Trasversales
Cristina Garaizabal

El estigma de la prostitución

Revista Trasversales número 10, primavera 2008

(Del libro de Mamen Briz y Cristina Garaizabal, coordinadoras, La prostituición a debate. Por los derechos de las prostitutas, Madrid: Talasa, 2007)

Otros textos de la autora

Colectivo Hetaira



            En Hetaira, a lo largo de estos años nos hemos dado cuenta de que uno de los elementos más discriminatorios de la situación de las prostitutas es la estigmatización que sufren. De hecho, así lo reconocen la mayoría de trabajadoras del sexo y las teóricas del movimiento internacional de prostitutas. Entre estas últimas, Gail Pheterson considera que esta estigmatización es lo que constituye el eje central de la definición misma del trabajo sexual.
            Si tenemos en cuenta las definiciones que el Diccionario de Uso del Español de María Moliner da a la palabra “puta”,podemos ver cómo condensan una serie de rasgos que tienen que ver con las fantasías y mitos sexistas sobre la sexualidad femenina y las mujeres. Así, es una palabra que se aplica fundamentalmente a las mujeres y que se relaciona con la honra femenina, y ésta con el comportamiento sexual. No obstante, cuando se habla en sentido figurado se aplica a ejemplos con sujeto masculino y hace referencia a la honradez, aplicada al terreno profesional. Así mismo, se trata de una palabra que no sólo describe, también se utiliza para insultar y degradar.
            Estas definiciones hacen alusión al lugar que ocupa la puta en el imaginario sexual dominante. La puta representa por excelencia una de las fantasías masculinas al uso: la mujer que se entrega a todos los hombres y que no pertenece a ninguno. Fantasía que resulta a la vez excitante (cualquiera puede gozar de sus favores) e intolerable (no se acepta que no sea poseída por alguno en particular). Las propias definiciones, así como el imaginario y los mitos en los que se sustentan éstas, oscurecen y deforman lo que ocurre en la realidad y son un elemento importante del control social sobre las prostitutas y, por extensión, sobre la sexualidad femenina en su conjunto.
            Así, en el mismo diccionario la palabra “puta” se aplica también a las mujeres que se muestran liberales con los hombres y que acceden con facilidad a las relaciones sexuales. Se recoge así el sentido de lo que va a ser el estigma de puta, aplicado no sólo a quien trabaja en la industria del sexo, sino para juzgar a las mujeres que no son como las leyes patriarcales establecen. De hecho, esta definición se contradice con la actividad real de las trabajadoras sexuales: primero porque estamos hablando de una actividad que para ellas es comercial, independientemente de que sean más o menos liberales, y además, porque en la práctica una de las claves para la profesionalización en el trabajo sexual es precisamente no acceder con facilidad a las relaciones sexuales, sino negociar e intentar imponer condiciones tanto en relación con el precio, como con los actos sexuales que se pactan.

            En el imaginario colectivo, reproducido frecuentemente por los medios de comunicación, a las prostitutas se les atribuyen fundamentalmente tres identidades que se superponen muchas veces. Por un lado, aparecen como si fueran unas “delincuentes”, causantes de la inseguridad ciudadana en las zonas donde ejercen en la calle. Esta identidad es reforzada muchas veces por los Gobiernos, estatales o locales, que criminalizan la prostitución de calle a través de leyes o normativas en las que las prostitutas aparecen como las causantes de la degradación de determinados barrios en las grandes ciudades. Un ejemplo de estas políticas lo tenemos en Francia, donde en el año 2004 se aprobó una ley contra la inseguridad ciudadana en la que se prohibía la prostitución de calle. También se han sentido tentados por estas políticas los Ayuntamientos de Madrid, Barcelona y Valencia. El interés fundamental de estas políticas es controlar el ejercicio de la prostitución considerándola fundamentalmente un problema de orden público, estableciendo las condiciones en las que el ejercicio es legal y considerando delito la actividad que se ejerza fuera de los límites y los controles establecidos por las instituciones públicas.
            Para el pensamiento de derechas, es decir para los defensores de “la moral y las buenas costumbres”, la prostituta es básicamente una “viciosa” o una “enferma”, una mujer que ejerce esta actividad porque le gusta y disfruta con ella. Es “la tentación de los hombres” la que les incita a ser infieles y la que les provoca para que realicen actos sexuales prohibidos. Para quienes así piensan lo fundamental es que la actividad no se vea, ya que lo que funciona es el rasero de la “doble moral”: por un lado se utiliza y se acepta la prostitución como un privilegio masculino, pero siempre que se mantenga escondida, y por otro, se degrada y castiga a las mujeres que la ejercen. El doble rasero funciona tanto entre lo que se hace (“van de putas”) y lo que se dice (condenan la prostitución) como en la valoración diferente de los unos y de las otras.
            Para una determinada corriente del feminismo, que tiene bastante influencia en los partidos de la izquierda tradicional, la prostituta es básicamente una “víctima”, sea de las circunstancias (pobres, con traumas infantiles o víctimas de violencia sexual en una etapa temprana de la vida), sea de la maldad de los hombres (que las engañan y coaccionan para que ejerzan la prostitución). Así pues, lo fundamental es salvarlas, quieran o no, de “esta actividad denigrante que acaba denigrándolas, obnubilándoles la conciencia”de manera que no son capaces de pensar qué es lo que más les conviene.

            En general, en el imaginario sexual la prostitución no existe como trabajo. Tan sólo en los últimos tiempos y debido a la acción de los propios colectivos de prostitutas éstas han empezado a ser consideradas y tratadas como trabajadoras. Es curioso ver cómo en el Diccionario de Uso existen numerosos sinónimos de la palabra prostituta pero ninguno de ellos hace referencia a desempeñar un trabajo. La puta es una categoría particular de mujer que queda diferenciada y apartada del resto de mujeres. Es la “mala” mujer por excelencia: objeto de deseo, sujeto de bajas pasiones, transgresora de los límites que rigen para el resto de mujeres, que concita deseos, envidia y desprecio.
            La figura de la prostituta es una de las más estigmatizadas del imaginario sexual. Este estigma es uno de los pilares de la ideología patriarcal: nos divide a las mujeres en “buenas” y “malas”, catalogándonos (a pesar de todos los cambios que se han producido en los últimos tiempos) en función de nuestra sexualidad.

            Uno de los principales objetivos de Hetaira es luchar contra la estigmatización de las prostitutas, ya que consideramos fundamental cuestionar la etiqueta de “malas” mujeres ligada al comportamiento sexual. Entre otras razones porque este estigma no afecta sólo a las putas, sino que recae también sobre las lesbianas, las promiscuas, las transexuales, las que les gusta el sadomasoquismo consensuado... es decir, sobre todas aquellas que se atreven a desafiar los mandatos sexuales que aún hoy, a pesar de todos los avances, siguen rigiendo para las mujeres, y algunos también para los hombres. Un estigma, además, que pende cual espada de Damocles sobre todas nosotras. No en vano aún es muy mayoritario llamar “puta”, de manera insultante, a aquellas mujeres que manifiestan comportamientos sexuales “incorrectos” desde el punto de vista de la moral dominante o que simplemente se atreven a desafiar la situación de subordinación en la que nos encontramos (de hecho, en los primeros momentos del movimiento feminista, había gente que consideraba que las feministas éramos todas unas putas).

            En nuestra sociedad, en las ideas dominantes sobre la sexualidad, “sexo y mujeres” siguen manteniendo una relación conflictiva, y ello a pesar de los cambios que ha habido en la vida y la consideración social de las mujeres y en el ámbito de la sexualidad. Para las mujeres siguen rigiendo mandatos sexuales más estrictos que los que rigen para los hombres; se cargan las tintas sobre los peligros que el placer y la sexualidad tienen para ellas; socialmente se establecen ciertos límites a la iniciativa sexual de las mujeres que no existen para los hombres... La “puta” es la representante por excelencia de estos límites. Su estigmatización y la condena moral que recae sobre ellas son la expresión del castigo con el que la sociedad responde a la trasgresión de estos mandatos sexuales.
            El estigma de puta es así un instrumento de control para que las mujeres nos atengamos a los límites que aún hoy encorsetan la sexualidad femenina. Las putas representan todo aquello que una mujer “decente” no debe hacer y su criminalización sirve para que todas escarmentemos “en cabeza ajena”.
            Desde el punto de vista de la construcción de los géneros, si la masculinidad se construye sobre el rechazo de la homosexualidad (así, la prohibición de las muestras de afecto entre hombres es un elemento central en la adquisición del estatus de hombre), la feminidad, y particularmente el prototipo de sexualidad femenina, se construye bajo la amenaza de ser considerada una puta. En el imaginario de las mujeres la figura de la puta simboliza el límite que no podemos traspasar a riesgo de que nos consideren y, lo que es peor aún, nos autoconsideremos indignas. Las ideas dominantes ligan el placer al peligro. Hay que ser “buenas” para sentirnos protegidas. Si eres “mala” es lógico que te agredan, que te pase cualquier cosa. Las “buenas” son sujeto de derecho y protección pero las “malas”, especialmente si se empeñan en seguir siéndolo, quedan desprotegidas y pierden todo tipo de derechos.

            Socialmente se sigue esperando que las mujeres tengamos una sexualidad menos explícita que los hombres. Si cumplimos este débito se nos considera “buenas”. Si, por el contrario, lo rechazamos y exigimos el derecho a autodeterminarnos sexualmente, a hacer con nuestra sexualidad lo que nos plazca, sin someternos a lo que se espera de nosotras, somos “malas”. En el modelo sexual que se nos propone socialmente, las prostitutas aparecen y representan a las “otras”, las “malas” mujeres por excelencia, las que condensan en sí todo lo prohibido, todo lo que no pueden hacer las mujeres “buenas”.
            El proceso de estigmatización que sufren las trabajadoras sexuales hace que se las considere especialmente viciosas, perversas, trastornadas o enfermas. El estigma de puta lleva a que toda su vida sea valorada bajo este prisma: son consideradas “malas” madres (ya que en el imaginario colectivo madre y puta se autoexcluyen), no se respeta su vida amorosa (sus compañeros sentimentales son vistos siempre como “chulos”), se las considera siempre manipuladas por otros (considerando que todas están controladas por las mafias) y se les niega el derecho a salir de sus países y emigrar a otros que se supone les pueden ofrecer mejorar sus condiciones de existencia (todas las extranjeras son vistas como víctimas de las redes de tráfico)...; en definitiva, se les niega los derechos más elementales.
            Además, la mayoría de estudios que se realizan sobre prostitución también están imbuidos por estas ideas y refuerzan el imaginario colectivo intentando demostrar, desde una supuesta cientificidad, que todas las prostitutas han sido víctimas de abusos sexuales en la infancia, de malos tratos o que tienen una vivencia patológica de la sexualidad. Todos estos estudios, aunque puedan reflejar una parte de la realidad de estas mujeres, están hechos con muestras no significativas de trabajadoras sexuales y no suelen tener como grupo de control con el que contrastar los datos a la población femenina general.

¿Por qué este estigma?

            Desde mi punto de vista, tiene que ver con el hecho de que, contrariamente a la norma patriarcal, se muestran “sexuales” y manifiestan la sexualidad abiertamente, incitando a los hombres de manera explícita, sin dobleces ni “recato”, a comprar actos sexuales. Además, en el caso de las trabajadoras que captan a su clientela en la calle, su trabajo es visible, son transparentes. Violan dos reglas sagradas: tomar el espacio público para sus negocios y visibilizar su carácter sexual sacando la sexualidad del terreno de lo privado. El castigo por semejante atrevimiento es ser las que sufren el mayor desprecio y los ataques más feroces de la población bienpensante.
            Pero se diría que lo que se castiga en las prostitutas no es tanto el que mantengan relaciones sexuales sino que cobren por ello. Se supone que están siempre dispuestas y “encantadas” cuando un hombre las reclama sexualmente, con lo cual, en el disfrute está la recompensa. No se tolera que la recompensa sea abiertamente económica, más cuando esta recompensa económica no es como favor por parte de los hombres –a diferencia de lo que ocurre con las amantes– sino algo fijado de antemano por la prostituta: “Si quieres una relación sexual, paga”, con lo que manifiestan su poder al ser las que deciden el precio.
            El sexo con hombres como trabajo implica un recorte a la entrega ilimitada que se presupone que las mujeres deben tener en las relaciones heterosexuales. Este mito sexual patriarcal de la entrega ilimitada a los hombres actúa en las visiones tradicionales sobre la prostitución ocultando la capacidad de decisión y de negociación de las prostitutas. Esta invisibilización impide que podamos ver su trasgresión de los mandatos patriarcales. Quizás por ello socialmente resulta difícil aceptar su independencia personal y económica y el imaginario popular tiende a verlas siempre explotadas por chulos o proxenetas, llegando a la victimización extrema de las trabajadoras del sexo, imagen bastante lejana de la situación real de la mayoría de prostitutas, pero que se refuerza en muchos de los discursos y políticas institucionales y de la que se hacen eco con frecuencia los medios de comunicación.
            El estigma por comerciar con el sexo se entremezcla, en la práctica, con otros elementos de discriminación. El género es un elemento central: no se puede comparar el estigma que sufren las trabajadoras sexuales con el que sufren los hombres que también se dedican a lo mismo. Pero no es el único, la clase social, la etnia, el origen nacional o los lugares de ejercicio introducen un sesgo importante en la consideración social y en cómo afecta el estigma en la práctica.
            Por ejemplo, antes decía que en la actualidad las trabajadoras que captan su clientela en la calle son las más estigmatizadas. A través de la victimización, que presupone que todas ellas son esclavas sexuales, se les niega su poder decisión y de autonomía. Pero, además, las leyes contra la prostitución callejera se refuerzan, en nuestro país, de forma racista y xenófoba con el control de inmigrantes. El estigma de puta se utiliza así para justificar también la represión, la exclusión, el maltrato y la marginación de los inmigrantes.
            En los últimos años el imaginario de la vida pública y privada está aterrorizado ante la posibilidad de contraer una enfermedad sexual, en concreto el sida. En este contexto, al estigma de ser puta se une el estigma de ser consideradas “un grupo de riesgo” en la transmisión del VIH. Las trabajadoras del sexo se han convertido en el “chivo expiatorio” de las inquietudes y temores que se dan en una época en la que la sexualidad se está redefiniendo y las fronteras tradicionales que separan a unos grupos de otros (hombres/mujeres, buenas/malas, heterosexuales/homosexuales…) empiezan a mostrarse porosas y corren el riesgo de desvanecerse. Las políticas institucionales y las exigencias de la patronal, en concreto de la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne (ANELA), de establecer controles sanitarios obligatorios para las prostitutas con el fin de garantizar la salud de los clientes, refuerzan el estigma y la frontera que las separa del resto de la población supuestamente sana.
            Los lugares que la puta ocupa en el imaginario colectivo, así como el estigma que recae sobre todas las trabajadoras sexuales, son interiorizados también por ellas mismas. Esta interiorización es a su vez uno de los elementos que más dificultan que las trabajadoras puedan erigirse en sujetos sociales y dotarse de autoridad para representar sus propios intereses.
            Las propuestas abolicionistas refuerzan también el estigma al presentar a las prostitutas como mujeres sin voluntad para poder enfrentarse a los problemas y necesitadas de una protección estatal especial. Hoy, las discusiones que se dan en el feminismo entre las posiciones abolicionistas y las de quienes defendemos su condición de trabajadoras sexuales con derechos parecen el eco de las discusiones de finales del siglo XIX sobre la pureza moral y la prostitución. Pero, además, en la actualidad, las posiciones abolicionistas sirven de cobertura ideológica a las políticas institucionales criminalizadoras de todas las trabajadoras sexuales que no quieren pasar por las condiciones que las instituciones, sin contar con ellas, plantean.

Las polémicas feministas

            La filosofía abolicionista, que hoy apoya iniciativas represivas como las que está llevando a cabo el Ayuntamiento de Madrid, a través de su Plan contra la Esclavitud Sexual, analiza la prostitución de una forma excesivamente abstracta. Desde el punto de vista de las concepciones, considera que la prostitución es una de las manifestaciones más extremas de la violencia de género y es equivalente a la esclavitud sexual. En el fondo de esta consideración late la idea de que la sexualidad masculina es esencialmente agresiva y “cosifica” a la mujer y que a través de la prostitución se compran los cuerpos de todas. Así mismo, estas abstracciones tienen una fuerte resonancia emocional, pero en la práctica no suelen ser muy útiles para ver cómo se dan las cosas en la realidad.
            Conceptualizar toda la prostitución como esclavitud sexual no deja de ser una metáfora y las metáforas están muy bien para hacer literatura pero sirven de poco para aproximarse lo más certeramente a la realidad. De hecho, en sentido metafórico también se podría decir que el trabajo en cadena es esclavitud o que la sexualidad entendida como débito conyugal por algunas mujeres casadas es prostitución. Pero creo que estas dos metáforas sirven de poco a la hora de plantearse los problemas concretos de los trabajadores industriales o la vivencia de la sexualidad de algunas amas de casa. Aunque lo peor es que con esta metáfora se está ocultando la verdadera esclavitud, la situación de aquellas personas, fundamentalmente mujeres y niñas, que realmente son obligadas a ejercer la prostitución en un régimen de esclavitud, que son rehenes y presas de las mafias, sin documentación, forzadas a pagar con elevados intereses el préstamo que se les hizo para que viajaran clandestinamente a este país, que no tienen ningún margen de decisión sobre sus condiciones de trabajo, ni de libertad para abandonarlo aunque sea para ir a trabajar en unas condiciones de mayor miseria económica. Estas mujeres sí que son esclavas y posesiones de las mafias. Y las medidas que hay que tomar ante estas situaciones nada tienen que ver con las políticas que hay que aprobar para dignificar las condiciones de trabajo y aportar mayor seguridad al resto de prostitutas.
            Las reflexiones y propuestas abolicionistas no hacen distinciones entre las diferentes formas en las que se puede ejercer la prostitución: para ellas todas están obligadas a ejercer, bien por terceros, bien por las condiciones materiales, aunque esto segundo ha ido perdiendo fuerza en sus argumentaciones y hacen más hincapié en lo primero. Hablan de que un 95% de mujeres ejercen obligadas, cifra que no se sustenta en ningún estudio objetivo, como tuvo que reconocer el diario El País a instancias de Hetaira, a través de su Defensor del Lector. Consideran que todas las prostitutas son víctimas, sin capacidad de decisión sobre sus vidas, ni tan siquiera de reflexión sobre su propio trabajo. Según esta filosofía, lo que dicen las prostitutas no debe ser tenido en cuenta porque están alienadas por ejercer la prostitución y, en consecuencia, deben ser “rehabilitadas” quieran o no.
            Las abolicionistas consideran indigno el ejercicio de la prostitución en sí mismo, independientemente de las condiciones en las que se ejerce. Hablan de que “la prostitución reduce a las mujeres a la categoría de cuerpos, meros objetos animados para el uso y disfrute de los hombres”, y mantienen la idea de que “el estatus de prostituta desprovee a las mujeres prostituidas de sus características específicamente humanas”. Refuerzan así el estigma que recae sobre las prostitutas al considerarlas una categoría particular de mujeres, a las que casi se les cuestiona su “humanidad”, su subjetividad; es decir, no se tiene en cuenta los factores concretos que llevan a estas mujeres a ejercer la prostitución ni las tácticas que emplean para sobrevivir y moverse en un mundo bastante duro en muchas ocasiones.
            Así mismo parten de que “la prostitución es una actividad tan denigrante que acaba degradando moralmente a quien la ejerce”. Ciertamente, la prostitución no es una actividad como cualquier otra. Por la importancia que en nuestras sociedades se le da a la sexualidad y porque para las mujeres la relación con la sexualidad sigue siendo algo contradictorio, no es lo mismo ofrecer servicios sexuales que otro tipo de servicios. Dedicarse a la prostitución implica un estigma que, en muchos casos, es interiorizado por ellas, generando vergüenzas y sentimientos negativos que provocan vivencias contradictorias: ganas de seguir y de abandonar este trabajo. Pero estas contradicciones nada tienen que ver con su dignidad. Una cosa es que algunas de ellas, llevadas por la interiorización del estigma, se sientan indignas (también puede pasar con las lesbianas o las transexuales) y otra es que desde el feminismo se lo confirmemos. Creo que la dignidad de las personas está por encima del trabajo que realizan, sea cual sea este trabajo, como dice Vanesa, trabajadora del sexo y vicepresidenta del Comité de Apoyo a las Trabajadoras del Sexo (CATS), de Murcia: “El trabajo no me dignifica a mí, soy yo la que dignifica mi trabajo”. En este sentido, una cosa es decir que las condiciones en las que se ejerce la prostitución son, en muchos casos, indignas y otra muy diferente es considerar –como hace el feminismo abolicionista– que lo indigno es ejercer este trabajo. Con estas posiciones sólo conseguimos reforzar el estigma y disminuir su maltrecha autoestima.
            La prostitución tiene mucho que ver con la situación de subor-dinación social y laboral de las mujeres en nuestras sociedades. Incluso podemos decir que es, entre otras cosas, una institución patriarcal cuya función simbólica es el control de la sexualidad femenina. Pero esta constatación no puede llevarnos a ver a las prostitutas como las que “colaboran y refuerzan el patriarcado” ni como “las víctimas por excelencia de él”, como plantean las feministas abolicionistas. Su visión considera a las prostitutas seres pasivos, meras receptoras de la ideología patriarcal. Estas consideraciones olvidan que todas, de una u otra forma, vivimos situaciones de subordinación que intentamos combatir como podemos. En muchos momentos nos rebelamos contra estas situaciones y en otros conciliamos con la realidad, pactamos con ella porque no podemos estar las veinticuatro horas del día “espadas en alto”. Nuestra existencia es un extraño equilibrio entre la rebelión y el pacto y no por ello se puede decir que “colaboremos con el patriarcado”. Es una pura cuestión de supervivencia. Pero es que además pensamos que la prostitución expresa también las legítimas estrategias de vida de muchas mujeres, estrategias que les proporciona mayores ingresos y mayor independencia económica que la que alcanzarían en otros sectores laborales, en sociedades donde las mujeres ocupan los puestos de trabajo peor remunerados y más informales del mercado laboral. En definitiva, los años de dedicación colectiva a las trabajadoras del sexo y sus derechos nos han enseñado cómo éstas pueden dar la vuelta, y de hecho se la dan, a estas situaciones de subordinación. Y esto depende, en gran medida, de las condiciones subjetivas (autoafirmación, seguridad en sí mismas, profesionalidad...) y objetivas en las que se mueven. Así, por ejemplo, tener un ambiente de trabajo tranquilo les permite negociar mejor los precios y los servicios sexuales y sentirse con poder frente al cliente, justo lo contrario que ocurre cuando se prohíbe y convierte en clandestino el ejercicio de la prostitución o se persigue a los clientes.
            En definitiva, desde Hetaira creemos que para entender bien las situaciones complejas que se dan en el mundo de la prostitución es necesaria una mirada multilateral, amplia, una mirada feminista integradora de las diferentes causas y problemas que confluyen en la realidad concreta. Así, no creemos que la situación de las trabajadoras del sexo pueda reducirse al afán de dominio y prepotencia de los hombres y de su sexualidad. Es fundamental que contemplemos, también, otros factores como son la pobreza, los desastres naturales y provocados que hacen que miles de mujeres tengan que abandonar sus países y vengan al nuestro buscando un futuro mejor, sabiendo que lo que van a hacer es trabajar como prostitutas.
            O que tengamos en cuenta que estamos en sociedades mercantiles que tienden a sacar al mercado y convertir en mercancía muchos de los servicios que antes se desarrollaban en el marco de las estructuras sociales y familiares: como por ejemplo el cuidado de niños y ancianos, la comida, el lavado y planchado de la ropa… Por ello no es extraño que los servicios sexuales también se hayan mercantilizado y que quienes los utilizan no sean siempre ni necesariamente hombres prepotentes, con afán de dominio y que abusan de las trabajadoras, que los hay, sino en muchos casos hombres solitarios, con dificultad para desarrollar relaciones sexuales y personales satisfactorias, hombres que quieren encontrar un momento de satisfacción sexual sin más complicaciones.
            La idea de que todos los hombres buscan denigrar sexualmente a las mujeres y de que su sexualidad agresiva es la causa de la explotación sexual está en el fondo de la presunción de las abolicionistas de que “todos” los clientes ven a las prostitutas como “cosas” a su servicio, que les pertenecen porque han pagado y que las tratan con brutalidad, humillándolas y agrediéndolas siempre. Esta idea es coger una parte por el todo. Porque sin duda existen clientes que van en ese plan, como existen personas en otros campos de la vida que porque pagan se creen con derecho a humillar a quien les ofrece un servicio, pero afortunadamente eso no es generalizable. Esa clase de personas son una minoría, también entre los clientes de las prostitutas. Pero si se ve así a todos los hombres que van de prostitutas ¿no será porque existe un prejuicio hacia los hombres y su sexualidad? Parece que la ideología patriarcal que atribuye a los hombres una sexualidad agresiva, destructiva y descontrolada y a las mujeres el papel de controlarla, no está ausente en estas reflexiones del feminismo abolicionista.
            El feminismo es una fuerza social que actúa para que todas las mujeres tengan más poder de decisión y autonomía. Para ello es importante partir de cuáles son los condicionamientos concretos que recortan las posibilidades de actuación de los diferentes sectores de mujeres. En el caso de las prostitutas, las condiciones de alegalidad en las que se desarrolla su trabajo y la consideración social estigmatizada son elementos fundamentales que limitan su capacidad de decisión y actuación. Por ello es fundamental apostar por ampliar estos límites que condicionan sus decisiones reconociendo sus derechos en tanto que trabajadoras del sexo y desacralizando la sexualidad como forma de luchar contra el estigma. Es necesario que las prostitutas se construyan como sujetos sociales con capacidad para hacer oír su voz y negociar sus intereses particulares. Y para ello es fundamental que desde el feminismo no les neguemos su posición de sujetos sino que, por el contrario, apostemos por reforzar esta posición partiendo de su capacidad para decidir y remitiéndonos a ella para despertar su rebeldía.
            Parece evidente que los cambios que se pueden producir en la consideración social de las trabajadoras del sexo pasan en primer lugar por reivindicar que la prostitución es un trabajo que no puede definir a quien lo ejerce. Nombrar a las prostitutas trabajadoras del sexo es un elemento importante en este cambio. Ahora bien, también creo que esto no puede excluir el seguir llamándolas prostitutas. Primero porque ellas muchas veces se sienten identificadas con esta palabra, pero sobre todo porque creo que es un elemento de subversión apropiarse de las categorías abyectas, elaboradas con ánimo de degradar y redefinirlas, dándoles otro significado en positivo como forma de neutralizar sus efectos. El germen de este significado está en el propio imaginario, aunque ocupe una posición subalterna y limítrofe.
            En este sentido, reivindiquémonos putas si con ello expresamos que somos transgresoras de los límites patriarcales a la sexualidad femenina, y malvadas porque tenemos en cuenta nuestros intereses y nuestros deseos sexuales.

 

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