Trasversales
Mariano Nieto Navarro

Para vivir como humanos

Revista Trasversales número 16 otoño 2009




Bastante se ha escrito ya sobre la película Revolutionary Road (Sam Mendes, 2009). A mí me gustó e impresionó tanto que al poco me lancé a leer la novela homónima de Richard Yates en la que el film se basa (cuyo ambiente y mensaje de la novela la cinta  refleja con increíble fidelidad) y también otra obra del mismo autor y época, Las hermanas Grimes. Ambas novelas, como el film, son extraordinarias, cada cosa en su arte.
Si me he decidido a escribir un comentario adicional a todo lo ya publicado es porque creo que no se ha acabado de poner negro sobre blanco lo que yo sentí y entendí al ver la película y posteriormente leer la novela. Desde luego, ya antes de leer la novela me parecieron absolutamente superficiales interpretaciones tales como que la cinta es simplemente un relato brillante de “una difícil crisis de pareja” o una precisa radiografía de “la aburrida vida de las familias americanas en la década de los cincuenta”. Es evidente que la película y la novela cuentan eso, pero si nos quedamos ahí no saborearemos prácticamente nada del verdadero festín que Yates-Mendes nos sirven en bandeja.

Otras interpretaciones, hechas con más sensibilidad y reflexión, ven en la película un retrato de la cobardía de nuestras vidas actuales y de los riesgos catastróficos que corremos cuando nos escondemos de nuestros propios anhelos. Yo estaría de acuerdo con esta interpretación, pero con un matiz importante: la cobardía y la ocultación es muy diferente dependiendo de si se refiere a nosotros o a nosotras. Porque si se habla desde un “nosotros” genérico, creo que se desenfoca la cuestión principal que plantean tanto la película como la novela.

En efecto: para mí la clave de ambas obras es el género, es decir, la construcción social en torno a las diferencias sexuales. La injusticia de género es el leitmotiv de la historia de Revolutionary Road y si en ella se hace algún retrato lo es de los mecanismos masculinos de maltrato psicológico. Violencia de género, sí, ya está. Ya salió la cantinela, dirá más de uno. Un tema tan políticamente correcto que no sirve demasiado para dar brillo y relumbrón a un artículo.  Queda mejor hablar en abstracto de cosas más “intelectuales”. Ante la injusticia de género, los hombres, los varones, estamos más que entrenados para esconder la cabeza debajo del ala de la retórica.

La condición de las mujeres en la sociedad estadounidense de los años 50 (década en la que está ambientada la historia de Mendes-Yates) fue  claramente descrita y analizada en el clásico La mística de feminidad de Betty Friedan. Por necesidades de las políticas desplegadas por sucesivas administraciones presidenciales, millones de mujeres -que se habían incorporado al trabajo asalariado para contribuir al esfuerzo bélico sustituyendo a los obreros y oficinistas llamados a filas en la segunda guerra mundial- tuvieron que dejar sus empleos y encerrarse en sus hogares para ser otra vez las guardianas de las esencias familiares y patrióticas de siempre, pero esta vez, según la propaganda del momento, convertidas en gerentes ejecutivas del hogar, liberadas de las tareas más pesadas de la casa gracias a la tecnología de los flamantes nuevos electrodomésticos.

En una película menos reciente, la excelente Las Horas (Stephen Daldry, 2002), un ama de casa estadounidense de los cincuenta -encarnada magistralmente por la actriz Julianne Moore- no ve otra forma de librarse de esa muerte en vida que es el asfixiante corsé del rol impuesto por aquella mística de la feminidad que pagando el altísimo precio de abandonar al hijo que más quiere y al marido que le proporciona sustento y seguridad emocional a cambio de un incierto futuro como mujer sola (y, por tanto, “transtornada” y marginada por “rara”) frente al mundo.

En la otra novela de Richard Yates que he mencionado al principio, Las hermanas Grimes, el autor describe con maestría inigualable el espantoso pozo de esas vidas femeninas sin horizonte y sin salida, sometidas a un papel opresivo que muchas habían desenmascarado por los cambios durante la guerra mundial y cuyo papel sólo podía (y puede) mantenerse gracias a una omnipresente violencia psicológica, económica, sexual y muchas veces también física ejercida por todos los hombres (en diverso grado, lógicamente) sobre todas las mujeres. Incluso el personaje de la hermana que parece más “liberada” (alguno la llama incluso “feminista” en la novela) y que por circunstancias vive sola, sufre un infierno de presiones, humillaciones y abandono que sólo se explican por su condición de mujer.

April Wheeler, el personaje central de Revolutionary Road interpretado también con maestría por la actriz Kate Winslet, vive ese mismo infierno de la mística de la feminidad. Como contrapunto, Yates nos presenta el personaje secundario de la ya mayor señora Givings, la agente inmobiliaria de la novela, quien adora su trabajo fuera de casa simplemente porque le permite llegar a la misma agotada por la noche y utilizar el hogar puramente para descansar.

April se había enrolado en el grupo de teatro aficionado del vecindario con la esperanza de que le ayudara a salir de su opresiva situación (de la que no sabemos hasta qué punto es consciente), pero ya la primera escena de la película nos revela la inutilidad del intento y, aún es más, cómo dicho intento es aprovechado por su marido Frank (Leonardo DiCaprio) para, con táctica paternalista, reforzar la permanente campaña de vaciamiento y desvalorización social de la vida de ella(s).

April intenta entonces una nueva salida, proponiendo a su marido que el matrimonio y los dos hijos se muden a París, donde ella “no tendrá más remedio” que trabajar para mantener a la familia (pues puede encontrar un empleo fácil en la embajada de EE.UU.), al menos hasta que él aprenda francés y encuentre un trabajo. Pero ella no tiene ninguna  prisa, en sus planes, para que él encuentre ese trabajo. Conociendo como mujer, desde pequeña, las necesidades del insaciable ego masculino, le vende la idea del viaje como medio para que “él se encuentre a sí mismo”. Y cuanto más tiempo él esté “encontrándose a sí mismo” más tiempo tendrá ella para escapar de su desolador papel hogareño.

Pero Frank Wheeler intuye desde el primer momento que el plan de su esposa es un ataque a su virilidad (antes, ella se había atrevido hasta a cortar el césped, lo que él recibe como una insinuación de que no es lo suficientemente hombre como para cumplir mínimamente con su papel masculino) y a su estatus de poder, y decide dinamitarlo utilizando todas las tácticas de dominación que maneja perfectamente gracias a su entrenamiento masculino de toda la vida. Poco importa aquí hasta qué punto su reacción es consciente o inconsciente. Todos somos responsables de lo que nos ocultamos a nosotros mismos y de sacar a la luz nuestro inconsciente para mirarlo de frente. En la novela, Frank emplea términos bélicos (guerra, batalla, combate) para referirse a su despliegue de resistencias solapadas encaminadas a impedir que el plan de ella se realice. Sabe que va a ser una guerra de trincheras, de desgaste, para la que debe pertrecharse adecuadamente.

Por supuesto, la primera táctica es aparentar que le encanta la idea. Incluso en algún momento parece que él vislumbra algún atractivo en el plan de April, dejándose acariciar por la autocomplacencia del “encontrarse a sí mismo”. Pero descarta todo definitivamente tan pronto como la empresa para la que trabaja le muestra la zanahoria de una posible promoción, a pesar de su autoproclamado y snob desdén por su aburrida ocupación.

La siguiente táctica es la manipulación por la palabra, aprovechándose del auto-atribuido monopolio masculino de la racionalidad y la lógica. Ello unido a expresiones amenazantes como puñetazos contra objetos y cosas así. Él habla y habla, y ella, más que agotada, le pide una y otra vez que se calle, que la deje tranquila, que sólo le permita un poco de silencio. Pero él no cede. Debe ocupar el espacio y el tiempo con sus palabras para hacer el relato de la historia, para ejercer el dominio de quien “sabe” lo que está pasando y de quien tiene el privilegio (masculino) de establecer qué es “la realidad”.

A continuación, una bomba más potente, cuya mecha Frank había encendido (consciente o “inconscientemente”, qué más da) ya en el momento de conocer los planes de ella: en un intercambio sexual propiciado por el acercamiento de ella en respuesta a la aparente aceptación del viaje por parte de él, April, como se descubrirá más adelante, queda embarazada. Ella se coloca el diafragma y él nota que está un poco movido, pero no le da (o no quiere darle) importancia. Curioso descuido. El bebé en ciernes desaconseja cualquier mudanza por unos años. El hijo como soga al cuello de la mujer, como instrumento de la dominación masculina (“la pata quebrada”) y de reafirmación de la virilidad. Es la verdad que proclama el loco de la película, el esquizofrénico hijo de la señora Givings, el cual es violentamente descalificado como enfermo y rechazado en ese momento por Frank, porque le está poniendo en evidencia.

El adulterio también le sirve a Frank para reafirmar su supremacía sobre April. Cuando  le “confiesa” a ella que ha tenido un rollo con una secretaria, April le responde “¿para qué me cuentas esto? ¿qué se supone que yo debo hacer con esto que me cuentas?” Frank sabe que April está atrapada en los muros de su hogar, sabe que ella no tiene autonomía económica ni fuerzas psicológicas para marcharse con sus hijos y por tanto tiene que tragar con lo que hay. Bajo capa de sinceridad, su confesión no es más que otra forma de humillarla. Simplemente le restriega por la cara que él puede hacer lo que le dé la gana cuando quiera, sin consecuencias, mientras que ella no.

A pesar de todo, April todavía quiere recuperar el control de su propia vida y hace preparativos para abortar. Pero entonces Frank saca su arma más poderosa: la manipulación emocional. Utilizando el crédito de la “objetividad” atribuida a los hombres y sesgando vergonzosamente las informaciones que conoce de la infancia de April, pone en cuestión su estabilidad y su salud psíquica. Esto sí que es una verdadera carga de profundidad. Además, durante algún día, él deja su trabajo con la excusa de cuidarla, pero con el objetivo de someterla a un férreo control. Le va la vida, la suya, la de Frank, no la del feto, en ello.

Cuando se cumple el plazo indicado para poder practicar la interrupción del embarazo, April todavía no ha abortado y además ha accedido a aplazar sus planes de viaje, por lo que Frank siente que “ha vencido” (son sus palabras). Sin embargo, April, mientras simula comportarse como esposa modélica -con tal perfección que tiene perplejo a Frank-, unos días más tarde llevará adelante su decisión, aún a riesgo de perder la vida (el aborto es practicado por ella misma en su casa).

Este es un supremo ejercicio de libertad, de recuperación del control de su destino, la única salida que le han dejado. Un desesperado acto de valentía que coloca a Frank ante el vacío de su cobardía y ante su responsabilidad de ser, de una vez por todas, una persona honesta para consigo mismo y para con los y las demás. La cuestión no era aceptar la huida a París; la cuestión era tener la mínima humanidad para comprender que él era el carcelero de April en una prisión llamada sistema patriarcal y que la única postura honesta hubiera sido colaborar a su liberación, fuera en París, en Nueva York o en las cachimbambas.

¿Es Frank un hombre honesto? ¿De qué honestidad estamos hablando? ¿De lo que vulgarmente se entiende por ese calificativo?: un hombre con virtudes y defectos pero que no roba ni mata y paga sus impuestos. Pero ¿realmente no mata? Yo veo en él  mala fe, en el sentido más sartriano del término: un esconderse y atribuir a las circunstancias unas decisiones propias que, a las claras, serían absolutamente reprobables. También a pesar de todo lo anterior, sorprendentemente, hay quien sostiene que el film no critica en absoluto la condición subordinada de las mujeres y ve en el personaje de April Wheeler una encarnación de la lucidez de la existencia y un referente para la especie humana, porque no traiciona a sus anhelos. Si bien sería verdad que April no traiciona sus anhelos, toda esta argumentación suena demasiado al consabido esencialismo y naturalismo que atribuye a las mujeres una sublime misión para luego pasar por alto las penalidades y la dominación en su vida concreta. A mi modo de ver, un  ejercicio de prestidigitación para no asumir que la cinta es una denuncia frontal de nuestros privilegios masculinos, de nuestras artimañas manipuladoras, de la violencia de género (psicológica, económica y sexual, y también física) y de la cobardía masculina.

Es algo muy común, pero no deja de ser escandalosa la facilidad con la que los privilegiados varones nos habituamos a no ver, a no oír, a no decir, todo lo relacionado con la desigualdad de las mujeres. Es sorprendente que un simple acto de empatía y humanidad, que no cuesta nada, sea a menudo demasiado para quienes tenemos el poder de género.

Porque, en un mundo de supremacía masculina o patriarcado, hay muchas cosas de las que disfrutamos los hombres que son injustas, porque las conseguimos a costa de y en perjuicio de las mujeres. Y el problema no es sólo, con ser mucho, que algunos, para mantener esos privilegios, hieran y maten a mujeres cercanas mediante el ejercicio de la violencia explícita. El problema es que la mayoría de nosotros ejercemos una violencia implícita con nuestra resistencia pasiva a renunciar a, o a levantar la voz para denunciar, esos privilegios odiosos. Efectivamente instalados en la cobardía, en nuestras vidas de acomodados varones es demasiado fácil aceptar nuestra posición en el sistema, escondernos detrás de ocupaciones “importantes” y de la retórica, y dejarse llevar.

A estas alturas del siglo XXI y en España, ya es hora de que los hombres hablemos públicamente, de forma clara y honrada para con nosotros mismos y para con los y las demás, de la miseria moral en la que todos los varones nos movemos -excepto quienes han reaccionado personalmente en contra. Afortunadamente cada vez son más las mujeres que no aceptan este estado de cosas y deciden rebelarse y tomar el control de su destino, forzándonos a los hombres a tomar partido y afrontar nuestras responsabilidades.
Ya es hora de que los hombres nos comportemos como seres humanos mínimamente honestos (no como el Frank de la película ni como, a otro nivel, Shed, el amigo vecino). Revolutionary Road es una película realizada por un hombre (Sam Mendes) y basada en la novela de otro hombre (Richard Yates) que suponen un llamamiento a voz en grito a todos los varones para que asumamos de una vez nuestra responsabilidad de ser personas decentes. Los hombres vendemos nuestra alma al sistema patriarcal y ese mismo sistema conforma nuestras almas. Ya es hora de renunciar a ser “hombres” para poder vivir como seres humanos.



Trasversales