Trasversales
Alain Lipietz

La catástrofe irlandesa

Revista Trasversales número 11, verano 2008

Alain Lipietz es eurodiputado verde por Francia.

Licencia Arte Libre




El No irlandés, anunciado el viernes 13 de junio a mediodía, arrojó un frío glacial sobre una iniciativa magnífica del Parlamento Europeo: el Ágora ciudadana sobre el cambio climático. Por la mañana, yo había presidido uno de los talleres. El día anterior se había realizado con éxito el coloquio sobre Seguridad colectiva y medioambiente, organizado a iniciativa mía.

No

Unas 500 personas de la “sociedad civil organizada” (representantes de sindicatos, asociaciones ecologistas, de derechos humanos, de consumidores, muchas de ellas reagrupadas en la Plataforma social), se reunían el viernes por la tarde para la sesión final del Ágora ciudadana, donde debían ser presentadas las exigencias y demandas de los talleres tras dos días de debates sobre el clima. Exigencias dirigidas a las instituciones europeas para una acción lo bastante radical como para salvar el clima.
El vicepresidente del Parlamento, el eurodiputado verde Gérard Onesta, “inventor” del Ágora y que presidía la sesión, comenzó anunciando la victoria del No en Irlanda. En seguida, un señor bien arreglado aplaudió, provocando el abucheo del resto de la sala. El desconcierto creado por el No irlandés y por la perspectiva de ver a Europa anclanda definitivamente a los tratados de Maastricht-Niza (aprobados por los irlandeses en referéndum) desesperaba a lo que de ahora en adelante llamaré “sociedad civil organizada”. Pues en Europa, como en Irlanda, la mayoría aplastante de las asociaciones, conscientes del papel indispensable que puede jugar Europa en la resolución de los problemas mundiales, era consciente también del handicap que representan los tratados actuales y el progreso que representaba el Tratado Constitucional Europeo o incluso el Tratado de Lisboa.

Insisto en que por “sociedad civil organizada” entiendo a todas aquellas personas que están en las asociaciones y sindicatos, con o sin representación en el Comité económico y social europeo, cuyo modo de nombramiento es bastante criticado por las asociaciones y la Confederación Europea de los Sindicatos, presentes en el Ágora.
El Ágora tenía por objeto precisamente incluir a los ciudadanos en el proceso de construcción de la Europa política. Tal proceso de asociación implica cierto nivel de organización, con debates de esta sociedad civil continuados, desarrollados de buena fe e informados. La inmensa mayoría de estas organizaciones (desde la Confederación europea de sindicatos hasta WWF, Greenpeace y los Amigos de la Tierra, pasando por la Liga europea de los Derechos Humanos), con argumentos sopesados maduramente y utilizando varios criterios, habían llamado a votar Sí al Tratado Constitucional Europeo y también a favor del Tratado de Lisboa, pese a sus retrocesos respecto al TCE, midiendo sus nítidas ventajas sobre Maastricht-Niza.

Al escoger quedarse en Maastricht-Niza, el No irlandés marca una ruptura, no entre una sociedad política y la sociedad civil, como repite hoy esta clase política en tartúfica autocrítica, sino una ruptura entre “sociedad civil organizada” y “sociedad civil atomizada”. Entre el 53% de los irlandeses y las organizaciones a las que se atribuye representarles socialmente y que llamaban a votar Sí.
Se ha citado mucho el hecho de que el TCE, y aún más el Tratado de Lisboa, por el carácter principalmente institucional y procedimental de las reformas introducidas, por muy democráticas que sean, no creaban “ganas de votar Sí”, a falta de avances sustanciales en los ámbitos ecológicos y sociales.
También se citará mucho la paradoja de que los tratados europeos vigentes permitan al 53% del 45% de votantes del 1% de la población europea (840.000 personas, pero eso ya es mucho, pues varios países europeos son aún más pequeños que Irlanda) puedan imponer su voto a 500 millones de europeos. Los Verdes repiten desde hace cinco años que sólo sería verdaderamente legítimo un referéndum europeo, pero a Los Verdes, como a los aseguradores, sólo se les cree después de la catástrofe.
Ahora bien, a mi entender lo más grave de todo es ese divorcio entre la sociedad civil organizada (asociaciones y sindicatos) y la mayoría de la población.

Privadas de formas de organización que les den conciencia de sí mismas, las masas irlandesas se han vuelto a encontrar en la situación calificada por Durkheim como “solidaridad mecánica y no orgánica”, por Sartre como “la serie” o por Karl Marx (en El 18 brumario de Luis Bonaparte) como “coexistencia en un saco de patatas”. En tal situación, el bombardeo infernal de los nacionalistas del Sinn Fein, de la prensa Murdoch y de fundaciones como Libertas, financiadas por el magnate Declan Ganley y por los neocon estadounidenses, que habían cubierto con carteles cada pared y cada autobús de Irlanda, sólo podía llevar al No, dado que las asociaciones portadoras de una reflexión colectiva no lograban hacerse oír. Pongamos dos ejemplos.

Muchos de ustedes habrán visto en la televisión esa secuencia terrible en la que una mujer moderna, joven y hermosa, luciendo la camisa roja del NO, explicaba que el Sí permitiría al Tribunal de Justicia Europeo autorizar el aborto en Irlanda. Sí, lo habéis visto y leído, eso era lo que pensaba dado que votaba No. Es como si un “deportado negro americano” llamase a votar contra Lincoln porque aboliría la esclavitud.
Las feministas de ATTAC, en Francia, llamaban también al No frente al TCE, pero argumentando que el TCE prohibiría el aborto. Ha habido rumores de que también habrían ido a Irlanda a dar apoyo a ese discurso antiaborto, pero yo no me lo creo.

Por supuesto, el Tratado de Lisboa no dice nada de eso, pero para los muy católicos irlandeses, a menudo vinculados familiarmente con Estados Unidos, esta mentira estaba bien razonada, dado que una sentencia del Tribunal Supremo estadounidense (Roe vs Wade) autorizó el aborto en EEUU, contra la voluntad, a veces mayoritaria en las elecciones locales, de camarillas fundamentalistas cristianas “provida”.
Este fue uno de sus principales argumentos, junto al temor (desgraciadamente infundado) de una “armonización fiscal” que habría obligado a Irlanda a crear un impuesto sobre los beneficios de sus empresas.
¿Es cierto que el Tratado de Lisboa podría haber llevado a la liberalización del aborto en todo el ámbito europeo? Quizá. Podría pensarse que tal vez, algún día, una iniciativa legislativa ciudadana (un millón de firmas), seguida de una mayoría en el Parlamento y en el Consejo, incluyese la “salud reproductiva”, el derecho al aborto y a la contracepción, en la política de salud europea. Convertida en política de la Unión y por tanto reinvindicable ante los tribunales según la Carta de Derechos Fundamentales, este derecho de las mujeres podría ser objeto de una reclamación de una mujer irlandesa ante el Tribunal de Justicia contra su propio gobierno por impedirle abortar en Irlanda.
La Iglesia católica irlandesa no ignoraba esta nueva posibilidad (en realidad dificultada por numerosas trampas), pero llamaba a pesar de todo a votar Sí alegando los múltiples avances que el tratado de Lisboa permitiría en materia de democratización, legislación social, lucha contra el cambio climático, etc. Y, sin embargo, sus fieles probablemente votaron mayoritariamente No.

Del mismo modo, en el ámbito sindical la semana había estado marcada por una ilustración extremadamente concreta de la diferencia entre el tratado de Niza y el tratado de Lisboa. Esquemáticamente, mientras que el tratado de Niza es “todo el poder al Consejo de los gobiernos”, el tratado de Lisboa es “mucho más poder para el Parlamento Europeo electo”. Sin embargo, el 9 de junio, el Consejo Europeo, confirmando el giro a la derecha de Francia y de Italia y el “trabajar más para ganar más” de Nicolás Sarkozy, se había sumado a la posición inicial de la Comisión Europea, proponiendo establecer en 60 ó 65 horas el límite de la cláusula opt-out que permite superar las 48 horas semanales de trabajo. Hay que recordar que el Parlamento Europeo, en primera lectura (informe Cercas), había votado por la supresión de esa excepción y había limitado con firmeza la duración de la jornada de trabajo a 48 horas semanales, sin anualización, para toda Europa.

Anécdota significativa: Roselyne Bachelot (que me cae muy simpática), entonces diputada europea, pataleaba de alegría tras cada avance del informe Cercas. Más tarde, como ministra de Sarkozy, ha votado en el Consejo exactamente todo lo contrario.

Como yo explicaba el miércoles en un comunicado, la posición del Consejo clarificaba perfectamente la situación “social-europea”. O estábamos con el Parlamento (y por tanto con el tratado de Lisboa) por la limitación de la duración del trabajo o estábamos con el tratado de Niza, por el poder de los gobiernos y por el derecho de los gobiernos nacionales a superar ese límite: “trabaje hasta el agotamiento para financiar su entierro”.

Comprendiendo perfectamente lo que estaba en juego, los sindicatos irlandeses llamaron a votar Sí al tratado de Lisboa. Los primeros análisis de los resultados demuestran, sin embargo, que una mayoría de obreros votó No, es decir, por el mantenimiento del tratado de Niza, y por tanto avalando la posición del Consejo sobre el tiempo de trabajo.

¿Qué hacer?

Esta espantosa alianza entre los intereses del gran capital y el voto popular desorganizado, que se podría llamar “murdochización” del debate, como Marx hablaba de “bonapartismo”, no es un fenómeno típicamente irlandés. Recordemos por ejemplo que el No francés estuvo enmarcado entre dos elecciones presidenciales, una en la que la segunda vuelta la disputaron Chirac y Le Pen, y otra que llevó a Sarkozy al poder con amplia ventaja sobre la candidata socialista. También, el No holandés fue acompañado por un muy fuerte impulso populista y xenófobo. Y podemos preguntarnos lo que votarían los italianos que acaban de elegir a Berlusconi, quien, por cierto, votó No al TCE en la Conferencia intergubernamental de Nápoles.
¿Está todo perdido? ¿El liberalismo económico y el envejecimiento de Europa empujan necesariamente a sus habitantes hacia la xenofobia y el aislamiento, disolviendo progresivamente las formas asociativas o sindicales de solidaridad que habían permitido el progreso social, la lucha contra el liberalismo y, por tanto, luchar hoy por la Europa política? Es decir, ¿existe un plan C? El tratado de Lisboa ya era el plan B al fracaso del TCE.

Si mi análisis es correcto, el fracaso fundamental del tratado de Lisboa y del TCE reside en que su redacción pareció ser fruto de un compromiso en el seno de la sociedad política (Lisboa) o, en el mejor de los casos, de su colaboración con la sociedad civil organizada, como en la Convención que redactó el TCE, mientras que la sociedad civil real está profundamente desorganizada, atomizada, pulverizada por el liberalismo, expuesta a todas las demagogias nacionalistas o contestatarias. Todo nuevo proceso hacia la Europa política, que permita controlar los mercados globalizados y luchar contra el cambio climático, implica que en la misma forma de redactar un nuevo tratado las masas deben encontrar un medio de organizarse. Lo que implica que sea redactado por una asamblea constituyente, respondiendo a las normas de la democracia representativa, pero estructurando el debate en el mismo proceso de su elección y estando sólidamente vinculada a la sociedad civil organizada.

No obstante, en 2009 hay elecciones al Parlamento Europeo. Mi experiencia en Bolivia y Ecuador demuestra que sería peligroso hacer coexistir un Parlamento que seguiría legislando según la constitución de Niza y otro Parlamento elegido el mismo año encargado de redactar otra constitución. Por tanto, el próximo Parlamento europeo debería tener ese poder constituyente sin perder un poder legislativo que convendría ampliar previamente.

Pero el Parlamento Europeo no tiene ese poder constituyente. Mi experiencia de diez años en él me lleva a descartar la hipótesis de un Parlamento elegido sin poder constituyente pero que luego, vía algún tipo de juramento del Jeu de Paume, se proclamase constituyente. Más exactamente, podría proclamarse tal, pero no tendría ningún sustento real. Los gobiernos y parlamentos nacionales, la Comisión Europea y el Consejo continuarían existiendo y poseerían en exclusiva los medios para tomar y aplicar  decisiones. Por tanto, es esencial que el Parlamento Europeo elegido en 2009 tenga legalmente ese poder de iniciativa constitucional y un poder legislativo considerablemente ampliado. Eso es precisamente lo que, entre otras cosas, ofrecían el tratado de Lisboa y el TCE.
La única estrategia realista para sacar a Europa de los tratados de Maastricht y Niza es la adopción del tratado de Lisboa antes de la elección del Parlamento Europeo en 2009.

¿Es eso posible tras el No irlandés? La respuesta es ambigua. Según el tratado de Roma toda modificación debe hacerse por unanimidad. Algunas centenas de miles de electores irlandeses pueden oponerse a las preferencias mayoritarias entre 500 millones de europeos. Y lo mismo pasaría si Malta votase No por vía parlamentaria. Ahora se constanta la carga que representa la negativa a  contemplar una ratificación en referéndum europeo. Pero dejemos de afligirnos y veamos lo que puede hacerse.
El mismo tratado de Lisboa abre una puerta. Si el 80% de los países lo han ratificado, pueden reunirse para buscar alguna solución. Según una declaración intergubernamental que acompañaba al proyecto de TCE, esta fórmula se aplicaría desde la ratificación del TCE. El tratado de Lisboa no recuerda esta fórmula pero tampoco la anula.

Supongamos pues que, como es bastante probable, el proceso de ratificación sigue adelante y el tratado es ratificado por 26 países frente a uno, Irlanda, que no lo hace. Entonces, esos 26 países deberían hacer una propuesta a Irlanda, protegiéndola de las consecuencias de sus Sí (ya que los irlandeses votaron No y tenían derecho a hacerlo), pero que no les impida a ellos poner en práctica sus Sí. Una solución sencilla sería proponer a Irlanda unirse a Noruega en el Espacio económico europeo mientras que el resto de la Unión Europea daría el paso adelante de adoptar el tratado de Lisboa, hacia la Europa política. Entonces, el Parlamento de 2009 podría ser elegido con poder constituyente y podría negociar con los irlandeses, si desean volver al seno de la Unión Europea.
 

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