Trasversales
Ignacio Castro Rey

Revolutionary Road (Sam Mendes, 2009)

Revista Trasversales número 15,  verano 2009


Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



April es the cruellest month, breeding Lilacs out of the dead land,
mixing Memory and desire, stirring dull roots with spring rain.

The Waste Land. T. S. Eliot.

Los sueños contra el sueño colectivo, contra el “jugar a las casitas”, dice el loco de la película, casi el único niño al que se le permite hablar. Duro retrato del American way of life, es cierto, no menos ácido que en la ópera prima de Mendes. En American beauty había una apuesta por la religión del otro lado, la música, la mitología de los sesenta y cierta sabiduría “oriental” sobre la muerte, que hacía el drama un poco más asumible, menos agrio y más humanista. Aquí, siguiendo una novela de Richard Yates de 1961, con fama de ser mejor aún que la película, el resultado se entrega en crudo, sin que las palabras cubran a los hechos.
Es significativo poder escribir la crónica de una película vista una sola vez hace tres meses, poder hacerlo como si fuera ayer. Peor aún, vista a regañadientes, con desgana y resistiendo heroicamente toda la proyección, sin entrar en su atmósfera. Tiene gracia, la misma pereza que retardó poder ver la película, tal vez ha retardado después escribir esta crítica. ¿Qué nos pasa con el amor, con la felicidad, con la vida familiar? El tema de la familia preocupa en nuestra cultura, no en vano gracias a nuestro divorcio global de cualquier fidelidad, la estamos dinamitando. Existe otra magnífica cinta estadounidense, The family Savage, que también merodea en torno a este nido de afectos y traiciones, de fidelidades y tormentos.

Había varios motivos para esta resistencia sorda. Se temía una probable decepción, después de la magnífica American beauty y de lo que se había oído de alguna otra película posterior. Además, el aire de drama metafísico, el blanco nihilista del cartel anunciador y las dos estrellitas de turno echaban un poco para atrás. Más aún con la pareja del Titanic, una Kate Winslet y un Leonardo DiCaprio que a uno, a pesar del clamor reinante, no le dicen absolutamente nada. Hace tiempo que son odiosas las estrellas, que resulta horriblemente aburrida esa ingente cantidad de películas -Woody Allen incluido- basadas en las personalidades que viven de nuestra impersonalidad y por eso son capaces de “llenar” la pantalla. Estoy harto de todo eso y pensé que Vía Revolucionaria era una muestra más de esa bazofia [Lo es según algunos críticos: Cruda y fascinante (...) DiCaprio está en plena forma, acumulando capas de emoción soterrada en un hombre derrotado. Y la gloriosa Winslet define lo que hace a una actriz grande: un deslumbrante compromiso con el personaje (Peter Travers, Rolling Stone). Para vomitar]. Me equivoqué de lleno. Esa misma noche la historia de Yates-Mendes dio vueltas en mi cabeza. Al día siguiente también, y ahora me encuentro ante ustedes, tres meses más tarde, pudiendo recordarla al detalle.

Es cierto que la puesta en escena de Mendes es impecable. Es cierto que la actuación de todo el plantel de Revolutionary Road carece de fisuras. Frente a DiCaprio o Winslet, los actores que nunca han abandonado la movida de los amigos, la familia y el terruño, no saben nada de la violencia de vivir, del desierto, de lo que es pasar una temporadita en el infierno. Carecen de esa soledad capitalista que les permite actuar, quiero decir, perder la comunidad de la vida y recuperarla por fuera, en pantalla. Por eso no vocalizan ni pueden actuar de manera creíble, porque siempre están en casa. Para compensar esto, sobreactúan. No es el caso de los dos actores de Mendes. Aunque fueran estúpidos -no hay que descartar nada-, han sido convertidos en arcilla maleable en la trama de un guión sin aliento.
En el mundo anglosajón es otro el peligro. ¿Por qué una persona pierde encanto? Porque -por ejemplo, Scarlett Johansson después de Lost in translation- llega a saberse a sí misma, a ser consciente de sí misma y controlar su imagen de éxito, toda ella en pantalla. Pierde entonces la humanidad que la llevaba a dudar, a balbucear. Pierde la sombra de lo analógico, la fidelidad ética a una borrosa escena primitiva, y alcanza esa planicie propia del éxito en pantalla. Llegan a encarnar así el fin de la existencia a manos de la alta definición, en suma, la estupidez radiante que nos vende Hollywood. Pensé que Revolutionary Road estaba emparentada con esta maldición. Pero no, Mendes sigue corroído por el virus de una ignorancia posterior a toda información, sigue tocado por una verdad que desborda su saber. Que el Señor que traza estos caminos que ni siquiera se ven al andar no ceje en su denuedo, en sus extraños designios.

April and Frank. Césped y robles en una buena casa de la Vía Revolucionaria. Guapos, acomodados, inteligentes, cultos, con fama de “especiales”. Llevan años intentando casar todo eso con una vida integrada, normal. Y casi lo consiguen. Trabajo, hijos, buenos vecinos: una versión más, un poco cool esta vez -ella es actriz de teatro-, del sueño americano. Ahora al norte de la Nueva York de los años cincuenta, justo cuando empiezan a nacer los ordenadores que acabarán ordenando nuestras vidas. Por si fuera poco, pronto aparece una amante -para él, of course-, el último ingrediente para que el ensueño sea real, precisamente en virtud de esa pequeña falta que cualquiera comprendería. Se quieren, pero no están del todo satisfechos. Y en este marco aparece la otra, discreta secretaria -no muy guapa, un poco rolliza- fascinada por el poder y la apostura de uno de sus jefes. Todo está encaminado para un drama o una comedia al uso, pero recibimos un pequeño signo de alarma, de que se está preparando algo distinto, cuando precisamente la amante empieza a fallar en el alma de Frank y éste lleva mal las típicas bromas machistas de los amigos.

Él es inteligente, atractivo, bastante honesto. Impulsivo, pero incapaz de llegar a la violencia a pesar de vivir un poco atormentado por la sombra de un padre que nunca consiguió dejar de ser un don nadie. Ella es otra cosa. Después de una crisis normal, es April quien recuerda quiénes fueron, es ella quien quiere de pronto ser fiel a lo que prometía su antiguo sueño común. Es incluso ella quien es fiel al padre de Frank, buen hombre orillado por un mundo implacable. Bajo su aire educado, April es un poco visionaria, más audaz y osada que él, posiblemente más honesta también, más radical. Lo peor de todo, al borde del fracaso, es que un día oye voces que vienen de sus viejos sueños. Por ellos, April tiene extraños cambios de humor y de planes. De una manera discreta, le gira la cabeza sobre los hombros. Un poco como a la niña de El Exorcista, pero, claro, sin perder la sonrisa y sin que nadie note nada monstruoso. Y sin embargo, la monstruosidad de elegirse a uno mismo está ya ahí. Poco a poco, el veneno de la fidelidad juvenil a la existencia se cuela entre ellos, igual que el cuchillo entra en el queso. Si el agua de la rana se pone a hervir lentamente, ni el pobre animal ni nadie notarán nada hasta que sea demasiado tarde.

¿La verdad os hará libres? En American beauty, Mendes parecía firmar este emblema bíblico, aunque fuese al otro lado de la muerte. El mensaje, más pesimista, ahora parece ser: La verdad os hundirá. En todo caso, entonces y siempre, el mensaje social es huir de la verdad como si fuera la peste. Pero April, fisiológicamente, no puede con eso. En un gesto final, cuando sabe que está fuera del mundo y que ha de apearse para que los suyos sigan, es cuando vuelve del bosque -pálida, santa, serena- y le prepara un principesco desayuno a su marido, interesándose incluso por el nuevo proyecto industrial, ese modelo primitivo de ordenador que ha acabado con el sueño de ambos.

Sueños traicionados que un día regresan. No olvides nunca lo que una vez fuiste, lo que una vez dijiste. Lo olvidado por peligroso puede regresar como algo peor. Mendes maneja muy bien, con mesura de alquimista, estos viejos temores. Y además lo hace en el terso brillo de la superficie de los Estados Unidos, con lo cual la angustia se duplica. En este escenario de césped, días luminosos y buenos vecinos, la venganza de lo no realizado será doblemente activa, pues se expande por las mismas venas que mantienen la definición hiperreal del espacio. Si un crítico ha hablado de aquí de una “narración algo lenta y lastrada por una planificación demasiado lineal” es solamente, en fin, porque no se enteró de nada. No vio la película: se limitó a sentarse enfrente, con la empanada “crítica” ya cocinada en la cabeza. No vio que ese ritmo lento y planificado es crucial para que la chispa azulada de la tragedia salte. El veneno corroe precisamente la inmanencia de la fluidez estadounidense. Será vertido, diría Shakespeare, en el pórtico de un oído dormido.

Por mor de tal sueño, ella regresa a una violencia ínsita a la especie. La peor de las violencias, sin género ni culpables. En cualquier caso, ella no es “la mujer” de la película. Encarna más bien la lucidez de la existencia, la ley de su discontinuidad, la de una excepción continua. Es él el que es “genérico”, como por otra parte es lo normal en el hombre. En cada caso, April parece que ha de repensarlo todo, desde abajo. La pregunta ahora es: ¿hay una relación admisible, una familia que pueda con eso?

Tanto el gesto del vecino mayor, que desconecta el Sonotone para no escuchar a la bruja de su mujer, como el gesto exhausto y desolado de Frank en el parque, un segundo antes de que le llamen sus hijos y tenga que sonreír, señalan el precio que hay que pagar a veces por sobrevivir. Perder la vida en vivo, convertirse en un zombi. ¿April se suicida o se le va la mano en ese aborto no pactado? Qué más da. Tanto el trágico final como el viaje liberador a París eran perfectamente posibles. Lo que les pierde es el pragmatismo de él, su falta de fe y agallas, el ceñirse a la tentación del progreso económico y el confort. La coartada penúltima de Frank es realizar lo que no pudo su padre, pero aquí su error consiste en no entender que es el “idealismo” de April el que es fiel a lo real que han vivido y también a los padres. La economía es nuestra magia negra para exorcizar ese mal de vivir. Y el hombre de la casa cede fatalmente a eso. El optimismo de Yates-Mendes consiste aquí en susurrarnos que eso llevará a un fin trágico. Cuando ella lo que propone es saltar sobre el peligro, adentrarse, emigrar al interior de lo que vivieron.

Si a pesar de esta crudeza, o precisamente por ella, podemos decir que Revolutionary Road es finalmente “optimista”, es por compartir aquella dureza optimista que Sartre asumía para el existencialismo. Mendes cree en los seres humanos, en el poder de la decisión y también en el precio trágico que tiene no decidir. Francamente, no parece poco, en esta religión del consenso total, salvarnos de la muerte a plazos. Revolutionary Road deja tal vez caer el mensaje de que la vida, para sobrevivir a su gusano interno, no puede dejar de ser épica. Es normal que un mensaje así genere polémica, múltiples y equívocas interpretaciones a la salida, incluso entre los amigos.

¿Una precisa radiografía de “la aburrida vida de las familias americanas en la década de los cincuenta”, como ha dicho otro crítico? No, gracias. Más bien una disección quirúrgica de la cobardía de nuestras vidas actuales y del peligro que acecha a todos los que se esconden, como nosotros. Revolutionary Road lanza una carga de profundidad intemporal que, por razones incluso médicas, conviene no olvidar. Precisamente por esto Mendes ha escogido ahora una novela de entonces, que nos remonta a uno de los orígenes de nuestra actual degradación. La cinta, por lo demás, no critica en absoluto el escaso papel reservado a las mujeres. Todo lo contrario, las pone como el eje de la especie, sea cual sea su papel social. Aparte de April, Kathy Bates, encarnando a la dueña de la casa que ellos han alquilado en Vía Revolucionaria, no es precisamente un personaje secundario. Curiosamente, el único hombre que porta la sabiduría de vivir, es esquizofrénico, es decir, de una manera “patológica”, está del lado de la discontinuidad de vivir. Como April.

No hay “América” que nos salve de tener que empuñar nuestro propio destino. Por eso ella, después de ceder ante él y acusarse de desvarío mental, sabe que ha de morir, que está condenada a muerte. Lo único que pondríamos en el Debe de ella, la única duda en la piedad que sentimos por April y Frank es su aparente laxa relación con los críos, aunque parte de las discusiones giren en torno a la descendencia. Los hijos -y esto es demasiado anglosajón- es como si no tuvieran alma, ni palabra. Son figuras encantadoras que de vez en cuando entran en escena o de las que se habla, mientras ellos juguetean en la contraluz del jardín. El único niño auténticamente presente y con voz propia es el matemático loco, personaje central que porta no tanto el saber -extirpado en la figura de la ciencia que los electroshocks le han quitado- como la palabra de verdad. Liberado por su esquizofrenia de las cargas de la descendencia, de toda responsabilidad social o formal -puede decir en las reuniones sociales lo que los otros han de callar- será sin embargo violentamente contrariado por la decisión de Frank de abandonar al final el plan de fuga a París. Después de depositar en los inquilinos de Vía Revolucionaria todas las esperanzas de liberación que él no pudo cumplir, después de ver defraudadas esas esperanzas, iracundo, tiene que gritarle a April en medio de una cena de amigos: ¡No me gustaría ser ese hijo que esperas!

Nadie en esta historia es un héroe, nadie un villano. El vecino enamorado de April tampoco es un cobarde. Aunque nuestro nivel de valentía fuese épico, cosa que está por demostrar, no podríamos llamar cobarde a quien ama de ese modo, enfermo. A quien mira de ese modo desde la casa de al lado, en el secreto de una vegetación que calla. Este hombre discreto y atormentado solamente poseerá a April cuando ella decide despedirse del mundo, tras unas deliciosas escenas de baile que conforman casi el único momento alegre del filme. Absolutamente desbordado por la tragedia, sale apresuradamente de la habitación cuando su mujer, meses después, habla ligeramente de ellos con los nuevos inquilinos. “No quiero nunca más volver a hablar de April y Frank. Nunca”, dice este hombre honesto cuando su mujer, extrañada, sale tras él hasta el jardín. No puede con la verdad, igual que nosotros. Pero al menos él, como el loco, lo sabe.

26 de mayo 2009


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