Trasversales
Mª Luisa Montero García-Celay

Algunas claves explicativas de la Violencia de Género

Revista Trasversales número 9, enero 2008

Mª Luisa Montero García-Celay es profesora de Enseñanza Media y Licenciada en Filosofía

Otros textos de la autora



Este artículo es una aproximación -necesariamente resumida- a algunas de las claves explicativas de la Violencia de Género para poder entender el porqué de esta lacra que sufre la sociedad actual. Solamente desde un buen diagnóstico será posible actuar acertadamente en la sociedad.
Para responder a esta cuestión me voy a situar en el contexto de nuestra sociedad occidental delimitado al intervalo de tiempo que transcurre desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Y lo voy a hacer por dos motivos: el primero, porque es en el siglo XVIII cuando aparecen y se empiezan a desarrollar los fundamentos filosóficos, económicos, sociales y políticos de nuestras sociedades occidentales actuales. El segundo motivo es que, en esa época, se redactaron los textos fundacionales del feminismo a manos de la francesa Olympe de Gouge y su Declaración de los Derechos de la mujer y de la Ciudadanía en 1791 y, un año después, en Inglaterra Mary Wollstonecraft publicó Vindicación de los derechos de las mujeres. Tanto una como otra vindicaron, desde una razón ilustrada, el derecho a la ciudadanía y a la educación respectivamente para el 51% de la población, es decir, para todas las mujeres. Desde entonces hasta hoy hemos recorrido mucho camino, un camino que ha hecho posible que en la Conferencia de Naciones Unidas sobre las mujeres hecha en Nairobi en 1985, se hiciese la primera denuncia sobre la violencia de género. Y que en la Asamblea General de Naciones Unidas, esta vez realizada en Viena en 1993, se aprobase la declaración para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer haciendo, además, a los Estados responsables de la violación de los derechos humanos de las mujeres. Y, por último, que en la IV Conferencia Mundial de Beijing en 1995 se proclamase que la eliminación de la violencia contra las mujeres es esencial para la igualdad, el desarrollo y la paz.

Analizaré primero la génesis del término “violencia de género” para luego buscar algunas de las causas últimas de esta particular violencia, tal y como se manifiesta en la sociedad actual, en las estructuras sociales que propician las conductas individuales.
También quiero llamar la atención sobre una cuestión que me parece importante puntualizar desde el principio: al explicar los resortes y mecanismos del dominio patriarcal en todos los ámbitos, y demostrar que están, además, en el inconsciente colectivo e individual, como causa última de la violencia de género, se podría llegar a pensar que ésta es inevitable. Nada más lejos de mi intención. Todo lo contrario. Gracias a la ingente labor del movimiento feminista y de sus simpatizantes, hoy por hoy esos mecanismos, antes invisibilizados, se han ido desenmascarando y haciéndose visibles. El descubrir que la realidad que explica la violencia de género es compleja y afecta a todos los ámbitos de la vida, no significa que piense que es imposible erradicarla. De hecho, ha habido pasos y sigue habiéndolos encaminados a conseguirlo. La tarea es ardua pero ineludible si queremos que la igualdad de género sea una realidad de hecho. Porque hacer realidad la igualdad significaría que se ha eliminado la violencia de género y, por lo tanto, todo tipo de violencia.

A finales de los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo, de la mano de las académicas feministas anglosajonas, se empezó a utilizar una nueva categoría para los análisis feministas, esta nueva categoría fue la de género. Este concepto viene a significar “el conjunto de creencias personales, valores, conductas y actividades que diferencian a hombres y mujeres. En primer lugar, es un proceso histórico que se desarrolla a diferentes niveles tales como el estado, el mercado de trabajo, las escuelas, los medios de comunicación, la ley, la familia y a través de las relaciones interpersonales. En segundo lugar, este proceso supone la jerarquización de estos rasgos y actividades, de tal modo que a los que se definen como masculinos se les atribuye mayor valor” (L. Benería, 1987:46; en Maquieira 2001).
Este término ‘género’ aplicado a la violencia contra las mujeres por el hecho de ser mujeres fue definida en el artículo 1 de la Declaración de Naciones Unidas en 1993 como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada.”
Se ha llegado por tanto a un consenso. De acuerdo con la anterior definición, la violencia de género no se reduce a actos de agresión física sino que se desarrolla en muy diferentes contextos.

Una particularidad de este tipo de violencia, que difiere de los demás –salvo algunas excepciones-, es que la víctima no se defiende, ni pide ayuda, ni muchas veces huye del agresor, como ocurre en cualquier otro tipo de agresión. Según datos del Consejo General del Poder Judicial referidos a los últimos años y publicados el 25 de noviembre de 2006 –Día Internacional contra la Violencia de Género- es que, en concreto, en la violencia en el contexto de la pareja, el tiempo transcurrido desde que se produce la primera agresión hasta que esta se denuncia es de aproximadamente 6 años. Durante este largo período de tiempo las mujeres sufren las agresiones en silencio.
Ha costado mucho el que el asesinato de mujeres a manos de sus maridos o excónyuges fuera considerado como algo inadmisible en nuestra sociedad y fuese reprobado socialmente. Todavía hoy en día, desde diferentes ámbitos se resisten a admitir la violencia psicológica contra las mujeres. M. Hirigoyen contaba, en el Congreso Internacional de las Familias que se realizó en Sevilla en enero de 2004, que cuando publicó su libro El acoso moral  en 1998, donde analizaba por primera vez la violencia psicológica en el seno familiar y el acoso en la empresa llamado ‘mobbing’, hubo un gran eco e interés con respecto al ‘mobbing’ en las empresas. Sin embargo, con respecto a la violencia psicológica, no sólo no tuvo mucha aceptación sino que se le acusó de victimizar a las mujeres.

Hirigoyen, en su libro Mujeres maltratadas (2006), demuestra con contundencia que la violencia física no se produce sin que haya habido antes violencia psicológica y que las dos surgen del deseo de dominación masculino. “Al hablar de ‘mujeres maltratadas’, se oculta lo esencial de la problemática. En la realidad, es imposible establecer una distinción entre violencia psicológica y violencia física, puesto que cuando un hombre pega a su mujer, su intención no es ponerle un ojo morado, sino demostrarle que él es quien manda... lo que está en juego con la violencia siempre es la dominación” (2006:14). “La violencia física no se produce sin que haya habido antes violencia psicológica. No obstante, la violencia psicológica sola, como se da en caso de la violencia perversa, puede causar grandes estragos. Muchas víctimas afirman que es la forma de abuso más difícil de soportar en el marco de la vida en pareja” (2006:25).
Por otro lado, en este mismo libro, más adelante, Hirigoyen reconoce la dificultad de detectar las violencias psicológicas pues sus límites son imprecisos. Entre los especialistas no se dispone de una definición consensuada de este tipo de violencia, ya que no se ha reconocido hasta hace poco y sigue habiendo una gran resistencia a admitirla.

Pero que los límites de esta violencia sean imprecisos, no significa que no exista y que las víctimas lo sufran: “Cuando me insulta es como si me moliera a palos. Me deja hecha polvo, enferma físicamente, K.O.” (2006:25). A su vez esta violencia, explica Hirigoyen, se articula en torno a varios ejes de comportamientos o actitudes que constituyen lo que ella llama “microviolencias” difíciles de detectar.
Luis Bonino Méndez ha descrito estos comportamientos en 1996 como ”micromachismos”, contextualizándolos en la vida cotidiana y en las relaciones entre mujeres y varones. Para este autor, “si la violencia de género es toda acción que coacciona, limita o restringe la libertad y dignidad de las mujeres, se puede comprobar que quedan ignoradas múltiples prácticas de violencia y dominación masculina en lo cotidiano, algunas consideradas normales, algunas invisibilizadas y otras legitimadas, y que por ello se ejecutan impunemente” (1996:1).
También en Violencia: Tolerancia Cero 2005, Inés Alberdi, al explicar las diferentes formas de violencia señala la dependencia económica como una forma de violencia contra las mujeres (2005:41). No se puede desarrollar dignamente una persona sin tener autonomía. Si a la mayoría de las mujeres todavía no se les permite esa autonomía, bien por ausencia de oportunidades laborales o por trabajo precario, o por tener que hacer las tareas domésticas y de cuidado sin remuneración, esto significa claramente que están siendo sometidas a un tipo de violencia al coaccionar su libertad, abusando de su tiempo y por lo tanto de su vida. Además de ponerlas en posición de debilidad y de vulnerabilidad ante la agresión explícita y dificultar el poder escapar de ella.

Según lo anterior, estaríamos ante un continuo de causas que abarcarían desde las estructuras socio-económicas pasando por los hábitos y costumbres, hasta las causas psicológicas.
En el congreso antes mencionado de 2004 en Sevilla, Miguel Lorente Acosta, autor, entre otros, de Mi marido me pega lo normal (2003), dedicado al estudio de la violencia de género, explicaba como causa última de dicha violencia lo que se ha denominado Patriarcado: “la agresión hacia la mujer no puede justificarse ni entenderse como una serie de hechos aislados que dependen casi exclusivamente del agresor que las lleva a cabo” (2003:64) Sino que es la consecuencia de una sociedad patriarcal que a través de “los mandatos culturales ha otorgado una serie de derechos y privilegios al hombre, dentro y fuera de la relación de pareja, que han legitimado históricamente un poder y una dominación sobre la mujer, promoviendo la independencia económica de él y garantizando el uso de la violencia y de las amenazas para controlarla” (2003:67).
Este término fue utilizado por primera vez con un nuevo contenido por Kate Millett en su magnífico libro Política sexual (1970), que pretende ser –dicho por ella misma- “unos cuantos apuntes hacia una teoría del patriarcado”. Este consiste en “una política sexual que es objeto de aprobación en virtud de la ‘socialización’de ambos sexos según las normas fundamentales del patriarcado [...] el prejuicio de la superioridad masculina que recibe el beneplácito general, garantiza al varón una posición superior en la sociedad. El temperamento se desarrolla de acuerdo con ciertos estereotipos característicos de cada categoría sexual (la ‘masculina’ y la ‘femenina’), basados en las necesidades y en los valores del grupo dominante y dictados por sus miembros en función de lo que más se aprecian en sí mismos y de lo que más les conviene exigir de sus subordinados: la agresividad, la inteligencia, la fuerza y la eficacia, en el macho; la pasividad, la ignorancia, la docilidad, la ‘virtud’ y la inutilidad en la hembra” (1995:72).

Desde la propia explicación de la autora del término se puede concluir que el ‘patriarcado’ es una estructura socio-económica, cultural, jerárquica que se refleja en todas las instituciones. Si por un lado, entendemos que toda sociedad se construye con la suma de las actuaciones de cada uno de los individuos que la componen y, por otro, que es en esas estructuras sociales que construimos donde se desarrollan los individuos particulares en el proceso llamado enculturación, podemos deducir que, según estén construidas esas estructuras, así se configurarán los individuos que componen la sociedad. Por lo tanto, podemos decir que, con la enculturación, las estructuras sociales se convierten en estructuras psicológicas que son, hasta cierto punto, reflejo de aquellas. Por eso se entiende que Luis Rojas Marcos en su libro Las semillas de la violencia (1998) diga que “La violencia se siembra en los primeros años de la vida, se desarrolla durante la infancia y comienza a dar frutos perversos en la adolescencia. Estas simientes malignas se nutren de los aspectos crueles del entorno y crecen estimuladas por las condiciones sociales y los valores culturales del momento, hasta llegar a formar parte de una parte inseparable del carácter, de la personalidad o de ‘la manera de ser’ del adulto” (1998:187).

Demos un paso hacia atrás en el tiempo. Conocer el origen del patriarcado moderno ayudará a entender el fundamento y la base sobre la que se gestó y fue nutriéndose la violencia de género que sufren las sociedades occidentales actuales.
Rosa Cobo, en su libro Fundamentos del patriarcado Moderno, Jean Jacques Rousseau (1995) desvela a este autor como padre del patriarcado refundado en la Ilustración. Rousseau pone las bases de los destinos diferentes que tienen que seguir hombres y mujeres. Este autor determina que el destino natural de las mujeres es servir al hombre y a sus hijos. El varón, sin embargo, tiene una naturaleza distinta que le encamina a desarrollarse como sujeto libre y autónomo. Para ello Rousseau propone una educación diferente para cada uno de ellos. Para Emilio, protagonista de su obra Emilio o De la Educación, escrita en 1762, el proceso educativo se debe basar en el respeto a su personalidad y debe proporcionarle los conocimientos adecuados para convertirse en un sujeto con criterios propios, libre y autónomo; por el contrario, la educación de Sofía (protagonista femenina que aparece en el libro V del Emilio) debe ir encaminada a hacer de ella una madre ejemplar y una esposa abnegada: “Justificad siempre las preocupaciones que les dáis a las muchachas, pero imponédselas siempre. La ociosidad y la indocilidad son los dos defectos más peligrosos para ellas, y de los que menos se curan cuando los han contraído” (Rousseau 1762:425; en R. Cobo 1995). ¡Cuánta violencia destilan estas palabras encaminadas a educar a las mujeres!

Por otro lado, y en paralelo, el desarrollo industrial va a hacer que la organización familiar sea nuclear. El padre es el “cabeza de familia” y se va a mover en el ámbito público, mientras que las mujeres y los hijos quedan bajo su tutela en el espacio “doméstico”. Por lo tanto, el sistema patriarcal y el incipiente sistema capitalista se retroalimentan mutuamente. El capitalismo necesita de un “alguien”que se quede en casa para las tareas domésticas y de cuidado sin ningún coste para el sistema. ¡Qué abuso del tiempo y de la vida de las mujeres!
Rousseau afianza el patriarcado como sistema de dominación, se ocupa de socializar a las dominadas de manera que asuman el papel que les ha sido asignado. Y lo consigue: un siglo después, todas las mujeres de todas las clases sociales se encargan en exclusiva de las tareas domésticas, del cuidado del marido del que dependen económica, jurídica y socialmente, y del cuidado de los hijos, como tareas, todas ellas supuestamente “elegidas” por las mujeres. Hasta nuestros días...

Se dirá que el patriarcado refundado en la Ilustración ha quedado superado en el siglo XX por las conquistas del sufragio femenino, la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, las leyes igualitarias, etc. Sin embargo, el patriarcado sigue perpetuándose mediante mecanismos no explícitos que las instituciones se encargan de reproducir. Estas instituciones son: la Familia, la Iglesia y la Escuela, que objetivamente orquestadas, actúan conjuntamente en el proceso de socialización sobre las estructuras inconscientes. La Familia es la que asume el papel principal en la reproducción de la dominación y de la visión masculina; en la familia se impone la experiencia precoz de la división sexual del trabajo y de la representación legítima de esa división, asegurada por el derecho e inscrita en el lenguaje. Como dato empírico que avala esta cuestión, sólo hay que observar el reparto de tareas en el ámbito doméstico que hoy en día se da en los hogares españoles y en todos los países europeos, para ver la distancia que existe entre el tiempo que ocupan los hombres en estas tareas y el que ocupan las mujeres: los hombres dedican muchísimo menos tiempo que ellas.
La Iglesia, habitada por un profundo antifeminismo, se encarga de reproducir una visión pesimista de las mujeres consideradas responsables del mal en el mundo y por lo tanto merecedoras de sufrir para su expiación. Inculca también una moral ‘profamiliar’, enteramente dominada por los valores patriarcales, el hombre como cabeza de familia y la mujer obedeciendo al marido como fruto de su “inferioridad natural”. La Iglesia, actúa además en las costumbres sociales. Nuestra cultura queramos o no, se construye desde una moral judeo-cristiana que impregna todo el tejido social. Por eso, la Iglesia actúa, de manera indirecta, sobre lo que Pierre Bourdieu llama “estructura histórica del inconsciente” (2000:107), a través del simbolismo de los ritos y de los iconos y a través de la figura masculina de Dios como padre que justifica todo este orden social.
La Escuela, finalmente, incluso cuando está liberada del poder de la Iglesia (hecho que en nuestro país todavía no sucede), sigue transmitiendo los presupuestos del patriarcado. Solo hay que ver, en la educación reglada de nuestros días tanto en los colegios como en los institutos y en las universidades, cómo los conocimientos son androcéntricos. Todos los grandes nombres que se estudian en la historia, la literatura, el arte y la ciencia son hombres. Hoy por hoy, cuando en el bachillerato se estudian los movimientos sociales del siglo XIX y XX no aparece ni siquiera nombrado el movimiento feminista, como si no hubiera sido uno de los movimientos determinantes del cambio social en esos siglos. Las mujeres condenadas al silencio, sin memoria. Nuestra identidad, nuestra comprensión de nosotras mismas sigue sufriendo un duro varapalo.

Las ciencias, las artes y las letras, aunque se tiende a pensar que son manifestaciones culturales neutras o asépticas en términos de género, también están impregnadas de valores masculinos y colaboran en la transmisión y fomento de los estereotipos de género. Un ejemplo: Francis Bacon, siglo XVII, considerado como uno de los fundadores de la ciencia moderna, en su obra El nacimiento masculino del tiempo dice así: “la ciencia anterior representa solamente un vástago femenino, pasivo, débil, expectante, pero ahora ha nacido un hijo varón, activo, viril, generativo” (1602/1951:193; en Keller 1991:46). Los estereotipos de género trasladados a la ciencia. En su obra Novum Organum afirma: “He llegado a la verdad misma al traerte a la Naturaleza con todos sus hijos para someterla a tu servicio y hacerla tu esclava” (1620/1951:197; en Keller 1991:44). La Naturaleza es tratada como fémina para someterla y hacerla esclava, dos palabras cargadas de mucha violencia.
Pierre Bordieu, a estas tres instituciones señaladas, añade otra más en la función de reproducir la “división de los sexos” (2003:109). ”Los Estados modernos han inscrito en el derecho de la familia, y muy especialmente en las reglas que regulan el estado civil de los ciudadanos, todos los principios fundamentales de la división androcéntrica. Y la ambigüedad esencial del Estado reside, en una parte, en el hecho de que reproduce en su propia estructura, con el enfrentamiento entre los ministerios financieros y los ministerios destinados al gasto, entre su mano derecha, paternal, familiar y protectora, y su mano izquierda, abierta a lo social, la división arquetípica entre lo masculino y lo femenino, siendo el caso que a las mujeres se las relaciona con el Estado social, en cuanto que responsable y en cuanto que destinatarias privilegiadas de sus atenciones y de sus servicios” (2003:109-110). La afirmación de Bordieu es corroborada por los datos  económicos: las políticas asistenciales hacia las mujeres son necesarias porque todavía en España escasamente llega a ser población activa la mitad de toda la población femenina en edad de trabajar. El paro femenino sigue siendo el doble que el que sufre la población masculina. El trabajo no remunerado lo realizan las mujeres en un 80% y no queda reflejado en ningún índice económico ni recogido en el PIB. Dice el refrán: no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Los estudios siguen señalando que los salarios de las mujeres son significativamente más bajos, de un 20 a un 40% menos con respecto a los de los  hombres. El ‘techo de cristal’ sigue resistiéndose a romperse. No tenemos más que acercarnos a las cifras que año tras año nos indican, en los diversos estudios realizados, que el porcentaje de representación femenina en las altas jerarquías de la política, la administración o de las empresas es muy inferior a la de los varones, a veces ni aparecen y otras siguen siendo la excepción.

El Estado democrático es el encargado de asegurar la igualdad de derechos y de oportunidades desde las leyes y tiene la responsabilidad de que esas leyes se cumplan y, sin embargo, en el mejor de los casos, se dedica a fomentar políticas asistenciales sosteniendo así la desigualdad real que sigue viviendo la mayoría de las mujeres. Y de los hombres en nuestra sociedad.
Por lo tanto, el Estado, la Iglesia, la Escuela, la Familia y, añadiría, los Medios de Comunicación que transmiten –estos últimos- los estereotipos de género, forman un entramado donde se retroalimenta el poder patriarcal y que hace que se reproduzca una y otra vez de forma inconsciente impregnando todos nuestros ámbitos de socialización. Es lo que llama Pierre Bordieu “violencia simbólica”: “El efecto de la dominación simbólica (trátese de etnia, de sexo, de cultura, de lengua, etc.) no se produce en la lógica pura de las conciencias conocedoras, sino a través de los esquemas de percepción, de apreciación y de acción que constituyen los hábitos y que sustentan, antes que las decisiones de la conciencia y de los controles de voluntad, una relación de conocimiento profundamente oscura para ella misma. Así pues, la lógica paradójica de la dominación masculina y de la sumisión femenina, de la que puede afirmarse a la vez, y sin contradecirse, que es espontánea e impetuosa, sólo se entiende si se verifican unos efectos duraderos que el orden social ejerce sobre las mujeres (y los hombres), es decir, unas inclinaciones espontáneamente adaptadas al orden que ella les impone” (2003:54). Es decir, socializados en la desigualdad se puede entender (nunca justificar) que tanto las mujeres como los hombres produzcan de algún modo la violencia simbólica que sufren. Eso sí, unas sufren mucho más que otros. Marie-France Hirigoyen al describir la violencia de género en las relaciones de pareja, afirma: “la violencia conyugal sólo es posible porque la sociedad la acepta en silencio” (2006:13). Yo añadiría más, la sociedad la acepta porque nace de ella, no solo la permite sino que contribuye a generarla.

La sociedad occidental (ya dije al principio que me limitaría a ella) se asienta en una cultura que nos configura a cada uno según nuestro sexo biológico dando lugar a dos géneros altamente diferenciados: el femenino y el masculino. Las mujeres y hombres aprendemos todo o, casi todo, en el proceso de enculturación; nos vamos haciendo en lo que aprendemos en las relaciones familiares, sociales, políticas, sexuales; en la educación que nos forma y nos deforma desde la escuela, la televisión, la publicidad, los libros, los cómics, las creencias religiosas; en los diferentes lenguajes: el lenguaje corporal, en el musical, en la pornografía, en el erotismo, en los silencios, en la palabra, en nuestra lengua, es decir, en todos los ámbitos de nuestra cultura, esa señora que nos crea y que a su vez contribuimos a crear, queramos o no, seamos conscientes o no de ello. Y este orden simbólico se asienta en el privilegio de unos, los varones, a costa de la desvalorización e inferioridad de otras. La “deshistorización” (como llama P. Bordieu al hecho de que no se cuenta en la Historia con mayúsculas la historia de esa dominación y que, añado, las mujeres todavía hoy no sean consideradas protagonistas de la Historia, ni tan siquiera de la protagonizada por ellas), como ya he señalado antes, hace que las mujeres sigan sin poder reconstruir su memoria histórica y, de ese modo su identidad se resiente... Con ella podrían entender muchas cosas de las que les pasan, para así poder des-naturalizar muchas de ellas y poder cambiar las que les oprimen.

Los macromachismos, es decir, el trato desigual en el ámbito económico, laboral, educativo, sanitario, religioso, el modelo transmitido por los medios de comunicación y en los anuncios publicitarios, propician que se den los micromachismos en la vida cotidiana y en las relaciones interpersonales entre hombres y mujeres y, al final, siempre como opción personal y por lo tanto en absoluto exento de responsabilidad moral, un hombre determinado opta por ejercer la violencia explícitamente y de forma activa y consciente, primero la violencia psicológica y como último paso, al que no todos llegan, la física contra una o varias mujeres concretas. Así se explica por qué las agresiones psíquicas y físicas contra las mujeres, en todos los estudios realizados hasta ahora, sobre amplios grupos de población, constaten que se produce por igual en todas las clases sociales, con independencia del nivel económico o educativo de las personas implicadas; no hay ninguna patología ni problema con el alcohol ni las drogas que lo desencadenen aunque, eso sí, pueden reforzarlo. Por otra parte, tanto M.L. Acosta (2003) como M.F. Hirigoyen (2006) afirman que las mujeres no son responsables del maltrato ni de no poder salir de él. La indefensión aprendida está en la base del comportamiento de las mujeres maltratadas. De hecho se constata “que cuanto más grave sea el maltrato, menos medios psicológicos de marcharse posee la mujer” (2006:81). Este término lo traduce Hirigoyen del inglés y del autor del mismo, el psicólogo Seligman, learned helplessness, como “impotencia aprendida” y significa: “cuando un individuo aprende por experiencia que es incapaz de ejercer acciones en su entorno para cambiarlo en beneficio propio, se vuelve incapaz fisiológicamente de aprender”. Las mujeres tienen muchas más posibilidades de aprender “la impotencia aprendida”que los varones, pues su situación es siempre de mucha más vulnerabilidad e indefensión en todos los aspectos de la realidad como, pensamos, hemos puesto de manifiesto en este trabajo.

La violencia de género es violencia contra las mujeres por el hecho de ser mujeres y por el deseo de dominarlas para sostener un sistema social, económico y cultural que se beneficia de ello. La violencia psicológica y física es la punta de un iceberg que, hoy por hoy, cuesta visibilizar.
De la misma manera que hace unos años no se veía la muerte de una esposa como un asesinato y como un atentado contra los derechos humanos de las mujeres, sino como un delito de honor aceptado por la sociedad, espero que poco a poco se vayan viendo las otras piezas que componen el puzzle de la violencia de género y se vayan cambiando las estructuras e instituciones para que puedan un día formar parte del pasado.
Para terminar diré que los seres humanos no nacemos hechos, sino que nos vamos haciendo. Ser conscientes de las claves y sus interconexiones que nos impiden vivir en paz, libertad y dignidad nos permitirá deconstruir paulatinamente las estructuras sociales, económicas, culturales e interpersonales que nos deforman. Y eso nos atañe a mujeres y a hombres.

 BIBLIOGRAFÍA
  • Alberdi, Inés (2005): “Cómo reconocer y cómo erradicar la violencia contra las mujeres” en Violencia: Tolerancia cero, Obra social, Fundación la Caixa, Barcelona, pp. 10-82.
  • Bordieu, Pierre (2003): La dominación masculina, Anagrama, Barcelona.
  • Cobo, Rosa  (1995): Fundamentos del patriarcado moderno. Jean Jacques Rousseu, Col. Feminismos, Cátedra, Madrid.
  • Ferrer, Victoria A. y Bosch, Esperanza (2004): Capítulo 11, “Violencia contra las mujeres” en Ester Barberá e Isabel Martínez Benlloch (coords), Psicología y Género, Pearson Prentice Hall, Madrid, pp. 241-170.
  • Fox Keller, Evelyn (1991): Reflexiones sobre género y ciencia, Edicions Alfons El Magnánim, Generalitat Valenciana.
  • Hirigoyen, Marie-France (1999):  El acoso moral, Paidós, Barcelona. (2006) Mujeres maltratadas, Paidós, Barcelona.
  • Lorente Acosta, Miguel (2001): Mi marido me pega lo normal, Ares y Mares, Barcelona.
  • Millett, Kate (1995): Política Sexual, Col. Feminismos, Cátedra, Madrid.
  • Rojas Marcos, Luis (1998): Las semillas de la violencia, Espasa Bolsillo, Madrid.
  • Sastre, Genoveva y Moreno, Montserrat (2004): Capítulo 6, “Una perspectiva de género sobre conflictos y Violencia” en Ester Barberá e Isabel Martínez Benlloch (coords), Psicología y Género, Pearson Prentice Hall, Madrid, pp. 121-144.
  • Bonino, Luis (1996): “Micromachismos: La violencia invisible en la pareja

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