Trasversales
Jürgen Trittin

Materialismo ecológico: cómo la naturaleza adquiere dimensión política

Revista Trasversales número 17 invierno 2009-2010


Jürgen Trittin es presidente del Partido Verde de Alemania. Traducción de Trasversales autorizada y revisada por el autor. La reproducción por cualquier medio de esta versión en castellano no requiere la autorización de Trasversales, pero sí la del autor, Jürgen Trittin. Versión original en alemán en Polar. Versión en inglés en Eurozine



¿Tiene la naturaleza un valor intrínseco o su valor deriva de que es la base de la vida humana? Aunque los conservacionistas fundamentalistas y los ecologistas pragmáticos justifiquen sus puntos de vista de manera diferente y discrepen con frecuencia, por lo general luchan por los mismos objetivos. Para que las políticas medioambientales tengan éxito a escala mundial es necesario que la gente reconozca la relación entre sus propios intereses y el medioambiente.

La naturaleza adquiere dimensión política cuando en esa esfera emergen personas que abogan por ella. En ese momento, la flora, la fauna, la biosfera y la atmósfera, es decir, todo aquello que constituye la más habitual definición de “naturaleza”, pasan a ser objeto de conflictos de intereses y de diferencias ideológicas. ¿Por qué ocurre esto?
En Alemania, la Ley Federal de Conservación de la Naturaleza establece que “la naturaleza y el paisaje” deben ser protegidos tanto por su “valor intrínseco” como porque son “la base fundamental de la vida humana, de la que somos responsables ante las futuras generaciones”. Las prioridades establecidas en el artículo primero de dicha ley son “la eficacia y funcionalidad del ecosistema”, “el uso sostenible de los recursos naturales”, “las biosferas del mundo animal y del mundo vegetal” y “la variedad, singularidad y belleza” de la naturaleza y del paisaje. Esta doble justificación, según la cual la naturaleza tiene un valor intrínseco y un valor de uso para los seres humanos, está también muy extendida en las reflexiones públicas de carácter medioambiental. Sin embargo, considero que, en lo fundamental,  son dos argumentaciones muy diferentes.

¿Clima de cambio?

Ya que no todo el mundo comparte la opinión de que la naturaleza es automáticamente merecedora de protección, con frecuencia la conservación de la naturaleza se justifica por la función que juega en la preservación  de un contexto ecológico más amplio, que, a su vez, resulta crucial para la vida humana y para su nicho ecológico. De ese modo, incluso aquello que a primera vista puede parecer inútil, feo o incluso peligroso, puede ser considerado como digno de preservación. Un ejemplo de contexto ecológico amplio es el clima mundial, el cual requiere que extensas áreas de selva tropical sean protegidas frente a la intervención humana directa, dado que estas selvas, por su contribución al clima, juegan indirectamente una función crucial para la supervivencia humana.

Por otro lado, el razonamiento basado en el valor intrínseco de la naturaleza no hace ningún intento de demostrar la utilidad de la naturaleza para los seres humanos. ¿Qué lleva a que algunas personas aboguen por la preservación de la naturaleza en términos no utilitaristas? El valor intrínseco de la naturaleza puede hacerse patente a una persona de manera directa a través de la experiencia de su belleza, variedad y esplendor. Sin embargo, este valor intrínseco no queda limitado a la existencia de la naturaleza para nuestra vivencia personal. La experiencia del mundo natural revierte en admiración por aquello surgido naturalmente y en respeto y veneración por la naturaleza. Este respeto no deriva necesariamente de razones religiosas, aunque a menudo así ocurra. En ese caso, la naturaleza es considerada digna de preservación por su carácter divino, independiente de los seres humanos. Sin embargo, el respeto hacia el valor intrínseco de la naturaleza también puede derivarse de la autocrítica humana. La historia de los seres humanos, destructiva hacia su propia especie y hacia la naturaleza, puede guiar hacia una ética de autolimitación. En ese caso, la naturaleza es considerada como más valiosa que el mundo humano y se exige el establecimiento de límites en nuestras relaciones con ella.

Quien se interese de todos modos por la protección de la naturaleza considerará que ambos razonamientos son correctos. Pero las diferencias que hay entre ellos tienen consecuencias en el ámbito político.

¿Qué debe ser preservado?: naturaleza, medioambiente, ecosistema

Yendo más allá del significado corriente de “naturaleza”, citado en los párrafos precedentes, pronto nos damos cuenta de que no está tan claro qué deberíamos preservar. El brillo del concepto de naturaleza puede deslumbrarnos.
En su sentido universal se opone al concepto de sobrenatural e incluye a los seres humanos y a su mundo. Según esta definición, la deforestación, la contaminación de los ríos, la catástrofe climática y la posibilidad de  que la tierra llegue a ser inhabitable serían procesos “naturales”, por lo que ese concepto no serviría para justificar tal o cual política ecológica. Tendemos también a confrontar “la naturaleza” con  lo artificial o hecho por el ser humano. En esta acepción, la naturaleza se entiende como las condiciones que se han mantenido “intactas” por un largo periodo de tiempo sin depender de la intervención humana. Tal definición también es demasiado estrecha, porque hoy día las condiciones a proteger abarcan un ámbito que va mucho más allá de una “naturaleza intacta”, que, en cualquier caso, es ya muy escasa.

Los conceptos de “medioambiente”, “ecología” y “sostenibilidad” son utilizados a menudo en el debate público de forma casi intercambiable con “naturaleza”, pero introducen una mirada completamente diferente. El “medioambiente” relaciona el flujo de energía y recursos materiales con los seres humanos, y abarca también las consecuencias de estos procesos; la “ecología” toma en consideración los sistemas de intercambio y la dependencia mutua entre las unidades bióticas y las unidades abióticas. La “sostenibilidad” se refiere a la posibilidad de que tales sistemas se mantengan estables a largo plazo.
La “naturaleza”, en el sentido extremo arriba mencionado de “naturaleza intacta”, sólo entra en el debate político de forma indirecta a través de conceptos políticos, como las políticas medioambientales o ecológicas, o bien asumiendo un significado regional o local, como el que se expresa al hablar de “las reservas naturales”. En el debate medioambiental a escala mundial el concepto de naturaleza no tiene un papel protagonista. Por tanto, pierden importancia los razonamientos que abogan por la protección de “la naturaleza” sin hacer referencia a los seres humanos y a sus necesidades.

Esto no resulta sorprendente, pues la naturaleza sólo puede adquirir contenido político a través de las personas. Sólo una minoría comparte una visión del mundo en la que la protección de la naturaleza se justifica por su valor intrínseco. Incluso cuando las religiones reconocen algo así como un deber de “preservar la creación”, eso no las impide considerar que la naturaleza también debe “subordinarse” al ser humano. La “naturaleza intacta” es una idea moderna, en última instancia la otra cara de una civilización fundada sobre la explotación despiadada y la destrucción de la naturaleza. Muchos pueblos indígenas, a menudo idealizados por europeos hartos de civilización, viven principalmente en, con y también contra la naturaleza. Las políticas ecológicas no pueden depender de ideologías centradas en la naturaleza, sean religiosas o laicas, no sólo porque la subestimación de la humanidad es éticamente muy discutible, sino también porque es tácticamente imposible, ya que tales ideologías siempre serán patrimonio de una minoría. Estas ideologías nunca lograrán la influencia que las políticas ecológicas necesitan alcanzar actualmente. Siempre habrá visiones del mundo guiadas por fuertes intereses humanos que expresarán sus reivindicaciones legítimamente en la esfera política y para las que la preservación de la naturaleza será secundaria respecto a ciertos logros humanos culturales y económicos. Para los conservacionistas fundamentalistas, los intereses de la agricultura brasileña, de los sectores energéticos chinos y checos o de las empresas químicas alemanas, de sus empleados y de los consumidores son, política y moralmente, totalmente ilegítimos. Pero no lo son, por muy problemáticos que puedan ser ecológicamente.

Por otra parte, el razonamiento basado en la preservación del nicho ecológico humano se sustenta sobre un poderoso motivo que puede ser compartido por todos. Hoy hay pruebas aplastantes de que la política ecológica es acorde con un interés general que va mucho más allá de la admiración de la naturaleza. Al fin y al cabo, la política ecológica versa sobre la lucha para la preservación material de los fundamentos de la vida de todos los seres humanos. Esto es hoy en día tan evidente para tanta gente a escala mundial que la política ecológica, o al menos su retórica, se ha incorporado a los discursos dominantes.

Objetivos comunes, pero no sin conflictos

El creciente apoyo mundial a los argumentos ecológicos también atañe a los conservacionistas puros. Los defensores del valor intrínseco de la naturaleza y quienes abogan por la preservación de los fundamentos de la vida humana marchan codo con codo en la mayoría de casos, construyendo el camino hacia un orden económico mundial ecológicamente sostenible. La salvación de las selvas tropicales y de las reservas naturales, la protección de las especies en vías de extinción, la agricultura ecológica y muchas otras propuestas pueden hoy justificarse por su función en el fomento de la estabilidad ecológica y en la preservación del nicho ecológico humano. Justificaciones diferentes conducen a los mismos resultados.
Pero también pueden surgir conflictos entre ecologistas y conservacionistas puros. Una política ecológica con una perspectiva más global puede, por ejemplo, defender la necesidad de instalar en la costa un alto número de turbinas eólicas, mientras que quienes tienen una perspectiva conservacionista de la fauna y de la naturaleza locales preferirán proteger los ciclos naturales y los hábitats de la región. Sin embargo, la urgencia de la estabilización ecológica del sistema económico mundial ha crecido espectacularmente, como consecuencia del cambio climático, de la mundialización de la industrialización y de la creciente demanda de energía y de recursos, por no mencionar el daño medioambiental global ya causado. Los intereses enormemente poderosos de cientos de millones de personas, que no tienen en un principio ni un ápice de mentalidad ecológica, nos fuerzan a hacer compromisos. Esto también abre una brecha entre los fundamentalistas de la naturaleza y quienes proponen políticas para la sostenibilidad, pues cuanto más radical, “naturalista” e ingenua es una reivindicación, tanto más improbable es su realización y la consecución de mejoras ecológicas, y tanto más catastróficas serán las consecuencias.

El razonamiento basado solamente en el valor intrínseco de la naturaleza se está quedando muy rezagado respecto a la necesidad actual de un pensamiento ecológico complejo, especialmente en el ámbito internacional. Los conflictos entre los conservacionistas y los habitantes de los países más pobres en torno a cómo éstos usan su propia tierra nunca serán resueltos agitando un dedo acusador conservacionista o predicando modos de vida ecológicos. Tenemos que negociar y desarrollar nacional y regionalmente modelos económicos sostenibles que combinen el derecho de los pueblos a utilizar sus recursos con la preservación de las reservas naturales, y que combinen los intereses del comercio y la industria internacional con la lucha contra la pobreza, de forma que se desarrolle un sistema mundial sostenible.

La experiencia de la naturaleza como motivación


Una política ecológica basada en un enfoque de la sostenibilidad puramente científico da lugar a un enfoque racional y sobrio de este problema. Sin embargo, con frecuencia hace falta algo más para motivar la implicación política de las personas. En la práctica, muchas personas activamente comprometidas en partidos u organizaciones verdes se interesan en la naturaleza movidas por un poderoso impulso emocional, romántico, estético o religioso. Una experiencia de la naturaleza emocionalmente iluminada puede proceder de la compasión hacia los animales, de la visión de paisajes espectaculares que nos abruman o del sentido de pertenencia a un orden natural más elevado. En verdad, es dudoso que uno pueda llegar a ser un ecologista entusiasta si está completamente desprovisto de tales instintos. Esta clase de atracción hacia la naturaleza está muy extendida y es una experiencia habitual, sobre todo como turistas. Pero, en realidad, a menudo el turismo es parte del problema y con demasiada frecuencia no se da el paso desde la experiencia de la naturaleza hecha como turista hasta la práctica ecológica. No obstante, indudablemente la experiencia emocional de la naturaleza es una de las motivaciones importantes que llevan a proponer que la naturaleza sea incluida en la esfera política. En verdad, parece que un prerrequisito del compromiso ecopolítico es la consternación que produce respirar aire polucionado o ver ríos contaminados, mareas negras e incendios forestales.

Pero tal conexión con nuestro entorno natural no es evidente ni, menos aún,  “natural”. Es, más bien, un producto cultural e histórico de ciertas épocas y de ciertas tradiciones. Muchas personas ven la naturaleza de una manera diferente, ante todo como recurso, y serían incapaces de verla de otra manera. Las chimeneas humeantes, la agricultura de “tala y quema” o las granjas-factoría no provocan en todo el mundo la misma reacción que en los urbanitas verdes, que consideran que la repugnancia que sienten ante esos hechos es un sentimiento bastante natural y evidente. Aunque el sentimiento de una relación emocional con la naturaleza sea muy importante como motivación para participar en la política medioambiental, no puede aportar el impulso necesario para un cambio ecológico mundial. Los intereses materiales de las personas también deben ser  tomados en consideración y puestos en movimiento.

Algunos sectores de la izquierda no ven con buenos ojos el concepto de naturaleza, al que consideran reaccionario. Tienen razón al rechazar el uso de la naturaleza como un recurso argumentativo. Si la naturaleza es utilizada en el discurso político para denotar lo que está bien, identificar lo poco natural con lo que es malo y así cerrar el debate, entonces el concepto de naturaleza es, en verdad, reaccionario. Se convierte en un concepto emparentado con el de “naturaleza humana”, que contribuye a condenar los comportamientos diferentes, a contraponer los sexos como eternos polos opuestos y a marcar culturas y modos de vida como “poco naturales”. En ese sentido, “la naturaleza”  sólo es una construcción conservadora.

Materialismo ecológico contra la falsa crítica de la naturaleza

Pero de vez en cuando esta justificada crítica del “naturalismo” se traduce en un rechazo de la política medioambiental. Llegados a este punto, podemos contestar que la crítica del concepto de naturaleza no puede ignorar los hechos. Un breve vistazo a las estadísticas e informes mundiales sobre cambio climático, producción de alimentos, creciente escasez de recursos, conflictos por el agua, contaminación del aire, movilidad y energía, pone claramente de manifiesto la urgente necesidad de la reforma ecológica de la economía mundial. Ante esa necesidad, es evidente que la crítica ideológica de “la naturaleza” resulta abrumadoramente irrelevante. Los conceptos de “ecología” y de “sostenibilidad” pueden funcionar perfectamente bien sin recurrir a ficciones conservadoras sobre lo “natural”. El rechazo de esos aspectos ideológicos no puede servir de excusa para negarse a reconocer la urgencia de la política ecológica.

La política ecológica no tiene que autolimitarse a una propuesta política, ideológicamente motivada, de modos de vida; hoy en día, la política ecológica es también política de la producción, economía y flujo físico de energía, materiales y recursos. Un sistema mundial de intercambio material entre los seres humanos y entre los seres humanos y su entorno tiene que diseñarse de modo que no se derrumbe a medio plazo. Un vocabulario materialista de recursos, alimentos, salud y prosperidad es suficiente para justificar la política ecológica. Lo que está en juego actualmente son puros y duros intereses materiales, así como la compensación de sus efectos. La política ecológica coincide con la reivindicación original de la izquierda: una justicia material mundial.


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