Trasversales
Luis M. Sáenz

Leopoldo García Ortega: dignidad y generosidad

Revista Trasversales número 9,  marzo 8, versión electrónica

Textos del autor en Trasversales




Agosto 2008 fue un mal mes. En él supe de la muerte, el 17 de julio, de Leopoldo. Me lo  comunicó su hija Marga, una querida amiga. La noticia no vino sola, pues también me enteré entonces de que bastantes meses antes había muerto Rogelio Gómez Pousa, un gran amigo. Se me vinieron encima los largos paseos que por las calles de Vigo mantuvimos los tres, Rogelio y yo aprendiendo de la veterana inteligencia de Leo, que ha muerto a los 89 años de edad, siempre en plena lucidez. Debo decir que Leopoldo y Rogelio se contaban entre las personas más generosas que he conocido en toda mi vida.

Se me vino encima también la conciencia de que soy culpable de no haber hablado con ellos desde hace bastante tiempo. Mi “fobia social” –atenuada pero siempre presente- me hace casi incapaz de mantener contacto sistemático vía teléfono, por lo que me cuesta mucho mantener vínculos efectivos, aunque sigan los afectivos, cuando no son por contacto directo o correo electrónico. Pero bien podría haber usado el correo postal, y no lo hice por esa especie de vaguería a la que nos acostumbra la facilidad del correo electrónico. Lo lamento tarde.

Leopoldo ha sido una persona extraordinaria. Nacido en Valladolid, vivió en Vigo desde 1955, habiendo pasado antes diversas épocas en Asturias y Valladolid. Su vida es demasiado extraordinaria para contarla aquí. Diré que siendo ya muy joven ingresó en la CNT, donde jugó un papel activo bajo el franquismo. Sin renuncia alguna a sus principios esenciales, en cierto momento de su vida juzgó más efectiva su integración en el PSOE histórico y, posteriormente, en el PSOE, una vez unificados ambos partidos.
Algunos dicen que bajo el franquismo no hubo socialistas, tema que no voy a tratar aquí. Desde luego, en Vigo sí que los hubo. Leopoldo, junto a un puñado más de socialistas, mantuvo allí una presencia activa del PSOE y de UGT, hasta el punto de que él era en Vigo una gran personalidad representativa, no ya del PSOE o de la UGT, sino del antifranquismo.

Llegada la legalización, Leopoldo se mantuvo al frente del PSOE vigués, no por demasiado tiempo, y de la UGT, por un periodo más largo. Creo no deformar su pensamiento diciendo que él se alejó del PSOE porque consideró que estaba siendo deformado por comportamientos y ambiciones que para Leopoldo eran incompatibles con el proyecto socialista que albergaba su espíritu siempre libertario. Quiero recordar aquí que Leopoldo nunca recibió remuneración alguna por sus actividades políticas, ni siquiera cuando estaba al frente de la UGT de Vigo, ciudad industrial en la que UGT estaba muy implantada en sectores de gran importancia, como Citroen o la naval. Leopoldo se apañaba para combinar su trabajo en una empresa con las tareas de estar al frente de una gran organización sindical.

No cejó nunca Leopoldo en su activismo social. Recuerdo ahora el papel decisivo que en la época del referéndum de la OTAN jugó para reagrupar a decenas de socialistas decepcionados en un manifiesto “Socialistas contra la OTAN”. Y en los últimos años de su vida estuvo implicado en los movimientos por la justicia histórica, colaboró con la CNT, de la que era afiliado en el Sindicato de Oficios varios, y con colectivos pro-republicanos y desarrolló una actividad tan importante como la de dar charlas en los institutos.

Leopoldo se la jugó muchas veces, y nunca presumió de ello. Sólo una vez me habló de que había dado refugio a los anarquistas Delgado y Granados, más tarde asesinados por Franco. Y en él no había jactancia por los riesgos corridos, sino que me narró esa historia porque estaba resaltando la grandeza humana de esos dos compañeros y el enorme agradecimiento que tenía hacia ellos porque, pese a las torturas, nunca le delataron.

Si algo odiaba Leopoldo era el cinismo. Así que diré que no siempre he compartido sus opiniones, aunque si muchas veces, y que en otros casos, coincidiendo en lo esencial, he discrepado en las conclusiones prácticas, pues con frecuencia me parecían demasiado estrictas y poco flexibles. En bastantes casos al final los hechos demostraron que él tenía razón, y en otros sigo pensando que acertaba yo. Pero toda su vida fue un enorme acierto. Pocas personas han influido tanto en mí como él, aunque haya sido mal discípulo. Una influencia en lo que he hecho, pero sobre todo en lo que no he hecho. En bastantes ocasiones el recuerdo de sus lecciones ha servido para darme cuenta de que los argumentos que me estaba dado para tomar cierto camino eran una cortina de humo bajo la que me ocultaba a mí mismo intereses más prosaicos, lo que me ha ayudado a no tomar decisiones que habrían sido muy equivocadas. Y debo decir que aquellos actos de los que me avergüenzo, y hay unos cuantos en mi vida, no los habría cometido si, como he hecho otras veces, me hubiese preguntado: “¿qué pensaría Leo de esto?”.

Ya no está Leopoldo. Hemos perdido mucho.


Trasversales