Trasversales
Ségolène Royal

La izquierda, la globalización y la crisis financiera

Revista Trasversales número 13 invierno 2008-2009


Intervención en Atenas, 2 de octubre de 2008

Textos de la autora en Trasversales

Texto traducido desde la versión original colocada en Désirs d'avenir,  bajo licencia Creative Commons Atribución, lo que permite reproducir, distribuir esta creación -al igual que esta traducción realizada por Trasversales-, modificarla y utilizarla con cualquier fin, incluso comercial, a condición de citar el nombre de la autora original y de reproducir estas condiciones en cualquier utilización que se haga.



Para comenzar, me gustaría llamar vuestra atención sobre dos imágenes de actualidad, que son como un síntoma del mundo en que vivimos.
Mayo de 2008: imágenes de disturbios en las calles de Dakar, Uagadugú, Bombay, Yakarta. Almacenes asaltados. La sangre ha corrido algunas veces. Lo que Occidente había recluido en las profundidades de su memoria colectiva ha vuelto a surgir: han vuelto las grandes hambrunas, cientos de millones de personas mueren de hambre, a lo que acompañan el estallido de la violencia y los barcos de la miseria que tratan desesperadamente de alcanzar las costas europeas.
Septiembre de 2008. Una imagen impresa en nuestras mentes, la de los empleados de Lehman Brother, con la cabeza hundida entre sus manos. Imperios financieros se derrumban como castillos de naipes. Amenaza de recesión. Los que, orgullosamente,  creían estar a cubierto, sienten como pasan cerca las balas. La quiebra generalizada está al acecho, como una reacción en cadena incontrolable a partir de ahora.
Dos imágenes, dos realidades, un mismo mundo, una misma causa: un liberalismo que nos pone a todos en peligro, a escala mundial. Para la izquierda, no es momento de tibios diagnósticos ni de evaluaciones timoratas, sindo de lúcida y radical propuesta de otro sistema.

En 1971, 18.000 millones de dólares se intercambiaban cada día. Hoy en día, cerca de 1,8 billones de dólares circulan diariamente en los mercados financieros, casi nueve veces la deuda de todos los países africanos.
Muy a menudo, estos flujos de capital corresponden a compromisos a muy corto plazo. No responden a inversiones en proyectos industriales sino a inversiones puramente especulativas. El dinero circula, el dinero se mueve deprisa, implicando al mundo en una vertiginosa espiral, una carrera por el beneficio inmediato.
Sí, la esfera financiera se ha despreocupado de la economía real. Y no creo que se trate de una perversión del sistema, como si sólo estuviésemos ante un mal funcionamiento accidental, puntual.

El capitalismo liberal lleva consigo como tara orginal la amenaza de su propia destrucción: abandonados a sí mismos, los impulsos del capitalismo enloquecen. Ya que he tenido el placer de haber sido invitada a Atenas, permitidme comparar el capitalismo liberal y el carro tirado por caballos alados descrito por Platón en uno de sus diálogos, Fedro: sin brida, sin el control y la guía de la razón, el capitalismo es arrastrado a la loca carrera que los antiguos griegos denominaban hybris, desmesura.
Se nos decía que era un círculo virtuoso. Que las finanzas estarían al servicio de la economía y que el capital, si se abrían los mercados, iría hacia donde hubiese buenas ideas, buenos proyectos, buenas inversiones. Y también se nos decía que a mayor libertad del capital habría una economía más fuerte y, por tanto, sociedades más prósperas y ciudadanos más felices. El bucle quedaba así cerrado.
Pero sucedió lo contrario: hoy en día, las finanzas sólo se sirven a sí mismas. Y una parte de la economía no está orientada hacia el desarrollo, sino hacia la ganancia por la ganancia.
Pues bien, el orden adecuado de las cosas es que las finanzas estén al servicio de la econonomía, no de sí mismas, y que la economía esté al servicio del desarrollo humano (bienestar) y sostenible.

Hoy en día el desorden destruye todo

Si me impliqué en política, en el Partido Socialista, asesora de François Mitterrand, miembro del Parlamento durante veinte años, tres veces ministra, presidenta regional y designada por mi partido como candidata a las elecciones presidenciales, no fue para decir: “no hay nada que hacer”.
No, estoy aquí para decirles que otro mundo es posible, un orden financiero, económico, ecológico y social justo y eficaz. Nada sería peor que un taponamiento de la crisis que, de hecho, conduciría a la consolidación de un sistema perverso.

Porque estoy convencida de que no es demasiado tarde. Quizá la mundialización sea portadora de más y más desgracias; es posible, la actualidad lo prueba cada día. Quizá la mundialización provoque un progreso de civilización. También es posible. Ante esa alternativa, decidirá la voluntad política, la de los socialistas, la de todos los demócratas, todos los hombres y mujeres de progreso y justicia en todo el mundo.
La historia de la izquierda aún es una lucha por la emancipación. Combate para que cada persona sea dueña de sí misma y de su destino. Su combate es la democracia real y para todos.

Estos valores deben ponerse al servicio de un nuevo  proyecto de vida, adaptado al mundo tal como es. Esta es la izquierda que el mundo espera con impaciencia: una izquierda que construya nuevas seguridades colectivas que permitan a todos, individuos y Estados, vivir en paz y con dignidad. El camino será largo. Pero, sin duda, el futuro está de nuestro lado, ni dudemos de ello ni vacilemos.

El contexto de esta conferencia es el de tres derrotas: la derrota del sistema financiero, la derrota de la mundialización y la denominada derrota ideológica de la izquierda. Para organizar la respuesta de la izquierda a estas tres derrotas, tres principios pueden utilizarse para construir un mundo que sea más justo y más seguro: la necesidad de la política, la necesidad de la regulación y la necesidad del control democrático. Ese será el tema de esta conferencia.

El fracaso de la globalización financiera

México en 1994. Sudeste asiático en 1997. Rusia en 1998. El cataclismo de las subprime. Y en cada ocasión el mundo contiene el aliento, dejando en suspenso acuciantes preguntas: “¿Cómo llegamos aquí?, “¿A dónde vamos?”. Cada vez, también, aparece la resolución de cambiar. Y después, a fin de cuentas, se instala una nueva inercia culpable en la medida que la memoria de la crisis se desvanece y la excitación por el dinero loco toma el relevo.
Estas crisis han tenido siempre causas concretas. Crisis de cambio vinculadas a la crisis de los déficit abisales en México y el sudeste de Asia. Default de la deuda pública en Rusia. Crisis bancaria en el caso de las subprime. Pero más allá de estas singularidades, siempre actúa el mismo proceso: el de un ultracapitalismo mundializado carente de  cualquier regulación. Se trata de un capitalismo que ha encontrado en las nuevas tecnologías e Internet el entorno que necesitaba para desarrollar todo su poder.

Volvamos un momento a la crisis de las subprime. La radiografía del cataclismo muestra un encadenamiento implacable.
En primer lugar, el fracaso de todas las regulaciones prudenciales, incluidas las establecidas por el Comité de Basilea y el Banco de Pagos Internacionales. Como ha recordado recientemente el economista francés Daniel Cohen, la norma del Comité de Basilea obliga a los bancos a mantener un dólar de capital por cada 12 dólares de crédito, aproximadamente. Sin embargo, el sector que actúa sobre los mercados financieros ha eludido esta regla y sus jugadores han llegado a dar 32 dólares de crédito por cada dólar de capital.
A través de la titularización, los bancos fueron capaces de vender sus créditos y pagar más y más, despreciando la más elemental prudencia, negándose a ver que la tasa de endeudamiento de los hogares estadounidenses había alcanzado niveles insostenibles. En cuanto a los grandes fondos especulativos, nunca han sido sometidos a ninguna regla, tanto menos dada su frecuente residencia en paraísos fiscales.
Esta crisis prueba también la falta de regulación de las finanzas por sí mismas. Han subestimado sistemáticamente los riesgos, dando calificación AAA a instituciones contaminadas por créditos dudosos.

Por último, la crisis muestra la agresividad de la economía financiarizada frente a la economía real, productora de valor añadido. Vimos a los bancos provocar el endeudamiento excesivo de millones de hogares en todo el mundo, y ahora vemos cómo cierran irracionalmente el grifo del crédito a las pequeñas y medianas empresas, sumiendo a nuestras economías en crisis.
Así que es hora de abrir los ojos y actuar. Agentes privados, no controlados y que corrompen las regulaciones pueden conducir el mundo al borde del colapso. ¡No es aceptable!

Básicamente, determinadas creencias se han convertido en dogma: el Consenso de Washington es la prueba absoluta. A principios del decenio de 1990, un círculo de economistas liberales del Banco Mundial y el FMI sostuvo que el camino del desarrollo pasaba con la recitación de un mantra: para crear crecimiento, atraer capitales; para atraer capital, crear las condiciones para la estabilidad financiera; para estabilizar las economías pasto de la inflación, eliminar todos los déficits, llevar a cabo políticas rigurosas y reducir el Estado a una expresión mínima.
La liberalización, la desregulación, el ajuste estructural: ¿cuántos países africanos y de América Latina han sido sometidos a una terapia de choque que les ha dejado en la miseria?
Muchos pensaron que la liberalización del comercio y de los mercados financieros bastaría para crear las condiciones para un aumento general y equitativo de los niveles de vida. Eso no sucedió.

Tomaré como ejemplo la reducción de los aranceles. En la mayoría de los países en vía de desarrollo la liberalización del comercio no ha dado lugar a un aumento del intercambio. La razón es sencilla: si no hay puertos o no hay carreteras para llevar los productos a los puertos, si no hay equipamientos, es imposible exportar. Las barreras aduaneras no son nada en comparación con los obstáculos estructurales que mantienen a los países en vías de desarrollo al margen de los beneficios de la mundialización.

Por supuesto, la mundialización tiene muchas dimensiones, políticas, culturales, ambientales, económicas. Sin embargo, debemos reconocer que sólo ha prevalecido hasta el momento la dimensión económica de la mundialización. Peor aún, se ha impuesto una mundialización liberal, sin regulación económica, al precio de la crisis actual. Esta es la razón por la que hablo claramente de un fracaso de la mundialización liberal. Este fracaso tiene lugar, a la vez, en…
- Las cabezas. En 2007, el 74% de los franceses consideraban que la mundialización era “preocupante” para los asalariados, lo que dificulta la responsabilidad que tenemos de abrir nuestro país hacia los otros para impedir regulaciones nacionalistas.
 - Los hechos. Los países ricos se han enriquecido, los países más pobres se han empobrecido y en los propios países ricos las clases medias se encuentran en una situación más frágil. Mirad Europa: en todos los países las clases medias sienten que su situación se está deteriorando.

El déficit democrático de la mundialización

Sí, la globalización liberal ha fracasado. Y la principal razón de este fracaso recae principalmente en el déficit democrático de la globalización. Por déficit democrático entiendo la falta de prominencia dada a las normas libremente consentidas por ciudadanos libres de expresar lo que quieren y lo que no quieren.
Otro ejemplo, el de la propiedad intelectual y el acceso a los medicamentos genéricos. Evidentemente, es de gran importancia reconocer y garantizar la propiedad intelectual de investigadores, escritores y creadores. Pero este reconocimiento debe ser equilibrado, tomando en cuenta los derechos de los beneficiarios de las innovaciones. Pero con demasiada frecuencia derechos de propiedad intelectual demasiado fuertes crean situaciones de monopolio.

El caso de los medicamentos genéricos es impresionante. En este ámbito se estableció una propiedad intelectual muy estricta en los acuerdos de la Ronda Uruguay de 1994. En consecuencia, los precios de estos medicamentos han aumentado y muchos países en vías de desarrollo no pueden comprar medicamentos contra el SIDA. El gran Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz dijo que el valor de un año de medicamentos contra el SIDA en Estados Unidos es de unos 10.000 dólares, aunque sólo cuesta 300 dólares producirlos. Debido al régimen de propiedad intelectual, se ha prohíbido a los fabricantes africanos producir y vender esos medicamentos más baratos. Diez mil dólares en países cuya población vive con menos de 500 dólares anuales: esta ecuación sin solución es un trágico ejemplo del fracaso de la mundialización. Los valores económicos, es decir, los beneficios de las empresas farmacéuticas, se han colocado por encima de otros valores fundamentales, por encima incluso del valor de la vida.

Queda así a la vista la que es, a mi entender, la razón principal del fracaso de la mundialización y de su asimetría: el déficit democrático. Algo que se nota incluso en la asignación de derechos de voto en las instituciones internacionales. En principio, una persona = un voto. Sin embargo, en el FMI y el Banco Mundial los derechos de voto son proporcionales a la riqueza del país.
Destaquemos también que los representantes de los países industrializados tienden a defender, no a los ciudadanos de sus países, sino a grupos de intereses particulares. Hay que recordar que en el FMI las decisiones que afectan a las políticas económicas de los países en vías de desarrollo las toman los ministros de finanzas y los gobernadores de los bancos centrales. No les importa el empleo ni el crecimiento, sino la inflación, porque cuando la inflación sube el valor de los bonos del Tesoro disminuye. Representan más los intereses de los titulares de estos bonos que los de la sociedad en su conjunto.

Las decisiones que más han afectado el curso de la mundialización estos últimos 20 años casi nunca han sido resultado de un proceso democrático. Sin embargo, cada vez que ha habido un debate democrático sobre cuestiones importantes para la economía mundial, los ciudadanos han demostrado una gran conciencia del interés general.
Ante numerosos temas fundamentales para nuestras sociedades y nuestras vidas personales, la misma falta de control democrático de la mundialización ha producido las mismas consecuencias desastrosas.

El filósofo francés Jean-Pierre Dupuis, hablando de ecología, nos exhorta a la práctica de un catastrofismo ilustrado. Se suma a Hans Jonas, cuyo principio es la responsabilidad vinculada a una “heurística del miedo”. Ante las trágicas consecuencias de la mundialización neoliberal, también debemos ser alarmistas ilustrados y racionales, no para permanecer en la inacción, como si estuviésemos bajo los efectos de la Gorgona, sino más bien para actuar de otra manera, actuar por los intereses de los ciudadanos y los pueblos de este planeta.

¿Hay que salvar el sistema o cambiarlo?


En estas circunstancias, lo que se plantea es la derrota ideológica del capitalismo financiero. La derecha liberal ha insistido en los últimos años sobre la supuesta derrota ideológica de la izquierda. Y ahora asistimos a un giro sorprendente que, en sólo algunas semanas, ha socavado veinticinco años de capitalismo liberal.
La crisis financiera afecta a millones de pequeños ahorradores. No sólo afecta a millones de pequeños agricultores, sino también a las mayores instituciones bancarias. Entonces, los enemigos del Estado, llenos de pánico, piden su ayuda. Los ultraliberales cambian de chaqueta. Y la administración Bush está dispuesta a inyectar en unas pocas horas 700.000 millones de dólares -treinta veces la ayuda pública al desarrollo- que, hace unas semanas, no podían encontrarse para poner fin a las crisis del hambre. Los que han hecho chocar al sistema contra un muro se sienten aliviados. Ellos ya han hecho su fortuna y no pagarán los platos rotos.

La pregunta que me gustaría hacer esta noche es: ¿hay que intervenir y salvar a los bancos de la quiebra? Esta pregunta no se plantea a la ligera. Estamos realmente frente a un dilema cuyo alcance debemos medir.
O bien reflotamos los bancos culpables de una ceguera sin medida y salvamos un sistema perverso, ya que entonces el sistema sabrá que los Estados y los contribuyentes están ahí como su última tabla de salvación, y así alentaremos la irresponsabilidad, haciendo de los ciudadanos doblemente víctimas: víctimas de las acciones de los bancos que se zambullen en el sobreendeudamiento y víctimas de un intolerable aumento de la presión fiscal o de la disminución del gasto público.
O bien rechazamos este riesgo moral -este moral hazard, como se dice en inglés- y ponemos en riesgo todas nuestras economías. El miedo puede apoderarse de los mercados con una violencia nunca vista, los bancos negarse a prestarse entre ellos mismos, las empresas quebrar por falta de financiación.

Para superar este dilema, propongo una condición radical, inmediata y no negociable: la intervención pública debe estar condicionada a una revolución en profundidad del sistema financiero internacional.
Sí, hacemos frente a una urgencia y, por eso, no tenemos más remedio que desarrollar una acción internacional coordinada. La Unión Europea debe desarrollar una política financiera común. Necesitamos crear un fondo de intervención común de los miembros de la zona del euro, pues los rescates de Fortis y Dexia muestran que estos bancos operan en varios países europeos.
Sin embargo, la intervención debe estar condicionada: deben revisarse de arriba a abajo las normas prudenciales; limitarse la posibilidad de excluir créditos de los balances de los bancos a través del proceso de titularización; someter los fondos especulativos a las normas de solvencia bancaria; crearse nuevos mecanismos de evaluación, con una agencia pública europea de calificación; prohibirse los bonos no sujetos al impuesto sobre la renta. Y, sobre todo, luchar contra los paraísos fiscales, rechazando el acceso en territorio europeo de aquellos fondos que tengan su sede social en tales paraísos. También debe revisarse profundamente el papel del FMI. Hoy en día, el Fondo carece prácticamente de medios de acción. Sus recursos financieros son limitados y apenas pueden desempeñar el papel de prestamista de última instancia en el plano internacional.

No quiero volver al debate que en el momento de la conferencia de Bretton Woods en 1944 opuso a John Meynard Keynes y el secretario del Tesoro estadounidense, Harry White. Keynes quería que el FMI fuese un banco central mundial, con poderes de creación de dinero para permitir, si fuera necesario, refinanciar los bancos centrales nacionales. No tuvo éxito. Es posible que las ideas de Keynes vuelvan al orden del día. En cualquier caso, el FMI debe tener una base de capital mucho más amplio y convertirse en el gendarme internacional de bolsas y bancos. Es él quien debe ser responsable de la elaboración de nuevas normas y quien debe ser responsable de su aplicación. Y esto nos lleva de nuevo a la necesidad de que su composición sea más democrática.

Hacia una mundialización política

La actual crisis financiera pone de manifiesto que, desde el principio, tenían razón quienes afirmaban el papel de la política pública, la necesidad de regulación, los derechos y deberes, el principio de justicia, sin los cuales la confianza quiebra. Por lo tanto, es hora de alzar la cabeza con un imperativo categórico: democratizar la mundialización.
Durante demasiado tiempo, la mundialización ha sido reducida a su dimensión económica, relegando los valores culturales, intelectuales, sociales y ambientales. Es decir, relegando la afirmación de la acción política para definir su contenido. Es hora de hacer la mundialización política, al lado y, yo diría más, por encima de la mundialización económica.

La mundialización es la integración de los países entre sí mediante la reducción del precio del transporte, del coste de las comunicaciones, de las barreras aduaneras. Sin embargo, esta integración significa que nos hemos convertido en interdependientes. Para decirlo de manera muy sencilla: las decisiones en Wall Street afecta a la vida de un campesino en Burkina Faso.
Por lo tanto, la mundialización tiene necesidad de política, es decir, de democracia participativa, sacándola de las garras de unos cuantos expertos. Ésta es una condición para que todos podamos ser ganadores, mientras que hoy ganan unos y pierden todos los demás.

Quisiera añadir que los que me acusan de poco realista tienen memoria corta. Hará unos dos siglos tuvo lugar un proceso similar: la formación de los Estados-nación. Como hoy, los costes del transporte y las comunicaciones cayeron, y como si fuese una consecuencia necesaria de ello, en Alemania o Italia por ejemplo, se crearon los estados-nación, que han permitido regular el funcionamiento de la economía para ponerla al servicio de los ciudadanos. No olvidemos los inicios del capitalismo industrial: la explotación del proletariado y los daños al medio ambiente.

Hoy como ayer, los gobiernos pueden hacer que los mercados funcionen de manera más eficiente y en armonía con el interés general. Por lo tanto, deben intervenir en la economía, para proteger a los trabajadores, proteger el medio ambiente, para redistribuir la riqueza entre capital y trabajo, para garantizar la confianza de todos los agentes implicados, para garantizar las inversiones más importantes, como las relacionadas con la salud, la investigación, la innovación y la educación. Hay que reemplazar el dominio de los mercados sobre los pueblos por la primacia de los gobiernos elegidos democráticamente.

Por último, tenemos la obligación de hacer un balance de la mundialización tal y como ha sido conducida en los últimos años. En cada país y también en las instancias internacionales.
La Unión Europea debe pasar a la ofensiva y proponer nuevas reglas. Hay demasiada inercia y lentitud. La Internacional Socialista y el PSE pueden jugar en eso un papel incentivador, como hemos comentado con George Papandreu en una reunión de trabajo. Hemos de alterar el lento ritmo de Europa, pues nunca el mundo ha necesitado tanto a Europa y a sus valores de la paz. El principal peligro de esta guerra económica que se avecina es el aumento de la violencia, cada uno centrado en sí mismo, la desesperación, el rechazo de la política, la brecha entre los poderosos y políticos, por un lado, y el pueblo, por otro.
Sabemos a dónde conduce eso. Al auge de regímenes totalitarios, al aumento del fundamentalismo, a la propagación del terrorismo por todos los lugares. Sí, nos enfrentamos a un gran peligro: el miedo. Se asusta a la gente, se les dice que no hay solución, que tenemos que salvar el sistema financiero tal como es o que todo se derrumbará. Los reaccionarios siempre han utilizado el miedo. La gente se repliega sobre sí misma, se refuerza el nacionalismo, el miedo a los demás se agrava y así, en seguida, surgen todas las malsanas reacciones. No es de esta manera como un sistema económico restaurará la confianza.

Y por eso creo que hay que tener el coraje de seguir diciendo que la mundialización puede traer un progreso de la civilización. Pues con otro discurso, si decimos “la mundialización, de cualquier manera, es el diablo”,  entonces ascenderán los nacionalismos. No se puede, cuando se es de izquierda o socialista, renunciar al internacionalismo, renunciar a equilibrar países ricos y países pobres, renunciar a la libertad de circulación.

Nadie podrá decir que no lo sabía

Actuemos para que nuestros hijos y las generaciones venideras no puedan preguntarse ¿cómo no lo vieron venir?
Lo vemos venir, sabemos qué hacer, tenemos principios, conocemos nuestros valores, queremos que emerja un mundo mejor, sabemos que la economía debe servir a lo humano y no al revés. Lo humano es el desarrollo de los hombres y las mujeres de hoy, pero también el de las generaciones que están hoy alzándose y que a menudo son golpeadas por el desempleo en unas sociedades cerradas ante ellas. Estas nuevas generaciones necesitan comprender que tienen derecho a elegir su vida, a asumir su libertad, a fundar una familia y a transmitir unos valores.
Eso es la política. Poseer la capacidad de transmitir los valores en los que se ha creído y hacer comprender a los más jóvenes que el esfuerzo escolar tiene un sentido,  que después habrá una profesión, y que si hay una profesión habrá un empleo y que si hay un empleo estará bien remunerado.
Dado que tenemos la suerte de tener esta capacidad de comprender y esta capacidad de actuar, tenemos el deber de utilizarlas.


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