Trasversales
Raquel (Lucas) Platero

La masculinidad de las biomujeres: marimachos, chicazos, camioneras y otras disidentes

Revista Trasversales número 17 invierno 2009-2010

Ponencia presentada en las Jornadas Estatales Feministas de Granada.
Mesa Redonda: Cuerpos, sexualidades y políticas feministas, 6/12/2009



Esta comunicación tiene por objeto poner en el centro del debate las posibles lecturas de la masculinidad que se inscriben en los cuerpos de ciertas biomujeres. Encarnaciones de la masculinidad que abren y posibilitan diferentes espacios identitarios. Estamos hablando de todas aquellas personas señaladas como chicazos, marimachos, camioneras, lesbianas butch, trans masculinos (FTM), bois, drag kings, etc. Definiciones que son contextuales y donde cada cual se situa en función de sus posibilidades espacio-temporales. La masculinidad ha sido nombrada de diferentes formas a lo largo de nuestra historia reciente. En los años setenta y ochenta se hablaba de la “pluma azul y rosa”, tal y como muestran revistas feministas lesbianas como Sorginak en Euskadi o Nosotras que nos queremos tanto del Colectivo de Feministas Lesbianas de Madrid. Aunque, a veces, tiende a identificarse exclusivamente con los roles butch/femme, la masculinidad en biomujeres en la actualidad aparece en una profusión de espacios y da lugar a un amplio conjunto de identidades como son los drag kings, los bois, los trans masculinos, etc. En este artículo me interesa preguntarme sobre los lugares de apropiación de la masculinidad en cuerpos que han roto con la feminidad obligatoria y que por ello suponen una especial amenaza para una sociedad como la nuestra donde la norma pasa por la sacralización de la diferencia sexual. Estoy pensando en combinaciones especialmente letales para la heteronormatividad como son los transexuales que se niegan a operarse y quieren verse bien en su cuerpo; o en la amenaza que supone la masculinidad encarnada en un cuerpo de mujer unido al deseo lésbico, entre otras.

Tanto la masculinidad desligada de los hombres, como hablar de biomujeres como punto de partida son espacios problemáticos. Por una parte, por la naturalización que se ha hecho de los espacios, los lugares y las formas de estar propios y exclusivos de los varones. Toda aquella persona que encarna y desempeña un rol que rompe con este lugar está sometida al castigo social, y a veces, tal y como muestra nuestra historia reciente, será señalada con una persona patológica y criminalizada. En realidad, podríamos decir, que nada ha cambiado tanto: lo que en la dictadura franquista constituyó un pecado, un delito y una enfermedad, actualmente sigue siendo señalado como un espacio que incomoda la normalidad vigente, y que permanece en imaginario social en el ámbito de la patología (Platero, 2008c). Por otra parte, es problemática mi elección del término “biomujeres”, que tiene que ver no tanto con identificar a “las verdaderas mujeres” -como si todas las personas no fuéramos, de hecho, entes biológicos-, sino para poder referirme a aquellos sujetos que, en esta sociedad, son percibidos y reconocidos como mujeres. Con esto no quiero ni excluir las realidades intersexuales ni las transgenéricas; simplemente creo que no he encontrado aún un término mejor para explicarme.
Mi interés es cartografiar debates que pasan por la piel; hablar de experiencias tatuadas en el cuerpo y que nos sitúan en la primera línea de la hipervisibilidad. Paradójicamente, son cuestiones que a menudo permanecen invisibilizadas, silenciadas y relegadas a un “no-lugar”. Incluso cuando estos cuerpos evidencian fisuras en el modelo heteronormativo, son sólo inteligibles en los términos de la normatividad con la que rompen, a la que son reconducidos en cada interpelación. Quiero hablar de cómo hacer que nuestros cuerpos sean vivibles; cómo hacer que podamos reconocernos en nuestros cuerpos; cómo poder generar espacios con condiciones de materialidad para poder ser. Me pregunto cómo situarnos para poder generar vínculos y alianzas como sujetos políticos que somos con lo trans, con lo LGTB, con otros movimientos sociales.

Estamos hablando de muchos espacios identitarios muy distintos, cada cual desde su momento y su autodefinición posible. Como decía antes, me refiero a la pluma azul/rosa, a las marimachos, camioneras, butches, drag kings, bois, trans masculinos… Cada cual desde un momento, un espacio y una realidad que nos posibilita nombrarnos. Pero que no es ajeno al otro que mira. Mira y reconoce aquello que ve en los términos ya conocidos: hombre o mujer. Sin alternativas y sin ambivalencias. Y sin posibilidad de cambiar de lugar. Es el ojo ajeno el que tiene necesidad de saber quién y qué eres. ¿Por qué tienes que saber lo que estás viendo? ¿Quién eres tú para juzgarme con tu curiosidad taxonómica? ¿Siempre tenemos que saber qué o quién es lo que estamos viendo? La simple presencia de nuestros cuerpos genera tal pánico sexual que explica las reacciones negativas y brutales que recibimos.

El lugar de la masculinidad que se ocupa desde cuerpos de biomujeres se presenta como un espacio de impostura. Somos impostores que desbaratamos las identificaciones inmediatas y automatizadas. Somos impostores a quienes se recibe con recelo y hostilidad. Impostores de clase social, de edad, de género, de sexualidad, de competencia. Impostores de la norma.
Impostores de la edad, percibidos como “eternos jovencitos” para los que el tiempo parece no pasar, ¿qué posibilidades tenemos de envejecer y mostrar nuestra edad “real” fuera de esta percepción pueril? Jovencitos, chavales, muchachos casi eternos que a menudo recurrimos a la testosterona para poder mostrar un paso del tiempo (Halberstam y Del Lagrace Volcano, 1999). Un lugar de chaval (boi) que nos permite una actitud de juego que rompe con normas como la monogamia, que posibilita el ejercicio constante del flirteo y que elude la obligatoriedad del compromiso. Sin embargo, esta misma representación hace que no se nos tome en serio, que se dude de nuestra competencia personal y profesional, y que estemos eternamente bajo sospecha.
Impostores también para la clase social, donde la masculinidad nos hace ser eternamente percibidos como clase obrera, de forma peyorativa y nada orgullosa. La tradicional asociación de los extractos sociales más bajos con una hipersexualización y un uso del cuerpo para el trabajo que lo transformaba en un cuerpo rudo y curtido, convertía a estos cuerpos en extrañamente masculinos y por tanto sospechosos frente a unas mujeres burguesas blancas, donde la feminidad se definía como asexual y delicadamente inhábil (Romero Bachiller, 2005). Esta mirada que nos percibe como inadecuados, que nos nombra como camioneras, chicazos o tiarronas, sitúa en una asociación necesaria masculinidad con patología, hipersexualidad depredadora y con un uso del espacio público percibido como intrusivo.

Precisamente por esa combinación letal de masculinidad encarnada en un cuerpo de biomujer y, en ocasiones, deseo lesbiano o simplemente no heteronormativo, no estamos inscritos en los ritmos y espacios de instituciones como la familia. Celebraciones como la navidad, las comidas de los domingos o cenar todos juntos se convierten, de este modo, en espacios de reproducción de la lógica heteronormativa de vínculo y reconocimiento de la que somos expulsados (Ahmed, 2006; Halberstam, 2005). La masculinidad en cuerpos de biomujeres se sitúa en espacios de lo no asimilable. Incluso cuando eres parte de las instituciones y de los vínculos más normalizados como pueden ser el matrimonio, aunque sea gay, o una familia, aunque sean familias no convencionales: la percepción social de tu vida permanece impregnada de inadecuación y sospecha.

¿Qué hemos aprendido de los talleres drag king en los que nos travestimos y jugamos con la hipérbole de la masculinidad? A explicitar las imposturas de género aprendidas como mujeres, dándonos el permiso para representar otros papeles, ocupar otros espacios. De pronto te das cuenta que te escondes o que te expones con el cuerpo, que ocupas la mitad del espacio, eres consciente de cómo te sientas para no tocar al de al lado, de cómo comes o hablas… Cómo todo está lejos de ser una opción libremente elegida: es fruto de un aprendizaje y un disciplinamiento encarnado en la diferencia sexual. Los talleres drag king nos ayudan a desnaturalizar nuestra acción cotidiana y tomar de aquellos ademanes, espacios y formas de actuar la masculinidad aquello que queramos. Cada vez que decides si quieres ocupar el mismo o el doble del espacio al sentarte, cada vez que miras a los ojos a la gente sin bajar la mirada, cada vez que eliges si exponer u ocultar tu cuerpo, realizas prácticas que exponen la impostura naturalizada del género y que desautomatizan su ejercicio. Llegas a ser consciente que tus gestos, tu porte y tus ademanes más íntimos están reproduciendo posiciones generizadas y que tienes cierta capacidad para desaprenderlos y elegirlos. Te los has apropiado y ya no le pertenecen a nadie más que a ti.

Tradicionalmente la masculinidad en las biomujeres se ha identificado con un espacio de fealdad que la identifica como indeseable (Halberstam, 2008). Indeseable para los varones y la heterosexualidad. Pero la masculinidad en las biomujeres también es enormemente atractiva. Terriblemente sexy. La masculinidad forma parte de espacios de deseo propios de las relaciones butch/femme o daddy/boy, de las culturas lésbicas, trans y también BDSM. Lugares donde la masculinidad de las biomujeres, de los cuerpos trans, se erotiza y cobra significado e inteligibilidad (CFLM, 1988). La potencia de las vivencias butch/femme, libres ya de la acusación de reproducir una heterosexualidad al uso, son tremendamente liberadoras y excitantes; un espacio propio de la cultura lésbica donde reconocerse. Por otra parte, la dinámica daddy/boy no sólo es atractiva por la masculinidad desafiante en cuerpos que de partida se entendieron como de mujeres, sino que trazan sus propias narrativas gays, jugando con la edad, el poder, la experiencia, etc. La actitud y el porte masculinos tienen una enorme carga erótica que se despliega de formas muy diversas y potentes en el juego sexual (Hollinbaugh y Moraga, 1992).

Sin embargo, la masculinidad en las biomujeres se sigue percibiendo como signo de perversión, de intromisión en espacios ajenos, de patología necesaria. Podemos encontrar cientos de noticias que reflejan cómo se utiliza el término “marimacho” para agredir o menospreciar a un rival, por ejemplo en la política, o para humillarte en la escuela. Se convierte en una injuria merecida, según Gerardo Conde Roa, del Partido Popular gallego, que calificaba a la anterior ministra Magdalena Álvarez de “ministra marimacho” cuando hablaba de sus dotes de mando en julio de 2007 [EFE. “Un diputado del PP llama ‘ministro marimacho’ a Magdalena Álvarez”, El País, 15/07/2007, p. 20]. También aparece como parte de los apelativos que recibe la estudiante que sufrió el acoso de su profesor del Obrador de fontanería, con referencias explícitas a su lesbianismo y masculinidad –y que por cierto ganó el caso en el juzgado y sentó un precedente en el que se nombra específicamente la masculinidad, en octubre del 2007 [“La Justicia confirma una multa de 6.000 euros por acoso moral a una lesbiana”, La Voz de Galicia. 27/10/2007].

Si giramos nuestra atención a los medios de comunicación para observar las representaciones de la masculinidad encontramos que se convierte en sinónimo de maldad que merece castigo (Platero 2008b). Si nos fijamos en las figuras de Dolores Vázquez y Encarna Sánchez, vemos que tienen en común ser identificadas como “masculinas”, desarrollan roles de dirección y acceso al poder, con trabajos que suponen, de facto, poder. Se las señala como visibles, seductoras y activas. Y ambas reciben un sonoro castigo social por su sexualidad, que hace verter ríos de tinta en descripciones y juicios de valor, que se justifican en su masculinidad y más o menos explícito lesbianismo. Encarna Sánchez, muy conocida por su trabajo como locutora de radio y contactos entre famosas era temida por muchos, ejerciendo sus “armas de seducción”; no es hasta después de su muerte -en 1996- y nuestra década, cuando se han explicitado muchos de estos mensajes. En programas como Aquí hay tomate (2006) se ha dicho de ella cosas como que: “Encarna era una bruja y trataba a todo el mundo a patadas”, “Es una mafiosa”, “Una seductora”, etc.

De forma similar, Dolores Vázquez ha aparecido como una mujer mala: detenida el 7 de octubre de 2000, pasó diecisiete meses en prisión, acusada de la muerte de la hija de su pareja. En el conocido “caso Wanninkhof” llama mucho la atención el subtexto que habla sobre su lesbianismo sin mencionarlo. Condenada a quince años de prisión por un jurado popular en septiembre de 2001, basándose en treinta pruebas indiciarias, como testimonios de sus trabajadores que afirmaban que había roto una foto de la víctima, o que era una mujer fría y de mal carácter, o que no tuvo ningún ataque de nervios durante el juicio. El entonces ministro del Partido Popular Ángel Acebes llegó a afirmar en 2003 que “Dolores Vázquez tenía el perfil delincuencial más verosímil”. En la misma dirección, las declaraciones de Salvador Sagaseta para La Provincia el 24 de septiembre de 2003 subrayaban la tradicional asociación entre lesbianismo y falta de feminidad, que implica una maldad tal que requiere castigo con o sin pruebas de algún delito, afirmando lo siguiente:
“Si yo hubiese sido jurado popular, casi seguramente también habría condenado a Dolores Vázquez. (…) y aunque ahora se demuestre que Dolores Vázquez es inocente, me sigue resultando tan repelente el personaje (bajita, culona, lesbiana, con evidente cara de mala leche y pocas ganas de ducharse) que le habría mandado a los leones sin mover una ceja. Lo triste de esta historia me parece que una guarrindonga como ésa no haya sido autora de un crimen semejante... sigo viendo tan sospechosa a la lesbo en cuestión, que, si no de éste, la creo capaz de otro asesinato. Tiene tan mal aspecto Dolores Vázquez, que, por decir una barbaridad —que es lo que más me gusta— yo hasta la dejaría en prisión por creerla capaz de cualquier barbaridad en el futuro próximo o lejano…”.

Otro ejemplo que ilustra el tratamiento de la masculinidad de las biomujeres en los medios la encontramos en Gran Hermano. Durante la edición 2002, Raquel Morillas fue concursante de Gran Hermano: una mujer masculina de mucho carácter que pronto polarizó los debates. Ya fuera del programa vimos cómo se enamoraba de otra concursante, Noemí Ungría, y confesaban su relación ante las cámaras de Crónicas Marcianas. Pronto surgieron las voces que apuntaban a Noemí como lesbiana no creíble por su pasado heterosexual y aspecto femenino. Hicieron uso de su popularidad para ser imagen de los bares lésbicos de Barcelona. Después de sufrir un accidente del que Raquel Morillas salió con la cara desfigurada, en torno a una ilesa Noemí Ungría crecían los rumores de una relación de conveniencia. En 2003 celebraron una ceremonia de compromiso, que la prensa rosa mostró desplazando a Felipe de Borbón y Letizia Ortiz. Todo sufre un giro inesperado cuando la pareja rompe y la lesbiana no creíble —Noemí— se une a una mujer aún más masculina —Judd—, que todo el mundo señala despectivamente, incluida la propia Raquel, como “un tío”. El culebrón sigue y, tras rupturas y supuestos ligues con famosas, vimos que Judd se reveló como un transexual masculino (2006). Sin embargo, lo más interesante es que todo el debate sobre la masculinidad, incluso por aquellas personas señaladas como tales, se presenta como algo negativo y pernicioso que ha de ser corregido con el glamour propio de los gays. Estas representaciones de mujeres malas que se merecen el suicidio o la cárcel se parecen demasiado a los finales de las películas de lesbianas como mujeres atormentadas, locas, tristes... que sufren y mueren. Construyen la masculinidad como algo rechazable, el lesbianismo como algo trágico y se convierten en un mecanismo que justifica la lesbofobia y transfobia como una forma de control social.

En suma, después de esta breve y apresurada cartografía de la masculinidad de las biomujeres y sus representaciones podemos pensar en las resistencias y las amenazas que plantea para el feminismo y la imagen de las mujeres feministas. ¿Quién constituye la imagen más adecuada del feminismo? ¿Quién constituye la imagen más respetable del lesbianismo o de la transexualidad? Tras este tipo de afirmaciones se esconden los miedos privados y públicos de un movimiento feminista y lesbiano acomplejado y conservador, más preocupado por no incomodar y no presentar una imagen “hostil” a la sociedad heteronormativa, que por reconocer la diversidad de posiciones generizadas, sexuadas y de deseo que se articulan en su seno. En este sentido, debemos recordar la deuda histórica con las travestis, las camioneras, las locazas, y los chicazos que desde una posición de hipervisibilidad nada cómoda han sufrido los envites y las críticas desde dentro y desde fuera del movimiento feminista y LGTB sin abandonar la trinchera y la primera línea. Como decía Empar Pineda, nunca se ha reconocido la labor y el castigo que han vivido las travestis y bolleras mamarrachas: por ejemplo, en la primer fila de las primeras manifestaciones en contra de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social del año 1977, llevándose todo el rechazo de quienes pensaban que ensuciaban la imagen de la demanda, y al tiempo, todos los palos de la policía represora (Pineda, 2008).

Por otro lado, la masculinidad de las biomujeres se puede percibir como una amenaza ya que supone una desestabilización de las categorías sexuales al uso, dentro del marco heteronormativo conocido (Halberstam, 2008). Implica una ruptura con la idea de la masculinidad como escenario exclusivo de los varones y desestabiliza los binarios (mujer/nombre; homo/hetero; amigos/enemigos). La masculinidad de las mujeres pone en tela de juicio dos importantes normas, la heterosexual y la diferencia sexual y, así, sus guardianes reaccionan para mantener la legitimidad de las mismas.  También se podría percibir que todos estos espacios de masculinidad pueden estar amenazando incluso una movilización politica articulada alrededor de la identidad. En ocasiones no es necesario fijar una identidad reconocible en las categorías al uso -lesbiana/ trans/ bi/ queer/ boi/ etc.- para desplegar prácticas de movilización social (Platero, 2008a).

Quisiera destacar cómo la visibilidad de las camioneras, chicazos y travelos ha contribuido a un debate y lucha por las minorías sexuales. De hecho encarnamos la controversia de la corrección política versus la hipervisibilidad. Igual no somos la cara más amable o más mona para los medios o para unos movimientos sociales que busquen modelos de complacencia. Desde mi posición abogo por un espacio posible para la lucha conjunta, desterrando un falso debate de ex(in)clusiones, quién debe y no debe estar. Me interesa mucho más situarnos en un modelo de “todos/as ganamos” en el que trans masculinos, bolleras camioneras, travelos, travestis, butch/femmes, daddys/boys tengamos espacios de reconocimiento, de deseo y de movilización donde habitar cuerpos vivibles y deseos que tengan una oportunidad de futuro (Haraway, 1995; Butler, 2001). Espacios donde desarrollar prácticas políticas que no anulen la diferencia y permitan sitio a las voces disidentes sin que se intepreten como una ruptura paralizante (Smith, 1983).

Bibliografía

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