Trasversales
Iñigo Lamarca Iturbe

La deslegitimación ética y social de la violencia terrorista

Revista Trasversales número 9, invierno 2007-2008

Iñigo Lamarca Iturbe es Ararteko  (Defensor del Pueblo de la Comunidad Autónoma vasca). Texto publicado originalmente en Bake Hitzak, revista de Gesto por la Paz, nº 66, noviembre 2007, publicación que autoriza la reproducción de sus trabajos con cita de la procedencia. Su publicación en Trasversales también ha sido autorizada por el autor




En estos terribles tiempos en los que ETA ha vuelto a poner de manifiesto de forma inequívoca su voluntad de matar, hay que insistir en la necesidad de profundizar en la deslegitimación del uso de la violencia que persigue objetivos políticos, esforzándonos por llegar a los sectores sociales que aún no asumen esa idea. Si queremos erradicar, es decir, eliminar de raíz los elementos que sustentan y alimentan las acciones terroristas, se hace preciso que los poderes públicos y las organizaciones sociales incrementemos nuestro trabajo por alcanzar lo antes posible el objetivo de que ninguna causa, ninguna aspiración, ningún proyecto político sirva de legitimación en sector social alguno para el uso de la violencia.

Me gustaría como punto de partida subrayar una idea que seguro es compatida teóricamente por la inmensa mayoría de la gente: la violencia es una abominación. La erradicación del uso de la violencia por un ser humano contra otro debería ser un objetivo ético permanente de toda sociedad y de sus poderes públicos en el devenir de nuestra civilización, objetivo que debe adquirir categoría de prioritaria en una organización social democrática por la exigencia de salvaguardar los derechos humanos. En un sistema democrático, el uso de la fuerza sólo resulta legítimo y admisible cuando lo ejerce la autoridad democrática con el fin de hacer valer precisamente el respeto a los derechos humanos y a las reglas de la convivencia, y cuando se lleva a cabo conforme a la legalidad y a los principios de última ratio, proporcionalidad y razonabilidad.
En la sociedad vasca podemos constatar, a semejanza de cualquier sociedad democrática, que se producen actos violentos de diferente naturaleza basados en comportamientos contrarios a los derechos humanos más elementales (violencia contra mujeres, acoso entre iguales en las aulas, agresiones a inmigrantes, a homosexuales, a indigentes, etc.), aunque tenemos la terrible particularidad de la violencia de ETA, que los expertos denominan terrorista porque mediante atentados mortales individualizados o colectivos persigue generar un ambiente de terror y conseguir a cambio de su cese objetivos políticos.

La deslegitimación social de la violencia debe abarcar los diferentes tipos de violencia que se dan en una sociedad determinada. Me gustaría que los poderes públicos, los agentes sociales y cada uno de los ciudadanos de Euskadi se planteasen como prioridad número uno desterrar de nuestras vidas el uso de la violencia. Establecida esta máxima, y habida cuenta de que cada tipo de violencia ha de ser abordado según sus características, me centraré en la violencia terrorista.
ETA conculca gravísimamente los derechos humanos más básicos de las personas: ha asesinado a centenares de personas, sustrayéndoles de cuajo el derecho a la vida, y ha arremetido, asimismo -y continúa haciéndolo-, contra el derecho a la integridad física y moral, contra el derecho a la libertad personal, contra la libertad de expresión –por citar los derechos más relevantes- de decenas de miles de personas (policías, militares, políticos, empresarios, intelectuales, funcionarios de prisiones, periodistas…) Es preciso recordar que en las últimas décadas han operado en Euskadi otros grupos terroristas que también han matado y cercenado derechos fundamentales: ETApm, los comandos autónomos anticapitalistas, el Batallón Vasco-Español, ATE y  los GAL.
Los efectos de la violencia practicada por estos grupos han sido devastadores. Además del casi millar de personas asesinadas, con el consiguiente dolor irreparable y destrozos en sus vidas ocasionados a sus familiares y amigos, además de mutilaciones y daños psicológicos producidos a víctimas sobrevivientes de atentados, tenemos que poner negro sobre blanco otras consecuencias terribles de la violencia terrorista. Veamos. La tortura psicológica permanente a la que se somete a las personas amenazadas, por no hablar de la vulneración de su libertad. Los daños irreparables en el bienestar, en el equilibrio psicoemocional y en el desenvolvimiento vital de los familiares y amigos de las personas amenazadas; pensemos sobre todo en los menores, en los hijos e hijas de estas personas que conviven con situaciones espantosas. La doble victimación que se ha producido y se sigue produciendo tras la comisión de atentados mortales (aunque las cosas hayan evolucionado en la buena dirección, no debemos olvidar que, con diferentes grados de intensidad, los allegados de las víctimas han sentido en muchas ocasiones falta de solidaridad, debilidad en el rechazo de la acción violenta cuando no la justificación pura y dura por parte de determinados sectores sociales, una cierta estigmatización, insultos y vejaciones contra la persona asesinada y contra ellos mismos, etc.) Aún hoy en día muchas personas pertenecientes a los llamados “grupos de riesgo” identificados en función de la amenaza terrorista ocultan, si pueden, la circunstancia que les hace pertenecer a uno de esos grupos. Y no es menor el efecto pernicioso y dañino que el terrorismo ha ocasionado en el tejido moral de la sociedad vasca, puesto que no hemos sido todo lo firmes que debiéramos en calificar la práctica de la violencia como abyecta y rechazable en términos absolutos,  sin relativismos y, en consecuencia, en trabajar con ahínco para su erradicación.

La violencia terrorista no tiene ninguna justificación, no debe haber ningún matiz que aminore, excluya o relativice su condena y rechazo. No se nos oculta que en Euskadi hay quien relaciona la violencia de ETA con el contexto histórico-político o, mejor dicho, con la interpretación de ese contexto y con la resolución del conflicto político que estaría en el núcleo de dicho contexto. La responsabilidad institucional de un ombudsman exige que en nuestro trabajo las realidades personales y sociales que analizamos se aborden desde la perspectiva ética de los derechos humanos al margen de cualquier consideración política. Y desde ese prisma resulta meridianamente claro  que la salvaguarda de un derecho humano no puede condicionarse ni excepcionarse –y mucho menos ser conculcado- en aras de un interés político ni tan siquiera de la defensa de otro derecho. El respeto y la protección de los derechos in genere implica necesariamente hacerlo con respecto a cada uno de los derechos recogidos en el ordenamiento jurídico. Por otra parte, la lucha por el reconocimiento de un derecho no recogido por el ordenamiento jurídico jamás puede admitir la conculcación de ningún derecho. En este sentido, el movimiento feminista y el de liberación homosexual han constituido dos magníficos y admirables muestras de cómo se pueden obtener nuevos derechos no reconocidos mediante el uso de las herramientas de la razón y de la pedagogía social.

Es evidente que la traslación de estos principios generales al campo de cada uno de los derechos humanos, y en concreto al relativo al derecho a la vida, lleva consigo la incompatibilidad radical entre la violencia terrorista y el sistema de derechos humanos, y, por ello, la condena ética radical y absoluta del asesinato de un ser humano en cualquier circunstancia, incluso por razones sedicentemente políticas. Digamos, pues, con toda claridad que desde una posición ética las actuaciones de los grupos que practican la violencia terrorista, además de ser ilícitas e ilegítimas, socavan el sistema de valores sobre el que se asientan los derechos fundamentales de las personas y constituyen un auténtico cáncer para el mismo.
Por todo ello, con carácter previo a cualquier planteamiento político, y trascendiendo de él, debemos hacer valer la exigencia ética del rechazo absoluto e incondicionado de la violencia. Hay que tener bien claro que no debe admitirse hacer excepciones a este principio porque la relativización del rechazo de la violencia nos lleva a la ruina moral y al suicidio como sociedad o país democrático, puesto que los valores de la democracia son contrarios a la existencia de violencia que ataca a los derechos humanos más elementales. Debemos insistir en la idea de que esta exigencia ética de rechazo de la violencia ha de erigirse en un prius de la acción política, de modo y manera que la defensa de los diferentes proyectos políticos y demandas sociales debería respetar absolutamente dicho principio sin generar ningún elemento que pudiera erosionarlo o relativizarlo, pues –insistimos- se trata de un principio de naturaleza ética que trasciende a los intereses y aspiraciones del escenario político.

La violencia acabará definitivamente cuando se deslegitime por completo, es decir, cuando la totalidad de la sociedad, de la ciudadanía vasca, asuma con todas sus consecuencias que es un ilícito ético, que son acciones que chocan frontalmente contra los derechos humanos, destruyéndolos. En coherencia con el razonamiento que estamos realizando, pensamos que la deslegitimación de la violencia debe plantearse sobre todo desde el punto de vista del respeto a los derechos humanos. Hacerlo con argumentos políticos entraña el peligro de que a éstos pueden oponerse, como así ocurre, contraargumentos políticos exculpatorios o justificativos de la violencia que se desenvuelven más cómodamente en el marco de la confrontación política pero que se encuentran carentes de fundamento ético.

¿Qué podemos hacer para que la cultura de los derechos humanos, que debe incluir las ideas que estamos exponiendo, arraigue sin excepciones en la sociedad vasca?
En primer lugar, debemos trabajar para que toda la ciudadanía vasca se sitúe mentalmente en el plano de los derechos humanos y desde él alcance a tener las ideas muy claras y a adquirir plena conciencia de los efectos de la violencia terrorista. Tengo para mí que en este terreno, aunque creamos que se ha hecho mucho, queda aún bastante tarea por hacer.
Es una opinión muy arraigada entre los expertos -que yo asumo plenamente- aquella según la cual el medio idóneo para trabajar en valores es la educación. Educación, educación, educación. Por mucho que sea una idea repetida, es la buena. Toda vez que el ser humano es fundamentalmente un ser cultural, es a través de las vías de construcción de la dimensión cultural de la persona como conseguiremos instalar en su pensamiento la idea del rechazo de la violencia y de la no legitimación de las acciones violentas, en el bien entendido de que cuando hablamos de construcción debemos contemplar también la reconstrucción: la reconstrucción (previa deconstrucción) de aquellos elementos culturales que han sido inoculados por los virus del odio, del deseo de destrucción del otro, de la relativización del valor de la vida, de la supeditación de los derechos humanos a determinadas demandas políticas, y de la justificación y legitimación de la violencia terrorista. En consecuencia, en el concepto global de educación debemos incluir las acciones dirigidas a la población adulta mediante campañas de sensibilización u otros instrumentos.
Siendo compartida la idea de que la educación es el medio más eficaz para trabajar en todo lo relativo a la deslegitimación de la violencia, resulta deseable que sean también compartidas las políticas y las herramientas que hayan de ser aplicadas en ese campo, tanto aquellas dirigidas a los niños, niñas y adolescentes, ya sea en el ámbito escolar o en el extraescolar, como aquellas otras (campañas de sensibilización social, etc.) que tengan como destinatarias a las personas adultas.
Si a los poderes públicos les es exigible un compromiso firme y pro-activo en el campo del arraigo pleno de la cultura, los valores y la ética de defensa de los derechos humanos, no debemos obviar lo que en este terreno podemos y debemos hacer cada uno de nosotros. La defensa de los derechos humanos debe constituir un deber cívico de primer orden, de manera que cada uno de nosotros sea agente activo en la extensión y profundización de la cultura de respeto a los derechos humanos. Como mínimo deberíamos exteriorizar y hacer bien visible la defensa del derecho a la vida y de todos los derechos de la persona, y la consiguiente repulsa de la violencia terrorista. Y ello desde una posición ética que tenga por objeto que los valores que fundamentan los derechos humanos impregnen todo el tejido social.

No quiero finalizar sin subrayar la labor fundamental e insustituible que realizan las organizaciones sociales pacifistas que tanto han contribuido al fortalecimiento de los valores de respeto a los derechos humanos, de entre los que destaca con letras de oro Gesto por la Paz. Sería muy positivo que el compromiso cívico al que me he referido se tradujese en un incremento notable del voluntariado que nutre estas organizaciones con el fin de que el proceso de deslegitimación social de la violencia culmine con éxito lo antes posible, y, consecuentemente, la pesadilla de la violencia terrorista se diluya en los valores de respeto a los derechos humanos y al mismo tiempo ello nos vacune para el futuro impidiendo su reproducción.

Vitoria-Gasteiz, 11 de octubre de 2007


 

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