Trasversales
Yves Sintomer

Dinámicas y desafíos de la democracia participativa

Revista Trasversales número 8,  otoño 2007


Yves Sintomer es director adjunto del Centre Marc Bloch Berlin/Université Paris 8. Coautor de Gestion de proximité et démocratie participative (con M.H. Bacqué y H. Rey, La Découverte, Paris, 2005) y autor de Porto Alegre, la esperanza de otra democracia, Debate, Madrid, 2003, y Le Pouvoir au peuple, Jurys citoyens, tirage au sort et démocratie participative, La Découverte Paris, 2007. La versión original de este texto se publicó en La revue parlementaire, diciembre 2006. Traducido y publicado en castellano por Trasversales con autorización del autor.

© Yves Sintomer



La propuesta de Ségolène Real de establecer jurados ciudadanos para evaluar la acción de los cargos electos suscitó reacciones extremadamente intensas, hasta el punto de haberse evocado en amalgama a Pol-Pot y Mao, al Terror y a Pétain. ¿La idea de una democracia participativa merece tanta indignidad? ¿Cuáles son sus potenciales dinámicas? ¿A qué retos se enfrenta?
En su sentido amplio, la democracia participativa reside en la institucionalización de la participación ciudadana en lo que se refiere a la planificación de las políticas públicas. Durante las dos últimas décadas se han multiplicado en Europa y en todo el mundo los dispositivos orientados en ese sentido, aunque en el marco de contextos muy diversos: Agendas 21 locales, planificación estratégica participativa, presupuestos participativos, comisiones de debate público, jurados ciudadanos, conferencias de consenso, consejos de barrio, desarrollo comunitario o incluso el establecimiento de partenariados entre lo público y lo privado en las asociaciones. La lista podría extenderse aún más.
De forma paralela, ONG y movimientos sociales muy independientes de los partidos políticos desempeñan un papel creciente en el mundo. Han creado sus propios espacios de encuentro, como el Foro Social Mundial, y a veces se implican en la “gobernanza global” impulsada por algunos organismos internacionales.

Pero la democracia participativa genera más polémica cuando se considera en su sentido más estricto, sobre todo cuando se la opone a la “democracia de proximidad”. En esta última, prevaleciente en Francia, la participación sigue siendo esencialmente consultiva y los cargos electos conservan el monopolio de la definición del interés general y, por tanto, de la toma de decisiones.
Cuando los ciudadanos se implican expresando su opinión particular en el marco de un diálogo con los responsables políticos, éstos hacen su propia síntesis del debate, practicando una “escucha selectiva” de los argumentos dados y decidiendo libremente cuáles serán integrados en la síntesis y cuáles no.

Por el contrario, la democracia participativa tiene por objetivo dar a los ciudadanos un verdadero poder de decisión o, al menos, de codecisión y control. Lejos de acantonarse en la “proximidad”, los dispositivos que la encarnan pueden orientarse hacia asuntos de carácter general. En esa dinámica, la democracia representativa clásica se articula con procedimientos que permiten a los simples ciudadanos participar directamente en la toma de decisiones, a través de delegados estrictamente controlados o de portavoces elegidos por sorteo. Esa perspectiva contraría a los defensores de un republicanismo clásico, que piensan, como el vicario Sieyès, que los ciudadanos “nombran representantes más capaces que ellos de conocer el interés general e interpretar a este respecto su propia voluntad”.

La idea de democracia participativa tiene antecedentes, en particular en los planteamientos autogestionarios de los años 60 y 70 del siglo XX. Tras quedar eclipsados durante los ochenta y noventa, esta problemática se formó una nueva piel bajo la influencia del presupuesto participativo de Porto Alegre, en Brasil, ciudad en la que un complejo mecanismo permite a los ciudadanos que lo desean participar en la definición del presupuesto municipal. Este procedimiento, basado en un conjunto de normas coelaboradas entre el gobierno municipal y los participantes, permitió una redistribución de los recursos orientada hacia los más pobres. Las clases populares han establecido un dispositivo que, por otra parte, favoreció una modernización de la gestión y minó en profundidad los viejos vínculos clientelistas.

De repente, presupuesto participativo y democracia participativa se convirtieron en el nuevo estandarte de una parte de la izquierda, tras el hundimiento del socialismo burocrático, mientras que las democracias liberales se enfrentan a una crisis de confianza de los ciudadanos ante su sistema político. Simultáneamente, instituciones poco sospechosas de ser subversivas, como la ONU o el Banco Mundial, recuperaron la idea. en una lógica menos radical. para luchar contra la corrupción, favorecer una mejor utilización de los fondos públicos o combatir la pobreza. En paralelo, la toma de conciencia de que vivimos en una “sociedad del riesgo” (U. Beck) en la que  las ciencias y las técnicas permiten solucionar algunos problemas pero tienen efectos inducidos imprevisibles (las incertidumbres vinculadas a las manipulaciones genéticas o al calentamiento climático no son más que los ejemplos más evidentes), condujo a que entre  las asociaciones, los científicos y los altos funcionarios surgiesen voces resaltando la dimensión ética y política de las decisiones científicas y técnicas y pidiendo su democratización.

La implicación de protagonistas tan diversos da hoy una credibilidad y un peso creciente a esta dinámica participativa. ¿Acaso las grandes innovaciones del pasado, comenzando por la democracia parlamentaria y el Estado social, no fueron el fruto de la convergencia de intereses, organizaciones y valores muy heterogéneos?
¿Cómo explicarse que estos temas ganen terreno en casi todos los ámbitos? Si ciertos protagonistas políticos pueden captar con éxito esta problemática, es porque corresponden a procesos evolutivos de fondo. El carácter autoritario de las principales instituciones, desde la familia hasta la escuela pasando por los partidos, se debilitó durante las últimas décadas, lo que tiene repercusiones sobre las concepciones elitistas de la política. Además, la crisis de la acción pública tradicional coloca a los servicios públicos ante una disyuntiva: ceder el espacio a las lógicas comerciales o modernizarse basándose en la participación de los usuarios. De forma paralela, al perder los partidos parte de su anterior papel de mediación entre el sistema político y la sociedad civil, se abrió un pozo sin fondo que la institucionalización de la participación parece poder llenar parcialmente.

Por último, crece la conciencia de que la política no es inevitablemente un juego de suma cero, en el que los cargos electos perderían necesariamente poder si lo compartiesen. Si toda la política recuperase credibilidad, ¿no ganaría todo el mundo con ello? Por supuesto, la democracia participativa no es una receta milagrosa y las experiencias implicadas en ella hacen frente a varios desafíos.
¿Cómo garantizar una participación cuantitativamente significativa y socialmente representativa del conjunto de los ciudadanos? ¿Cómo superar las dificultades de escala y hacer que lo local o sectorial sean un trampolín y no una trampa, evitando corporativismos y localismos?
¿Cómo integrar los conocimientos ciudadanos en la modernización del Estado, para que los servicios públicos estén realmente al servicio del público?
¿Cómo permitir una deliberación de calidad? ¿Cómo lograr que la democracia participativa fomente la justicia social?

Todas estas difíciles preguntas han llevado a la proliferación de innovaciones prácticas y conceptuales, en un movimiento que acaba de comenzar.
La política, marcada por la relativización del papel de los aparatos partidarios, se encuentra en una fase incierta de transformación. La democracia participativa sólo es un polo en esta evolución. Otras tendencias apuntan hacia crispaciones autoritarias y mecanismos carismáticos, que se manifiestan en el reinado de los sondeos y de una política espectáculo en la que la argumentación queda reducida a su más simple expresión.

La democracia participativa podría ser un contrapeso a esta “democracia de opinión”, si tenemos en cuenta que:
- se encarna en procedimientos que favorecen una deliberación de calidad;
- combina distintos tipos de legitimidad en vez de oponerlos;
- permite que el proceso de decisión política incorpore las energías procedentes de los movimientos sociales preservando su autonomía.

Es verdad que la democracia participativa debe afrontar serios desafíos y que genera nuevos problemas. ¿Pero lo que está en juego no merece la pena? ¿No es urgente multiplicar estas experiencias, desde los presupuestos participativos hasta los jurados ciudadanos?


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