Trasversales
Fernando Gil

Terror en Gaza

Revista Trasversales número 14, primavera 2009

Textos del autor en Trasversales



Con el pretexto de acabar con los cohetes Kassam lanzados por Hamás sobre el Neguev occidental, el Gobierno israelí emprendió en el mes de enero una desproporcionada operación militar sobre la franja de Gaza, que arrojó un saldo de 1.400 muertos y cientos de heridos, en su mayoría civiles. El ejército tenía como consigna hacer retroceder 20 años las condiciones de vida en la franja y nada respetó: unas 4.000 casas y 1.000 fábricas han sido destruidas. Y hospitales, centrales eléctricas, conducciones de agua cayeron bajo las bombas, incluso dependencias de la ONU, tan seguro estaba el Tsahal de que no habría sanciones políticas. Pero la desproporcionada represalia, que había sido previamente ensayada y mantenida en la reserva como operación de castigo, tenía otros objetivos.   
El más inmediato eran las elecciones en Israel, cuyos candidatos rivalizaban en proponer las soluciones más brutales a un electorado atemorizado por los ataques de los milicianos de Hamás y muy escorado a la derecha, incrementado con la masiva llegada de emigrantes desde Rusia, que, convertidos en colonos ávidos de tierra, pedían más dureza contra los palestinos. 
La coalición gobernante del Kadima y el Partido Laborista, aspiraba a seguir en el poder tras las elecciones del 10 de febrero y sus candidatos debían competir con el candidato del Likud, mejor situado en las encuestas. Tzipi Livni, ministra de Asuntos Exteriores, ex miembro del servicio secreto israelí (Mossad) y partidaria de usar la fuerza para derribar al Gobierno de Hamás en Gaza, era candidata por el Kadima, la coalición fundada por el general Ariel Sharon. Ehud Barak, ex jefe del Estado Mayor y un militar muy condecorado, era candidato por el Partido Laborista y partidario de un castigo breve antes de negociar, y Benjamín Netanyahu, ex miembro de las fuerzas especiales (Seyenet Matka) y contrario desde siempre de un Estado palestino, era candidato por el derechista Likud y el preferido en las encuestas. Los tres candidatos respondían a las expectativas de la militarizada sociedad israelí, en la cual sólo una reducida minoría defiende la razón y los derechos humanos. A los tres les hacía falta una demostración de fuerza, pero ninguno obtuvo una ventaja concluyente sobre los demás.
Los 120 escaños del Parlamento israelí (Kneset) han quedado repartidos del modo siguiente: Kadima (Tzipi Livni, centro) 28; Likud (Benjamín Netanyahu, derecha): 27; Yisrael Beitenu (Avigdor Lieberman, ultraderecha): 15; Laboristas: 13; Shas (ultraortodoxos): 11; Lista Árabe Unida: 11; Unión Nacional/Casa Judía (colonos): 7; Unión de la Tora (ultraortodoxos): 5; Movimiento Nuevo/Meretz (izquierda): 3. El Gobierno, bajo la presidencia de Netanyahu, ha quedado formado por la coalición del Likud y de Yisrael Beitenu (Nuestra Casa Israel) dirigido por el extremista moldavo Lieberman, emigrado a Israel en 1978, que fundó el partido racista Kach, declarado fuera de la ley. Así que se ha impuesto la línea más dura.
Otro objetivo perseguido por el Gobierno israelí era colocarse en una posición ventajosa, produciendo el mayor daño posible a Hamás, ante una posible negociación patrocinada por el nuevo gobierno de Estados Unidos. El momento era propicio, pues aprovechó los últimos días del mandato de Bush, que, tan amigo de invadir, ha justificado la invasión de Gaza, y el relevo en la Unión Europea, cuya presidencia corresponde a uno de los países miembros más alineados con las tesis del Partido Republicano, circunstancia que se añade a la tradicional inanidad europea en política exterior. Pero, para Israel el coste de la operación puede ser alto, no tanto en daños militares, dada la magnitud y la cualificación de su ejército la cifra de muertos ha sido baja, como en imagen y proyección internacional, pues los bombardeos previos y la invasión posterior de Gaza, un territorio densamente poblado cuyos habitantes no pueden escapar, han colocado de nuevo al Estado de Israel entre los países agresores, culpable de cometer crímenes de guerra y de atentar contra los derechos humanos por su brutalidad en la administración de la franja. Lo ocurrido en Gaza es peor que lo sucedido en Abu Graib.
Un tercer objetivo sería actuar siguiendo la opinión Sharon de que la guerra de 1948 no ha terminado y, en consecuencia, no se ha alcanzado la definitiva delimitación del territorio de Israel, idea que enlaza con el sueño del Gran Israel, un extenso territorio que comprendería desde el Nilo hasta el Éufrates, tal como indican las bandas azules de su bandera nacional. En ese proyecto de extensión territorial y purificación étnica, la población palestina es el gran obstáculo, más cuando su crecimiento vegetativo es muy superior al de la población israelí. De este modo la última operación militar no sólo perseguía destruir el poder militar de Hamas y aterrorizar a su base social, sino forzar, con la destrucción de viviendas, servicios y negocios, la emigración desde Gaza hacia los países limítrofes, para sumarla al gran éxodo que comenzó en 1948, cuando la mitad de la población palestina fue expulsada de su tierra natal.
Desde que Hamás ganó las elecciones, Gaza ha padecido un bloqueo y su población ha sido privada de los bienes más elementales, cuyo suministro ha quedado al arbitrio de las tropas israelíes. Gaza ha sido un campo de concentración de un millón y medio de personas, del que ha sido imposible escapar, y últimamente una ciudad sitiada sobre la que ha caído la furia de sus carceleros sin que mediara una guerra. 
Contra toda lógica, Israel ha creído que los palestinos aceptarían pasivamente el bloqueo que les castigaba por haber dado a Hamás la victoria en unas elecciones, y la respuesta de los milicianos islamistas lanzando cohetes sobre el Neguev ha servido de pretexto para emprender una operación militar que enseñe a los palestinos a aceptar sus humillaciones con resignación o a marcharse. Parece como si los israelíes quisieran hacer pagar a los palestinos el asesinato de millones de judíos a manos de los nazis. Pero del holocausto, indiscutible ignominia en la historia de los seres llamados, a veces contra toda evidencia, humanos, los palestinos no tienen la culpa, sino al contrario, son también víctimas indirectas de la barbarie nazi, pues han pagado con su tierra, su paz y su libertad la compensación que los aliados ofrecieron a los judíos al acabar la II Guerra mundial. Pero los israelíes no lo ven así, creen que los palestinos ocupan ilegítimamente una tierra que hace milenios les fue prometida como pueblo elegido (elegido por ellos mismos) y que, en esta resistencia a entregarles lo que es suyo, los árabes son cómplices de los nazis. Y llevan sesenta años vengándose en un sujeto equivocado, pero necesario como enemigo para mantener unido y alerta al pueblo de Israel, siempre rodeado de mortales adversarios y siempre triunfante, como está escrito en el libro sagrado.
Hamás, jaleado en su momento para debilitar a Arafat, no es más que una consecuencia del desgaste de Al Fatah y de la OLP, la sustitución del arabismo laico por el fundamentalismo religioso; es la sucesión lógica a la desesperación de los palestinos, la reacción ante la continua expansión del Estado de Israel, a los nuevos asentamientos, a la bantustanización de Palestina, a la construcción del muro (ilegal según el Tribunal Internacional de Justicia y resolución de la ONU de 2004), a la apropiación del agua, a años de burla de los mandatos de la ONU, desoídos por todos los gobiernos israelíes, conservadores o laboristas.
Hamás es un movimiento no sólo religioso sino con una proyección social, que en su facción más fanática persigue la instauración de una república islámica donde los derechos civiles queden abolidos, especialmente los de las mujeres, y la vida sea regulada según una restrictiva interpretación de la sharia, pero no puede olvidarse que también defiende una causa justa: el derecho de los palestinos a tener su propio estado y a vivir en paz en su tierra.
Hay quien ha señalado que es preciso librar a los palestinos de la tutela de Hamás, pero, de ser posible -inimaginable al día de hoy-, sería un paso inútil sin librar a los israelíes de la tutela del Likud y de los rabinos, pues en ambos casos la política está dirigida por clérigos fanáticos. El fanatismo de Hamás es la respuesta islamista al fanatismo de los sionistas. Y cuando la religión ocupa el lugar de la política las cosas tienen muy mal arreglo.
Por una desdichada circunstancia, en esta última agresión a los palestinos, han coincidido los deseos personales de dos patos cojos, Bush y Olmert estaban próximos a dejar el poder y por tanto no temían las consecuencias electorales de su obcecación, pero ambos erraban en sus cálculos. Olmert quería marcharse con una victoria y cree que esta vez la ha conseguido, pero a la larga la supervivencia del Estado de Israel depende de las relaciones de buena vecindad con los países del entorno. Los planes para reconfigurar el próximo oriente, sugeridos a Bush por los neoconservadores, han permitido a Israel acentuar su agresividad contra los palestinos y albergar la ilusoria sensación de que con la derrota de Hamás pondría fin al problema, pero sus gobiernos han olvidado que el último en llegar no puede imponer las reglas. Israel llegó en 1948, y desde entonces ha intentado imponer sus normas de manera unilateral sin lograrlo del todo. Tarde o temprano no le quedará más remedio que negociar en serio con los palestinos.
En este aspecto, para ayudar a Israel a reflexionar es preciso hacer algo más que condenar esta última masacre y las que desgraciadamente quizá vengan. Parte de la población europea se ha mostrado sensible al atropello protestando en varias ciudades. Ahora, los gobiernos deberían apoyar a sus poblaciones, cuyos elementos más sensibles ante la vulneración de los derechos humanos les marcan el rumbo a seguir. Hay que aprovechar la proximidad de las elecciones europeas para presionar a los gobiernos y sobre todo a los partidos de izquierda para pasar de las palabras a los hechos respecto a las relaciones con Israel.  
No basta la condena de la ONU, que Israel se salta siempre; hay que tomar medidas que afecten al trato privilegiado que la Unión Europea dispensa a Israel: solicitar indemnizaciones por la destrucción de infraestructuras palestinas financiadas con fondos de ayuda europeos, suspender los acuerdos económicos, en particular los que tengan que ver con la venta de material militar o paramilitar, eliminar la participación israelí de los eventos deportivos y culturales de Europa (Eurovisión) y ante nuevas agresiones, retirar a los embajadores.
Hay que tratar a Israel como a otros estados terroristas, que atentan de manera sistemática contra los derechos humanos. En esto, Europa no puede seguir a remolque de las decisiones de los halcones de EEUU. Con sus iniciativas, la Unión Europea puede ayudar a Obama a cambiar la beligerante política de los republicanos, que ha alentado la agresividad de Israel. Obama no debe ser un rehén de los grupos de presión que apoyan en EEUU la política israelí, y mucho menos la Unión Europea, ante un objetivo que es justo: establecer la paz en la zona y crear un Estado unificado para Palestina.
 

Trasversales