Trasversales
Ignacio Castro Rey

Sicko (Michael Moore, 2007)

Revista Trasversales número 10,  abril 2008

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



Con un año de retraso, por fin nos enteramos de qué manera el autor de la inolvidable Bowling for Columbine vuelve a la carga. Si allí Moore, en un documental que fue premiado por Hollywood al comienzo de la invasión de Irak, se ocupaba del uso criminal de las armas en EEUU y la "cultura del miedo" que propagan los medios, aquí se ocupa de un tema no menos explosivo. Sicko aborda el negocio escandaloso de los seguros privados -Cigna, Kaiser, Humana, Blue Cross- y la consiguiente desprotección médica que sufren millones de ciudadanos norteamericanos. Si el establishment premió aquel soberbio trabajo con un Óscar, Moore se ha ganado con éste prácticamente la clandestinidad. Aprovechando un viaje "ilegal" a Cuba, la administración estadounidense ha vetado la distribución comercial de Sicko. Aunque el film circule en circuitos alternativos, y al parecer muy bien, parece condenado a la marginalidad. ¿No deberíamos hacer algo para que no fuera así?
    Tiene gracia, pero buena parte de nuestros personajes éticos aparecen en esta cinta declarada ilegal. Incluido un cierto kantismo donde el por deber del imperativo moral de Moore, mostrando a los que sufren bajo el "sueño americano", nunca coincide con el conforme al deber, la conformidad de unos políticos y unas leyes que casi siempre prefieren mirar hacia otro lado. Pero en este casi, Moore apuesta mucho. Diríamos que lo mejor de la cultura norteamericana se juega ahí, en la energía en apostar por que todo no esté perdido. Quiero creer que, sobre las rancias jerarquías europeas, lo mejor de la tradición americana -sea en Venezuela, en Argentina o en EEUU- comienza por la voluntad democrática de que la cosa pública sea de cualquiera, de cualquier ciudadano que tome la palabra y se haga oír. ¿El american dream, tantas veces repetido en esa leyenda de gestas solitarias, no es también éste? Un hombre solo -"I have a dream"- que cambia la inercia de la mayoría.
    Moore se asombra en Sicko de cosas que aquí consideramos normales: que una costosa operación no le cueste nada a quien no tiene recursos; que la empresa te pague vacaciones, luna de miel y servicio de guardería; que el Estado se haga cargo de tu provisional invalidez. Pero esa admiración suya, tan yanqui, tiene la virtud de recordarnos la fragilidad de nuestro propio bienestar. Y además suscita una temible pregunta: ¿Cuánto nos durará esa generosidad estatal? Al fin y al cabo, el avance de lo que se llama privatización, por vía conservadora o socialdemócrata, parece imparable. De hecho, ya nos cobran por aparcar en nuestra propia calle.
    Nada queda en buen lugar en esta cinta, ni las poderosas compañías de seguros médicos, ni las ganancias desorbitadas de los políticos que se pasan al campo del negocio farmacéutico. Ni Bush, ni Reagan, ni Nixon... ni siquiera la intocable Hillary Clinton, ahora mismo luchando por su futuro político y su capital de votos. Es de suponer que, como ocurre tantas veces, demócratas y republicanos, progresistas y conservadores, se hayan unido para impedir que esa otra nación -tal vez la misma, pobre y maltratada, que entrevimos en los días posteriores al huracán Katrina- aflore tras la radiante bandera de barras y estrellas. Piadosa y despiadada a la vez, esta conmovedora incursión humanista en el envés de la opulencia americana parece querer decir: los "daños colaterales" de la primera potencia mundial no están primeramente en Irak o en Afganistán, sino entre nosotros. Y no en cien casos aislados, sino en millones -45, calcula Moore. Tal vez esto es demasiado para la conciencia media del país que, sin ningún complejo, se llama a sí mismo "América".
    ¿Es simplemente un "radical" Michael Moore? Tal vez no, quizás sólo siente que este mundo en el que vivimos sea tan "radical". Se trata simplemente de un humanista desesperado por un capitalismo salvaje empeñado en "maximizar las ganancias" a cualquier precio, incluso el de dejar morir a la gente, el de echar literalmente a los enfermos pobres a la calle. Por lo que vimos, parece que Moore se contentaría, en el plano médico, con un sistema con rostro humano como el de Canadá, Inglaterra, Francia o Cuba, importándole poco los calificativos de "socialista" o "capitalista".
    El compromiso social y humano de Moore, quizás como el Ken Loach en el Reino Unido o el de José Bové en Francia -¿cuál sería el ejemplo español?-, levanta ampollas, esquirlas de estupor. Y esto porque Moore, básicamente, comienza por ser solidario con el dolor de la gente sin nombre, no con la sagrada ideología que en general nos reconforta, ese ser de izquierdas "de toda la vida" que suele mantener a los intelectuales en la poltrona. En nombre de la gente anónima que sufre, Moore pasa incluso por encima de las habituales divisiones ideológicas. Grande y torpe, tiene la virtud anómala de crear confianza, de hacer hablar al prójimo. Ante su oronda y aniñada figura todos -radicales de izquierda, pijos, gente neutra, conservadores de toda la vida-, hablan con una sinceridad que con frecuencia reservamos para las 3 de la madrugada, cuando los pocos testigos que quedan son de mucha confianza. Fuera de esa franja horaria, lo que estaba ahí, humilde y pequeño, y provoca asombro al ser mostrado en su horror. Uno de los recursos favoritos de Moore, un recurso que nunca falla en este mundo espectacular, es descender al nombre propio de los don nadie, mostrar cómo vive y sufre cualquiera, sea el viejecito Frank o la ejecutiva médica Linda Peeno.
    La operación política de Moore comienza por ponerle nombre y rostro a la gente que sufre y que nos convendría considerar "anónima". This is Adam. This is Doug Noe y su hija Anette de cinco años, que necesita ser operada de ambos oídos. O el inolvidable y estoico Frank, recogiendo basura en un Supermercado para poder tener medicinas gratis en su achacosa vejez. O Bob y Estella, los parientes mayores en Canadá. Mientras los líderes globales sobrevuelan el planeta de cumbre en cumbre, cada pueblo vive su abismo. En general, en el fondo borroso de las fotos. El método de Sicko es sencillo y genial: mostrar qué ocurre cuando ninguna cámara está allí. A contrapelo del dictado informativo -estar en el espectacular lugar adecuado, en el estrépito del momento justo- Moore juega a poner la cámara en cualquier sitio donde la gente sufra. Ponerla para darle nombre al sufrimiento que con frecuencia se difumina en un mar de cifras. Así, durante unos instantes, mientras Julie Pierce solloza al hablar de cómo murió su marido Tracy, abandonado como un perro, sentimos emoción, vergüenza y también cierta perplejidad: ¿Realmente, tenemos algo que ver con esta infamia?
    Moore nos regala, en suma, un magnífico ejercicio de cómo se puede ser moderno sin ser idiota. Nos recuerda la voluntad socrática de descender a la ignorancia, a la nuestra, para hablar con el daimon de nuestra alma, que ya lo ha visto todo, pero apenas recuerda. Sicko resucita la capacidad para suscitar el diálogo y curar por la palabra, para que surja lo que estaba latente. En cada hombre está todo, pero como dormido. Basta que un "maestro", con una mezcla de ironía y mayéutica, intervenga en esa alma para que haga despertar un volcán de sufrimientos y sueños. Es normal que todos nos sintamos un poco incómodos, un poco conmovidos al ver cómo llora gente que no es guapa, ni rica, ni famosa, como Larry y Donna Smith, como Laura Burham, arruinados por las facturas médicas. "¿Por qué a mí, si soy una buena persona?", dice Tracy desesperado en el cuarto de baño, sabiendo que va a morir por abandono legal. Su mujer tiene desgraciadamente una explicación sencilla: porque no era nadie y además era negro. "Me gustaría crearles cargo de conciencia -dice-, pero no creo que lo consiga, no creo que lo tengan". Afortunadamente para nuestras esperanzas, Moore encuentra a algunos que, sin ser marginales, sí tiene conciencia. Escuchamos entonces la confesión de Lee Einer o de Linda Peeno, contando cómo medraron profesionalmente al engrosar las arcas de la empresa con la lista de rechazados. Del cínico abogado de Blue Shied, que cede el sello de su firma para los casos denegados, a la agente médica Becky Malke, que llora al contar cómo es antipática por teléfono para no saber los nombres de la gente que ha de arrojar a la calle, la lista de testigos de cargo corta un poco la respiración.
    Sólo dos momentos más. El de la pequeña Mychelle, muerta a los pies de su madre por un ataque cardíaco provocado por una fiebre alta que el hospital Martin Luther King se niega a atender, pues pertenecía a otro seguro. Después, de una manera paralela al Marilyn Manson de Bowling for Columbine, el impresionante discurso de Tony Benn, veterano del Parlamento británico que explica cómo el poder prefiere a gente endeudada, desesperada y amedrentada, para que obedezcan y se limiten a esperar tiempos mejores. Siguiendo ese hilo argumental, Moore comenta: "Venzamos a los terroristas de allí para que no tengamos que ocuparnos de los terroristas de aquí". No, el autor de Sicko no se pone las cosas fáciles.
    El fundamentalismo democrático se escandalizará, sin duda: ¿Cómo se puede mezclar a países respetables como Canadá, Inglaterra o Francia, con Cuba? Pues sí, el dictado del lucro en "la mayor democracia del mundo" es de tal calibre que también Cuba, con sus innegables defectos, puede resultar humana. Que le pregunten si no a los diez voluntarios de la zona cero de las Torres, rechazados por el sistema médico estadounidense y atendidos finalmente en Cuba, después de que también la base de Guantánamo hiciese oídos sordos a sus llamadas.
    Igual que Bowling for Columbine, Sicko maneja muy bien los silencios, los cambios de tono, la cadencia de la imagen y de la palabra. Es posible que la cinta sea un poco larga, que decaiga en su ritmo aquí o allí. Pero, en conjunto, el documental es otra vez impagable. Bendito ejercicio mental que nos vuelve a ahorrar la visita al gimnasio. Como dice un estadounidense que ya no nos gusta, Sicko pone el gimnasio en nuestra repentina zozobra. Si Conrad pudo decir Vivimos como soñamos, solos, es posible que Moore trabaje para que, en algún sentido, este temor no sea del todo cierto.

 Ignacio Castro Rey. Madrid, 19 de febrero de 2008


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