Trasversales
Ignacio Castro Rey

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Revista Trasversales número 16,  otoño 2009


Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



¿Qué es un thriller? Una trama rápida y llena de acción en un escenario escalofriante que ocupa el primer plano. Pero aquí, aparte del entorno desolado, no hay mucho de eso. Hunt ensaya más bien una reflexión sobre el misterio de lo que no rueda, también sobre la traición, la impotencia de los seres humanos y la cura que ejerce el invierno. Filma una metafísica del frío, la distancia, el dolor y los rostros demudados. Lo que no rueda, un acercamiento a instantes parados, es uno de los ejes de este rodaje. Los productores anuncian la película, sin embargo, con una frase precisa de Tarantino: “Uno de los thrillers más inquietantes que he visto”. Márketing aparte, el eficaz anuncio no parece tener mucho sentido. Frozen river reflexiona en torno al desánimo y la amistad, en torno al modesto heroísmo que significa luchar en medio de la miseria. Todo lo que pueda ser acción es ahí un medio para algo más sutil, una variación del sentimiento, del afecto, una imprevista visión que reúne el día en un punto.

 La ausencia de tierra, encarnada en esa superficie inestable del río helado sobre aguas invisibles, también en ese limbo legal de la reserva Mohawk (tierra de nadie a caballo de dos países), es otro de los motivos de esta película de Courtney Hunt. Las temibles aguas que se esconden bajo la helada superficie del San Lorenzo no dejan de ser una metáfora del pantano que pisan todos los personajes. Es posible entonces que, como otras veces, el coautor de Reservoir Dogs no se haya enterado de mucho. Aficionado al simplismo del cómic y a la violencia de efectos especiales, quizás Tarantino ha visto en el primer plano de esta cinta todo lo secundario. ¿Se ha fijado en las expresiones (seres humanos y cielos) de esos momentos “muertos” donde los personajes viran? Es dudoso que haya reparado en la escena en que Lila, después del suceso del bebé “resucitado”, coge su mochila india para iniciar la travesía de una plegaria nocturna. ¿Y el llanto de la madre paquistaní que recupera a su hijo ante la emoción contenida de las dos protagonistas? En fin, la frase de Tarantino vale como publicidad. En la medida en que, según la costumbre angloamericana, vuelve a primar lo social sobre lo existencial, resulta más bien despistante. Que gracias a tópicos así Hollywood acabe premiando a Frozen river con algún Oscar es un equívoco que debemos estar preparados para soportar.

Las visiones que acumulan la tensión en un punto imantan la trama social visible de esta cinta. En primer plano está un cierto coro de rostros, una metafísica de semblantes ceñudos, de cielos amenazantes. La ternura también aparece en los ojos de Ray, en la belleza de su mirada de perdedora, aunque rodeada de las arrugas del cansancio, las legañas de malas noches y unas greñas casi siempre descuidadas. Ray, harta de humillaciones, no se calla casi nunca. Lila, por el contrario, se debate en el mutismo indígena en el que le ha hundido su sufrimiento. Bajo la humillación sorda infligida al unísono por las dos culturas que la rodean, Lila recuerda el aspecto agotado de nuestros inmigrantes filipinos o ecuatorianos en la noche del metro. No lejos de la antropología del fotógrafo Robert Frank, Ray representa la furia wasp de una voluntad que no se rinde, un ánimo de luchadora nata, aunque su hijo sienta esa lucha como simple “amargura”, que aquí y allá puede además bordear la delincuencia. En medio de su hartazgo y su furia, Ray no tiene reparo en usar las armas: “Nadie va a robarme nunca más”.

Después de un choque inicial, se produce una alianza creciente entre la hostilidad sorda de Lila y la cólera abierta de Ray. Entre delito y delito, la fe tímida y callada de Lila, a medias entre sus creencias indias y la fe cristiana en un Creador, conecta con el silencio del hielo y del cielo lívido. Como expresión de su apatía, Lila ni siquiera lleva las gafas que le permitirían contar los billetes ilegales que gana. Sin embargo, es posible que sea su mutismo, emparentado al de ese río nocturno por el que trafican con seres humanos, el que acabe venciendo la amargura de Ray, su escepticismo un poco brutal, impaciente. ¿Finalmente, en qué acaban creyendo las dos? A pesar de la miseria moral y física que les envuelve, creen que nadie puede rendirse, que siempre se puede hacer algo. Es necesario luchar si seres todavía más frágiles dependen de una, si las cosas pueden ir todavía peor. Lila nunca renuncia a recuperar a su hijo perdido por no llevar una vida “normal”, ni siquiera según el código Mohawk. Ray no renuncia a luchar por sus dos hijos, abandonados por el padre bebedor, a los que tiene que sacar adelante. El mayor debe cuidar del pequeño, no estropear sus quince años poniéndose a trabajar y abandonando los estudios. Ella y los suyos luchan, sobre todo, por esa casa prefabricada que representa su modesta versión de los sueños posibles.

La desolación de la nieve salpica una tierra misteriosa bajo los cielos de invierno. En medio, esas dos mujeres y algunos hombres desalmados, algunos hombres buenos, algunos hombres ambiguos. Y un río enorme, congelado como una bestia dormida, siempre entrevisto a la luz de los faros. En la crudeza del paisaje social y humano que pinta, suponemos que Frozen river no desagradaría a Michael Moore y su intento de descender a la democracia real estadounidense. “¿Y ellos pagan por venir aquí?”, dice Ray, entre burlona e incrédula. ¿Los asesores de Obama permitirán que visione esta cinta o considerarán que sería distraerle de los temas estrella? ¿Tendrá el nuevo presidente algún margen de autonomía para ver cine por su cuenta? Aceptamos que nuestros líderes no pueden bajar al metro, pasear por la calle, hacer la compra o tomarse un café en cualquier lado. Pero si al menos fueran en secreto al cine, al margen de las sesiones palaciegas en torno a las listas de éxito, algo sabrían de cómo vive la gente abajo, sin que la sucesiva corte de secretarios les filtre la información.

 Mientras tanto, el pálido río San Lorenzo, cuajado en medio de una noche de débiles resplandores, representa esa dura naturaleza que también tiene representación entre los humanos. “Eres blanca. No te registrarán”, dice Lila para arrastrar al delito a Ray. Pero el racismo es hoy múltiple, y corre en todas las direcciones. Los propios mestizos tratan a los inmigrantes asiáticos como basura. No es que falten destellos de ternura: la hay en el mutismo de Lila; la hay en las caras despavoridas de los inmigrantes ilegales; la hay en las lágrimas de Ray, en esa escena de los tres ensayos de mensaje en el contestador del móvil. Y en las pecas y la mirada salvaje de T. J., en el poli que le lleva ante la anciana a la que ha engañado vilmente. Sin embargo, hasta las escenas finales, la ternura está sepultada en una nieve sucia que lo inunda todo. Vemos a Ray de noche, cansada, vencida, encharcándose de cervezas ante la estupidez televisiva. Cuando ella, sin embargo, llega a sonreírle una mañana al patrullero Finnerty (un poco arrogante, apuesto, discretamente amable) podemos suponer que su humanidad no está del todo arrasada.

 Restos de nieve boscosa, clima inhóspito, mujeres fuertes y hombres borrachos que abandonan el hogar. Descarnada, con un tratamiento en crudo de la vida popular y del mutismo que palpita bajo el brillo oficial de la Nación, Frozen river recuerda un poco a aquella soberbia y borrosa Far North, a algunas escenas de desolación invernal en Afliction. Está bien trazada la imagen de T. J., adolescente un poco abrupto que se debate entre la admiración y el desprecio hacia su padre. Está bien perfilada Lila, la Mohawk ensimismada en su drama fronterizo, entre la contemplación y el delito, entre su tribu y un mundo moderno que le ha arrebatado a su hijo. Bien también la sombra del padre que carece de imagen, pues nunca aparece. Y el policía serio que corteja vagamente a Ray, que le aconseja a distancia, que finalmente parece que le ayudará a salir del atolladero. La trama nos aproxima a la conciencia social y al verismo sucio de Ken Loach, donde nadie es demasiado guapo, ni demasiado limpio. El joven T.J. engaña a viejecitas y tiene compañías dudosas. Sin maquillar, todos se debaten entre la corrupción y el heroísmo discreto que cabe en un mundo implacable.

No confíes en nadie, en nada que no haya pasado la prueba del invierno, parece querer decir Hunt en esta cinta. La dulzura de esa amenaza invernal parece conectar con la ambivalencia de los humanos, todos a ambos lados de esa frontera invisible que separa al bien del mal. Cuando, en su carrera nocturna por escapar, Ray se detiene jadeante frente al silencioso río helado, parece reflexionar y descubrir un atisbo de esperanza. Vuelve sobre sus pasos, reconstruye su historia y confía sus hijos a Lila, cosa que hasta ahora no habría imaginado.
La estampa de los paquistaníes, de los chinos a los que se les deja descalzos para que no escapen; la imagen del acoso gansteril de las empresas a los morosos, de los mafiosos que abusan de sus putas, es más bien tenebrosa... Lo siniestro llega al paroxismo cuando, por error, un paquete con niño es abandonado en la penumbra del río helado. Por un momento pensamos: “¿Qué necesidad tengo yo de pasar por esto, de ver estas películas sórdidas?”. Pero no, la tristeza de Frozen river está al servicio de un guión que baja a la vida real sin héroes, con grumos de nieve sucia que asoman entre ruedas de coches reventados. En verdad, queda poco aquí del legendario sueño americano. No hay concesiones al sentimentalismo, excepto tal vez al final. Aunque, si el recorrido ha sido suficientemente infernal, quizás no nos sobre un final un poco humano.

Madrid, 9 de septiembre de 2009

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