Trasversales
José Luis Redondo

La falacia del crecimiento indefinido

Revista Trasversales número 15,  verano 2009

Textos del autor
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Estamos en crisis, hay que salir de la crisis, no debemos instalarnos en la crisis, son afirmaciones que se repiten machaconamente en los medios. Para el diccionario, crisis es  mutación importante en el desarrollo de un proceso, ya de orden físico, ya histórico o espiritual. De una crisis puede salirse para mejorar o para empeorar. Para la mayor parte de los gobiernos y de los economistas, se trata de que todo cambie para que todo siga igual. Si la economía vuelve a crecer, disminuirá el paro, se venderán más casas y aumentará el comercio mundial.

De momento parecen salir derrotadas las ideas y las prácticas neoliberales, como la de que el mercado “libre” mantendrá el crecimiento económico, ideas que se habían convertido en verdades reveladas desde la época de Reagan y Thatcher. Ahora ya es el Estado el salvador, aumentando la demanda pública, nacionalizando (claro que temporalmente) a la banca, una oleada de keynesismo recorre el mundo, salvo para algunos fanáticos, como el expresidente Aznar, para los que la realidad no puede estropear una buena idea.
En resumidas cuentas, se trata de que el sistema del Capital vuelva a su proceso expansivo, de que se restablezca la ganancia, de que se destruya el capital sobrante. Puede ser que se controlen, al principio, los aspectos más especulativos, los paraísos fiscales o se establezcan mejores controles internacionales desde el FMI o desde cualquier otra organización. No mucho después volverá a comenzar la carrera continua del crecimiento.

Sin embargo la crisis seguirá ahí, porque  no se trata del freno o decrecimiento de los PIB, sino de una amenaza mucho mayor, que pone en duda todo el modelo tecnoeconómico de la civilización, la que partiendo de Europa ha invadido el mundo, lo que se llama el modelo occidental. Se trata de los límites del crecimiento, de la incompatibilidad entre la finitud de los recursos y de la cultura del crecimiento indefinido. Ya no es una profecía a lo Malthus, ni una constatación evidente de que la Tierra tiene recursos limitados, se trata de que comienzan a tocarse esos límites.
Igualmente la globalización, con la transparencia informativa, hace cotidianamente presente el hambre, la miseria, la enfermedad y la insoportable marginación de una gran parte de la humanidad. El sistema global se ha convertido en un peligro para la humanidad y para el propio medio ambiente.

¿Por qué tiene que crecer siempre la economía? Piénsese en otras sociedades llamadas “primitivas” o en otras épocas históricas, donde esta cuestión no se ha planteado. En los orígenes de la cultura occidental está la cultura clásica griega, donde se da ya la separación entre los humanos como seres racionales y el mundo, el mundo sin las personas aparece como manipulable. El cristianismo, en este aspecto, contribuyó a aumentar el desencantamiento del mundo y a convertir a los seres humanos en dueños aparentes de éste. La ciencia y la técnica han favorecido la manipulación sin límites. La ilustración lanzó la idea de una humanidad en progreso indefinido. El capitalismo industrial ha introducido las ideas de producción, consumo y del crecimiento como equivalente a desarrollo (J. M. Naredo. Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Ed. Siglo XXI). El colonialismo ha servido a esta expansión, primero en América y después en Asia y en África. Sólo hace doscientos años que el capitalismo industrial comenzó en Inglaterra; su transformación en capitalismo de consumo no ha empezado hasta después de la Segunda Guerra mundial y su vertiente financiera y desregulada es mucho más reciente. Por lo tanto, hay que sacudirse la impresión de que estamos en un sistema eterno y de que nunca va a poder cambiar.
Esta impronta del crecimiento continuo se ha convertido en el espíritu del sistema dominante. Naturalmente la tensión, la crisis se produce cuando este impulso se enfrenta con un final relativamente próximo de los recursos necesarios para el crecimiento.

La primera de las necesidades humanas es la alimentación, el hambre no produce solamente, en su grado más extremo la muerte, sobre todo de los niños, sino que facilita las enfermedades, produce desplazamientos migratorios y sume a las sociedades en la depresión y en la miseria. No puede decirse que no haya alimentos para la población actual, pero sí que su reparto desigual hace posible las enfermedades de la gordura en el primer mundo y las propias de los famélicos en los países subdesarrollados.
Las consecuencias de las crisis alimentarias se convierten en una llamada a la conciencia de la humanidad. Aquí inciden aspectos como la subida de los precios por la especulación, restricciones comerciales y subvenciones en los países ricos. De repente puede crearse dinero para sanear a los principales bancos mundiales, pero no para atender el hambre y la enfermedad de los excluidos. Es una contradicción moral, pero también una muestra de que el sistema no sirve para resolver, sino más bien para aumentar el hambre de una parte importante de la población mundial.
Los análisis de la FAO prevén que a mediados del siglo el crecimiento de la población superará a la disponibilidad de alimentos. Por lo tanto, es una prioridad responder a un presente infernal  y prevenir un futuro imposible. La ausencia de respuesta, la imposibilidad para muchos pueblos de tener un desarrollo que responda a sus necesidades más elementales, producirá males de todo tipo, no sólo a los pueblos que sufren estos males, sino también migraciones al primer mundo, desorden y guerras, desestabilización e inseguridad. Dos ejemplos actuales: las pateras y los piratas somalíes.

Donde se expresa con más fuerza la contradicción entre el crecimiento indefinido y la finitud de los recursos está en los yacimientos minerales, especialmente en los combustibles fósiles, carbón, petróleo y gas. También está en el agua potable, en la degradación agrícola y de la tierra, en la pérdida de la biodiversidad.
La civilización técnica que surge en el siglo XVIII se basa en la energía que produce quemar materiales, primero el carbón y actualmente el petróleo y el gas. Todos los expertos vienen advirtiendo de que si los recursos carboníferos todavía son grandes, no pasa así con el petróleo y el gas. El petróleo, sin el que no funcionarían los vehículos ni podría mantenerse la producción eléctrica, está superando el “pico de consumo”, es decir, más de la mitad de los recursos disponibles. A partir de aquí, cada vez se descubren menos cantidades de las que se consumen y con dificultades crecientes, lo que aumentará el precio de extracción. La economía tradicional ha valorado los minerales utilizables a partir de su coste de extracción y de la demanda, para nada se ha tenido en cuenta su coste de reposición, que se revela imposible (J. Naredo, F. Parra. Hacia una ciencia de los recursos naturales. Ed. Siglo XXI).
Los tímidos intentos de sustitución, coches híbridos o eléctricos, nos llevan a las fuentes de la producción de la energía eléctrica. La energía nuclear no es sustitutiva de los combustibles fósiles: finitud y escasez del uranio, peligro de accidentes, residuos radiactivos de duración milenaria; no lo son tampoco las energía renovables, que difícilmente pueden superar un tercio de la demanda mundial actual.

El otro lado del límite de la utilización de los combustibles fósiles está en los productos de su combustión. El carbón, el petróleo o el gas emiten en su combustión gases de efecto invernadero, especialmente el dióxido de carbono. De nuevo se percibe el problema, pero se responde con retraso a la subida de la temperatura atmosférica, el tratado de Kyoto es insuficiente y, aun cuando se renueve con la participación de EEUU, algunos de sus efectos son inevitables.
El acuerdo tiene que llevar a una limitación del consumo energético de los combustibles fósiles. Más producción a partir de fuentes renovables, mayor productividad por unidad de energía consumida, mayor ahorro. Todo nos lleva a limitar el crecimiento.
Hay que tomar acuerdos a escala mundial y que impliquen a los mayores consumidores de energía. En realidad todos los países contribuyen al cambio climático, desde las vacas a las centrales de producción de energía eléctrica.

Estamos instalados en la crisis de esta cultura del crecimiento indefinido, que ha impuesto la civilización occidental. Como en el tren de los hermanos Marx, al grito de más madera, avanzamos cada vez más rápido hacia el final de nuestro combustible llegando a la parálisis final.
La respuesta es compleja, hay que inventarla y puede ser destructiva para la humanidad. Puede pretenderse relanzar el uso del carbón como sustitutivo del petróleo, aunque produce un mayor efecto invernadero. Ya se está buscando cómo enterrar el dióxido de carbono. Pueden multiplicarse las guerras por el control de los yacimientos petrolíferos, atención a Oriente Medio. Puede llegarse a una sociedad tipo Mad Max, de luchas de todos contra todos. El futuro para la humanidad siempre está abierto, aunque haya que construirlo desde las condiciones del presente.

Podemos luchar por un cambio económico, tecnológico y social, un cambio que impulse el progreso cualitativo de la sociedad y de cada persona, frente a la persecución de un crecimiento en el consumo y en el PIB. Podemos buscar una globalización más virtual; una mayor cercanía espacial entre la producción y el consumo; parar las deslocalizaciones; mayor ahorro energético en las viviendas, en los transportes y en la producción; ciudades menos concentradas; menor número de horas de trabajo pero más distribuidas; más servicios públicos; mejor distribución de los ingresos; menor consumo de objetos inútiles. Hay que pretender ir hacia sociedades más reconciliadas con el medio, habiendo resuelto previamente las necesidades más acuciantes  de la población. Hay que cambiar las necesidades en función de las posibilidades, hay que incorporar aspectos de las culturas orientales y de otras más tradicionales, que se han despreciado en la dominante civilización occidental.

¿Existen instrumentos para afrontar una gran transición que puede durar cien años? Una gran transición exige un gran debate y múltiples propuestas, una gran participación, más democracia. No parece que las democracias actuales sirvan más que para dar respuestas a corto plazo, los partidos políticos están pendientes de la siguiente etapa electoral y los individuos consumidores de sus próximas compras. Hay que cambiar la percepción de la realidad, recuperar una concepción del ser humano más social y más integrado en la naturaleza. Hay que movilizar las conciencias, impulsar y renovar los instrumentos de participación en lo público, sólo desde lo común puede afrontarse esta revolución.
Cada vez se oyen más voces pidiendo límites frente al mito del crecimiento indefinido, la incógnita es si serán suficientes ante la urgencia de los problemas.



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