Trasversales
Juan Manuel Vera

Elegía y ateísmo

Revista Trasversales número 5,  invierno 2006-2007


 

Ya no existía, liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera”.
(Philip Roth)

Elegía, Philip Roth, ed. Mondadori, Barcelona, 2006


Elegía, la última novela de Philip Roth, es una miniatura espléndida que investiga la dificultad de dotar de sentido a la existencia individual, sometidos como estamos a la enfermedad, la decadencia y la muerte. Esas cuestiones universales se abordan a partir de un personaje plenamente surgido de su mundo literario. Roth ha logrado expresar de una forma repleta de fragancias complejas y sutiles unas preguntas que surgen entre las entrañas de la vida.

Roth proporciona la oportunidad de atender a la dificultad que la sociedad occidental (capitalista y cristiana) tiene para abordar la cuestión de la muerte. El perfil antropológico de nuestro tiempo convierte el morir en una molestia de la que no se debe hablar. La muerte es dejar de consumir. Pero hasta que llega, consumir es el gran lenitivo del vacío. No es que el consumo sea el objetivo último que da sentido a la vida, es que es el único valor positivo que impregna y moldea los comportamientos y las vidas tal y como es la sociedad instituida.
Al mismo tiempo, de una manera extraña, junto a este capitalismo del consumo de masas, persiste en muchos de sus poros, y con notable fuerza emocional en algunos segmentos de la sociedad, la ilusión religiosa de una salvación que preservaría de la muerte eterna. Es como si en los occidentales combinasen dos analgésicos distintos para ocultar una verdad radical, la de la muerte.

Elegía constituye una evocación extremadamente honesta de lo que el tiempo hace con un ser humano. La vida es, en su propia naturaleza, un proceso que conduce a la decadencia, la cual se manifiesta en la enfermedad y en la vejez (No es una batalla, es una masacre, viene a decir el protagonista de la novela). Pero la decadencia sólo es una preparación del fin. Somos seres destinados a dejar de ser y, en cuanto tales, nada más elegíaco que esa perdición, esa pérdida del ser, destino común de lo vivo. En tanto que los individuos encarnan como un holograma la institución social, comparten con ella ese ser dejando de ser. Toda creación es trágica, tiene un destino inevitable.
Parece evidente. Toda la sociedad contemporánea necesita la ocultación social de la perdición a la que todos los seres humanos y sus obras están inevitablemente condenados. Ocultar es la esencia de toda heteronomía. Y la religión, como su expresión extrema, niega que la muerte sea un final completo y absoluto. La religión perpetúa la mentira piadosa, intentando convertirnos en un rebaño de eternos niños, contentados con los caramelos de unas ensoñaciones propias del delirio, unas mentiras que conviene creer.
Un primer paso hacia la autonomía es negarse a ser engañado. “No aceptaba las mistiticaciones acerca de la muerte y de Dios ni las obsoletas fantasías del paraíso. Sólo existían nuestros cuerpos, hechos para vivir y morir de acuerdo con unas condiciones decididas por los cuerpos que habían vivido y muerto antes que nosotros” (Elegía).

El origen etimológico griego de elegía remite a lo que es digno de ser recordado. ¿Hay algo más digno de serlo que lo que se ha perdido para siempre? Por ello, la elegía encuentra su pleno sentido cuando es acompañada por una comprensión atea de la existencia. La elegía es el más genuino lamento de la tragedia humana, en la cual todo se va a perder y todo se pierde para siempre.
La mirada humana elegíaca es la del dolor inefable ante el ayer, ante todo pasado. Muchas grandes obras artísticas, literarias y cinematográficas particularmente, han abordado esa pérdida definitiva de algo que fue y no es. Marcel Proust ha sido el maestro universal de la elegía. Toda su obra es un inmenso tratado de carácter elegíaco, donde al construir desde el presente del escritor el pasado evocado, muestra la imposibilidad del sueño del arte de recuperar la vida. Pero en realidad el arte no es recuperación sino creación y, por tanto, lo que hace una obra completamente genial como la de Proust es construir el más majestuoso de los lamentos sobre la condición humana, donde la elegía del individuo que fue y está dejando de ser complementa la de una sociedad también perdida.

Me parece oportuno comparar la perspectiva de la Elegía de Roth con la de la emotiva Una pena en observación, de C. S. Lewis. Considero que el apasionado intento elegíaco de un escritor creyente como Lewis sólo alcanza su resonancia más auténtica cuando su lamento, el de alguien que quiere creer, encuentra un lector ateo. La elegía del creyente es suavizada por la esperanza religiosa de alguna forma de recuperación del espíritu, de un reencuentro más allá de la muerte. Cuando un ateo lee la obra de Lewis extrae el extractado jugo final que el consuelo religioso oculta: a pesar de todas las ilusiones, todas las pérdidas son eternas. A pesar de todas las ilusiones y las alienaciones consentidas y deseadas, el taladro, taladra.

El auténtico sentido de la pena es la absoluta irreparabilidad de la pérdida. Y esa irreparabilidad sin consuelo, conduce a la elegía, que es potencialmente lúcida, que quiere mirar al abismo. En cambio, el tradicional consuelo religioso empequeñece, impide a los individuos alcanzar un estado de madurez personal y vital.
La democracia tiene una sustancia atea. El ethos democrático requiere esa convicción íntima de que somos seres mortales, que construimos nuestra propia existencia y que negamos la esperanza en ninguna forma de salvación. No existe un sentido preconstituido, nosotros construimos sentido. Dado que estamos destinados a dejar de ser, y estamos solos, ¡pensemos en cómo queremos y debemos vivir nosotros y los que nos rodean! La enfermedad de la sociedad contemporánea, insuficientemente democrática, insuficientemente atea, es su creciente incapacidad para crear sentido individual y colectivo.

Elegía, autonomía y ateísmo son conceptos destinados a que los seres humanos miren de frente su destino.
El ateísmo implica la mirada dolorosa pero imprescindible hacia el abismo que es la muerte, el fin, el dejar de existir.
El proyecto de autonomía individual y social pretende construir democráticamente un sentido a nuestra vida y a nuestras acciones. Como pensamiento de seres que se saben mortales y que temen el sufrimiento, es un proyecto capaz de asumir la reducción del sufrimiento evitable como un gran objetivo común.

La elegía es una forma artística propia de una mentalidad atea. Da cobertura al deseo del combate imposible contra la muerte sin aceptar la ilusión religiosa. La elegía es el canto a quienes lo pierden todo, a quienes saben que al perder la vida pierden cuanto tenían. A quienes saben que cada existencia es un activo irrepetible. La elegía llora por nosotros y nos ayuda, junto al ateísmo, a construir un mundo donde la belleza, la igualdad y la libertad permitan una buena vida mientras nos llega el momento de dejar de ser. Mientras tanto.
El breve libro de Roth evoca lo elegíaco de una forma noble, desde el dolor y desde la comprensión.






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