Trasversales
Josu Montalbán

La nueva "sinfonía del nuevo mundo"

Revista Trasversales número 14, prmavera 2009


Textos del mismo autor



Hace ya algo más de cien años que murió Antonín Dvorak, el músico y compositor checo que creó la Sinfonía del Nuevo Mundo. Para un romántico nacionalista como él viajar a EEUU fue un trance definitivo. Allí recogió los ecos de la tradición de las vastas praderas e, inspirado en los cantos espirituales de los negros de Norteamérica, compuso su novena sinfonía a la que nominó como “Sinfonía desde el Nuevo Mundo”. Antes de que llegara a dirigir el Conservatorio de Nueva Cork, recomendado por una amiga suya, sus hazañas musicales habían tenido lugar en Praga y Berlín, es decir, bien cerca de su casa. EEUU era para él como la Tierra Prometida, un nuevo mundo que con el paso del tiempo, tras su participación y protagonismo en sucesivos conflictos, se convertiría en el Gran Hermano, en el Ser Superior que pasaría a dirigir los destinos del Mundo y de la Civilización, por tanto, del Mundo Civilizado que ha venido desarrollándose hasta hace bien poco tiempo. Cuando el grupo musical Mocedades puso voz y letra a la música de Dvorak lo hizo desde la esperanza de conseguir que el nuevo mundo fuera mejor, más razonable y más bello que el viejo.

Pero aquellas letras se han quedado en buenas intenciones que nada tienen que ver con cuanto ha acontecido después. Decían que “más allá donde el Sol tiene otro color, siempre habrá un lugar para el que llegó”. ¿Se trataba acaso de un mundo hospitalario y acogedor, abierto a todos, de fronteras permeables e, incluso, desfronterizados? Pues no, en el Mundo actual las gentes más pobres van y vienen, pero lo hacen la mayoría de las veces de forma clandestina, y no encuentran ese Sol de otro color porque el Sol va perdiendo su brillo, oculto como está tras una atmósfera sucia y turbia. Y decían que “siempre habrá un trigal, un amanecer, tierra y paz, y una flor que puedas coger”. De nuevo la esperanza que se ve hoy desbordada por las guerras, el terrorismo sofisticado y sin límites, por el riesgo de las agresiones medioambientales derivadas de un desarrollismo excesivo y sin reglas. Y, por fin, aquel estribillo envuelto en una melodía sencilla y tierna que hablaba de nuevas ilusiones, de nuevos atardeceres y amaneceres, de nuevas espigas que tenían que nacer y crecer para alimentar aquellas esperanzas. El virtuosismo de Dvorak y las letras y voces de Mocedades se tomaron de la mano  para edificar un monumento a la esperanza que se ha quedado viejo sin haber sido nunca joven, que se ha ocultado tras la maleza de la desesperanza, que ya apenas sirve.

En este nuevo mundo nada es como amenazaba ser. El orden mundial sigue edificado sobre pilares endebles y cambiantes. La geopolítica ha sido diseñada sin tener demasiado en cuenta la geografía porque la globalización, lejos de actuar como una oportunidad beneficiosa para los humanos, ha devenido en una mera estrategia mercantilista. La socialpolítica también ha fracasado en la medida que lo han hecho las ideologías en que debía sustentarse. La política de bloques en que se apoyó la guerra fría ya no es tal y, aunque se siguen produciendo amistades entre países y estados del mundo, tales amistades responden más a compromisos puntuales relacionados con transacciones comerciales que a afinidades ideológicas tendentes a configurar un nuevo mundo más justo e igualitario. El liberalismo es el dios que gobierna en todos los rincones del Mundo. De la mano de dictadores y de demócratas, de reyes autócratas vitalicios o de presidentes elegidos cada cinco o seis años, el liberalismo es el dios del sistema mundial, fundamentado en la irresistible fuerza del Mercado y de su servidor más fiel, el Dinero.

En cien años que han pasado desde que el checo Antonín Dvorak nos legó su “Sinfonía desde el Nuevo Mundo” todo ha cambiado. Si Nueva Cork, y cuanto representaba, era el Nuevo Mundo desde el que escribió su obra más conocida, bueno será recordar el aún reciente atentado contra las Torres Gemelas que produjo miles y miles de muertos, que arrasó aquellos imperios financieros y monetarios, que mostró al mundo como el imperio más poderoso sucumbía ante la acción de un puñado de islamistas suicidas que mostraron a la Humanidad la endeblez de cualquier proyecto que pueda estar basado sólo en el poder económico. Caídos el Muro de Berlín y los sitemas comunistas, el capitalismo se creía a salvo de todo y los capitalistas se veían dichosos advirtiendo como la Red, -esa diosa invisible e infalible-, les hacía ricos, opulentos e ilimitadamente potentados. El comunismo había fracasado, al parecer, sustentado por un sistema basado en la férrea inmovilidad del sovietismo. Ciertamente el comunismo no saciaba las ansias individuales, no alimentaba la competitividad entre los individuos que, faltos de alicientes, se sentaban a esperar faltos de toda esperanza. Pero, ¿qué nos deparaba el capitalismo? Aquel delirio manifestado cuando, esquirla a esquirla, fue destruido el Muro de Berlín y trasladado a tantos hogares del Mundo, se vivió con un delirio mucho más acusado en Wall Street y en los grandes Centros Financieros del Mundo.

En todas las ciudades se reunían los mandamases de las grandes potencias mundiales, auspiciados por los emperadores de EEUU, principalmente, o llamados por quienes, al frente de los más importantes Organismos Internacionales, actuaban a su servicio. Desde que por la vía de los hechos el capitalismo sentó sus reales en el Mundo, éste es más desordenado y más ingobernable. Los países en vías de desarrollo son llamados a las reuniones en la medida en que aportan mano de obra barata o nutridos grupos de posibles consumidores. Bien poco importa que estén dirigidos y gobernados por dictadores que firman penas de muerte y no permiten más partidos políticos que el suyo (China); o que acudan a las reuniones con un harem de mujeres a las que reducen a la condición de objetos sexuales (Arabia Saudita); o que sometan a los asistentes a la aberración del silencio cómplice ante guerras desencadenadas caprichosamente bajo la disculpa de que alguien pudiera tener armas de destrucción masiva (EEUU); o que prediquen públicamente que no están dispuestos a reducir sus emisiones de CO2 a la atmósfera porque es prioritario el desarrollo a cualquier precio (India). Pues bien, esos países superpoblados acuden a las reuniones de los poderosos sólo porque aportan brazos baratos y porque son muchos y están aún poco y no demasiado bien organizados.

En el Nuevo Mundo hay un continente entero (África) entregado a calamidades y catástrofes mientras hay gobiernos del Mundo y corporaciones económicas que compran sus tierras para cultivarlas y hacer negocios con los alimentos producidos, la mayoría de las veces fraudulentos. En África, como si estuviéramos dos siglos atrás, se desencadenan epidemias y pandemias, -cólera en Zimbabwe, SIDA en gran parte del continente, etc...-, que diezman a su población porque nadie acude en su remedio. En África hay varios millones de habitantes viviendo en campos de refugiados, que han sido desarraigados de sus aldeas por motivo de los numerosos conflictos tribales y guerras entre vecinos. En África los niños se familiarizan antes y mejor con el fusil que con el lapicero. En África, y también en algunas áreas de Asia, hay más de 25 millones de refugiados ambientales, según datos barajados en la reciente cumbre de Poznan. Huyen de la degradación, de las contaminaciones básicas y de la desertización de grandes superficies habitadas. Y van a vivir a otros lugares casi tan inhóspitos como los que abandonan. Porque cuando emprenden sus migraciones lo hacen utilizando rutas, o campo a través, minadas por bombas perdidas que quedaron abandonadas, aquí y allá, en las sucesivas guerras.

Habrá que diseñar un Mundo nuevo, a través de un nuevo orden, porque el ya viejo ha fracasado sin remisión posible. Ni siquiera en el Mundo desarrollado el armazón económico es fuerte y estable. Y, sobre todo, no es justo. No es demasiado pedir, con la Sinfonía de Dvorak como fondo, que los nuevos tiempos sean más esperanzadores. No basta con la acción de los Organismos Internacionales humanitarios porque las ONGs no alcanzan a solucionar tantas carencias en aumento. En este nuevo mundo en que crecen sus habitantes en proporciones exponenciales no cabe entregar compromisos y responsabilidades a quienes, voluntariamente, se entregan a la solidaridad. No es cuestión de solidaridad sino de justicia. El Mundo es uno, -sólo uno-, por más que nos hayamos empeñado en marcar fronteras y distinguir lugares. Si no infundimos esperanzas la espiga de las letras de Mocedades no nacerá ni crecerá, y no será difícil que la melodía que acompañe a nuestras canciones sea el llanto.

La Nueva Sinfonía del Nuevo Mundo, suena bien diferente que la de Dvorak. La actual sinfonía suena de modo discordante: o se han desordenado las notas en el pentagrama o los instrumentos que usan los actuales músicos del Orden Mundial están desafinados.



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