Trasversales
Mariano Nieto

¿PRIVILEGIOS MASCULINOS? ¿QUÉ PRIVILEGIOS?

Revista Trasversales número 12, octubre 2008





PRIVILEGIO: “Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien [...] por determinada circunstancia propia.”
PRIVILEGIO ODIOSO: “El que perjudica a otros”

(DRAE, 22ª edición)


La mayoría de los varones que conozco, de muy diversa edad y condición, afirman sin pensárselo dos veces que las mujeres en España en estos momentos tienen prácticamente las mismas oportunidades que los hombres para hacer lo que quieran. Algunos llegan incluso a decir que las mujeres juegan con ventaja porque pueden alcanzar puestos importantes simplemente por la paridad y las cuotas, no por sus méritos.
Esa opinión pone de manifiesto hasta qué punto la masculinidad es un poder: sólo quien tiene poder puede negar sus propios privilegios y los perjuicios que estos causan a otros (otras, en este caso), y no sufrir ninguna consecuencia adversa por esa negación.
Creo que bastante de la irritación que provoca en muchos hombres el tema de la igualdad de las mujeres proviene  de la resistencia consciente o inconsciente a reconocer la posición de privilegio odioso que compartimos todos los varones, independientemente de nuestra condición o procedencia, y la consecuencia directa de esa posición de privilegio: en un mundo de supremacía masculina o patriarcado, hay cosas de las que disfrutamos los hombres que son injustas, porque las conseguimos a costa de y en perjuicio de las mujeres.

A estas alturas del siglo XXI y en España, ya es hora de que los hombres hablemos públicamente, de forma clara y honrada para con nosotros mismos y para con los/as demás, de la miseria moral en la que todos los varones nos movemos -excepto quienes han reaccionado personalmente en contra- por esa posición de privilegio que nos permite sacar provecho injustamente y explotar sistemáticamente a cualquier persona perteneciente a la otra mitad de la humanidad.
Los privilegios masculinos, como cualquier fenómeno social, son algo complejo. En una cultura de supremacía masculina, todos los varones tenemos privilegios, aunque no queramos ser sexistas o machistas (no conozco a ningún hombre que diga abiertamente que lo sea). Los privilegios son los mismos para todos aunque, lógicamente, tomen formas diferentes dependiendo del contexto y de diversos aspectos de la identidad de cada uno. Además, los privilegios masculinos se combinan con otros tipos de privilegios (por ejemplo, en mi caso, además de ser hombre, simplemente ser de raza blanca y español me da otro tipo de privilegios).

Harían falta muchísimas páginas para hacer una descripción de todas las formas en las que los hombres nos aprovechamos de los privilegios masculinos en perjuicio de las mujeres en nuestra vida diaria. Aquí me voy a limitar a contar varios ejemplos de cómo yo mismo me he beneficiado y me sigo beneficiando de algunos de esos privilegios en mi vida. No nay que perder de vista en ningún momento que, en este contexto, a cada beneficio masculino le corresponde un perjuicio para las mujeres. Sólo que, dado el objeto de este artículo, he querido resaltar más aquellos que estos.
Desde la cuna se estimuló mi movilidad, mi iniciativa, mi ocupación de todo el espacio y se rieron mis travesuras ("es muy inquieto, ya se sabe, ¡es un chico!”). Mientras tanto, a mi hermana le decían que se estuviera quietecita, que no gritara, que jugara a las casitas. En mi infancia y adolescencia gocé de más libertad y más tiempo para el estudio y para el ocio que mis hermanas, a quienes se obligó tempranamente a colaborar en las tareas domésticas y tuvieron sus salidas mucho más limitadas que las mías. No tuve contacto con ningún otro modelo masculino que no fuera el tradicional o hegemónico y de él (de ellos) aprendí todos los rasgos de ese patrón: fortaleza, templanza, racionalidad, disciplina, firmeza, autosuficiencia, independencia, iniciativa, competitividad y un profundo recelo a exteriorizar las emociones. El problema fundamental de toda esta educación es que, más allá de que algunos de esos valores puedan ser positivos en sí y otros no serlo en absoluto, las mujeres son socializadas en valores prácticamente opuestos y resulta que -¡sorpresa!- para la vida "pública" en la sociedad y en el mundo del trabajo, tal y como funcionan las cosas hoy en día, aquellos rasgos masculinos proporcionan muchas ventajas en perjuicio de las mujeres.

Por mi condición masculina, he ido adquiriendo también una amplia variedad de otras habilidades y pericias que me proporcionan ventajas comparativas en la vida pública respecto de las mujeres, incluyendo cosas tan aparentemente irrelevantes como, por ejemplo, completar exitosamente tests de inteligencia concebidos por y para hombres, o poder orientarme y controlar mejor el espacio físico (un aprendizaje ya consumado hacia los 12-13 años en el patio escolar, en el que los chicos ocupábamos el centro corriendo de acá para allá mientras las chicas permanecían paradas en los bordes hablando de “sentimientos”).   
El 99% de los personajes históricos, literatos, artistas, filósofos y científicos que estudié en el colegio y en la universidad eran varones. Entre los grandes movimientos sociales que me enseñaron, nunca apareció el feminismo ni las luchas de las mujeres que han influido de forma tan intensa en la transformación de las sociedades modernas. Así interioricé el androcentrismo en lo más profundo de mi personalidad: los varones no es que seamos superiores, simplemente somos los protagonistas de la historia y de las historias. Soy hombre, luego soy protagonista. Ser humano es sinónimo de ser hombre.

Todo lo anterior cristaliza en lo que considero el privilegio más importante que he disfrutado toda mi vida y que sigo disfrutando, a saber: que cuando ando por la calle, me siento en un aula, hago una entrevista para un empleo, busco una casa de alquiler, visito la consulta del médico, hablo en una reunión, manejo un coche o entro solo en un bar, en general no me siento minusvalorado ni amenazado. Todos ven en mí un reflejo del estereotipo masculino y eso es una gran ventaja en un mundo sexista.
Siempre se presupone que lo que yo digo o hago, mi trabajo o mis aficiones, o incluso las tareas domésticas que comparto (¡qué bueno es!) tienen más valor, más enjundia, son algo más "serio" que lo que digan o hagan las mujeres que me rodean. Aunque sea lo mismo que digan o hagan ellas. Incluso si expreso opiniones críticas hacia la masculinidad hegemónica, seguramente se me hará más caso que a cientos de mujeres que hayan dicho lo mismo antes. Tengo crédito. Al fin y al cabo, soy un hombre.
Para todos los empleos que he tenido, me han entrevistado hombres. Prácticamente todos mis jefes han sido hombres. Cuando me han ofrecido un nuevo puesto de trabajo o una promoción, lo han hecho jefes varones asumiendo y valorando mi disponibilidad de tiempo y alma para con la empresa, disponibilidad que no se presupone para las mujeres (más bien al contrario) y que en los hombres sólo es posible si hay mujeres detrás que se ocupan de la infraestructura vital (cuidado de relaciones, gestión y trabajo doméstico, cuidado de dependientes...)
En todos los trabajos me he beneficiado de lo que podríamos llamar la "proporción asumida de varones mediocres", esto es: en los entornos de ingenieros y técnicos con minoría de mujeres en los que me he movido, se da por sentado que siempre va a haber una cierta proporción de incompetentes (varones), por lo que mis carencias se han perdonado más fácilmente. Pero eso no se presupone para las mujeres; todas ellas tienen que demostrar todos los días que valen para estar ahí. Con esto no estoy afirmando que yo sea o haya sido incompetente, sino que he sido sometido a un escrutinio y una presión ambiente bastante menor que si hubiera sido mujer. (Por lo mismo, el argumento de la falta de méritos de las mujeres que acceden a puestos altos por aplicación de cuotas o de la paridad, en realidad es al revés: una cantidad de hombres mediocres llegan y se quedan en puestos altos simplemente por ser hombres, no por sus méritos).
Ante el tribunal de la oposición que gané hace unos años, formado en su mayoría por hombres, sé que mi condición masculina me dio un crédito adicional: la "autoridad" masculina añade credibilidad en las pruebas orales y los estudios han revelado que un mismo ejercicio escrito se califica más si va firmado por un hombre que por una mujer.

Con todo esto no quiero decir que mis logros sean inmerecidos, pero ciertamente en todas las ocasiones ser hombre me ha proporcionado una ventaja por delante de y en perjuicio de las mujeres.
Aunque mi experiencia sea individual creo que, mutatis mutandi, es extensible a la inmensa mayoría de los hombres. Seguramente algunos lo han tenido mucho más fácil que yo, probablemente porque vengan de familias ricas que les proporcionaron aún más privilegios de otro tipo. Otros lo tienen más difícil porque provienen de estratos sociales menos pudientes. Los gitanos o los inmigrantes varones sufren discriminaciones que seguramente ni puedo imaginar. Pero en cualquiera de los casos, esos hombres se benefician y se han beneficiado de los privilegios masculinos a lo largo de todas sus vidas.     
Dicho lo anterior, la consecuencia no es sentirse culpable por ser hombre. Uno no es culpable de lo que recibe por naturaleza o por herencia. Queramos o no queramos todos los hombres seguiremos contando con los privilegios masculinos, los efectos persistentes del sexismo interiorizado y del sexismo social e institucional que nos rodea. Pero aunque no seamos culpables de ser hombres ni de tener privilegios, sí somos responsables de lo que hacemos con lo que hemos recibido. Y esa responsabilidad empieza por reconocer la propia posición de privilegio odioso. Y continúa por tratar de cambiar la situación.

Así pues, el primer paso imprescidible en la asunción de las responsabilidades que nos corresponden a los hombres es, me parece, que abandonemos nuestras resistencias y admitamos a las claras que nos beneficiamos de privilegios masculinos que perjudican a las mujeres.
Un segundo paso fundamental es tratar de cambiar la situación renunciando a y/o denunciando esos privilegios. A muchos privilegios puedo renunciar haciendo esa opción cada vez que tengo oportunidad de aprovecharme de ellos. A otros es posible que no pueda renunciar: me beneficiaré de ellos de todas maneras aunque no quiera. Pero incluso estos últimos los puedo denunciar públicamente.
Ya es hora de que los hombres nos comportemos como seres humanos mínimamente honestos. Esto es una cuestión ética que es algo frívolo plantear en términos de cuánto nos perdemos los varones por ser como somos o de todo lo que podemos ganar con el cambio; aunque haya algo de cierto y atractivo en ese planteamiento, por muy bonito que se quiera pintar, renunciar a privilegios es objetivamente una pérdida de poder. Hay decisiones éticas en las que lo principal que se gana es la propia dignidad como persona. Y renunciar a los privilegios masculinos es una de ellas. Por supuesto, no están de más las medidas educativas, las campañas de comunicación y otras posibles políticas para fomentar “desde fuera” el cambio de los hombres, empezando por los niños. Pero creo que el único incentivo verdaderamente sostenible para el cambio de los hombres se encuentra en una decisión personal ética, la motivación endógena por excelencia.

Con esto no estoy reclamando una nueva edición de la típica actitud heroica varonil para salvar a la Humanidad. Porque, querámoslo o no los hombres, sin duda las mujeres seguirán ganando, con su lucha secular, valiente y tenaz -aunque también tenazmente silenciada-, cada vez mayores cotas de libertad e igualdad. Simplemente hago un llamamiento a que cada hombre asuma su responsabilidad de ser una persona decente. Y en ese camino podremos llegar a converger (si no es demasiado tarde, porque el abismo es cada vez es mayor) y podremos compartir la vida en términos de relación verdaderamente humana (por tanto, igualitaria) con las mujeres concretas que nos rodean, si ellas quieren, lógicamente. Las mujeres están hartas de hombres salvadores que hagan las cosas “por ellas” y, por otro lado, han demostrado y siguen demostrando que se pueden salvar perfectamente por ellas mismas. De lo que se trata es de que los hombres, cada hombre, nos salvernos a nosotros mismos de nosotros mismos.
Por añadidura, ese cambio personal tiene consecuencias políticas, quizá tan importantes como muchas leyes que se puedan promulgar. No sólo estaremos dinamitando por su base el sistema de supremacía masculina y su implícita violencia de género, sino que a la vez estaremos haciendo más fácil y menos traumática, para hombres y mujeres, la liquidación de ese sistema y la transformación social que necesitamos.

Mi objetivo al escribir estas líneas era poner de manfiesto la injusticia básica en la que se asienta nuestra vida de acomodados varones y la deshonestidad que supone no reconocerlo y no hacer nada por cambiar esta situación. Como decía al inicio de este escrito, con los progresos que han significado la ley de igualdad y mejoras anteriores, mucha gente (especialmente hombres) no admite que la española siga siendo una sociedad profundamente sexista y que el sexismo produzca efectos perjudiciales concretos y cotidianos en la vida de las mujeres. Pero los hombres llevamos muchos siglos perfeccionando los mecanismos sociales y las habilidades personales que nos permiten mantener la supremacía. Eso no se cambia en unos pocos años, ni tampoco se puede cambiar sólo “desde fuera”, con leyes o medidas políticas. El cambio tiene que venir de dentro de cada uno y por cada uno.  
Por todo ello me sumaré a la manifestación de hombres contra la violencia machista que ha convocado para el próximo 25 de octubre en Madrid el colectivo llamado "Una Asamblea de Hombres Contra la Violencia de Género"

 

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