Trasversales
Juan Manuel Vera

Haneke: fragmentos de la fría realidad

Revista Trasversales número 6,  primavera 2007


 
La progresiva desaparición de los grandes cineastas de la posguerra europea ha generalizado las dudas sobre la existencia de una mirada cinematográfica continental capaz de representar una alternativa frente a la industria comercial norteamericana y a las pujantes y creativas cinematografías emergentes en Asia. En dicho contexto, un cineasta como el austriaco Michael Haneke tiene un gran interés, por señalarnos algunas de las nuevas vías que podrán transitar los directores europeos. Su debut cinematográfico, producido en 1989, tras experiencias anteriores en televisión, nos permite situarle como un autor clave del cine posterior a la caída del muro de Berlín.

Las dos primeras películas suyas que vi, Código desconocido y El tiempo del lobo me parecieron deslumbrantes, dignas de figurar entre las obras más maduras del cine europeo de las últimas décadas.  Otras como Funny games (un ensayo desasosegante sobre la representación de la violencia), La pianista (un crudo ejercicio de análisis de una patología) y Caché (el último Haneke estrenado) confirman el interés de sus películas, y su singularidad, aunque, en mi opinión, sin alcanzar las cotas de las antes mencionadas.
La reciente edición en DVD de las tres primeras películas de Haneke, y la posibilidad de contemplarlas junto al resto de su filmografía, permite comprender mejor su originalidad y la génesis de su proceso creativo. La trilogía polar aborda brillantemente una aproximación a sucesos extraídos de la crónica negra. Se trata del suicido por razones desconocidas de una pareja burguesa (incluyendo el asesinato de su hija), del asesinato absurdo de una muchacha por un adolescente y del incomprensible ataque indiscriminado de un joven en una oficina bancaria. Haneke ha abordado los sucesos de una manera completamente ajena a los clichés del cine comercial convirtiendo esas historias en una mirada sobre la crisis de la sociedad contemporánea, su banalidad, su incapacidad de construir un sentido. También resplandece en ellas el análisis sobre el significado de los ritos sociales, sobre la incomunicación y sobre la violencia subterránea que debilita la convivencia aparentemente tolerante. Haneke muestra la fragmentación social con una construcción cinematográfica que la subraya en su propia configuración. El estilo es el mensaje.

En El séptimo continente asistimos a la aterradora descripción entomológica de la incapacidad de dotar de sentido a la vida individual más allá de las rutinas y ritos cotidianos. Esa banalidad de la vida es la que, tal vez, lleva a sus protagonistas a la autodestrucción simbólica y real. Pero en Haneke siempre hay ambigüedad, no construye una apariencia de orden que haga posible imaginar que sabemos, que hay una explicación verdadera. En sus películas, como en la vida real, sólo tenemos informaciones fragmentarias, y en ocasiones contradictorias, con las cuales únicamente pueden adoptarse conclusiones provisionales y dudosas.

El video de Benny estudia, como otras películas suyas, la banalización de la violencia, convertida en mera representación que olvida el sufrimiento real, el daño real que hay detrás de la representación. La carencia de criterios éticos se muestra de manera no moralizante sino intelectualmente motivadora. Haneke no busca la empatía emocional sino intelectual. Ese tratamiento de los hechos hace que sea literalmente aterrador (pensemos en una escena magistral que describe la reacción de los progenitores respecto al crimen cometido por su hijo).
71 fragmentos para una cronología del azar me parece la obra más representativa y certera de la trilogía por la transparencia del tratamiento adoptado. El estilo es el mensaje más que en ninguna otra película suya. Vemos determinadas escenas en que aparecen los personajes de la tragedia, escenas de su vida cotidiana, escenas que no explican lo que va a pasar, que no pueden explicar nada, cuyo sentido depende de muchas cosas que no conocemos y que, aunque las conociéramos, estarían sujetas a múltiples interpretaciones, igual que lo que sabemos. Como en la realidad.

El cine de Haneke manifiesta ya en esas primeras obras unas características muy definidas. La realidad sólo es cognoscible de forma fragmentaria frente a la construcción totalizante que el cine, gran creador del hombre imaginario, aparenta hacer. Lo totalizante es tranquilizante para el espectador, pero la seguridad que proporciona es falsa porque nuestro conocimiento siempre es fragmentario. Haneke evoca esa incertidumbre a través de un montaje y una construcción que evita la omnisciencia y que apela a la inteligencia crítica del espectador. En obras como Código desconocido muestra cómo la elección de la mirada en el cine oculta un mundo cuando muestra una escena. El magistral tratamiento del personaje de la inmigrante rumana, que pasa de ser un mero elemento de la puesta en escena a convertirse en protagonista, revela esa elección permanente de lo que se quiere enseñar y lo que no. En ocasiones vemos lo que decidimos ver, pero también frecuentemente sólo vemos lo que se nos muestra. Esta inquietud es recurrente en su cine: la preocupación por la capacidad de manipulación del espectador en la sociedad del espectáculo.

Otro tema central de la trilogía es la violencia como realidad social y como realidad fílmica, lo cual reaparecerá en casi todas su obras posteriores. La riqueza del tratamiento es notable, acostumbrados como estamos a su trivialización en el cine comercial y las series televisivas. La complejidad surge del juego entre los elementos morbosos que el cine puede provocar en el espectador y su complicidad con ese juego (Funny games). Pero Haneke, al hacernos conscientes de ese juego nos hace evidente que la elección entre lo que se enseña y lo que no enseña es una elección ética y estética. La preocupación por la violencia es también diagnóstico del sustrato que existe en las sociedades occidentales y que en determinadas circunstancias puede salir a la superficie (El tiempo del lobo).
En el cine de Haneke hay secuencias brutales y secuencias en las que el tiempo parece detenerse o en las que el tiempo se extiende como una masa aplastada sobre una mesa. Son fragmentos, en ocasiones piezas magistrales, miradas únicas y parciales a una fría realidad ante la que es indispensable conservar íntegramente la capacidad de análisis y la serenidad. Las emociones son muy manipulables y Haneke quiere hacernos conscientes de la facilidad con que podemos ser objeto de las estrategias identificatorias del proceso comunicativo.
Su cine es una mirada a contracorriente, como un escalpelo, en la sustancia conformista de la Europa del bienestar, mostrando la monstruosidad latente que existe en su seno y las consecuencias que tendría su desbordamiento. Tiene algo de parábola inacabada. Haneke trata con tanto respeto al espectador que se niega a extraer una conclusión. Pero esa ausencia de mensaje es en sí misma una importante forma de crítica social.
Sus fragmentos quieren ayudarnos a ser conscientes del mal (el dolor y la miseria en todas sus formas), pero también a que pensemos en las maneras en que en cada uno de nosotros están presentes los impulsos que lo fomentan. Aporta algo que los europeos necesitamos: hablar de nosotros y de nuestros problemas pero, también, pensar en lo que significa ese nosotros y en las alteridades que implica.


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