Trasversales
José M. Roca

Fin de año... y de algo más

Revista Trasversales número 17,  invierno 2009-2010

Textos del autor
en Trasversales



Al examinar lo ocurrido en España en los asuntos públicos más importantes del año que concluye -grandes desencuentros políticos sobre el fondo de la crisis económica-, se obtiene la impresión de asistir a algo más que al ritual paso del tiempo marcado por el calendario. No parece un simple fin de ejercicio, con un balance de pérdidas y ganancias en asuntos económicos, y de aciertos y fallos políticos en importantes temas de interés nacional, sino el final de algo más serio. No es la percepción de un necesario relevo en la Moncloa por agotamiento y desgaste del partido gobernante, como ocurrió en el último mandato de Felipe González, o por hartazgo popular, como cuando gobernaba Aznar, sino de algo más grave que no se resuelve con un cambio de gabinete.
Quienes hemos asistido a otros finales, en especial al ocaso de la dictadura, no podemos dejar de percibir algunos signos característicos de un fin de régimen: grandes y graves problemas -no todos nuevos-, algunos sin abordar y otros sin un planteamiento claro para ser resueltos, parálisis de algunas instituciones públicas y deslegitimación de otras, falta de ideas nuevas en quienes gobiernan y en quienes aspiran a gobernar, y de interés para afrontar, con una visión amplia y generosa, asuntos que desborden el mero interés partidista, débil pulso en la vida parlamentaria más allá de los habituales reproches mutuos y de debates de corto alcance entre el Gobierno y el PP, deterioro de la clase política por los abundantes casos de corrupción y pasividad de la ciudadanía más progresista, mientras la derecha, colocada abiertamente contra el sistema, agita y moviliza a su extensa base social con ayuda de la Iglesia.

Crisis económica

El primero y más acuciante de los problemas a resolver es la crisis económica, que ha puesto término de modo catastrófico a un modelo productivo difícil de sostener a largo plazo, basado en gran medida en el crecimiento acelerado del sector de la construcción, que ha acentuado la alta temporalidad del empleo presente ya en sectores como el turismo y la agricultura. Este modelo poco modélico ha tenido un elevado coste medioambiental, ha acentuado viejos desequilibrios, desatado la apetencia por la riqueza rápidamente conseguida y alentado la especulación urbanística y la corrupción política. Y ha vuelto a poner sobre la mesa el problema socialmente más grave del país, el paro, que, aliviado por unos pocos años excepcionales, vuelve a mostrar su carácter estructural.
Lo sucedido ahora no es nuevo pero sí más grave que en crisis anteriores,  porque incide de modo muy agudo en un sistema muy polarizado en el reparto de la riqueza generada.

La idea gubernamental de cambiar la estructura productiva -no existe otra propuesta similar- es una decisión ambiciosa, pero no se puede efectuar por decreto; hace falta colaboración, pues depende no sólo de los recursos naturales y la ubicación en el mercado mundial, del tejido productivo y de la configuración de los mercados interiores, entre ellos el laboral, sino de la cultura empresarial y de la cultura en general, en especial de la reglada, tanto en lo que respecta a la cualificación de los trabajadores como de los directivos. Depende, también, de la inversión en investigación y la innovación tecnológica, de las infraestructuras, de la compleja estructura legal, de la agilidad de la justicia, de la eficacia de las administraciones públicas y de arraigados usos sociales. Requiere, por tanto, no sólo el acuerdo de fuerzas políticas y sociales y de gobiernos autonómicos y locales, sino la colaboración de la ciudadanía, pero el principal partido de la oposición no está por la labor.
En el PP, que, con la ley de liberalización del suelo, tanto han contribuido a hinchar la burbuja inmobiliaria, se niegan a admitir responsabilidad alguna cuando la burbuja ha pinchado y rechazan apoyar las propuestas del Ejecutivo para superar la crisis. Se limitan a afirmar que la solución llegará mágicamente cuando gobierne Rajoy, pues, aparte de pedir que bajen los impuestos y se reforme el mercado laboral a favor de los empresarios, no se le conoce un plan coherente contra la crisis.

Estado autonómico

El difícil desarrollo del llamado Estado autonómico señala uno de los límites más evidentes de la transición. La Constitución, y sus efectos, los estatutos autonómicos, fue, entre otros, un compromiso entre el centro y las fuerzas de la periferia, entre el Estado central y los partidos nacionalistas, acordado bajo la vigilancia del Ejército -el ruido de sables- y la enloquecida carrera de ETA -el ruido de bombas-, que entonces creía poder alterar el orden de las cosas, pero la Carta Magna apuntaba un camino que, a través del desarrollo autonómico, podía desembocar en un Estado federal, si bien era difícil de recorrer. Para las izquierdas había posibilidades de recorrerlo, pero la negativa de la derecha lo ha abortado. Para el PP, el estado autonómico no es un punto de partida, sino un estadio de llegada, un nivel de autogobierno imposible de rebasar. Para otros, no era un compromiso duradero sino un momentáneo descanso para seguir demandando más poder y más dinero del Gobierno central.
La pérdida de la iniciativa, por la timidez o dejadez del PSOE y por la negativa del PP, para modificar el marco general (la Constitución, el Senado, la Ley Electoral) ha permitido que la presión reformista haya surgido de los partidos nacionalistas, dando paso a la relación bilateral de los gobiernos autonómicos con el gobierno central, que ha acentuado la tensión entre la periferia y el centro pero no ha favorecido la relación, tensa o distendida, entre las distintas periferias. Lo cual ha roto la lógica hacia el modelo federal, al que se tendía, para acentuar la tendencia confederal. Y esa es una apuesta que crece en este momento con especial rapidez en Cataluña, y que podría crecer en el País Vasco, donde el nacionalismo étnico de una ETA en retirada podría ser reemplazado por un nacionalismo cívico, como opción pacífica y legítima. En tal caso, estaría planteado con toda claridad un intrincado problema político que debería ser abordado y resuelto en el ámbito de las instituciones políticas y no en los tribunales, por muy altos que fueren. En ausencia de tal solución, estaríamos emplazados a asistir al choque de los más fanáticos defensores del nacionalismo identitario: los españolísimos frente a los catalanísimos, los vasquísimos, los galleguísimos y otros ísimos que pudieran surgir en este país tan dado a las taifas.

Poder judicial

La demora del Tribunal Constitucional en emitir sentencia sobre el recurso de inconstitucionalidad del Estatuto catalán presentado por el Partido Popular hace tres años, es una palpable prueba de cómo se han viciado sus funciones.  Por esta causa, el Tribunal ha sufrido diez recusaciones y siguen en funciones cuatro de sus miembros que han cumplido su mandato, porque, dada su tendencia conservadora, el PP, que quiere usar el tribunal como una dócil cámara donde ganar las batallas que pierde en el Congreso, impide su reemplazo hasta que se dicte la sentencia sobre el Estatut. Idéntica maniobra tuvo lugar para dilatar la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Pero el problema de la justicia en España no está sólo localizado en sus niveles más altos y en sus órganos de gobierno, demasiado proclives a recibir las influencias de los dos grandes partidos, también en la administración de la justicia ordinaria, que padece una evidente falta de recursos materiales y de medios humanos, está lastrada por usos propios del siglo XIX y por una concepción elitista de la carrera judicial. Son muchos los jueces que disponen de un poder que no merecen, pues, en vez de percibirse como servidores públicos -lo que son-, se comportan como miembros de una selecta casta que puede fundamentar sus sentencias en las simpatías políticas o en las creencias morales de sus miembros, por extravagantes que sean.

Parte del problema reside en la formación que los aspirantes a jueces reciben en la Escuela Judicial, poco apta para admitir cambios, que fomenta una solidaridad corporativa más propia de un estamento del Antiguo Régimen que de un órgano de un país moderno y democrático, y en el sistema de exámenes, donde la selección por la preparación memorística parece reñida con el cultivo de la sensatez, de lo cual dan fe sentencias que sorprenden por lo pintorescas, cuando no por aberrantes. Con harta frecuencia se tiene la impresión de que una de las cosas que dejó atadas y bien atadas el régimen franquista fue la administración de justicia.
Ni el aparato judicial ni el órgano de gobierno de los jueces pueden continuar funcionando como hasta ahora si se desea que las solemnes palabras que figuran en el Preámbulo de la Constitución -La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad…- y en el Artículo 1 -España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político-, sean algo más que retórica.

Iglesia

La Iglesia ha vuelto por sus fueros tratando de recuperar el terreno perdido; no arrebatado por el Estado sino inducido por los cambios sociales. El Estado no impide las vocaciones sacerdotales ni obliga a los católicos a vivir contra su moral y a renegar de sus creencias, pero defiende que los no católicos puedan vivir con arreglo a las suyas, lo cual es inadmisible para la Curia.
Anclada en la defensa del Concordato que prolonga sus inmemoriales privilegios, la Iglesia pretende que el Estado los mantenga porque socialmente no se regenera, ni económicamente es capaz de mantenerse. A pesar de la intransigencia vaticana, cada día que pasa mengua el número de creyentes y crece una interpretación más libre de la doctrina evangélica. Sin que lo fomente el Estado, cada vez hay menos curas, menos monjas y menos gente en las misas, a pesar del renacimiento de movimientos seculares neodogmáticos. España hace tiempo que ha dejado de ser católica.

Cultural y artísticamente somos un país de tradición católica, pero la religión ha dejado de ser el núcleo no sólo de la vida familiar, sino de la vida social, de la vida política, artística, cultural y científica. Hemos sido un país cuya historia ha estado teñida por la religión, pero ese rasgo ya es historia. Y eso es lo que le duele a la Conferencia Episcopal, que demanda al Estado la protección y el sostén que la Iglesia es incapaz de procurarse.

En favor de la revitalización democrática hay que revisar los acuerdos con el Vaticano. Son criptofranquistas y anticonstitucionales en su mismo origen, pues se negociaron secretamente mientras se discutía y aprobaba públicamente la Constitución, y no hubo, luego, refrendo popular para ratificarlos. Simplemente se impusieron. La negociación fue la secreta marcha verde que emprendió el Vaticano en la transición, en un intento de prolongar la dictadura franquista, de la que la Iglesia fue un destacado pilar. Esta viciada relación con la Iglesia ata y distorsiona el desarrollo constitucional y la vida democrática, es un permanente factor de crispación, un gasto público difícil de justificar en un Estado no confesional y otorga a la Iglesia un poder del que carece socialmente.

Democracia. Partidos


El sistema de representación política surgido de los pactos de la transición muestra desde hace tiempo sus limitaciones. Como fruto de aquella coyuntura, expresa lo acordado entre miedos y prevenciones y su falta de adecuación a una situación donde la ciudadanía ha crecido cultural y políticamente, demanda más información y control sobre la gestión del gobierno y mayores cotas de participación democrática.
El sistema de representación política, puesto en teoría al servicio de los ciudadanos, es poco proporcional, territorialmente sesgado y burocrático, se muestra poco ágil en la gestión, alejado de los problemas de la calle y define una estructura oligárquica dirigida por los estados mayores de los partidos, en particular los dos grandes partidos con representación estatal, cuyos dirigentes gozan de un poder desmedido y sometido a escaso control, que alienta las conductas autoritarias y la corrupción.

Los partidos, movidos por objetivos a corto plazo y por las urgencias de sus dirigentes, han devenido en dóciles y costosas máquinas electorales y en laboriosos aparatos de propaganda para servir a las ambiciones de sus líderes. Cada día más alejados de las aspiraciones de la ciudadanía, han convertido el Congreso y las cámaras autonómicas en cajas de resonancia de sus peleas e intereses.
La frecuencia de la competición electoral, aunque a escala distinta (local, autonómica, nacional y europea) aumenta el clima de enfrentamiento en un pulso electoral casi constante, pues tener la vista puesta en la inmediata cosecha de votos dificulta la visión a largo plazo y la propensión a alcanzar acuerdos sobre asuntos de interés general.
Ante los retos planteados, los dos partidos que pueden acometerlos no están a la altura de lo que exigen las circunstancias. Enzarzados en una mezquina lucha por la supervivencia, en la que cada uno espera el suicidio del contrario, no están de acuerdo en los temas nacionales ni en los internacionales, cuando España, Europa y el mundo están cambiando velozmente.

Estamos empantanados, pues los partidos que pueden acometer las grandes reformas son incapaces de hacerlo por separado y de ponerse de acuerdo para hacerlo juntos, pero tampoco el sistema permite una rápida renovación de la clase política.
El PP actúa a la contra, no sólo es una fuerza retardataria del moderado y errático reformismo del PSOE, sino que tiene la vista puesta en el pasado (su referencia sigue siendo el franquismo); el futuro es volver al pasado.
En el PSOE no hay una clara apuesta por un futuro progresista, ni intención de abordar los problemas de fondo; su proyecto está desdibujado y deteriorado por sus años de social liberalismo no encuentra repuestos ideológicos, carencia que ha pretendido sustituir por el optimismo, el buenismo y el continuo anuncio de iniciativas que duran poco tiempo.

Ante la situación, especialmente por la gravedad de la crisis, éste debería ser el momento de la audacia política, de las grandes ideas, de la generosidad, de la altura de miras, de perder el miedo al fracaso inmediato pensando en el bien del país a largo plazo; la hora de atreverse a dejar las andaderas de la transición y de incitar a la ciudadanía a dar un gran salto hacia delante.
Pero, dejando de soñar, las soluciones razonables no parecen posibles, porque los principales actores están cansados y el sistema impide que aparezcan otros con fuerza y ganas; estamos presos del régimen político salido de la transición y de las tendencias perversas que ha generado.
Dentro del sistema, tal como está, no parece haber soluciones medianamente satisfactorias y mucho menos progresistas; hay, habrá, más de lo mismo: la crisis económica la pagarán, como siempre, los más débiles, los grandes problemas seguirán aplazándose y seguiremos con la cansina alternancia de dos equipos gastados. Pero hay que advertir que la democracia, si nuestro sistema merece tal nombre, está gravemente enferma, y la ciudadanía, aburrida. Peor aún, hastiada y cabreada. Se encuentra en la situación ideal para ser presa fácil del populismo autoritario.


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