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Obama: ¿nuevos tiempos?

Revista Trasversales número 13 invierno 2008-2009



No podemos sustraernos a la general expectación suscitada por el triunfo electoral de Barack Obama y por la derrota de los republicanos y del   equipo neocon. George W. Bush, el peor presidente de EEUU en décadas, abandona el cargo dejando el mundo sumido en una crisis financiera de imprevisibles efectos, y a su país con la imagen deteriorada como nunca.

Junto con el alivio por habernos librado de los seguidores de un mandatario global que ha querido dirigir el mundo como un cacique de aldea, los votantes estadounidenses nos han contagiado la esperanza en que las cosas pueden mejorar. La campaña electoral de Barack Obama, resumida en el lema Yes, we can, ha suscitado confianza en el futuro y logrado movilizar a sectores sociales generalmente marginados de la política. Se estima que han votado por Obama el 56% de las mujeres, el 95% de los afroamericanos, el 65% de los hispanos y el 66% de los jóvenes, grupos muy interesados en los cambios en un país que está cambiando rápidamente. Estados Unidos tiene actualmente algo más de 300 millones de habitantes, de los cuales 50 millones son latinos, 38 afroamericanos y 12 millones asiáticos. Obama es fruto de la América mestiza y de una sociedad en rápida mutación que mira al futuro, frente al candidato republicano que representa el pasado. El pasado como militar y prisionero en Vietnam a McCain le ha servido electoralmente de poco: ha señalado el oportunismo de Bush, que se escabulló para no ir a la guerra, y se refiere a un conflicto lejano, que además se perdió. Cuando sólo han transcurrido 40 años desde las movilizaciones por los derechos civiles para la población de color, el que un afroamericano llegue a la presidencia de la República es una prueba palpable del dinamismo de la sociedad norteamericana, de su facilidad para metabolizar propuestas de cambio que surgieron en la década del sesenta y para reflejar políticamente la mezcla racial. Un evento impensable en Europa donde las élites políticas, nutridas por gente de raza blanca, no reflejan el creciente mestizaje de sus sociedades.

Obama suma otra particularidad: hijo de una mujer blanca y de un emigrante keniano, si bien ha recibido esmerada educación universitaria, es ajeno a las tradicionales élites políticas de Washington procedentes del Sur, como Johnson, Carter o Bush, y del Este como Kennedy, Clinton o Kerry, y ha logrado erigirse como candidato a la presidencia contra los deseos de su propio partido. Por otra parte, ha logrado sustentar gran parte de su éxito en una extraordinaria movilización popular y en el uso de internet, confiando en la actividad de la gente corriente lo que hasta ahora solía acordarse, en buena parte, en cabildeos entre camarillas y grupos de presión. Sería deseable que siga en pie ese activo movimiento, tanto para empujar a Obama o criticarle cuando sea necesario, que lo será, como para  apoyar reformas y hacer frente a las resistencias del establishment, que seguramente serán muchas. Con su movilización en la campaña y su participación electoral los ciudadanos sí han podido llevar a Obama a la Casa Blanca. Ahora está sobre el tablero lo que Obama hará desde la presidencia para variar el rumbo general de la política estadounidense desde 1968, con Nixon, y, especialmente, desde 1980, con Reagan, cuyos rasgos conservadores, matizados por los gobiernos demócratas, han sido acentuados hasta el esperpento en los mandatos de G. W. Bush.

Para atender las demandas de una parte de la población que espera desde hace décadas -algunos desde hace siglos- su oportunidad de alcanzar el sueño americano, Obama se encuentra con una herencia desastrosa que ha culminado en una crisis financiera de inimaginables proporciones, pero quizá esta coyuntura tan desfavorable pueda convertirse en una ocasión propicia para acometer reformas sociales en profundidad, por ejemplo en el ámbito del sistema sanitario. Así lo hizo Roosevelt, en 1933, para salir de la crisis de 1929, al poner en marcha el New Deal, reforma del sistema que duró 40 años.

Otra cosa será lo que ocurra en el exterior. Estados Unidos sigue siendo una gran potencia, la nación imprescindible según Madeleine Allbright, y su clase política no ha renunciado a ejercer los restos de una hegemonía hoy muy deteriorada. Aunque en política exterior se espera un giro facilitado por la mayoría demócrata en ambas cámaras, será mejor no creer que el Departamento de Estado va a virar en redondo respecto a los grandes temas de la política internacional: la pobreza y el hambre, la salud de la población, los derechos humanos, especialmente de mujeres y niños, el cambio climático y la energía, la deuda externa de los países dependientes, los escenarios conflictivos, la organización política internacional, el control del armamento nuclear y convencional, los flujos migratorios, etcétera. Pero sí puede haber cambios significativos y muy positivos en algunos de esos aspectos.

En lo que se refiere a la vieja Europa, más allá de la mejor o peor relación personal con sus mandatarios, no podemos olvidar que la Unión Europea es un gigante económico, que compite con EEUU, pero un enano político (por voluntad propia, dicho sea de paso) que, además, ha girado hacia la derecha y que, por tanto, quizá no juegue el papel de acicate de Obama que podría suponérsele.

Sería absurdo esperar o reclamar de Obama cambios radicales, para luego decepcionarse o ratificar que no es un líder socialista, pero más aún lo sería pretender que nada ha cambiado y que tanto da Obama que Bush. En el tenebroso panorama de la crisis financiera y económica, la derrota de los republicanos y la salida de escena de los neocon ante un candidato como Obama son un signo positivo, un indicio de que podrán llegar tiempos mejores y, sobre todo, de que sí podemos actuar para que así sea.



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