Trasversales
Ignacio Castro Rey

Vida por agua

Revista Trasversales número invierno 2008-2009


Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



Escultura, E. Bellotti, Palacio de Cristal del Retiro, 19/9/08 - 8/12/08)

¿Dónde está la escultura? Es necesario dar vueltas y fijarse para percibir este trabajo de Evaristo Bellotti. Al entrar en el espacioso volumen del Palacio de Cristal del Retiro la primera impresión es la de que no hay nada, que el artista se ha atrevido a exponer el vacío de la sala en espera, vacante. Y esto, el silencio de la luz que no pesa, en un venerable espacio destinado a representaciones vistosas. ¡Qué valor, pensamos! Después, al reparar en los visitantes que miran el suelo mientras caminan descalzos, se empieza a sospechar que existe algún tipo de intervención abajo, a ras del suelo que nunca miramos. Apenas perceptible a primera vista, bajo el espacio máximo del antiguo invernadero, Bellotti ha ideado un labrado mínimo, un leve bosque trenzado que dibuja “ochos” a lo largo de la superficie. Pequeñas curvaturas, peces de mármol, playas enlazadas. La elevación luminosa y espectacular de la techumbre de cristal acentúa la radicalidad de la intervención minimalista, la dificultad de percibir esa obra plana en el suelo que nos limitamos a pisar.

Construyendo siluetas de vela en la solidez, playas de llegada y partida en el pavimento inmóvil, el escultor nos hace meditar sobre la ligereza de lo pesado. Como si quisiera una metamorfosis, Bellotti ha forzado siempre la poética que introduce en los materiales tradicionales una deriva, una alteración monstruosa. ¿Qué ocurre si se pone en diálogo la madera y el alambre, el cristal y el barro? En este caso es la película de agua la que habla con las baldosas, susurra creando orillas, un borde de encaje. La dignidad clásica de la piedra es deformada por una presencia efímera, que enseguida es y no es. El suelo tiembla un poco, hace aguas. Desde antiguo el agua es un elemento vivificador, vinculador, símbolo de muerte y renacimiento. Pone el espejeo del cielo en la roca, el brillo de la lejanía en las hojas. El agua en los ojos acentúa la santidad de algunos humanos de Ribera o de El Greco: el cielo se derrumba sus rostros. El agua une los ojos de los animales a las nubes, el follaje que se agita y las pieles mojadas. Bañadas por la lluvia, las rocas adquieren una pátina espectral, como si estuvieran conmemorando algo. El agua bautiza las cosas, convierte su insignificante accidente en monumento duradero.

La flor de agua en la piedra hace visible el paso del tiempo. La vida en la piedra y la muerte en el agua. Escultura se compone de 1000 m2 de mármol blanco de Macael y agua. Está formada por 3.204 piezas de 3 x 100 x 33 cm3 que cubren totalmente el suelo del Palacio de Cristal. Vertida sobre las losas, el agua se almacena en las pequeñas depresiones curvas, formando charcos. Al atravesarlos, es como si en ese espacio lloviera, mientras afuera nos aplana el calor. El agua se vierte por las mañanas en esa doble muesca entrecruzada y se evapora a lo largo del día, cuando la luz diurna, el calor y los pies desnudos de los visitantes van haciendo su labor de desgaste. El reflejo del cielo cambiante en el agua y la evaporación convierten a esta escultura en una obra viva, sujeta a todas las transformaciones de lo orgánico. En palabras de Bellotti, el resultado final es “un fragmento de intemperie”. Obra aplastada por el peso del aire, se retira de la agitación espectacular que hemos operado en el espacio de lo visible. Por esto mismo, dice el artista, no se mueve en el terreno de las artes visuales -planas, digitalizadas-, sino de las artes plásticas. Lo puramente óptico está subordinado a una experiencia del tacto, del volumen, de la forma que se puede pisar y atravesar.

Huella leve del agua que se evapora en la superficie dura, imágenes radiantes del verano. El espacio es diáfano y la gente puede internarse, alejarse, caminar descalza. En pleno otoño, es como pisar una pequeña playa en el centro de Madrid. Es cierto que el pie también percibe, pero casi nunca sus intuiciones pasan a la pantalla del cerebro. Aquí, sin embargo, se le concede un lugar en la percepción. En la imaginería tradicional el pie es signo de humildad -el Señor lava los pies de sus discípulos. Existe una nobleza del pie que siempre pasa desapercibida excepto en memorables escenas eróticas, de piedad o de violencia. El pie vive amordazado, no estamos habituados a escucharle. Junto al agua, en este pedestal expandido que pisan las esculturas vivientes que son los visitantes, sólo después de pisar es visible el lugar. Sentimos con los pies, pensamos con los pies que pisan el frescor de la piedra y nos introducen en otra estación. El débil volumen de la escultura se transforma ahora en paisaje que podemos atravesar. Humedad, dureza. Caminamos entre la aparición y la desaparición.

Ángeles de cara borrosa, al mármol labra figuras delicadas en el agua; ésta esculpe sombras en la piedra. Ambos elementos parecen discurrir en un lento río que se evapora en el aire y se mezcla con la atmósfera traslúcida de este espacio chino. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando no representamos nada? Imaginen que a la complejidad de Taurus le retiramos la voz. La Ilíada muda, algo así, encerrada en una puntuación sin texto, indescifrable. Evaristo Bellotti siempre ha querido someter la cultura clásica que tanto le importa a la prueba de una ausencia de tema, del silencio del tiempo. Jugando con la posibilidad de que quien tejiera nuestra historia fuera el viento, y no ningún sujeto de la historia especialmente presentable, Bellotti empaña con frecuencia la claridad grecolatina con las grietas del tiempo. Más cerca de lo analógico que de lo digital, practica el placer de ver las cosas afectadas por el tiempo, labradas por los elementos. Virgilio debe hacerse cargo de Novalis y pasar la prueba de una noche sin héroes.

Obra rasante, a flor de tierra. Lo más profundo es la piel, decía Paul Valéry. Al reducir la escultura a una mínima expresión, sustituyendo el volumen por el relieve extendido en el suelo, sólo queda el pedestal esculpido que podemos atravesar. El sentido de lo insignificante es el tema de esta obra, la sombra de la muesca en la luz del agua. La peana de la antigua escultura se ha convertido ahora en el motivo principal. Y sin embargo, este gesto no tiene nada que ver con la habitual inversión informativa entre el medio y el mensaje. Es posible que un antiguo marxista dijese: lo que antes era imperceptible, el suelo que pisaba la servidumbre -incluso lo que en los reyes había de sabiduría común-, ahora se ha convertido en el motivo ensalzado. La infraestructura pasa a primer plano, sin espectaculares representaciones ideológicas que la oculten. Lo que antes fue ensalzado, ahora es humillado. Lo que antes fue humillado, ahora ensalzado. Bellotti se empeña en que nos fijemos por fin en los humildes materiales que han sostenido nuestra magnificencia teatral.

El palafrenero del Rey es finalmente el protagonista y cuenta la historia del palacio desde abajo. La lagartija en la piedra: la Historia contada desde sus grietas. ¿Nos atreveríamos a esta versión, donde nuestra epopeya narrada por un idiota? Una inversión paródica que no desagradaría al mismo Shakespeare. Teje, tejedor del viento, mientras nuestra vanidad se infla.

En esta época obsesionada por la visibilidad Bellotti juega con la ambivalencia, convoca la desaparición que obra en los cuerpos. Agua eres, en agua te convertirás. Si hay poca gente en el Palacio, el enrejado del techo se proyecta en el pálido suelo vacío y la textura lábil de las cuerdas de agua. Bajo el andamiaje de hierro y cristal, la obra de Bellotti es un poco perversa, explota la ambigüedad de lo real, lo que se muestra. Al cambiar el centro de gravedad, los acentos entre continente y contenido, cambia también el sentido. En medio de esta dulzura natural de las formas abandonadas a su suerte, el artificio es un instrumento más de una naturaleza inextricable.


Madrid, 29 de septiembre de 2008




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