Trasversales
Lois Valsa

Memoria y Fotografía II

Revista Trasversales número 11, verano 2008

Otros texos del autor



No el que ignore la escritura sino el que ignore la fotografía será el analfabeto del futuro
Walter Benjamin, 1931

Lo que no podía saber el gran filósofo Walter Benjamin cuando nos sentenciaba con la cita anterior era cómo iba a ser la evolución posterior de la fotografía y del arte en general, que una vez perdida el “aura” virginal se iba a convertir, en la “era de la reproducción técnica”, ahora ya digital, en una incesante e imparable multiplicación de imágenes que nos acaba anestesiando y embotando la sensibilidad hasta el punto de que algunos acabemos deseando en algún momento “el silencio de las imágenes” (ver Lois Valsa, Claves de razón práctica, abril 2004). En este PHE08 del que voy a hablar, las imágenes ralentizadas del belga David Claerbout (Círculo de Bellas Artes), como pausado tempo poético en medio del ritmo trepidante de la vida y de la grisura del entorno arquitectónico, serían un buen ejemplo de lo que estoy tratando de decir. Pero el problema es que nos han hecho creer que si el tiovivo se para nos vamos al abismo cuando es precisamente el sentido común el que nos advierte más bien de que si esta rueda de la fortuna no se detiene entonces sí que nos vamos a ir al garete porque este imparable “desarrollo” económico, y el de la gran “industria cultural” que está moviendo el mundo en la “era de la información”, es totalmente, como el mismo Sistema, insostenible.

Además, hablando de fortuna, otro aspecto que se le escapaba, claro está, a Benjamin era el de los precios millonarios que iban a alcanzar las obras de arte, y concretamente la fotografía, en las subastas actuales. Por ejemplo, una foto como la de Andreas Gursky, 99 Cent II. Diptychon (2001), fue vendida el año pasado por 3,34 millones de dólares (2,14 millones de euros). Al menos, un posible consuelo para el pensador de los lugares de la vida moderna sería que, a diferencia de una pintura o escultura como pieza única, en la fotografía “sin aura” se considera obra original una tirada de hasta veinticinco copias.

Esta reflexión precedente creo que viene bien a cuento, y por eso la traigo a colación, en relación con uno de los festivales más importantes de fotografía, el PHE08, que atrae a Madrid a cantidad de artistas que quieren mostrar sus portafolios, y que el año pasado ya celebró su décimo aniversario. Este año se exhiben, desde el cuatro al veintisiete de julio, y en torno al tema del Lugar que se presta otra vez a una gran ambigüedad de contenido y a que algunas exposiciones no se ciñan estrictamente a lo propuesto, sesenta y nueve exposiciones distribuidas entre una sección oficial de instituciones públicas y privadas y una sección off de galerías que en esta edición han aumentado. Un festival donde llega también un momento en que las imágenes de las salas pueden con nosotros y nos llegan a saturar, de una manera especial a los que buscamos una visión integrada de imagen, incluidos los videos que en esta edición abundan (“como medio muy importante para la diseminación de la fotografía”), y textos (¡por lo visto ya no se pueden entender la mayoría de las fotos sin sus cartelas preñadas de textos!), que nos ayuden a entender los contextos. Un festival, en suma, en el que también se multiplican sin cesar imágenes que, a mi manera de ver, no aportan, en la mayoría de los casos, ningún elemento nuevo, y artistas (254 de 35 nacionalidades) que no nos traen un punto de vista diferente y sí muchas continuidades y repeticiones de lo mismo, y sobre todo muchísimas “ocurrencias”. Seguimos dándole vueltas a la noria de Man Ray o, si se prefiere, de Duchamp y de Malevich. Como ya sucedió en ediciones anteriores, el tamaño excesivo del PHE08 favorece además la dispersión expositiva y dificulta la coherencia alrededor de la idea central. De entrada, para no hundirme en una saturniana melancolía benjaminiana, he intentado pasar por alto bastantes “chapuzas” expositivas, sobre todo en algunos organismos públicos, producto de las prisas y de la falta de profesionalidad, sin meterme a indagar a fondo cómo se puede llevar a cabo una auténtica “gestión cultural” con criterios de empresa financiera.

Este año el comisario del PHE08 oficial es el sociólogo portugués Sergio Mah (Mozambique, 1970), un buen conocedor del festival, quien, en éste su primer año y aún le quedan otros dos, y que a diferencia de los anteriores, como él mismo señala, tiene un curriculum distinto, no soy español, tengo otra edad, otros estímulos y me interesa menos la fotografía que lo fotográfico, ha tutelado tantas exposiciones del evento (mi programa tiene veintidós exposiciones y un ciclo de cine del malasio Tsai Ming-Lian) que se puede decir que es “muy suyo” sobre todo porque, además, se han aceptado la mayoría, un 95%, de sus propuestas. Incluso se puede decir que una exposición como Lugares comprometidos.Topografía y actualidad (Museo Colecciones ICO) viene a ser el resumen de su tesis curatorial, y al tiempo el eje del PHE08, porque explica muy bien, buscando contrastes en la programación y una dimensión formativa llena de una gran carga ideológica y énfasis conceptual, las contradicciones en la geografía y en la fotografía: las contradicciones del lugar nos permiten percibir las contradicciones de la fotografía. Pero el lugar, diferente a espacio como espacio habitado, vivido, experimentado que apela a la memoria y tiene implicaciones políticas, sociales, simbólicas, metafísicas... Lugares de la historia, lugares de lo cotidiano y globalización. En dicha exposición, como ejemplo entre otros muchos, podemos ver cómo han evolucionado los paisajes de la novela Drácula y en qué se han acabado convirtiendo ahora. Porque el abanico de géneros (el paisaje, la fotografía topográfica, la urbana o el retrato) es amplio, abarcando, en palabras del comisario, desde artistas en los que pesa más el valor estético de la imagen como Florián Maier-Aichen en el Museo Thyssen hasta Roni Horn en el Círculo de Bellas Artes, una artista (estadounidense de nacimiento pero islandesa de adopción) nada fácil de herencia minimalista, muy metafórica (su trabajo sobre Islandia, “dependiente del lugar” es como ella misma lo define, pienso que es de los más acordes con el tema propuesto del “lugar”) y a la vez una obra muy sentimental y muy atractiva de David Claerbout, o, en Casa de América, a Minerva Cuevas y Ramón Mateos, muy politizados, o la recuperación de un fotógrafo histórico, Leonardo Cantero, en el Reina Sofía, junto a la serie Hotel Palenque de Robert Smithson (pionero de los “non-sites”). Yo añadiría el trabajo (Acaso de 2001 a 2003) de Javier Vallhonrat (Canal de Isabel II) como una reflexión en torno al lugar que el artista ve como espacio privilegiado de  la memoria y de la experiencia.

Paralelamente, a nivel teórico y con destacados expertos, se han celebrado los Encuentros de PHE08 que este año -el pasado ya se había debatido sobre Fotografía analógica y fotografía digital- se han centrado en el muy interesante tema del Futuro de la fotografía (bajo el lema ¿Soñarán los androides con cámaras fotográficas?). El director de estas jornadas, Joan Foncuberta, mantiene que la fotografía ha estado tautológicamente ligada a la memoria. El futuro quebrará ese vínculo. Las fotografías no tendrán cuerpo, serán pura información visual (La fotografía sin cuerpo, El Cultural,12/06/08). Serán, pues, “imágenes kleenex” de usar y tirar que ya no se conciben como “documentos” sino como divertimentos hechos en su mayoría por jóvenes y adolescentes. Fontcuberta es, pues, muy escéptico sobre el futuro de la fotografía aunque le gustaría que más adelante se llegase a trascender la frivolidad insustancial y se fuese hacia propuestas con lugares de expresión y reflexión críticas. Pero su conclusión es aplastantemente androide: Entonces, desde la distancia, entenderemos que la fotografía (sólo) ha sido una (prodigiosa) anomalía histórica en el curso de la comunicación con imágenes. Para contrastar la postura de Fontcuberta, para mí, además de teórico, uno de los fotógrafos más creativos como ya puse de relieve en mi texto anterior de Memoria y fotografía en relación a Centelles, está la de otro fotógrafo, y teórico también de la fotografía, como Daniel Canogar, quien, participante también en las jornadas, cree que la democratización de la fotografía que ha traído la tecnología electrónica paradójicamente parece instaurar la desaparición del medio (Fotografía y objeto fotográfico, El Cultural, 12/06/08). Para él, de la enorme cantidad de fotos que se hacen, sólo una pequeña parte llega al final a materializarse como copia por la obsolescencia acelerada de la fotografía electrónica popular que constata el presente y que desaparece efímeramente con lo cual se pierde un valioso documento de nuestras costumbres y hábitos cotidianos. La fotografía ha ocupado, por el contrario, en lo que se refiere a usos creativos, y con objetos de grandes dimensiones, el lugar que ocupaba la pintura en otros tiempos, y los coleccionistas, tanto privados como institucionales, de estas fotografías artísticas contemporáneas de grandes dimensiones, son los que escriben hoy la memoria colectiva de nuestro presente para las generaciones futuras. Canogar ve, pues, el tema como una cuestión de clase, la de los estratos más privilegiados de la sociedad que son los que están escribiendo nuestra memoria colectiva: la historia oficial de nuestra cultura visual siempre ha sido escrita por los ricos, y en el futuro me temo que lamentablemente seguirá ocurriendo lo mismo.

Concretamente, y en relación con el tema del que estoy tratando de Memoria y fotografía, voy a centrarme en tres exposiciones del PHE08 que, aunque en algún caso no lleguen a encajar del todo en el Festival, apelan directamente a la memoria y nos interpelan de una u otra manera acerca de ella. En primer lugar, de la exposición, Más real que la realidad de W. Eugene Smith (Estados Unidos, 1918-1978), uno de los mejores fotógrafos del siglo pasado, padre del reportaje gráfico y creador del “ensayo fotográfico” de investigación y denuncia, primero en la revista Life y luego, en 1955, en la mítica agencia Magnum. En el Teatro Fernán Gómez se expone por primera vez una antológica, de más de doscientas cincuenta fotografías, y un interesante video, seleccionadas por la Fundación Santander, que abarca desde sus inicios en 1937 hasta sus últimos trabajos a finales de los setenta. Esta muestra, sin duda la más novedosa y completa de las organizadas en España hasta la fecha, comienza con su ejemplar fotoensayo de 1951, Spanish Village (Aldea española) sobre la aldea cacereña de Deleitosa del que en la edición pasada ya se había mostrado una parte como complemento del Neorrealismo italiano de la misma Fundación y con la misma comisaria Enrica Viganó. Smith había llegado a España en 1950 con el encargo de realizar un reportaje sobre el hambre en la posguerra en un momento en el que se iniciaban cambios en las relaciones de Estados Unidos y España: instalación de bases a cambio de ayuda económica. Las autoridades franquistas valoraron la posibilidad de que el reportaje del fotógrafo sobre la falta de alimentos les sirviese para ganarse a la opinión pública estadounidense sin pensar que acabase haciendo un duro documento que mostrase claramente la cruda realidad de la posguerra. A continuación se pueden ver, además de sus instantáneas de la II Guerra Mundial, otros de sus más prestigiosos reportajes como Médico rural, El doctor Schweitzer un hombre piadoso, La Comadrona, Minamata y Pittsburgh. La Comadrona (1951) permitió que por primera vez un negro fuese protagonista de una publicación. En Minamata (entre 1971 y 1973), anticipándose a los problemas medioambientales posteriores, refleja el desastre ecológico de un vertido de mercurio a las aguas de un pueblo de pescadores. Por último, en el magnífico libro editado con ocasión de la muestra por La Fábrica, la comisaria nos señala, y el video nos ayuda mucho a entender sus preocupaciones, incluidas las medioambientales, que el tormento de este gran fotoperiodista era tener que dejar en manos de los redactores el resultado final de su trabajo, es decir, la verdadera transmisión a los lectores de los contenidos narrativos, políticos y emotivos. Smith trataba por todos los medios de prestar la voz a quienes carecen de ella.

La segunda exposición, The Home (El Hogar), que, a través de sesenta fotos y dos videos, hace mella en nuestra memoria es la del gran fotógrafo alemán Bill Brandt (Hamburgo, 1904- Londres, 1983), quien ha sabido retratar como pocos el ambiente de pobreza de la Inglaterra industrial, entre 1930 y 1940. Sus imágenes, a pesar de no tener más que una simple pretensión estética que la conocida revista Life convirtió en crítica social, son auténticos aldabonazos frente a la miseria y a la injusticia social de muchos barrios de ciudades inglesas como Birmingham, sobre todo, y Sheffield o Londres, que contrapone a las urbanizaciones provistas de buenos servicios de calefacción, electricidad y de espacios ajardinados, que, a finales de los cuarenta, el Estado construye para premiar a los excombatientes como héroes de la II Guerra Mundial. Brandt retrata así como nadie, con gran amor a ese pueblo, y con la imparcialidad y la distancia de alguien que no es inglés, la esencia inglesa, y logra captar con objetividad el “clasismo” inglés. Sus fotos han sido seleccionadas para la sede del BBVA por el comisario de la exposición, Paul Wombell, entre los fondos del Victoria y Albert Museum de Londres y el Museo Nacional de Bradford. Wombell destaca que en la fotografía de Brandt tiene, por un lado, un peso fundamental el surrealismo (no se debe olvidar también que estuvo bastante tiempo trabajando en el taller de Man Ray por mediación de Ezra Pound) y, por otro lado, los primeros planos del cine. Bill Brandt está considerado como el mejor retratista de atmósferas de la fotografía.

La tercera exposición que atañe a la memoria, Recuerdos enterrados: las fotografías de Henryk Ross (en el Museo de Arte Contemporáneo en el edificio del Centro Cultural Conde Duque), con doscientas cincuenta instantáneas también en blanco y negro como las de las exposiciones anteriores reseñadas, es la del polaco Henryk Ross (1910-1991) sobre el gueto de Lodz como visión muy personal del Holocausto. Durante los cinco años que duró la invasión alemana en Polonia Ross trabajó para los nazis como fotógrafo oficial del Departamento de Estadística en el gueto de Lodz. Pero, al tiempo que realizaba los retratos de las tarjetas de identidad y mostraba la producción del gueto obtenida por los nazis (no hay que olvidar que el gueto de Lodz, el segundo mayor de Polonia, era una de las fábricas más eficientes porque con sólo cuatro kilómetros proporcionó al régimen de Hitler trescientos cincuenta millones de marcos), este antiguo fotógrafo de un periódico deportivo, al acabar su jornada oficial, seguía haciendo fotos de los habitantes del gueto. Así logró mostrar, de forma secreta, el lado oscuro de la crueldad del gueto, los verdugos y sus víctimas (el hambre, los trabajos, las ejecuciones y las deportaciones de los prisioneros), y también el lado íntimo, sus momentos felices, de la vida diaria de sus habitantes. Más tarde, cuando los nazis clausuraron el gueto ante el avance de las tropas soviéticas la mayoría de la población de Lodz fue enviada a los campos de exterminio, y a Ross, lo que le salvó por el momento, le nombraron miembro de la brigada de limpieza. Sin embargo, temiendo su fin, decidió enterrar su colección de negativos, además de efectos personales, sin saber que lograría alcanzar su liberación después de escapar del exterminio. Pasado el tiempo, él y Stefania, su mujer, pudieron recuperar, aunque muchos negativos salieron deteriorados, el preciado tesoro escondido, que, tras la muerte del padre en 1991, uno de sus hijos decidió donar, una colección de tres mil negativos que su padre había conservado, al Archive of Modern Conflict de Londres. Si bien algunas fotos ya se habían dado a conocer antes, otras de los momentos felices del gueto habían permanecido inéditas hasta ese momento. En esta exposición, que contrasta enormemente con el resto de las exposiciones de PhotoEspaña, se aúnan, además del incalculable valor histórico, el buenhacer técnico y la calidad estética de la obra de este fotógrafo como verdadera memoria del Holocausto.

Epílogo: La memoria como historia de la fotografía


Nuestra futura sociedad sin papel (definida por Bill Gates en un libro impreso sobre papel) será una sociedad sin historia.
(Alberto Mangel).

En relación con el tema de la memoria del que estoy tratando, y siguiendo el formato de Memoria y fotografía (primer texto en Trasversales número nueve) no puedo dejar de referirme a dos magníficos libros de fotos que acaban de publicarse recientemente. El primero del que voy hablar, siguiendo ahora un orden cronológico, marcó sin duda un hito, junto con Nueva York de William Klein, en la historia de la fotografía. Se trata de Los Americanos (Traducción de Herrán Coombs, La Fábrica, Madrid, 2008, 180 pág), editado en 1958 en Francia por las presiones inquisitoriales en Estados Unidos (aunque, curiosamente, el libro, una selección de 86 fotografías en blanco y negro de las 28.000 que realizó durante dos años a lo largo de 48 Estados norteamericanos había sido becado nada menos que por la Fundación Guggemheim para viajar por el país y fotografiar lo que sea). Ahora lo acaba de editar, por primera vez en España, La Fábrica Editorial, en una magnífica edición que respeta íntegramente la edición original y el prólogo del escritor estadounidense Jack Kerouac. Este libro se constituye como una visión melancólica y desgarrada del gran fotógrafo Robert Frank (Zúrich, Suiza, 1924,) sobre Estados Unidos, país en el que llegó a estar afincado hasta que, en 1947, se fue a vivir a Canadá. En su momento fue uno de los primeros libros en que se exponía crudamente la sociedad estadounidense. Un libro, pues, transgresor y esperanzador. Con Frank se alcanza la síntesis de un contenido desesperanzador y un continente radicalmente transgresor, señala Jack Kerouac en el prólogo. En este sentido, Frank continua la senda de su maestro Walker Evans al romper con una visión idílica de Estados Unidos y acercarse más a la de la beat generation al mostrar la desolación de la América profunda. La fotografía de Robert Frank rompe al tiempo, formalmente, con las muchas convenciones y reglas fotoperiodísticas establecidas hasta aquel momento, tanto en lo que se refería al enfoque como a la luz, para integrarse, con una fotografía objetiva pero con una fuerte carga de subjetividad, definitivamente en las vanguardias artísticas.

El segundo libro al que voy a referirme es el de Josef Koudelka, Invasión Praga 68 (editado por Lunwerg en castellano, traducción de Nuria Mirabet y Francisco Fernández del Pozo, Madrid, 2008, 296 páginas) como memoria aún viva, por cierto la cara menos amable junto con la represión mejicana, del ahora tan celebrado y, al tiempo denostado por ciertos líderes que se aprovechan de la libertad de costumbres conquistada entonces, mayo del 68. Con motivo del cuarenta aniversario de este gran acontecimiento histórico Koudelka ha seleccionado cerca de doscientas cincuenta fotografías de entre las muchas que componen su amplio archivo. Hay que destacar que la mayoría de ellas se publican por primera vez en este libro magníficamente editado por Lunwerg en su impagable trabajo en pos de la memoria histórica. Estas fotografías, sacadas luego clandestinamente del país y publicadas un año después por Magnum Photos, fueron tomadas en el centro de Praga durante los siete primeros días de la invasión y tratan de reflejar más la atmósfera del momento que la cronología de los hechos. Este magnífico documento de primera mano de lo que ocurría en las calles de la ciudad, como epopeya civil de la resistencia pasiva, se atribuyó, para evitar posibles represalias sobre su familia, a un “fotógrafo checo desconocido” de tal forma que, al año siguiente, Koudelka ganó el Robert Capa Award de forma anónima, y, dieciseis años después, cuando su familia ya no corría peligro, admitió públicamente su autoría. El libro está dedicado a mis padres que nunca vieron estas fotos. Curiosamente, antes de aquellos sucesos de mayo, este fotógrafo, ex ingeniero aeronáutico, se dedicaba a plasmar escenas teatrales, sus fotos son piezas escénicas a las que sobran las palabras, y también la vida de los gitanos, y nunca había cubierto un acontecimiento político. Koudelka, que había vuelto justamente el día anterior de Rumanía donde había estado retratando a la comunidad gitana, se encontró de pronto, en la noche del veintiuno de agosto, con la Primavera de Praga y con la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia. Salió a las calles y con su cámara afrontó la invasión y nos dejó un importante documento sobre aquellos trágicos momentos. En relación con esta memoria cuyas pistas estoy siguiendo, recomiendo también la película de William Klein sobre mayo del 68 como otro impagable documento, imágenes no mediadas por ninguna voz, de los sucesos de mayo de París. Todas ellas imágenes, pues, que nos devuelven una memoria viva del pasado.
 
 

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