Trasversales
David Hammerstein

Europa: de la utopía a la dura realidad

Revista Trasversales número 15, verano 2009

David Hammerstein fue eurodiputado 2004-2009 inscrito en el grupo verde del Parlamento europeo



A pesar de todas las contradicciones y retrocesos en el tortuoso camino de la construcción de la Europa política, yo me sigo considerando un europeísta convencido contra viento y marea. Creo que los graves problemas mundiales que atravesamos obligan con urgencia a superar la estrechez y los límites de gobernabilidad política de los Estados-nación y de los acuerdos bilaterales o multilaterales entre Estados.  El mundo actual necesita un fuerte liderazgo europeo frente a la enorme crisis socio-ecológica que nos amenaza.  Pero sin embargo,  durante los últimos años tengo que admitir que personalmente he recibido un fuerte correctivo y un baño de realidad que me ha hecho modificar en mucho mis posiciones idealistas sobre Europa.
Cuando entré como eurodiputado en 2004, se puede decir que el “sueño europeo” aún tenía algo en ebullición.  Era todavía posible, o al menos, entonces yo lo creía así, apostar con ilusión por la utopía de una Europa unida política y democrática que fuera capaz de hablar con una sola voz en el mundo a favor de la paz y los derechos humanos, y que actuara dentro del viejo continente dando el protagonismo que merecen a unos principios y valores sociales y ecológicos.  Se pensaba que con la simple extensión de las fronteras de Europea hacia el este se podría extender también las bases democráticas y los derechos más avanzados, además de repetir algo parecido al “milagro socioeconómico español” en países como Polonia y Rumanía. Con la ampliación europea a los países del este, yo pensaba que se conseguiría sellar la paz, o al menos eliminar la tensión en los Balcanes, o en países como Chipre. Turquía dentro la Unión Europea también podría jugar un papel decisivo a favor de la paz en el Oriente Próximo. Todo ello afianzado además, con la esperada aceptación popular de una Europa institucional y legislativa con mayores competencias de regulación, y en medio un progresivo debilitamiento del nacionalismo de los Estados. Con la integración europea se podía vislumbrar una armonización creciente de todas la políticas y de la economía, y al tiempo se construía paulatinamente una nueva ciudadanía supra-estatal capaz de asumir una identidad política cosmopolita y transeuropea.
Pero a día de hoy, en la primavera de 2009 tengo que admitir que aquella edulcorada aspiración europea está más lejos que nunca de cumplirse.  Hoy, cinco años después de entrar en el Parlamento Europeo, tenemos delante de nosotros una realidad de la UE con 27 Estados, pero que es bien distinta de lo que se pregonaba. Los 12 nuevos países miembros han resultado ser “la ampliación de las rebajas”, puesto que han significado un fuerte retroceso en los objetivos de integración europea a cambio de alcanzar la nada desdeñable meta de estabilidad y paz.
Pase lo que pase con la revisión de la Europa trazada por el Tratado de Lisboa, la triste  realidad es que tenemos una Europa mucho menos ambiciosa y mucho menos unida que aquello que nos ilusionaba hace unos años: el soñado “contrapoder frente a EEUU”. En cambio, el dominio de los Estados miembros es más fuerte que nunca frente a los poderes europeos institucionalizados como son la Comisión Europea y el Parlamento Europeo. También la desilusión y escepticismo de la mayoría de la población europea aumenta diariamente, y tampoco hay nuevos avances palpables hacia la “Europa social y ecológica” más allá de las huecas proclamas retóricas y sin respaldo financiero ni prioridades política reales.
Además, con el fracaso en el apoyo ciudadano al Tratado Constitucional, y con la gran incógnita actual sobre el Tratado de Lisboa, no se han puesto en práctica las mínimas reformas institucionales y democráticas necesarias para desatascar la toma de decisiones y la gestión diaria de la Unión Europea.
Hablaré más claramente. Tenemos una Europa más intergubernamental que nunca. Quien realmente corta el bacalao en casi todas las decisiones políticas es el Consejo de Ministros de los estados miembros, que a puerta cerrada suele defender con muy poca transparencia los estrechos intereses nacionales de cada Estado y de sus grandes empresas “campeonas” frente a toda propuesta de una mayor regulación europea, y frente a las necesidades de una mayor defensa europea de los consumidores y del planeta viviente tan amenazado. Esta situación de una Europa frágil y rehén de los estrechos intereses de los Estados miembros, se ha visto muy claramente en las recientes decisiones adoptadas: el “Paquete Energético” y el “Paquete de Telecomunicaciones”. Ya casi nadie defiende los intereses generales y conjuntos de la ciudadanía europea, y cada vez son menos los que apuestan por más competencias y control por parte de Bruselas. La dirección del viento ha cambiado hacia el nacionalismo de los Estados.
La ampliación de la Unión Europea de 15 a 27 países ha desbaratado para muchos años la necesaria construcción de una  “Europa política” por encima de la simple coordinación inter-estatal que sigue dando el peso y el protagonismo a los intereses particulares de los Estados. Hoy tenemos más de media docena de nuevos miembros de la UE, pero que no creen en absoluto en la construcción de una “Europa política” fuerte e integrada. Como mucho, estos países quizás pueden hacer hueco a la idea de un “mercado común glorificado”, pero que dejando intactas casi todas las competencias de los Estados actuales sólo quieren cooperar en favor de un mercado libre interno y protegido. Aún más significativo es el cambio de actitud que ha tenido Alemania, que ha pasado de ser el motor de una Europa integrada a oponerse a cualquier propuesta de mayores competencias y regulación para la UE en campos como son los económicos y energéticos. Hoy, Alemania parece estar dispuesta a empujar el retroceso de una importante legislación y política ambiental conseguida (Directivas sobre el Hábitat, las emisiones de coches, contaminantes químicos REACH...).  Francia también ha pasado a ser un país encerrado en sí mismo, y con muy pocas ópticas europeas es proclive al regreso del viejo modelo de federalismo entre los Estados europeos.
Otra gran desilusión es la de “la Europa social”. Apenas existe ni voluntad política, ni leyes comunes, ni medios económicos para construir un marco europeo con unas normas sociales mínimas y comunes, exigentes y vinculantes. Mientras que sí se ha avanzado en la circulación de productos y servicios en el mercado europeo, no hay indicio alguno de que se darán progresos sustanciales en la armonización de los servicios públicos, en las normativas laborales, en la asistencia sanitaria, o en la creación de empleo. Incluso si hubiera una hipotética voluntad política a favor de iniciativas sociales, hoy por hoy, a nivel europeo no existe ninguna vía de financiación para ello. Las respuestas a la actual crisis económica son un claro botón de muestra de esta situación. Las cantidades económicas son ridículas y nadie propone seriamente una fiscalidad europea, bonos, o ecotasas, para poder generar unos recursos propios europeos dirigidos a exigentes políticas sociales o ecológicas.  El actual sistema basado en la negociación de las aportaciones económicas de los Estados miembros a las arcas de la Unión Europea está más que caduco, y los países más ricos como es Alemania, ya no están dispuestos a tirar del carro después de décadas de ser el motor económico del reparto y la solidaridad europea hacia el resto de países miembros.
A pesar de este pesimista panorama europeo, conviene no olvidar que aunque insuficientes, son sustanciales los logros conseguidos hasta ahora por la Unión Europea, y no deben ser despreciados ni eliminados. De seguir los tiempos como van, seguramente tendremos que defenderlos con todas nuestras fuerzas ante la presión de los miopes intereses económicos de los Estados y ante la ceguera particularista de sus forofos nacionalistas.


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