaciguaban algo.

El mes de agosto fuimos de vacaciones a Cabourg, en Normandie. Allí me sentí más a gusto pues estábamos a orillas del mar, a veces tenía la sensación de que me encontraba en Santander. En Cabourg conocí a varias personalidades francesas que eran amigos de mis patronos. Todos los días iba a la playa con las niñas ; por la tarde, el padre venía con sus amigos a reunirse con nosotras. La madre no venía pues no podía tomar el sol así que me prestó su traje de baño, yo no tenía, y pasábamos unas dos horas en la playa. Solía venir un pintor, hermano de la patrona, se llamaba Tailleur, y me propuso que le sirviera de modelo, me dijo que su hermana estaba de acuerdo pero yo me negué. Un escultor me hizo la misma propuesta y la rechacé también diciéndoles que no me gustaba exponerme a la vista de todos, que cuanto menos me viera nadie, mejor. Estaba también por allí Jean-Paul Sartre que, cuando no se ponía a discutir con los demás, me pareció muy simpático y otro escritor cuyo nombre no recuerdo. Vi a Leivovitch (no sé si se escribe así) que era el director de la Orquesta Nacional de Radio France. Tuve la ocasión de hablar con todos ellos durante la semana que pasaron con mis patronos.

Regresamos a París durante los primeros días de septiembre y la vida siguió su rumbo. Hacia el mes de junio de 1952 otro hermano de mi patrona, que era médico en el hospital de la Salpêtrière, me estableció un certificado para que me cambiaran la carta de trabajo y pudiera ejercer otros oficios ya que los productos para la limpieza me producían eczema en las manos. Me convocaron en octubre, me mandaron hacer radiografías y análisis y terminaron dándome la carta de trabajo para cualquier empleo.

A últimos de octubre encontré trabajo en un taller de la Place de la République donde hacían quepis y viseras militares. Empecé en noviembre. El día de los Difuntos, dejé la casa de los Casanova, mis patronos para casarme con Sebastián. Bueno, nos casamos después pues tardaron en mandarnos los papeles pero nos pusimos a vivir juntos. El día tres de noviembre empecé a trabajar con unas máquinas industriales, era un trabajo difícil pues trepidaban mucho, los obreros las llamaban "máquinas cañón". A los tres meses más o menos me desmayé en el taller. Llamaron a un médico, vino una ambulancia y me llevaron al hospital. Me dijeron que no era nada grave pero que, como estaba embarazada de unos tres meses y que el niño no estaba bien colocado pues, si deseaba no perderle, debía hacer mucho reposo. El médico me dio una baja y un vale para tomar un taxi que me llevara a casa. Me aconsejo que descansara, que de esa forma todo iría perfectamente. Sin embargo, entonces empezaron los problemas. En efecto, Sebastián no quería tener hijos y hacía todo lo posible para que abortara. Cada noche, salíamos a dar "un paseo" y como él no sabía andar despacio, yo quedaba agotada. Una noche exageró más : llegaba el autobús y me hizo correr. El chófer nos vio y nos esperó, cuando subí pidió a la gente que alguien me cediera un asiento, no arrancó sino al ver que me senté. Yo estaba de seis meses pero todo eso le puso a Sebastián de muy mal humor pues le pareció una verguenza que una persona se levantara para que se sentara su mujer. Después de ese incidente me negué a salir con él. Lo cierto es que si no hubiera estado sola y sin saber adonde ir, nuestra relación se hubiera terminado entonces. Dos días más tarde me puse enferma por la noche. Sebastián tuvo que llamar a un médico que diagnosticó un peligro de aborto, me llevaron al hospital donde permanecí doce días. Fue durante esos momentos cuando Sebastián se hizo con la idea de que iba a ser padre, me pidió perdón por su comportamiento y cambió.

El día cuatro de agosto de 1953 nació la niña. Fue el día más feliz de mi vida. Muchas veces pensé que la felicidad había desaparecido para siempre pero el nacimiento de mi hija desmintió tan pesimistas pronósticos y, al verla, lloré de emoción. Permanecí unos días en la maternidad y me sentí tan intensamente feliz que hasta me asusté. Hubo entonces en Francia un movimiento de huelga general, en los bares ya no había cerveza ni agua mineral, los transportes no funcionaban, los médicos, las enfermeras participaban también al movimiento. Mi madre me escribía muy preocupada pues pensaba que en la maternidad la niña y yo estábamos abandonadas, tuve que contestarle que nos atendían perfectamente. El personal trabajaba como siempre sólo que con un brazal que señalaba que estaban en huelga. Salí antes de que me dieran de alta. En efecto, Sebastián venía cada día a vernos pero siempre quejándose de que estaba harto de estar solo, siempre diciendo que no nos dejaban salir para cobrar más, que hacía calor, que le cansaba venir andando. Es verdad que la maternidad quedaba lejos y que había canícula. Yo le decía que no era necesario que viniera cada día pero él quería demostrar que se preocupaba por nosotras, lo que era cierto. Al fin y al cabo terminé firmando un papel para que me dejaran salir el 14 de agosto. Yo estaba con mucha fiebre y a la niña no se le había caído el cordón. Me enseñaron lo que tenía que hacer cuando se le cayera y me recomendaron que viera a un médico. Sebastián encontró un taxi, sólo trabajaban para las entradas y las salidas de los hospitales, y regresamos a la habitación que ocupábamos en un hotel de la Avenue d'Italie. Allí no teníamos ni agua ni desagüe, era necesario bajar un piso para tirar el agua sucia y subir agua limpia. El grifo del agua estaba en el retrete que era el único del hotel. La habitación era minúscula, tenía tres ventanas pero sólo se podía abrir la mitad de una. Así vivimos durante cinco años. Yo seguía mal pues no pude descansar como me aconsejaron los médicos. Cuando la niña dormía, solía acostarme también. Después la llevaba al parque, que no estaba lejos, porque no podía dejarla todo el día encerrada en aquella habitación. Regresaba a casa sobre las seis y media o las siete cuando regresaba Sebastián del taller donde trabajaba.

A principios de 1955 me dijeron que debía operarme pero como no tenía a nadie que cuidara a la niña no lo hice. En mayo de 1957, el médico volvió a decirme que me operara, que era urgente, que si no lo hacía él no respondía de nada. Entonces escribí a mi madre para pedirle que viniera a buscar a la niña y me la cuidara durante un par de meses. Vino en junio a Biarritz, donde mi prima, yo bajé hasta allí con Olga. Permanecimos en Biarritz unos quince días para que la niña se acostumbrara a estar con su abuela pues sólo había estado conmigo, tenía tanta costumbre de verme en cuanto abría los ojos, por la estrechez de la habitación, que a veces no quería salir ni con su padre. Cuando mi madre y mi hija salieron para Santander, me enfermé, no pude acompañarlas hasta la frontera, me daba tanta pena ver que mi hija se iba que las fuerza me fallaron. Tuve que quedarme dos días más en Biarritz. En julio ingresé en el hospital, me operaron al día siguiente, todo fue bien, a las dos semanas regresé a casa con un ovario y una trompa menos.

El cuatro de agosto la niña cumplía cuatro años. Pedí a mi familia que me la trajeran pero me contestaron que hasta que no tuviéramos un piso decente que se quedaban con ella, que estaba mucho mejor en Santander, que la niña ya no se iba a acostumbrar a vivir en una habitación tan pequeña y en tan malas condiciones. En parte tenían razón. Así que la niña siguió en Santander durante más de un año, que a mí me pareció un siglo. Sin embargo, como el pasaporte de Olga caducaba no tuvieron más remedio que traérnosla. Pero, sin saberlo, cumplieron con lo que habían dicho ya que el mismo día de su llegada nos entregaron las llaves de un piso nuevo aunque vacío : celebramos allí los cinco años de la niña.

Mi hermana Cuca fue la que la acompañó a París. Mientras estuvo con nosotros, cada vez que Olga quería algo se lo pedía a ella, a mí me miraba pero no me decía nada. Eso me hacía sufrir pero no se lo demostraba, ¡  hablaba con ella y ella le hacía caso a mi hermana ! Aún hoy tengo a veces la impresión que nunca me ha perdonado el haberla enviado a España, quizás ella lo sintió como un abandono. La Cuca se quedó durante un mes. Con ella fui a comprar las camas y las sillas. Recuerdo que cuando llegamos a la Place de la Bastille vimos que venía desde la Place de la Nation, por la calle de Saint-Antoine, una cantidad de gente increíble que iba ocupandotoda la anchura de la calle. Mi hermana, al verlos, se asustó, quisimos entrar en un café pero no nos dejaron a pesar de que íbamos con la niña. Cerraron todos los comercios por temor a algún lío. Sólo estábamos en la calle nosotras tres. La manifestación era tranquila y digna, de vez en cuando los que iban delante gritaban : "no" a De Gaulle, los demás respondían "no" y después seguían en silencio. Cuando la Cuca comprendió que se trataba de una manifestación se le saltaron las lágrimas. Me decía que se le había olvidado que existieran manifestaciones de ese tipo.

Olga, al ver que nos instalábamos definitivamente en el piso, que allí íbamos a estar tranquilos, empezó a separarse algo de la Cuca. Vivíamos en un entresuelo, con un balcón desde donde veía a los otros niños que estaban jugando fuera. Como es normal quiso ir a jugar con ellos pero no sabía hablar en Francés, se le había olvidado totalmente ese idioma. Entonces se dirigía a mí para que hablara en Francés y poco a poco fue tomándome confianza. Cuando, al cabo de un mes se marchó la Cuca, lo sintió mucho pero ya se había acostumbrado a la idea de quedarse con nosotros, sabía perfectamente que éramos sus padres, que la queríamos y que si la mandamos a España fue por necesidad. En septiembre empezó a ir a la escuela y estaba encantada. Cuando iba a buscarla me contaba todo lo que había hecho y me preguntaba "¿ cuando es mañana ?" pues deseaba volver a la escuela. Enseguida empezó a parlotear en francés. Después fue a la escuela primaria, le gustaba mucho, se sentía un gran personage, nos decía que ya era mayor y no dejaba sus libros.

Fue entonces cuando ingresé de nuevo en el hospital, me operaron de una rodilla. Estuve un mes y de nuevo tuve que firmar un papel para que me dejaran salir. Pero fue con una condición : tenía que hacer cama. Tres veces por semana venía el médico a hacerme infiltraciones, una se infectó y tuve que volver al hospital donde permanecí tres días. Después, mi estado mejoró, un masajista venía todos los días para la reeducación. Durante unos tres meses no pude levantarme, no me fue posible andar correctamente durante más de un año. Como ya he dicho, Olga tenía seis años e iba a la escuela, una vecina se ocupaba de ella hasta que regresaba su padre del trabajo y cenaban los dos juntos. Hubo una semana de vacaciones que pasó en casa de los Solano, a quienes conocía y que tenían un niño, Daniel, algo mayor que ella.  Lo pasó muy bien. Cuando empecé a andar de nuevo, iba cada tarde a buscarla a la escuela. A mediodía volvía a casa sola o, mejor dicho, con las otras niñas del barrio. Me puse otra vez a trabajar en casa. Cosía. Un día por semana iba hasta el centro de París a depositar lo que había hecho y a recoger trabajo que hacer. Olga fue creciendo, terminó la escuela primaria, empezó a cursar el bachillerato y terminó con éxito sus estudios.

En mayo de 1968, hubo huelgas. Sebastián se quedaba el taller con los compañeros, Olga se interesaba mucho por las manifestaciones y los mítines, como era natural. Poco después, hacia 1970 o 71, entró en una organización de jóvenes, fue a las manifestaciones que hubo en París para defender a unos Vascos de la ETA a los que Franco había condenado a muerte. No la veíamos en todo el día, volvía tarde a cenar. Sebastián no lo soportaba y se pasaba la vida enfadado, me decía que si le pasaba algo a la niña, sería culpa mía pues le permitía que hiciera lo que le daba la gana. Yo le contestaba que su hija ya no era una niña y que tendría que estar contento de que tuviera conciencia de la situación, de que pensara más o menos como él y yo. Pero se ponía furioso diciéndome que, como siempre, sólo quería darle la razón a la niña. Bueno, así era él...

Así fueron pasando los años sin que nos diéramos cuenta. La vida siguió su curso. Olga se fue a vivir con un chico francés, Gilles. Tuvieron tres hijos, mis nietos. Sebastián no conoció sino a Ugo, el mayor. Murió cuando el segundo, Simón, tenía sólo ocho meses pero no le vio. Le dijimos que había nacido el niño pero apenas se enteró, estaba en el hospital y ya muy enfermo y confuso. El pequeño, Luc, nació tres años más tarde.

Sebastián empezó a ponerse enfermo después de jubilarse, vivió altos y bajos pero cuando Ugo era todavía un bebé, su estado fue agravándose. Sin embargo, los médicos dicen que durante los últimos mese no sufrió ya que no sentía nada y se había desinteresado del mundo. ¡ Pero ser abuelo le hizo muy feliz !
Yo cuidé mucho a mis nietos y puedo decir que fue la época más feliz de mi vida. Ahora ya son hombres, las cosas son distintas.

Mi hija y mi sobrina, la hija de Elena, me pidieron que hablara de mi familia, de nuestra familia, de cómo nos fue la vida cuando ellas aun no habían nacido. Al principio me parece que lo he hecho pero luego me he ido perdiendo. Me he puesto a hablar de mi vida solitaria en este país ¡ Hace tantos años que dejé a mi familia ! No he podido hablar con nadie de ella. Hoy se me hace difícil decir más de lo dicho. No porque se me haya olvidado, todo lo tengo en la memoria, día tras día. Durante las noches de insomnio, me vuelven muchas cosas, están grabadas en mi memoria como en un disco. Pero me resulta difícil traducirlas en palabras después de tantos años de silencio.

En este momento me vienen a la memoria recuerdos más alegres, de cuando estábamos todos juntos, de cuando vivía mi padre. Además son más fáciles de contar. ¡ Estoy viendo a mi padre a gatas y llevando encima a uno de los chiquillos, a Wolney más precisamente que iba gritando "ade, ade" : era tan pequeño que no sabía pronunciar la "r"  pero le daba a nuestro padre palmadas en el culo para que corriera más ! Mi madre se reía y le decía :"te voy a hacer rodilleras para que no te hagas daño y que no estropees el pantalón".

Otro día, mi padre tuvo una "pelea" con Felicidad. Cada domingo le daban mis padres un duro a la Cuca. Felicidad tenía tres años menos pero decía que ya era mayor y que quería un duro también. Mi padre se sacó dos pesetas del bolsillo, las cerró en el puño y le dijo :"si me las quitas, son para ti". Felicidad se abalanzó sobre él como una fiera para abrirle la mano. Todos nos reíamos. Fue una "lucha" terrible, mi padre pedía auxilio, riéndose a carcajadas : "¡ venid a ayudarme que esta loba me va a quitar las pesetas !", por fin se las quitó. No sé si de tanto reírse mi padre se quedó sin fuerzas en la mano o si la abrió para que Felicidad cogiera las pesetas dichosas. El grito de triunfo de mi hermana fue fenomenal, aún me parece que le estoy oyendo: "se las quité, se las quité".

Con esa carcajada de Felicidad voy a finalizar este relato. No sé por qué al escribir esos momentos de alegría, me siento feliz de nuevo y a la vez perturbada cuando leo lo que escribo. Los recuerdos buenos y malos me vienen todos juntos a la memoria  como una pesadilla y tengo la impresión de que mi cerebro va a estallar.

Sin embargo, antes de terminar quiero darle las gracias al señor Ontañón por haber sacado del olvido a todos aquellos hombres, cientos de hombres, fusilados o mejor dicho asesinados en el cementerio de Ciriego y enterrados en fosas a las que las familias no podíamos ni acercarnos. Si alguien trataba de hacerlo, si alguien ponía un ramo de flores, la guardia civil venía, o los falangistas, y a empujones se la hechaba, con insultos, amenazándola con llevarla a la cárcel. No obstante siempre había alguna mujer que, sin que la vieran, tiraba flores, desde lejos, pero las tiraba. En cuanto los empleados del cementerio veían las flores, las echaban a la basura ; al otro día había otras. Los franquistas decían que la ley de Dios no permitía que aquellos muertos recibieran flores, que a aquellos muertos se les llorara.
Pero, al cabo de tantos años, siguen en nuestras memorias.
 



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