Trasversales
José M. Roca

Elecciones en Estados Unidos:
Bye, bye, Bush

Revista Trasversales número 12,  otoño 2008

Textos del autor
en Trasversales



En el momento de cerrar este número de la revista, asistimos al último tramo de la campaña electoral norteamericana, diferente de las anteriores no sólo por lo reñida sino por lo que en ella se dirime, por quienes la protagonizan y por la peculiar coyuntura en que la elección se va a celebrar. Cuando la revista salga a la calle, probablemente ya se conocerán los resultados.
En primer término y empezando por lo más visible, está la peculiaridad de los candidatos, que nos acerca a los años sesenta del siglo XX, mientras por la coyuntura económica y la posible salida de la crisis financiera -¿será Obama, si gana, un nuevo Roosevelt?- nos remontamos a la década de los treinta.

A pesar del esfuerzo de los conservadores, desde Nixon hasta hoy, por borrar de la memoria aquella década, los años sesenta no están del todo enterrados y sus consecuencias nos alcanzan. Y la presencia de dos mujeres en puestos destacados en los dos grandes partidos es un claro efecto de aquellos años. Por una parte, Hillary Clinton, aspirante a la presidencia de la República por el Partido Demócrata, pero derrotada, en dura lid, en su partido por su oponente masculino, B. Obama. Por otra, Sarah Palin, aspirante a la vicepresidencia por el Partido Republicano, representa la reacción conservadora.
Palin, creyente y creacionista, por su posición contraria al control de natalidad, al aborto y a la educación sexual, expresa todo lo contrario de lo que pretendía (y pretende) el movimiento feminista. Es una mujer, pero antifeminista.
De haber vivido como adulta en aquella década, es más que dudoso que Palin se hubiera unido a la lucha de las mujeres de entonces, pero así es la derecha: no tiene reparos en oponerse a las reclamaciones de la izquierda, para utilizar, luego, los derechos conseguidos en sentido inverso al que fueron reclamados.

El otro factor importante es la candidatura de Barack Obama, un hombre negro, o mejor mulato, hijo de padre keniano y madre blanca, que aspira, nada menos, que a ser presidente del país más poderoso del planeta, que tiene un complejo problema racial, ligado al de la pobreza.
La candidatura de Obama es otro efecto de los años sesenta. Sin ellos, sin la movilización social a favor de los derechos civiles, sin el auge de la cultura negra -black is beautiful-, sin el surgimiento de un desafiante poder negro, sin la lucha de los panteras negras, cuyo programa social debería inspirar las reformas más profundas de los demócratas, la candidatura de Obama sería impensable.
De entonces acá ha habido intentos de presentar candidatos negros que han resultado fallidos. Si dejamos aparte los 40.000 votos testimoniales que recibió el dirigente de los panteras negras, Eldridge Cleaver, en 1968, los intentos más serios para llegar a la Casa Blanca empezaron con Shirley Hill Chisholm, la primera candidata afroamericana, que se postuló, en 1972, por el Partido Demócrata. Por este partido, el miembro de la iglesia bautista Jesse Jackson se presentó como candidato a las elecciones de 1984, pero fue derrotado por su oponente blanco Walter Mondale, quien finalmente perdió en noviembre ante el republicano Ronald Reagan.
El reverendo Jackson volvió a intentarlo en presidenciales de 1988, pero perdió frente al candidato de su propio partido Michael Dukakis, derrotado, a su vez, por el también republicano George Bush, padre del actual presidente.
Pero en un país tan dinámico como EEUU, donde los cambios sociales son rápidos, Obama no es un caso aislado que revele la importancia numérica que la población no blanca ha adquirido. De seguir así las cosas, dentro de 15 años el número de nacimientos de niños no blancos superará al de niños blancos.

Otros signos de cambio son perceptibles en los propios gobiernos de Bush, como Colin Powell y Condoleeza Rice, personas no blancas al frente de dos importantes ministerios, y en el número de personas de color -afroamericanas o hispanas- que, al margen de la música y el deporte, donde su presencia era más habitual, han alcanzado pública notoriedad como senadores, alcaldes, gobernadores, jueces, ejecutivos, directivos, escritores, artistas, cineastas, periodistas o presentadores de televisión. También divididos en demócratas y republicanos, progresistas y conservadores, en sensibilidades políticas que muestran la preeminencia de las ideologías (civiles o religiosas) sobre las razas.
Otras señales pueden encontrarse en cambios en la toponimia. Por ejemplo, en Nueva York, los bulevares dedicados a honrar la memoria de personas de color, como  Frederick Douglas o Martin Luther King, pueden ser explicables, pero la Sexta Avenida después de Central Park está dedicada a Malcolm X, que en los años sesenta era un sujeto al que las autoridades consideraban peligroso.

De los años sesenta pasamos a los siguientes, a la reacción conservadora que comenzó con Nixon, se acentuó con Reagan y llega hasta ahora, pues otra incógnita que las elecciones van a despejar no es sólo si estamos ante una alternancia en la Casa Blanca, que puede ser posible, sino si estamos al final de la larga etapa conservadora.
Si, en este año de efemérides suscitadas por el cuadragésimo aniversario de los sucesos de 1968, volvemos la vista hacia atrás podremos darnos cuenta de que los republicanos han permanecido en la Casa Blanca 28 de los últimos 40 años. Los que van desde las elecciones de 1968, en las que Johnson no se presentó, hasta las del próximo noviembre.

En noviembre de 1968, Nixon (republicano) derrotó a Humprey y, en 1972, a McGovern. Estuvo 5 años en la Casa Blanca (1969-1974), hasta que vio obligado a dimitir por su implicación en el caso Watergate; Ford (republicano) estuvo los tres años restantes (1974-1977); Carter (demócrata) estuvo 4 años (1977-1981); Reagan (republicano) 8 años (1981-1989); Bush sr. (republicano) 4 años (1989-1993); Clinton (demócrata) 8 años (1993-2001) y Bush jr. (republicano) 8 años (2001-2009).
A lo largo de todo este tiempo, la sociedad norteamericana y el resto del mundo han quedado profundamente marcados por los valores maniqueos del Partido Republicano -ultraconservador en lo moral, ultraliberal (liberista) en economía, imperial en lo militar, unilateral en política exterior, diplomáticamente agresivo, depredador con el tercer mundo y voraz con la naturaleza-, representados por la llamada revolución conservadora, que tuvo como fin acabar con la resaca de los años sesenta y volver al tiempo de la guerra fría. Fue una decidida marcha atrás que llega hasta hoy, y que puede durar todavía unos años aunque Obama llegue a ganar.

El legado de Bush


Ni aunque venciera McCain, crítico en algunos aspectos con el mandato de Bush, sería esperable un comportamiento como el de su predecesor, a no ser que se dejase guiar por las elementales nociones políticas de la dama guerrera que le acompaña. Bush y su equipo de halcones, dando colosales muestras de ignorancia, arrogancia e irresponsabilidad, han creído que el planeta -humanos y naturaleza- puede ser gobernado a su antojo y han mostrado al resto de los mortales una de las peores facetas de la clase política americana: el deseo de establecer una hegemonía sin límites ni reglas, como producto de la nefasta fusión de finanzas, milicia y fe religiosa puesta al servicio del capital privado.

La herencia que dejan los mandatos de Bush es pesadísima y atará las manos de su sucesor por una larga temporada. La mala situación de la coyuntura no es más que un resultado, casi esperable, de lo ocurrido hasta ahora; de una manera de gobernar, de producir, de financiar; de entender el mundo, la sociedad y la naturaleza. Nada de lo sucedido -ni el déficit presupuestario, ni el déficit comercial, ni el retroceso industrial, ni la burbuja inmobiliaria, ni la crisis financiera, ni tampoco el deterioro de la imagen de EE.UU. en todo el mundo- es casual, sino un resultado de los objetivos tenazmente perseguidos durante las casi cuatro décadas en las que la política y la economía se han regido por las doctrinas del pensamiento conservador. Es decir, una consecuencia directa de la hegemonía republicana.
En el campo de la economía, Bush deja un paro de casi el 6%: 8,5 millones de trabajadores, de ellos 3,6 millones corresponden a la industria, que ocupa a 13,5 millones de trabajadores, frente a 17,1 millones que empleaba en 2001. Según W. Polk, el número de empleados a tiempo parcial ha crecido en 5 millones, el salario semanal medio ha descendido 3,55 $, colocándose en 602 $ (415 euros), y casi 40 millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza (21.400 $ anuales -14.700 euros- para una familia de 4 personas).
En asistencia sanitaria, EEUU gasta el 16% del PIB en un sistema privado, y deja fuera a 47 millones de personas que carecen de cobertura sanitaria pero  no son suficientemente pobres para acogerse al Medicaid. El gasto de atender una enfermedad grave o terminal es, junto con el pago de las hipotecas, la principal causa de bancarrota familiar [William R. Polk, “Influencia y economía. Crisis sin respuestas”, Thomas I. Palley. “La economía después de Bush: un paradigma de crecimiento agotado”, Michael Klare: “Cómo hacer frente a la adicción estadounidense al petróleo”, en La Vanguardia Dossier nº 29, Estados Unidos después de Bush, octubre-diciembre, 2008. Las siguientes cifras proceden de esa fuente].

El incremento del precio de la gasolina (0,64 euros/litro), más bajo que en Europa, ha hecho descender un 20% las ventas de coches de gran consumo, pero la dependencia del petróleo no ha hecho más que aumentar. Según M. Klare (ver notas), el 68% de todo el petróleo consumido en EEUU se emplea en medios de transporte y de este porcentaje, dos tercios corresponde a vehículos ligeros; el 88% de los ciudadanos utiliza el vehículo privado para acudir al trabajo, frente a un 5% que utiliza transportes públicos (incluyendo autobuses). Por cada conductor existe un promedio de 1,2 vehículos.
Datos del Departamento de Energía, en 2006, indican que los vehículos ligeros (coches, furgonetas, camiones y autobuses) consumieron 9,25 millones de barriles diarios, que equivalen a la décima parte del consumo mundial y al consumo de África y América Latina juntos.
Según datos proporcionados por British Petroleum, citados por este mismo autor, durante la presidencia de Bush el consumo de petróleo ha aumentado en un millón de barriles diarios, lo que ha obligado a aumentar la importación en dos millones de barriles diarios para atender al consumo nacional (un aumento del 300% desde 1970).
Esta necesidad de petróleo, cuando la producción interior ha ido decreciendo desde 1971, explica la importancia estratégica que tiene asegurar por todos los medios el suministro de crudo desde yacimientos extranjeros. El modelo productivo basado en el consumo de ingentes cantidades de una materia prima cuyas reservas tienen un límite y están en terceros países es un permanente factor de desestabilización financiera -los precios- y política -el control de los yacimientos-, además de un factor de contaminación de primer orden [Fernández Durán, R. (2008): El crepúsculo de la era trágica del petróleo, Barcelona, Virus], pero hasta el momento en EEUU no han querido intentar cambiar de modelo, sino, con Bush, ha sido al contrario. Lo cual no parece ajeno a los vínculos del  vicepresidente Cheney con el sector petrolero.  

El precio de las viviendas ha caído un 30% de promedio, unos dos millones de propietarios se enfrentan a juicios por impago de hipotecas. El sector de la construcción ha perdido casi medio millón de empleos en dos años.
Y en banca, ha quebrado el sistema financiero desregulado. En menos de seis meses, cinco grandes entidades financieras, entregadas a vender humo sin control, han tenido que ser asistidas para evitar la quiebra: en marzo, J.P. Morgan compró el Bear Sterns; en septiembre el Gobierno intervino las dos mayores hipotecarias del país Fannie Mae y Freddie Mac; el Bank of America ha salvado a Merry Linch, acaba de quebrar Lehman Brothers, están en peligro la gran compañía de seguros (AIG) y la caja de ahorros Washington Mutual, mientras el Congreso discute el plan para salvar al sector financiero consistente en inyectar 700.000 millones de $ de fondos públicos.
El déficit de la balanza comercial ha pasado de 365.000 millones dólares en 2001 a 753.000 millones en 2006.

En el presupuesto federal, el superávit fiscal del 2,2% del PIB (236.000 millones de $), dejado por Clinton después de remontar el déficit de 255.000 millones de $ dejado por Bush padre, Bush hijo lo dilapidó en un par de años.
Entre 2001 y 2007 la deuda federal ha pasado del 57 al 65% del PIB.
En política exterior las cosas no han ido mejor. El unilateralismo agresivo, fundamental para mantener una constante economía de guerra, ha enfriado las relaciones de EEUU con sus aliados, enemistado, más si cabe, con los países árabes, y logrado que el fundamentalismo islamista tenga en Oriente Próximo una influencia de la que carecía hace unos años. En el conflicto entre Palestina e Israel la solución está más lejos que hace diez años, al haber apoyado sin reservas al sector más intransigente de los israelíes.
Con sus aventuras militares, especialmente con la injustificada invasión de Iraq, Bush ha dilapidado la solidaridad que recibió EEUU tras los atentados del 11-S, y él mismo ha perdido gran parte del apoyo que los ciudadanos entonces le dispensaron, quedando su popularidad por debajo de la del mentiroso Nixon.

Un efecto interior de la agresiva política exterior amparada en la imprecisa fórmula de guerra contra el terrorismo han sido las restricciones de derechos civiles y el aumento del control sobre los ciudadanos, la justificación de la tortura y, sobre todo, mantener en el enclave de Guantánamo una cárcel donde los prisioneros carecen de cualquier amparo legal.
Como resultado de todo ello, el extendido deterioro de la imagen de EEUU en todo el mundo invalida políticamente a sus gobernantes para representar el papel de gendarmes del planeta, que sin fundamento se atribuyen, porque lejos de contribuir al equilibrio entre las naciones, las acciones de EEUU se han convertido es un permanente factor de inestabilidad.
Sin ninguna duda, para la inmensa mayoría de sus habitantes, la situación del  mundo es peor tras el paso de Bush por la Casa Blanca.

Los retos de Obama

Si Obama resulta elegido, cosa probable dado que el descalabro financiero es la puntilla para los republicanos, los primeros años de su mandato y quizá todo él quedarán hipotecados (palabra de moda) por la pesada herencia recibida y por las medidas para salir de la crisis, adoptadas precipitadamente antes de las elecciones.
No sabemos en qué se concretará su intención de hacer una nueva política cuando la situación parece atada, y bien atada, por la política vieja. Tampoco podemos saber en qué quedarán sus promesas electorales, como rebajar los impuestos, no a los ricos como pretende McCain, sino a trabajadores y a las clases medias para fomentar la demanda; reducir la dependencia del petróleo y apostar por energías renovables; mejorar el sistema de salud y el educativo y facilitar el acceso a las universidades; permitir a los inmigrantes sin papeles acceder a la ciudadanía y perseguir a quienes se benefician del tráfico ilegal de personas. Ni sabemos si logrará librarse de la servidumbre de la guerra global contra el terrorismo, que ha afirmado compartir.
Su apoyo en el Senado al plan para destinar fondos públicos (medio billón de euros) para ayudar a Wall Street, invalida su anterior deseo de salir de la crisis financiera sin regalar dinero a los que ya lo han cogido y son responsables de la misma. Pero a pesar del estrecho margen de maniobra, existen cosas que Obama debería hacer, si quiere pasar a la historia como el presidente que abrió la puerta a una nueva época. 

La tarea prioritaria debería ser reducir y a ser posible invertir el sentido de la  tendencia a aumentar la desigualdad social [“La política de la desigualdad” y “Armas de distracción masiva” en Krugman, P. (2008): Después de Bush, Barcelona, Crítica]. Los largos años de hegemonía republicana han permitido acumular una riqueza inaudita sin contraprestación social alguna; los ricos son cada vez más ricos y más libres de compromisos con el resto del país, especialmente con los más perjudicados por sus prácticas depredatorias.
Un argumento favorable ha sido la inyección de fondos públicos para salvar al sector más insolidario de la sociedad americana, Wall Street, pues debería exigir medidas semejantes para los menos afortunados, como rebajar sus impuestos, mejorar los servicios públicos y, sobre todo, crear un sistema sanitario universal de titularidad pública, que aumentaría el grado de libertad de los ciudadanos más humildes, al librarles de la amenaza de que la pérdida de salud acarrea la ruina.
Todo ello debería ser utilizado para invertir el sentido del discurso dominante durante tantos años y dejar de pensar en un elefante -según la metáfora de Lakoff [Lakoff, G. (2007): No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político, Madrid, Ed. Complutense]-, para empezar a pensar en un burro y quizá en una pantera (negra, por supuesto).

Toda tentativa de reformar el sistema económico y de hacer más equitativo el reparto de la riqueza producida socialmente será imposible si de manera urgente no se empieza a combatir el discurso que ha legitimado la larga etapa de gobiernos ultraliberistas y conservadores, donde seguidores de Hayek y Friedman, convertidos en intocables santones, se han dedicado de manera insensata a vender una prosperidad [Krugman, P. (1994): Vendiendo prosperidad. Sensatez e insensatez económica en la era de las expectativas limitadas, Barcelona, Ariel] que sólo podría venir de una competencia feroz entre las personas en mercados desregulados o, mejor dicho, regulados por los monopolios, porque cuando el mercado no está regulado por el Estado queda en manos de los concurrentes más poderosos.
La crisis financiera, la tercera en diez años, es una prueba palpable del fracaso económico y el destrozo social provocados por una larga etapa de capitalismo sin freno, o con los mínimos frenos, que ha llevado al aumento espectacular de la pobreza y a la vertiginosa concentración de la riqueza en cada vez menos y más fabulosas fortunas.

De cara al exterior, Obama, hijo de padre keniano y con una extensa familia en Kenia, podría convertirse en un embajador excepcional para ejercer el doble papel de representar a África en Estados Unidos y a Estados Unidos en África, pero no con su habitual cara imperial, sino con una cara amable y solidaria.
En relación con esto y de cara al interior, quizá la más importante tarea de Obama sea despertar a los yanquis del sueño patriótico en que les han sumido  los conservadores a base de himnos y banderas, pues de poco sirve agitar banderas cuando la mayoría de los estadounidenses se empobrece y el país pierde influencia en el mundo. Porque esa es la gran verdad, que hay que aceptar por dura que sea para algunos: EEUU es incapaz de gobernar el mundo.

No sólo ya no es la gran potencia económica mundial; es incapaz de garantizar la estabilidad política y la rentabilidad económica, sino que exporta las crisis, la desconfianza y esparce el peligro, la corrupción y la desestabilización por el mundo.
La gran tarea es desmontar la herencia ideológica plasmada en la doctrina del destino manifiesto, en que creen todavía tantos norteamericanos: el de ser un pueblo escogido (por él mismo) para llevar a cabo la mesiánica labor de configurar el mundo de acuerdo con sus principios. Un sueño que otros pueblos también autoescogidos han intentado convertir en realidad con altos costes en sufrimiento humano, y que se ha saldado con notorios fracasos.
Los norteamericanos no forman un pueblo especial ni tienen predeterminado un destino manifiesto al que deban someterse; pueden, si son libres en eso, librarse de la fatal misión que les condena a configurar el mundo a su imagen, y colaborar con otros países en que el mundo sea mejor. Ese sí que es un gran proyecto. Además el mundo estaría agradecido y quizá se decidiera a imitarles.


Trasversales