Trasversales
José M. Roca

Dime, espejito

Revista Trasversales número 16,  otoño 2009

Textos del autor
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La enfermedad

La recesión económica nos ha devuelto una imagen de España muy distinta de la foto triunfal de los últimos años del mandato de Aznar y los primeros de  Zapatero, cuando ambos, mirando el mismo espejo mágico de las grandes cifras en tiempos de auge económico, creían gobernar un país de fábula, con una economía saneada -España va bien-, que funcionaba incluso mejor que otros del entorno más cercano (Aznar daba lecciones de economía al Gobierno alemán, y Zapatero aspiraba a rebasar a Francia en tres o cuatro años). Pero el espejo, en poco tiempo, nos ha devuelto una imagen bien diferente: la del enfermo de Europa, según ciertos informes, y el último país de la UE en salir de la recesión, con tres o cuatro años malos por delante.
La crisis ha puesto sobre la mesa las debilidades estructurales del aparato productivo español y el impreciso lugar que ocupamos en la economía mundial. Datos de organismos internacionales previos al desencadenamiento de la crisis han mostrado que en ciertos aspectos estábamos en el grupo de las doce primeras economías del mundo (12ª en volumen del PIB; 11ª en poder de compra; 15ª en desarrollo humano; 25ª en PIB/cápita), pero en los últimos puestos de la UE en dotaciones y servicios del Estado del bienestar. Y no sabemos con certeza a qué foro económico pertenecemos: no al G-8, tampoco al G-10; y en apuros para ser admitidos como invitados en el G-20.
Ignoramos si, a pesar de los desequilibrios regionales, somos realmente un país con un desarrollo consolidado o si podemos devenir en pocos años en una economía sumergente, que fácilmente nos precipite a los últimos lugares de Europa en no pocos capítulos. Las bases de la economía española son relativamente precarias; el modelo descansa en buena parte en sectores productivos que son intensivos en mano de obra poco cualificada, con bajos salarios, escasa utilización tecnológica y elevada ocupación temporal. El sector de la construcción, que con un rápido crecimiento ha sido uno de los factores desencadenantes de la crisis, ha sumado rasgos como la temporalidad y los sueldos bajos a los ya tradicionales de sectores como la agricultura y sobre todo del poco diversificado sector del turismo, que son dependientes de los ciclos naturales y el clima y de asentados usos sociales, académicos y laborales.
La economía española es poco competitiva, entre otras razones por su baja  productividad, que no depende sólo de la habilidad o la predisposición de los trabajadores, sino en gran medida del uso de tecnología y de la inversión de capital en innovar, a las que el empresariado español presta poca atención. Depende también del tamaño y organización de las empresas, de la gestión empresarial, más dada al mando que a la dirección y a la improvisación que a la planificación, así como a la errática política en materia de educación básica y de formación profesional, a la parca inversión en investigación y desarrollo, a la parsimonia de la justicia, a la complejidad normativa de tres administraciones superpuestas y la secular morosidad de los organismos públicos, a persistentes residuos estamentales (colegios y asociaciones profesionales) y a inveterados usos sociales, cuyas correcciones rara vez se han ensayado.
El sistema económico español precisa, pues, de una profunda reforma, que la recesión hace aún más necesaria, pero para llevarla adelante corrigiendo no sólo las disfunciones estructurales sino los desequilibrios en el reparto social de sus costes y beneficios hace falta una voluntad política que no se percibe en ninguno de los dos grandes partidos.

Los médicos

Cada día que pasa está más claro que el Gobierno carece de una estrategia  progresista, y no sólo ante la crisis económica sino de un programa general a medio y largo plazo (aunque se puede admitir que alguien lo tenga guardado en un cajón de la mesa).
El anunciado cambio de modelo productivo duerme el sueño de los justos y en su lugar hemos asistido a una larga serie de ocurrencias, propuestas sin concreción y medidas de corto alcance frente a la crisis (casi un centenar), que se han rectificado en días o incluso en horas, dando la impresión de hallarnos ante una improvisación permanente y una excesiva (y estéril) preocupación por el corto plazo. Unos ministros corrigen a otros, y Zapatero a todos ellos, en un carrusel de medidas y declaraciones, pero poco se ha hecho para analizar los resultados de cada una de las decisiones de ese aluvión legislativo.
Otro tanto ocurre con la reforma fiscal, que ahora se anuncia como parte de los Presupuestos de Estado, en la que se revisan todas las medidas impositivas adoptadas anteriormente. Si antes se había eliminado el impuesto sobre el patrimonio, facilitado 2.500 euros por nacimiento, reducido el IRPF y deducido 400 euros de este impuesto con carácter general o reducido y fraccionado el impuesto de sociedades, además de la práctica eliminación del impuesto de sucesiones y donaciones efectuada por las comunidades autónomas, ahora se propone una reforma en la que el mayor peso impositivo recaerá sobre el consumo general (el IVA pasará del 16% al 18%, en el tipo general, y del 7% al 8% en el reducido) y sobre las rentas del trabajo, a pesar de la intención de gravar más a las grandes fortunas, anunciada con mucha antelación por el ministro de Fomento, y de los comentarios populistas de Zapatero sobre los poderosos.
Con frecuencia se ha acusado al Gobierno de no saber explicar sus decisiones, de no aportar las razones de medidas que incluso eran acertadas, pero tal actitud no se debe a errores en materia de comunicación, que los hay, a falta de pedagogía, que también, o al exceso de prisa y de tener algo que decir sin saber muy bien qué; es aún peor, no había explicación porque detrás no existía un plan coherente que sirviera de marco y diera entidad a esas medidas; no había argumentos para explicar medidas coyunturales, porque no existe un discurso para explicar un programa político general, que, salvo vaguedades, sigue siendo un enigma, pero debajo de todo ello se percibe una moderación que va en aumento y el retroceso ante la ofensiva de la derecha y de la Iglesia.
En el PSOE se ha exhibido el talante de Zapatero como un valor político, pero el talante no es un plan; el buen talante (también lo hay malo) es una actitud o una predisposición que puede facilitar la conclusión de acuerdos (con quien tenga intención de cerrarlos), pero no puede suplir un programa, ni éste puede ser el resultado de una serie de negociaciones con otras fuerzas políticas debidas al buen talante, porque de la suma de acuerdos coyunturales no surge necesariamente coherencia a largo plazo.
También se ha dicho que el Gobierno carece de guión o de hoja de ruta; es cierto, pero no es todo; le faltan también la brújula y una cartografía adecuada. Con harta frecuencia, viéndole cómo actúa se tiene la impresión de que no sabe muy bien a qué se enfrenta y que desconoce el país que administra, pues no acaba de ubicar al adversario. Parece un gobierno de turistas.
Parte de la desorientación reside en la limitada capacidad de sus miembros. Descapitalizado de gente con experiencia, que se ha marchado o de la que se ha prescindido, tanto en el gabinete como en el grupo parlamentario, el Gobierno, aquejado, cierto es, por el personalismo de su presidente, está formado en buena aparte por gente muy joven, carente de currículo político. Se diría que muchos están faltos no sólo de ideología, sino incluso de memoria. Son, o pueden ser, buenos técnicos en el mejor de los casos, pero para gobernar España desde la izquierda hace falta mucho más que haber cursado una carrera, pues, aunque se tenga, la meritoria trayectoria profesional y la brillantez académica se pueden estrellar fácilmente contra las destructivas tácticas de la derecha y de la Iglesia, que son los principales obstáculos a la modernización del país.
Y por otra parte, como el resto de la socialdemocracia europea, especialmente de Francia y Alemania, y el laborismo inglés (en Italia el partido socialista se volatilizó con la tangentópolis), en el PSOE están pagando las consecuencias de haber seguido desde hace años las directrices neoliberales de la revolución conservadora y ahora no saben realmente qué son, porque, salvo cuatro vaguedades y el talante, han perdido las referencias; van a tientas buscando que las encuestas les ofrezcan algún atisbo de luz, en vez de ser lo contrario para los votantes: una luz que les oriente en esta difícil coyuntura.
El resultado es el vacío ideológico, rellenado con medidas de urgencia y frases manidas, pero el discurso político en profundidad, tan necesario en esta peculiar situación, está ausente.
Enfrente, el Gobierno tiene a una derecha insultante y exultante por sus apoyos (la Iglesia y una innegable fuerza social, empresarial e institucional), aferrada al modelo neoliberal que ha provocado la recesión, pero cuya causalidad rechaza. Cínica y ventajista, no sólo olvida la dimensión mundial de la crisis sino que carga el origen a la exclusiva responsabilidad de Zapatero -la crisis de Zapatero, es la consigna repetida-, cuando no ha dudado en atribuirse los méritos del mismo modelo económico en tiempos de bonanza -yo soy el milagro, decía un pretencioso Aznar-, ni en apoyarlo internacionalmente sumándose sin reparos al proyecto imperial que lo sustenta y, en el ámbito nacional, favoreciendo la especulación urbanística al modificar la ley del suelo. El PP no es ajeno a este desastre económico, pero sigue sin renegar del modelo que lo produjo y carece, por tanto, de soluciones ante la crisis.
Dejando aparte las vaguedades (o vaguerías) de Rajoy, como proponer el restablecimiento de la confianza y aumentar la competitividad, y el recetario habitual para cualquier coyuntura -rebajar los impuestos directos y la cotización de las empresas a la Seguridad Social, agilizar y abaratar el despido de trabajadores (no el de los directivos) y dejar actuar al mercado-, se percibe una renovada apuesta por la energía nuclear, que para Aznar es indispensable, mientras las renovables son complementarias, y la promesa de Rajoy de no cerrar la central de Garoña. Aparte de esa concreción, poco hay. El PP carece no sólo de medidas ante la recesión que no apunten al mismo modelo, sino que, desmintiendo su pretensión de velar por el interés nacional, objetivamente está poco interesado en que salgamos de ella y mucho menos en ayudar a Zapatero, el peor presidente de la democracia, según otra de las consignas de Génova. El papel de Rajoy, de Cospedal, de Saénz de Santamaría o de Montoro se limita a criticar todas las propuestas del Gobierno, las acertadas y las desacertadas, a dificultar la aplicación de las medidas y a predicar la inminencia del apocalipsis, confiando en que no salgamos de la recesión antes de que se celebren las elecciones generales.
Y es que el PP atraviesa un mal momento. Rajoy creía que podía esperar tranquilamente a que las consecuencias de la crisis hicieran pasar por delante de su despacho el cadáver político de Zapatero, pero la trama de corrupción que inunda a su partido puede acabar enterrándole a él.
El parcial levantamiento del secreto del sumario Gürtel deja claro que ya no se trata de información filtrada a la prensa como producto de una conspiración urdida por el PSOE con la complicidad de periodistas, policías y jueces, sino de la instrucción de un caso basado en hechos considerados delictivos que afecta a militantes y cargos públicos del Partido Popular, entre ellos al presidente y diputados de la Comunidad de Valencia, a alcaldes y diputados autonómicos de la Comunidad de Madrid, y que se extiende a las de Castilla-León y Galicia. Lo que empezó con unas dádivas a cargos públicos que los jueces valencianos no consideraron delitos y con la presunta concesión de contratos a dedo a empresas dirigidas por Francisco Correa, se ha revelado una tupida trama de cohechos y favores que apunta a la financiación irregular del Partido Popular, ya que su senador y tesorero, Luís Bárcenas, aparece entre los más de sesenta imputados.
El caso Gürtel se suma, y culmina por su magnitud, a la larga lista de casos de corrupción que salpican al PP a lo largo y a lo ancho del país: en Baleares, durante el mandato de Matas (casos Palma-Arena, Andratx), en Madrid capital y en otros municipios de la provincia y en el Gobierno de la Comunidad, con otros casos aparte de Gürtel, en Murcia, en Castellón, en Canarias (en Telde y Mogán), en Benidorm, Alicante, Orihuela y Torrevieja y en otros lugares, donde alcaldes y concejales aparecen implicados en irregularidades, muchas de ellas derivadas de la recalificación de terrenos.
Utilizando y agigantando los casos de corrupción descubiertos en los primeros gobiernos del PSOE, incluso poniendo en riesgo la estabilidad del Estado, como reconoció José María Ansón, que fue uno de los muñidores de la operación de acoso y derribo de González, el PP llegó a la Moncloa, en 1996, agitando la bandera de la regeneración política. Y Aznar, a cuyos mandatos se remontan las andanzas de Correa y el Bigotes, dijo entonces que el PP era un partido incompatible con la corrupción, pero lo que parece es que, allí donde encuentra una holgada mayoría, su opaca forma de gobernar es incompatible con la honradez.
Con esta derecha el Gobierno no puede contar para corregir las disfunciones más graves del modelo y acercarnos a los parámetros de nuestros países homólogos en Europa, mucho menos para equilibrar el sistema y transferir renta a los más desfavorecidos, ni para acometer cambios de tipo institucional que ya son necesarios (reforma de la Constitución, de la Ley de Partidos, de la Ley Electoral, de la enseñanza…), ni, por la razones aducidas, tampoco parece capaz de emprenderlas con el concurso de ocasionales aliados. Así tenemos que ante urgentes problemas económicos que resolver y políticos que abordar, ninguno de los dos grandes partidos está a la altura de lo que exigen las circunstancias. Somos el enfermo de Europa, lo cual no es bueno, pero nos faltan los buenos doctores, y eso es peor.


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