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La crisis: fin de una época

Revista Trasversales número 12, otoño 2008



Los acontecimientos de los últimos meses nos han situado en el escenario económico más complejo y peligroso en décadas. En septiembre, el hundimiento global de la banca de negocios norteamericana, de sus gigantes hipotecarios, de aseguradoras y cajas de ahorros, se extendió a Europa con diversas caídas y salvamentos de urgencia. Los principales rasgos de la situación son:
-La crisis de las mercados financieros internacionales, con epicentro en los Estados Unidos.
-La crisis global de liquidez del sistema. Sin crédito suficiente, la economía mundial se dirige a una recesión generalizada.
-Una crisis profunda del sector inmobiliario, cuyos activos sobrevalorados ahogan a las economías domésticas.

El origen no ofrece dudas. Las instituciones financieras estadounidenses habían concedido un volumen insólito de hipotecas basura, de alto riesgo, que lastraron completamente sus cuentas. El hundimiento de gran parte del sistema financiero norteamericano fue, pues, una consecuencia  de la crisis aguda del mercado inmobiliario tras el estallido de la burbuja del endeudamiento hipotecario. Por otra parte, a través de instrumentos de ingeniería financiera, las entidades estadounidenses habían extendido por el mercado internacional unos activos irrealizables.
En esas condiciones, la necesidad de una intervención pública, de un plan de rescate estatal, era  la única manera de evitar un colapso completo, una bancarrota que perjudicaría gravemente a la inmensa mayoría de la población. Aunque si la peor de las alternativas era la inactividad, eso no significa que cualquier plan de acción resulte aceptable y válido.

El plan de Henry Paulson y Ben Bernanke, aprobado el 3 de octubre por el Congreso, supone la mayor intervención pública de la historia en EEUU para salvar su sistema financiero, con un coste que se estimó inicialmente en 700.000 millones de dólares, y el posible coste de oportunidad de emplear para ello gran parte de los recursos que se hubieran podido utilizar para relanzar la economía real en los próximos años.
La ausencia de control y las irresponsables gestiones privadas han llevado a esta crisis. Sólo una intervención pública (y coordinada a nivel internacional) puede evitar el cataclismo. ¡Hasta Bush lo ha dicho!

Sin embargo, es difícil superar la indignación. Los mismos que privatizaron y desfiscalizaron los inmensos beneficios de la burbuja financiera son los que abanderan el reparto de los costes que los pésimos gestores, avalados por ellos, provocaron.
De una u otra forma, una gigantesca socialización de pérdidas resulta inevitable. El corolario es que nada debiera a volver ser igual que antes, empezando por establecer un sistema público de intervención y control que evite que el plan se convierta en un regalo a los culpables de la crisis y garantizando a la población la defensa de sus derechos económicos y sociales. El problema político central del plan aprobado en EEUU (y de posibles planes en Europa) es si garantiza suficientemente la protección de los derechos de la gente común, de los contribuyentes.

La actual crisis expresa el completo fracaso de las recetas “neoliberales” y desreguladoras que han protagonizado el pensamiento de las élites mundiales desde los pasados años ochenta. Ha fracasado el sofisma de que lo privado siempre es eficiente y lo público ineficiente. Es la quiebra de varias décadas de doctrinarismo privatizador.
¿Una crisis coyuntural?, ¿un cambio de ciclo? Parece algo más. La financiarización de la economía había llegado a un extremo sin retorno.
Como otras veces en el pasado, el capitalismo, librado a sus propias fuerzas,  conduce al hundimiento de los mercados, y con ello, pone en peligro a toda la sociedad. Es perfectamente conocido (recordemos los lúcidos análisis de Karl Polanyi) cómo toda la civilización del siglo XIX se precipitó en el abismo por su incapacidad de controlar el capitalismo. Las lecciones de la Historia regresan.  Y no se debe olvidar que las grandes crisis sistémicas del pasado sólo se  resolvieron después de muchos sacrificios y cataclismos geopolíticos.
La desregulación extrema marcó la última etapa de la globalización capitalista. Tal opción fue impuesta por una oligarquía política y económica simbolizada en  los grandes ejecutivos financieros. Mientras los gerentes se asignaban retribuciones millonarias, los riesgos asumidos crecían. Como ha señalado Joseph Stiglitz, “los financieros estaban inventando productos que no gestionaban el riesgo, sino que lo producían”.

Las oligarquías que han dominado en las últimas décadas el orden mundial están agotadas, incapaces de dar respuestas y de afrontar los problemas de nuestra civilización: pobreza de gran parte de la población mundial, insostenibilidad del modelo energético, consecuencias del calentamiento global y ausencia de un orden político-económico internacional.
Lecciones de la crisis. Primera: los mercados no pueden autorregularse por sí solos. Segunda: es insensato que esas oligarquías sigan gobernando el mundo.

El capitalismo financiero desregulado puede haber llegado a su final, al menos por una etapa histórica. Es la hora de las alternativas y de una nueva construcción social: proyectos de socialización del mercado, procesos de institucionalización democrática de la economía mundial, leyes de regulación internacional de los movimientos de capitales, etc. En otros momentos eso hubiera sido considerado cuasi-socialismo. Ahora puede ser, simplemente, un programa de supervivencia, para gestionar con equidad los recursos escasos.

La conclusión esencial es que la hegemonía política de los intereses particulares en detrimento del interés general nos ha precipitado en esta crisis.

 

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