Trasversales
Ottavio Marzocca

Biopoder, Biopolítica, Política

Revista Trasversales número 16 otoño 2009

Comunicación presentada en el Coloquio Internacional “Le politique vu avec Foucault”, Science Po, CIR,  Paris, 7-8 enero 2005.






Desde comienzos de los años 90, en Italia se ha desarrollado un intenso debate sobre la biopolítica, lo que parece interesante, ante todo, porque, aun asumiendo a Foucault como referencia principal, a menudo ha dado lugar a concepciones de la biopolítica y del biopoder que van mucho más allá del sentido que el filósofo francés había atribuido a estas nociones. Creo que los autores que más han contribuido a este debate son Giorgio Agamben, Antonio Negri y Roberto Esposito. Quiero analizar aquí los principales aspectos de sus posiciones (1).
1. Agamben: soberanía y nuda vida
Giorgio Agamben atribuye a Foucault el mérito de haber sido el primero en poner en evidencia que en la modernidad “la especie y el individuo en tanto que simple cuerpo viviente se han convertido en aquello que está en juego en las estrategias políticas” de la sociedad [G. Agamben, Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Einaudi, Torino, 995, p. 5]. Pero para él se trata sobre todo de compaginar el pensamiento de Foucault y el de Hannah Arendt que, veinte años antes que Foucault, “había analizado, en The Human Condition, el proceso que lleva a que el homo laborans y, con él, la vida biológica ocupen progresivamente el centro de la escena política de la modernidad” [Ibid., p. 6].

El entrecruzamiento de las perspectivas inspiradas en Foucault y Arendt  es necesario, según Agamben, para sobrepasar las “dificultades” y las “resistencias” de ambos autores a la hora de entender y desarrollar las implicaciones esenciales de sus reflexiones. Foucault, en particular, no habría entendido que el campo (de concentración y exterminio) era el “paradigma” y el “ lugar por excelencia de la biopolítica”; Arendt, en cambio, no habría conseguido vincular su análisis de la biologización esencial de la política a sus “profundas investigaciones sobre el  totalitarismo, lo que la habría impedido reconocer a éste como resultado del hecho de que en nuestro tiempo “la política se ha convertido totalmente en biopolítica” [Ibid., pp.   6 , 131-132]. Naturalmente, aquí nos interesa sobre todo comprender las razones por las que  Foucault no reconoció en el campo la forma más representativa del biopoder.

Según Agamben, la razón principal es que Foucault excluyó que el núcleo originario del biopoder fuese el poder soberano. Como se sabe, Foucault tiende a presentar el biopoder como algo muy diferente al poder soberano. Agamben cree, en cambio, que la relación entre biopoder y poder soberano es profunda y, por así decirlo, estructural: “la implicación de la nuda vida en la esfera política constituye el núcleo originario, aunque oculto, del poder soberano. Para ser más preciso, podemos decir que la producción de un cuerpo biopolítico es la realización originaria del poder soberano” [Ibid., p. 9].

El autor radicaliza esta tesis hasta sostener que toda la historia de la política occidental enconde en sí misma una vocación biopolítica. Bastaría con reflexionar atentamente sobre la separación, característica de Grecia antigua, entre las esferas de la vida natural y de la vida política, en la que se funda la definición aristotélica de la polis. Según Agamben, esta separación no constituye en absoluto un obstáculo a la transformación de la política en biopolítica, como se podría creer, porque comporta “en la misma medida, una implicación (…) de la nuda vida en la vida políticamente cualificada”. Si es verdad, en efecto, que la distinción entre vivir y vivir bien, entre zoe y bíos, corresponde a la separación concreta entre el espacio privado de la reproducción biológica y el espacio público de las relaciones políticas, es verdad también que esta separación contiene una “exclusión inclusiva, como si la política fuera el lugar donde el vivir debe transformarse en vivir bien, y como si lo que debe ser politizado fuera siempre la nuda vida” [Ibid., p. 10].

Para Agamben, el hecho de que la nuda vida sea alejada del espacio público no es simplemente un efecto necesario de la política de la polis, sino que, más bien, es la condición que autoriza a la política a que haga de la vida misma la materia a transformar políticamente, es decir, a biopolitizar [Ibidem].
Agamben tiene, sin duda, el mérito de incitar a  considerar aspectos concernientes  a la biopolítica que no pueden ser descuidados, pero sus tesis comportan también problemas teóricos considerables que trataré de resumir.

En primer lugar, su discurso arriesga borrar un elemento esencial que funda tanto la genealogía del biopoder inspirada en Foucault como la posibilidad de utilizar el pensamiento de Hannah Arendt en la reflexión crítica sobre la biopolítica. En lo que toca a Foucault, me refiero al hecho, recordado también por Agamben, de que en La volonté  de savoir la biopolítica es presentada como superación de la definición aristotélica del ser humano: “animal viviente y además capaz de una existencia política” [M. Foucault, La volonté de savoir, Gallimard, Paris 1976, ed. it. p. 127]. Por otra parte, en cuanto a Hannah Arendt, me refiero al hecho muy conocido de que sobre la “validez” de la distinción griega entre la esfera de la vida natural y la esfera de la vida pública funda precisamente su libro The Human Condition, al que el propio Agamben considera fundamental para utilizar el pensamiento de esta autora en la reflexión sobre el biopoder.
Se puede quizá afirmar que Agamben, al remontar hasta la polis el origen de la profunda complicidad entre el biopoder y la política occidental, se expone a destabilizar las bases mismas de su discurso. Pero, a propósito de eso, podemos indicar otro problema teórico: al remontar en el tiempo los orígenes del biopoder, Agamben corre el riesgo, indirectamente, de no dar ningún valor a la discontinuidad historico-cultural entre la polis y las instituciones políticas que tienden al ejercicio de un imperium extensivo e intensivo sobre el territorio y sobre los sujetos, es decir, las instituciones que, en la historia occidental, tienden cada vez más a ejercer un poder soberano en el sentido preciso del término.

En todo caso, Agamben insiste sobre todo en la vocación biopolítica del poder soberano y, para explicar esta vocación, funda su discurso sobre el aspecto principal de la soberanía,  cuya importancia habría pasado a ser ignorada. Este aspecto es el estado de excepción, es decir, la condición esencial del ejercicio pleno y efectivo del poder soberano. Desde este punto de vista, Carl Schmitt es el autor al que Agamben considera indispensable referirse.

Definiendo al soberano “como el que decide sobre el estado de excepción”, Schmitt nos permitiría comprender que la soberanía está, al mismo tiempo, en el interior y en el exterior del orden jurídico, que “soberano es aquel al que se  reconoce su poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de tal manera, la validez del orden jurídico”(2).
En la soberanía así entendida se puede reconocer el nudo biopolítico que ciñe la vida. En la decisión sobre la excepción evidencia que la soberanía consiste en disponer de la vida misma, de la posibilidad de “suspenderla” con la ley, exponiéndola a la oscilación entre la pura supervivencia y la posibilidad del asesinato.

Esta implicación de la vida en el ejercicio de la soberanía, según Agamben, puede ser percibida en su forma arquetípica por la noción de homo sacer, utilizada por el derecho romano arcaico para indicar al que ha sido excluido. El homo sacer no podía ser ejecutado por medio de un castigo jurídico o de un rito religioso, pero quien le asesinase no sería condenado por homicidio. Pues el homo sacer, dice Agamben, era el que podía ser matado, pero no sacrificado. A través de esta definición el autor cree mostrar el núcleo biopolítico del poder soberano: “Soberana es la esfera en la que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio, mientras que sagrada es la vida que ha sido capturada en esta esfera , es decir, que puede ser asesinada pero no sacrificada” [G. Agamben, Homo sacer, op. cit., p. 92].

Por consiguiente, podemos decir, en primer lugar, que, según Agamben, biopoder y poder soberano están estructuralmente vinculados, y, en segundo lugar, que la biopolítica está necesariamente destinada a transformarse en tanatopolítica. Así se explica también la tesis fundamental del autor según la cual el campo es el paradigma biopolítico de lo moderno [Ibid., pp. 129 y ss., y G. Agamben, Quel che resta di Auschwitz, Bollati Boringhieri, Torino 1998].

Evidentemente, Agamben se refiere sobre todo al lager nazi, pero no piensa que el significado biopolítico del campo resida únicamente en las prácticas eugenésicas. La discriminación y el exterminio racial no fueron las únicas vías por las que el nazismo realizó la “suspensión” biotanatopolítica de la vida. Agamben recuerda que el nazismo puso también en ejecución, de manera atroz y sistemática, la experimentación medica sobre las denominadas Versuchepersonen, así como el exterminio de individuos enfermos a través del “Programa de eutanasia para enfermos incurables”. En estos casos el nazismo no se proponía fines eugenésicos. Se puede decir que no sólo quiso lograr el mejoramiento de la raza, sino también la apropiación plena de la vida por la soberanía [G. Agamben, Homo sacer, op. cit., pp. 150-159, 171-177].

Si se comprende que el verdadero significado biotanatopolítico del campo fue la decisión soberana “sobre el valor y sobre el valor negativo de la vida” [Ibid., p. 158], se puede comprender también que no hizo más que alcanzar las consecuencias extremas de un biopoder que todas las demás formas de soberanía de nuestro tiempo están dispuestas a ejercer. Esto, según Agamben, ha sido demostrado, por ejemplo, por el hecho de que en el siglo XX, en Estados Unidos y otros países occidentales, se han llevado a cabo, a gran escala, experimentos médicos letales sobre detenidos y condenados a la pena capital [Ibid., p. 174-177].

Evidentemente, Agamben no pasa por alto el papel fundamental que el saber médico juega en el marco del biopoder. Llega a sostener que, en lo sucesivo, “la decisión soberana sobre la nuda vida se desplaza a un terreno en el que médico y soberano parecen intercambiar sus papeles” [Ibid., p. 159].

En realidad, esta posibilidad de que el médico y el soberano intercambien sus papeles es enunciada por Agamben, pero sin profundizar en ella. En su discurso se mantiene la idea de que el recurso fundamental del biopoder es el estado de excepción, que, en nuestra época, “tiende cada vez más a presentarse como el paradigma dominante de gobierno” y “como un umbral de imprecisión entre la democracia y el absolutismo” [G. Agamben, Stato di eccezione, op. cit., p. 11]. Pues, pese a todo, el autor no se plantea una pregunta esencial que se puede sintetizar del modo siguiente: ¿acaso el poder soberano es biopolítico desde siempre porque es capaz de ejercitarse de manera incondicional sobre la vida, o acaso se vuelve verdaderamente biopolítico sólo cuando se sirve de saberes y técnicas específicas de manipulación de la vida? ¿El poder nazi fue completamente biopolítico porque era poder absoluto, o se confió al saber biomédico porque no podía prescindir de él  para ser verdaderamente biopolítico?

Si el ejercicio de un poder absoluto hubiera sido suficiente para realizar total y sistemáticamente la vocación biotanatopolítica de la soberanía, posiblemente el Estado absolutista del Antiguo Régimen ya habría podido realizar completamente esta vocación. Pero, si se atribuye algún valor al trabajo genealógico de Foucault, debemos reconocer en cambio que fue la inadecuación del poder absoluto respecto a la administración de la vida lo que empujó al Estado moderno a dotarse de saberes, artes y de técnicas de gobierno específicamente biopolíticas.

En definitiva, creo que de hecho Agamben no considera hasta sus últimas consecuencias la cuestión del saber-poder o, más precisamente, la idea de Foucault según la cual el régimen de soberanía se volvió biopolítico solamente cuando logró hacer funcionar a su servicio un régimen específico de verdad capaz de transformar efectos de saber en efectos de poder y viceversa [B. Han, L’ontologie manquée de Michel Foucault, Millon, Grenoble 2003, sobre todo  pp. 189-217].

Respecto a esto, recordaré solamente el papel fundamental que, según Foucault, las ciencias policiales, la economía política y las ciencias de la vida jugaron en el “ desplazamiento de acento” desde un Estado territorial hacia Estado de población [M. Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France. 1977-1978, Gallimard-Seuil, Paris 2004, Résumé, p. 373; también ibid., lección del 25 de enero 1978, pp. 57-81]. Y añado que si el biotanatopoder nazi pudo ejercitarse efectivamente no fue por la apropiación y la expansión del Boden (Tierra), sino por el dominio práctico-discursivo del Blut (Sangre).

Recuerdo todo esto para resaltar en general la erosión del poder soberano producida por la disminución relativa de la importancia del fundamento territorial (el nomos o ley de la tierra) del Estado, fundamento que es una condición esencial del ejercicio de la soberanía según la teoría política de Carl Schmitt sobre la que Agamben funda su discurso [C. Schmitt, Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Jus Publicum Europaeum, Greven Verlag, Köln 1950]. Como se sabe, la disminución de la importancia del territorio es hoy factor determinante de la erosión del poder soberano del Estado.

2. Negri: la biopolítica más allá del biopoder

El uso que Negri hace de la noción de biopolítica está motivado sobre todo por la aspiración a actualizarla para analizar las transformaciones del capitalismo posmoderno y las formas de la contestación a él.
Negri insiste primero en la idea que la biopolítica constituye el resultado de un pasaje desde la disciplina de los individuos hacia el control de las poblaciones. Hoy este pasaje marcaría la transición “del fordismo al posfordismo”; actualmente, dice Negri, “el control pasa más a través de la televisión que a través de la disciplina de fábrica, a través del imaginario y del espíritu más que a través de la disciplina directa de los cuerpos” [A. Negri, Guide. Cinque lezioni su impero e dintorni, Raffaello Cortina Editore, Milano 2003, pp. 79-80](3). Aunque reconozca claramente que para Foucault “la biopolítica representa una gran medicina social que se aplica a la población con el fin de gobernar la vida” [A. Negri, Guide, op. cit., p. 80] , en su esfuerzo de actualización Negri tiende evidentemente a dilatar el significado de la biopolítica.

En realidad, esta “dilatación” parece depender sobre todo de la necesidad de sobrepasar ciertos límites y ciertas indecisiones que Negri encuentra en Foucault. Subraya, en particular, la tendencia inicial del filósofo francés a presentar el biopoder como íntimamente vinculado a las lógicas de fortalecimiento del Estado y a las ciencias policiales. Solamente más tarde Foucault tenderá a sacar la biopolítica de estos límites, concibiéndola “como una economía política de la vida en general” [Ibid., p. 80. En sus anotaciones críticas, Negri  retoma el análisis de J. Revel, Le vocabulaire de Foucault, Ellipses, Paris 2002, pp. 13-15].

Evidentemente, Negri no quiere pensar la biopolítica de forma que tenga como destino su agotamiento a causa de la crisis del Estado-nación. Pero la enormidad de la dimensión que la biopolítica puede alcanzar sobrepasando los límites del Estado no lleva a Negri a pensar simplemente que un biopoder universalizado puede volverse incontrolable por la sociedad. A este problema sobrepone otro. En efecto, se pregunta: “¿debemos pensar la biopolítica como un conjunto de biopoderes que derivan de la actividad de gobierno o, por el contrario, en la medida en que el poder ha cercado la vida, la vida también se hace un poder?” [A. Negri, Guide, op. cit., p. 80].

Su respuesta es que la biopolítica no está destinada ineluctablemente a funcionar en provecho de un poder exterior a la vida; a partir de ahora, es posible elaborar una biopolítica libertadora y afirmativa. Pues Negri propone distinguir claramente las ideas de biopoder y de biopolítica, entendiendo por biopoder las tecnologías, las estructuras y las funciones del poder sobre la vida, y por biopolítica “el complejo de las resistencias” y “experiencias de subjectivación y de libertad”. En definitiva, dice, la biopolítica debe ser entendida “como una extensión de la lucha de clases” [Ibid., pp. 81-82].

Pero lo que caracteriza la posición de Negri es, sobre todo, el esfuerzo por restablecer “la importancia de la producción en los procesos biopolíticos”. En efecto, Foucault no habría entendido “las dinámicas efectivas de la producción en la sociedad biopolítica”. En resumen, el redescubrimiento de la “posición central” del trabajo productivo es lo que permite actualizar completamente la idea de biopolítica. Por consiguiente, Negri elabora una suerte de concepción biopolítica de la “nueva naturaleza del trabajo productivo” [M. Hardt et A. Negri, Impero, op. cit., pp. 44 et 43].

Negri insiste en el carácter intelectual, comunicativo y lingüístico de las formas del trabajo posfordista. Estas formas manifiestan inmediatamente una cualidad social y relacional y, por tanto, inmediatamente son proyectadas hacia la posibilidad de una reconquista colectiva de las fuerzas productivas que el capitalismo controla [Ibid., pp. 43-44]. En esto, Negri recupera los análisis de los autores que, como él, intentan renovar la herencia y los análisis del “neomarxismo operario” italiano [C. Marazzi, Il posto dei calzini. La svolta linguistica dell’economia e i suoi effetti nella politica, Casagrande, Bellinzona 1995, y P. Virno, Grammatica della moltitudine, DeriveApprodi, Roma 2003].

La naturaleza biopolítica del trabajo posmoderno emerge claramente, dice Negri, si se considera que se basa directamente en la “ productividad de los cuerpos “ y en la implicación de los “afectos”. Dado que se apoya sobre todo en el lenguaje y en la comunicación y dado que es esencialmente social y relacional, el trabajo posmoderno reside necesariamente en los cuerpos de la “multitud” que constituye su potencia productiva y pone en juego constantemente su afectividad; según Negri, el trabajo posmoderno “produce y manipula afectos” [M. Hardt y A. Negri, Impero, op. cit., p. 44].

 Desde este punto de vista, el saber social y las capacidades intelectuales, que se desarrollan con el progreso tecnológico, ya no se transforman en potencia tecnocientífica  separada, incorporada a las máquinas y opuesta al trabajo. La intelectualidad de masas del trabajo contemporáneo rompe esta relación, porque hoy el instrumento principal de la producción es el lenguaje, y por el lenguaje “el cerebro humano se reapropia del instrumento de trabajo” [A. Negri, Guide, op. cit., p. 72]. Por tanto, la intelectualidad social del trabajo coincide con “el cuerpo lingüístico que se ha convertido en máquina biopolítica” [A. Negri, Kairòs, Alma Venus, Multitudo, op. cit., p. 150]; en el trabajo ya no es posible distinguir entre la producción y la reproducción de la vida en todas sus expresiones [Ibid., p. 147].

Sobre la base de este discurso Negri sostiene que en lo sucesivo la biopolítica constituye la condición de posibilidad “de un contrapoder, de una potencia, de una producción de subjetividad” que puede liberarse, brotando “de la misma vida, no sólo del trabajo y del lenguaje, sino también de  los cuerpos, los afectos, los deseos, la sexualidad” [A. Negri, Guide, op. cit., p. 81].

Por tanto, la biopolítica no es sólo terreno de enfrentamiento con el biopoder, sino también el contexto de una producción de subjetividad. Con esta tesis Negri lleva a sus últimas consecuencias el restablecimiento de la importancia del trabajo: dado que la fuerza productiva del trabajo no es simplemente económica, sino sobre todo biopolítica, la implicación productiva inmediata de la vida constituye para el trabajo una posibilidad inmediata de producir subjetividades autónomas y libres. El pasaje de la política a la ética, la construcción ética de los sujetos políticos de una multitud que se libera, se hace a la vez posible y necesario en el contexto biopolítico de la posmodernidad [ibid., pp. 81 y 145-148].

Por consiguiente, podemos decir que Negri, por un lado, teoriza la autonomía del “trabajo biopolítico” frente al biopoder, de manera que muestra como injustificadas las vacilaciones de Foucault a la hora de “atravesar la línea” que separaría el campo del poder y el espacio en el que las vidas hablarían de sí mismas [M. Foucault, “La vie des hommes infâmes”, en Dits et écrits, op. cit., III, p. 241]; por otro lado, Negri reúne en el ámbito del “trabajo biopolítico”  la producción económica, la subjetivación ética y la acción política, que, en las investigaciones de Foucault, parecía que debían  conservar su especificidad y su autonomía relativa.

En esto, Negri corre, en primer lugar, el riesgo de dispersar los resultados de la genealogía “fucoldiana” del trabajo entendido como disposición forzada producida por el predominio político de una cierta ética social [M. Foucault, “Dialogue sur le pouvoir”, Dits et écrits, Gallimard, Paris 1994, III, pp. 470-475]; corre también el riesgo de subestimar la importancia de la distinción “fucoldiana” entre estrategias políticas de liberación y prácticas éticas de libertad, desempeñando estas últimas un papel crítico tanto en relación al poder como en relación a las mismas estrategias de liberación, pues, según Foucault, éstas también abren continuamente “un campo para nuevas relaciones de poder que deben controlarse con prácticas de libertad” [M. Foucault, “L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté”, Dits et écrits, op. cit., IV, p. 711].

Como hemos visto, Negri cree francamente en la posibilidad de practicar la biopolítica como política libertadora, mientras que Agamben no parece conceder mucho crédito a esta posibilidad. En el fondo de esa divergencia está, una vez más, la distinción célebre, que Hannah Arendt retoma de Aristóteles reelaborándola, entre la esfera de la vida cualificada (bios) por la acción política y la esfera de la vida natural (zoe) simplemente reproducida por el trabajo. Negri considera esta distinción como actualmente inutilizable, porque, hoy, dice, “la presencia del trabajo en el centro de la vida y la extensión de la cooperación social a través de la sociedad se vuelven totales” [M. Hardt et A. Negri, Il lavoro di Dioniso, Manifestolibri, Roma 1995, p. 17]. Según él, el trabajo incluye hoy las cualidades y las potencialidades de la acción y de la vida política [P. Virno, Mondanità, Manifestolibri, Roma 1994, pp. 90-91].

Según Agamben, en cambio, la completa salida de la nuda vida y del trabajo de las fronteras de la simple reproducción biológica testimonia el hecho de que la vida natural (zoe) no es ya ante todo el objeto de una exclusión de la dignidad del bios, sino que está completamente expuesta a la normatividad y a la decisión biopolítica que en ella discrimina necesaria y peligrosamente las potencialidades irreductibles a la socialización politico-productiva [G. Agamben, Homo sacer, op. cit., pp. 209-211]. Pues, dice Agamben, cualesquiera que sean las posibilidades de una nueva política, “es seguro que habrá que dejar de lado en ella el énfasis puesto sobre el trabajo y la producción” [G. Agamben, L’opera dell’uomo, “Forme di vita”, 2004, n. 1, p. 123].

Creo que, al menos, Agamben tiene el mérito de dejar abierto así un problema que sería oportuno no considerar como “anacrónico”.

3. Esposito: el biopoder homeopático

Las nociones en torno a las que Esposito lleva su reflexión sobre la biopolítica son las de inmunidad e inmunización. De esa manera resitúa la génesis del biopoder en la esfera de influencia del saber médico; parecería establecer así una relación de consonancia con el pensamiento de Foucault. Pero las cosas no son tan simples.

El problema principal de Esposito es la coexistencia, dentro del biopoder, de políticas que conservan y de políticas que destruyen la vida. Esposito reconoce que Foucault expuso lúcidamente la tendencia de la biopolítica a transformarse en tanatopolítica, pero también sostiene que el filósofo francés no identificó las causas de modo convincente. La prueba evidente de esta laguna emergería, en particular, en las incertidumbres que caracterizarían la tentativa “fucoldiana” de definir la relación entre biopoder y poder soberano: a veces, Foucault subrayaría la fractura profunda entre poder soberano y biopoder, para resaltar la atención positiva a la vida que caracteriza a este último; a veces, teorizaría una relación de complementariedad entra ambas formas de poder, para explicar el hecho de que la biopolítica se transforme en tanatopolítica por la restauración del poder de vida y de muerte que caracteriza la soberanía tradicional [R. Esposito, Bíos. Biopolitica e filosofia, Einaudi, Torino 2004, pp. 16-39](4).

En suma, Foucault no daría una verdadera explicación de la implicación recíproca que se instaura en el biopoder entre la vida y la muerte. Más bien tendaría a yuxtaponer dos tendencias opuestas y a describir simplemente la oscilación entra ambas, sin alcanzar las razones profundas de esta oscilación. Todo esto, según Esposito, nace del hecho de que Foucault piensa la biopolítica manteniendo las dos  ideas de vida y de política en su “carácter absoluto”, “como originariamente distintas y solamente más tarde conectadas de manera extrínseca” [R. Esposito, Bíos, op. cit., pp. 38-39]; en el discurso de Foucault faltaría un “paradigma más dúctil”, un eslabón de unión entre soberanía y biopoder, útil para clarificar completamente la comunicación necesaria entre la muerte y la vida que se instauró en la política moderna [Ibid., p. XIII].

Según Esposito, este “ eslabón” ausente puede ser reencontrado precisamente en el carácter esencialmente inmunitario de la política de la modernidad. Reconsiderando la historia de esta política como la historia de una inmunización continua de la sociedad, podemos lograr comprender por qué la política moderna se hizo biopolítica y por qué produce a la vez efectos positivos y negativos, de conservación y de destrucción. Esposito piensa que todo esto se explica, ante todo, si se considera que “ la inmunización es precisamente una forma de protección negativa. Eso significa que si la inmunidad, necesaria para proteger nuestra vida, se lleva más allá de cierto umbral, acaba negando la vida” [R. Esposito, Biopolitica, immunità, comunità, op. cit., p. 126]. La protección inmunitaria corre siempre el riesgo de acelerar el mecanismo perverso de la enfermedad autoinmune: ésta, en efecto, representa  “el umbral más allá del cual el aparato protector se rebela contra el cuerpo que debería proteger, llevándole a la explosión” [R. Esposito, Il nazismo e noi, op. cit., p. 170].

La obsesión del contagio condiciona profundamente la protección política de la sociedad moderna, primero en términos generalmente metafóricos, pero luego en términos más directamente biomédicos. Todo esto, según Esposito, encuentra referentes en el pensamiento de autores clásicos como Hobbes, Rousseau, Sieyès, o en las teorías de pensadores contemporáneos como Parsons o Luhmann [R. Esposito, Immunitas, op. cit., pp. 52-61 y 134 ss.; Id., Bíos, op. cit., pp. 41-46]. Es cierto que las sociedades de cualquier época siempre han procurado protegerse de factores que ponían en peligro la cohesión, pero, dice Esposito, solamente la sociedad moderna organiza sistemáticamente esta protección en términos inmunitarios y, por consiguiente, crea las condiciones para que la vida se convierta en el  objeto concreto de la política y para que la negación de la vida sea posible de manera permanente [R. Esposito, Bíos, op. cit., pp. 52 ss.].

La fuerza hermenéutica del paradigma inmunitario a propósito de la modernidad, dice Esposito, se revela claramente si se analiza la relación entre individuo y sociedad. La sociedad moderna se reproduce como comunidad solamente por la exención, es decir, por la inmunización de los individuos que la componen respecto a la intensidad originaria del vínculo colectivo. La cohesión y la supervivencia de la sociedad son el resultado de la oposición funcional entre un modelo individualista y la organización de lo común que, sin embargo, se conserva precisamente en la medida en que es inmunizado ante el exceso insostenible de la relación comunitaria. En este sentido, la immunitas es la forma complementaria y al mismo tiempo negativa de la communitas [Ibid., pp. 47-49].

Sea como sea, lo que a Esposito interesa poner en evidencia es, sobre todo, el hecho de que en la política moderna la defensa y el fortalecimiento del cuerpo social pasan constantemente a través de la neutralización y el riesgo de destrucción de la vida. La política moderna no se limita a luchar contra los factores de peligro. Lleva a cabo esta lucha por medio de la  inclusión inmunitaria de aquello que cree que puede contrariarla, pero, cumpliendo constantemente este esfuerzo, encierra la vida en “una especie de jaula”,  somete el cuerpo social “a una condición que, al mismo tiempo, niega o  reduce su potencia expansiva. Al igual que la práctica médica de la vacunación del cuerpo individual, también la inmunización del cuerpo político funciona introduciendo en su interior un fragmento de la misma sustancia patógena de la que quiere protegerlo y que, por tanto, bloquea y contradice su desarrollo natural” [Ibid., p. 42].
Según Esposito, el nazismo representa la culminación de la aplicación de esta lógica. Con el nazismo el carácter biopolítico y la matriz inmunitaria de la política moderna se manifiestan sin ninguna mediación. Representa el momento en el cual el umbral de biologización directa de la política es atravesado definitivamente. Sólo el nazismo sobrepasa completamente el uso generalmente metafórico de la referencia a la vida:  “cae cada diafragma [mediación] entre política y biología cada diafragma cae” y “los hombres políticos asumen los procesos biológicos como criterio de sus acciones” [Ibid., p. 118]. El haber franqueado completa y explícitamente estos límites es, según Esposito, lo que caracteriza la singularidad absoluta del nazismo en relación a cualquier otro sistema político moderno.

La cuestión de la singularidad del nazismo es otro tema en el que Esposito se diferencia críticamente de Foucault. Este último, aun siendo extremadamente consciente de la radicalidad incomparable del biopoder nazi, corre el riesgo de hacer de la biopolítica un elemento de continuidad esencial entre el nazismo y la historia precedente [Ibid., p. 116]. En ese sentido interpreta Esposito la tesis de Foucault según la cual “el nazismo, al fin y al cabo, no es más que el desarrollo paroxístico de los nuevos mecanismos de poder instaurados a partir del siglo XVIII” [M. Foucault, “Il faut defendre la société”, op. cit., lección 17 marzo 1976, ed. it., p. 224].

Reconocemos lo bien fundado de esta crítica. Pero también la tesis de Esposito según la cual el nazismo sobrepasa completamente el uso metafórico del lenguaje biomédico e inmunológico presenta aspectos problemáticos. No hay ninguna duda de que, como dice Esposito, “la lucha a muerte organizada y difundida por la propaganda del régimen es la que opone el cuerpo y la sangre originariamente sana de la nación alemana a los gérmenes invasores penetrados en su interior con el fin de minar su unidad y su misma vida” [R. Esposito, Il nazismo e noi, op. cit., p. 171]. Desde este punto de vista, es indiscutible que el nazismo perseguía un fin inmunitario, pero perseguía este fin precisamente por la propaganda y, por tanto, sobre todo de manera metafórica. Ciertamente, esto no significa que el nazismo no hubiese cumplido totalmente su pasaje a la biologización completa de la política. Por el contrario, el uso de la terminología inmunológica era sobre todo publicitario y metafórico, pues no correspondía a la lógica concretamente eugenésica que dominaba la biopolítica nazi.

El mismo Esposito observa que los ideólogos del Reich utilizaron un “ repertorio epidemiológico” y “bacteriológico” para representar a los judíos como “bacilos”, “bacterias”, “parásitos”, “virus”, “microbios” [R. Esposito, Bíos, op. cit., p. 122]. Observa, además, que “esta representación estaba en contraste evidente con la teoría mendeliana del carácter genético -y por tanto no contagioso- de la determinación racial” [R. Esposito, Il nazismo e noi, op. cit., p. 172]. Pero todo esto no sólo muestra que los nazis confundían de manera instrumental las enfermedades contagiosas y las enfermedades hereditarias [R. Esposito, Bíos, op. cit., p. 129]. Significa, sobre todo, que si el nazismo ejercía completamente su biopoder se debía a que había ido más allá de la simple inmunización y se había instalado en el terreno de la manipulación de la vida. De esa manera, el nazismo podría haber mostrado también, indirectamente, los límites del paradigma inmunitario respecto al  funcionamiento y el análisis de las formas avanzadas del biopoder, en vez de haber demostrado su completa validez.

Esposito también afronta la exigencia de una biopolítica libertadora y afirmativa, pero la considera más como un problema inevitable que como una posibilidad inmediatamente realizable. De todas formas,  localiza algunas de sus condiciones, sobre todo en el pensamiento de Canguilhem. Este autor, según Esposito, ha deconstruido  radicalmente la norma entendida como criterio “simultáneamente descriptivo y prescriptivo del comportamiento humano”, reconduciéndola “al significado de puro modo de ser de lo viviente. En tal caso no sólo la salud, sino también la enfermedad , constituyen una norma que no se sobrepone a la vida, sino que expresa una de sus situaciones específicas” [Ibid., p. 208].

Podemos observar aquí que, cuando Canguilhem sostiene que “la norma de un organismo humano es su coincidencia  consigo mismo”, piensa que así denuncia y conjura exactamente el riesgo de que la norma se transforme en  “coincidencia con el cálculo de un genetista eugenista” [G. Canguilhem, “Nouvelles réflexions concernant le normal et le pathologique (1963-1966)”, en Le normal et le pathologique, PUF, Paris 1966, ed. it., p. 222].

Esto también parece mostrar que la biopolítica es sobre todo un terreno de enfrentamiento con un biopoder que en nuestra época no deja de renovarse, más que con los medios de inmunología, con los medios de la genética.

4. Conclusión

Queda por hacer una última pregunta: ¿acaso es posible encontrar en Foucault los elementos para una biopolítica afirmativa y libre?

Como se sabe, en La volonté de savoir Foucault resalta claramente el nacimiento, desde el siglo XIX, de una serie de luchas que reivindican “la vida, entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta del ser humano, realización de sus virtualidades, plenitud de lo posible” [M. Foucault, La volonté de savoir, op. cit., ed. it., p. 128]. Foucault observa también que estas luchas constituyen el fondo sobre el cual se afirmó progresivamente “la importancia del sexo como objeto de enfrentamiento político” [Ibid., p. 129]. En el marco de La volonté de savoir, esto significa que estas luchas a menudo opusieron al biopoder la visión mitológica del sexo como el lugar de la verdad del sujeto y de su auténtica liberación. Por tanto, no habría que idealizar estas mismas luchas.

En el mismo año de publicación del libro, Foucault escribía, a propósito de la concepción biológica de las razas, que hoy habría que pensar una biohistoria que no sea la historia mitológica y unitaria de la especie humana, y una biopolítica que no sea la de las divisiones, conservaciones y jerarquías, sino la de la comunicación y el polimorfismo [M. Foucault, “Bio-histoire et bio-politique”, en Dits et écrits, op. cit., III, p. 97].
No creo que esto implique la idea de una biopolítica activa de la hibridación y la profusión de las energías. Creo, más bien, que Foucault se refiere a una biopolítica capaz de renunciar a sí misma.

En el momento en el que sobrepasó las tesis de La volonté de savoir con sus investigaciones sobre el souci de soi [la “inquietud por sí mismo” o el “cuidado de sí mismo”], no por ello abandonó la crítica de las mitologías de la liberación. Uno de sus objetivos fue desmantelar los reflejos condicionados que atrapan a las luchas en los mecanismos de poder que ellas mismas cuestionan. Entre estos “reflejos”, creo que habría que indicar exactamente la idea de que la “vida”, el “sexo” o algunas “esencias concretas del hombre del ser humano” deben ser “valorizadas”, “desarrolladas” o “liberadas” cueste lo que cueste.

Desde este punto de vista, el souci de soi no debe tender simplemente a sustraer del biopoder al bíos o al zoé para que sean materia de una valorización más creativa. Más bien, el souci de soi se ocupa del ethos, entendido como manera de ponerse en contacto consigo mismo, con otros y con el mundo para librarse de costumbres consolidadas, de “falsos valores” y del “falso comercio” que ayudan al biopoder a ejercerse y a reproducirse [M. Foucault, L’herméneutique du sujet. Cours au Collège de France. 1981-1982, Gallimard-Seuil, Paris 2001, en particular los cursos del 10 y el 17 de febrero 1982].
El biopoder, en efecto, no es solamente una institución, un aparato o un sistema mal hecho, sino que es muy a menudo el efecto inesperado de los discursos y de las prácticas más inocentes.

NOTAS

(1) Además de los textos de estos autores que citaré a continuación, entre las contribuciones a este debate se encuentran: G. Agamben, Forma-di-vita, AA.VV., Politica, Cronopio, Napoli 1993, pp. 105-114; G. Dal Lago, Normalità dello stato di eccezione, “Aut aut”, 1996, n. 271-272, pp. 87-92; la reseña de L. Ferrari Bravo del libro de G. Agamben, Homo sacer,  “Futuro anteriore”, 1996, n. 1, pp. 167-172; V. Marchetti, La biopolitica e i sogni della ragion di stato, A. Mariani (éd.), Attraversare Foucault, Edizioni Unicopli, Milano 1997, pp. 163-173; S. Vigna, Al bando. Riflessioni su “Homo sacer” di Giorgio Agamben, A. Dal Lago (éd.), Lo straniero e il nemico, Costa & Nolan, Genova 1998, pp. 152-169; G. Agamben, La guerra e il dominio,  “Aut aut”, 1999, n. 293-294, pp. 22-23; G. Dal Lago, Senza luogo,  “Aut aut”, , 2000, n. 298, pp. 5-12; M. Bascetta, Verso un’economia politica del vivente, U. Fadini, A. Negri, C. T. Wolfe, Desiderio del mostro, Manifestolibri, Roma 2001, pp. 149-162; A. Negri, Il mostro politico. Nuda vita e potenza, ibid., pp. 179-210; L. Cedroni, P. Chiantera-Stutte (éd.), Questioni di biopolitica, Bulzoni, Roma 2003; A. Cutro, Sovranità e vita in Michel Foucault,  “La società degli individui”, 2003, n. 17, pp. 67-80; P. Perticari (éd.), Biopolitica minore,  Manifestolibri, Roma 2003; L. Bazzicalupo, R. Esposito (éd.), Politica della vita. Sovranità, biopotere, diritti, Laterza, Roma-Bari 2003; A. Cutro, Michel Foucault. Tecnica e vita, Bibliopolis, Napoli 2004; S. Delucia, Biopotere, biopolitica, bioetica,  “Millepiani”, 2004, n. 27, pp. 99-116.
(2) G. Agamben, Homo sacer, op. cit.., pp. 15-19.  C. Schmitt, Politische Teologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität, München-Leipzig, Duncker & Humblot, 1922-1934, ed. it., pp. 33-34. G. Agamben, Stato di eccezion, Bollati Boringhieri, Torino 2003.
(3) Ver también A. Negri, Kairòs, Alma Venus, Multitudo, Manifestolibri, Roma 2000, y los libros publicados con M. Hardt, Impero, Il nuovo ordine globalizzato, Rizzoli, Milano 2001, y  Moltitudine. Guerra e democrazia nel nuovo ordine imperiale, Rizzoli, Milano 2004
(4) El autor se refiere sobre todo a las tesis que Foucault expone en Il faut defendre la société, Seuil-Gallimard, Paris 1997, y en La volonté de savoir, Gallimard, Paris 1976. Sobre el paradigma inmunitario ver R. Esposito, Immunitas. Protezione e negazione della vita, Einaudi, Torino 2002; Id., “Biopolitica, immunità, comunità”, L. Bazzicalupo, R. Esposito, Politiche della vita, op. cit., pp. 123-133; Id., “Il nazismo e noi”, MicroMega, 2003, n. 5, pp. 165-174. Respecto a la relación entre soberanía y bipoder en Foucault, ver Terrel, “Les figures de la souveraineté” en F. le Blanc y J. Terrel (bajo la dirección de), Foucault au Collège de France: un itinéraire, Presse universitaires de Bordeaux, Bordeaux 2003, pp. 101-129



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